Monday, January 31, 2011
EN EL COMIENZO FUE EL TIGRE
Kike Ferrari
La historia de nuestras lecturas personales es, acaso, la historia de grandes comienzos. En el comienzo, se sabe, fue El Verbo.
Pensemos, por ejemplo, en un lugar de La Mancha que prefiero no nombrar o en el fantasma que recorre Europa o que cuando tenía catorce años me inició en los afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz o en que ayer murió mamá. Pensemos que hace cinco años, cuando el Gobernador decidió expulsar a Larsen de nuestra provincia, alguien profetizó, en broma e improvisando, su retorno o en esa ilustración, vista a los seis años sobre la selva virgen o en eso que me pongo a cantar al compás de mi vigüela o en el día que, frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía recordó cuando su padre lo llevó a conocer el hielo. Pensemos en que todo empezó por un error o en el año, al final del verano, en el que vivíamos en una casa de un pueblo que, más allá del río y la llanura miraba las montañas o en la mañana en que Gregorio Samsa amaneció convertido en un monstruoso insecto. Y así podríamos seguir.
Bueno, de todos los comienzos que pueblan mis lecturas, el que está más cerca de mi corazón dice así: La noche del 20 de diciembre de 1849, un violentísimo huracán se había desatado sobre Mompracem isla salvaje de siniestra fama, situada sobre el mar de Malasia, a pocos centenares de millas de las costas de Borneo.
El libro de ese comienzo, regalo de uno de mis padres, significó al menos tres comienzos: 1- de mi biblioteca personal, 2- de mi afición a la lectura, 3- de mis ilusiones de ser escritor. Fue leyéndolo que deseé por primera vez dedicarme a escribir. Quería esa magia.
Se pregunta el escritor mexicano Paco Ignacio Taibo II: ¿qué puede ser más subversivo que un adolescente de Buenos Aires leyendo Sandokán y sintiéndose durante dos horas un príncipe malayo? O, porqué no, un niñito porteño imaginando que es un escritor italiano de fines del siglo XIX.
Aquel libro fundacional -una edición hermosa de Edival- Alfredo Ortels, con tapas duras e ilustraciones que, bastante maltratado, todavía conservo- traía como prólogo una breve reseña biográfica del autor.
Recuerdo o imagino que el niño que una vez fui mezclaba confusamente aquellas ilustraciones de Sandokán con el rostro, desconocido para nosotros, de Emilio Salgari, igual que mezclaba el prólogo biográfico con aquella historia tremenda y salvaje de amor, coraje, honor, entrega y lealtades, esas páginas que nos entretenían pero también inflamaban nuestros espíritus de ansias de justicia y que contenían, sin que lo supiéramos, una ética que no nos abandonaría nunca; y soñaba con ser ese tipo atormentado, de barba espesa y pelo abundante y desprolijo, sentado junto a una ventana, fumando un cigarro tras otro, bebiendo (sangre o licor, bebe, Tigre de la Malasia, porque la embriaguez es la felicidad, le dirá Salgari a su héroe) y escribiendo febrilmente a la luz de una vela, con una pluma por él mismo templada hasta que, vencido por la locura de su mujer y la miseria, se suicida con un cuchillo en el barranco donde antes solía recoger flores con sus hijos. Y que al escribir su última carta escupe a sus editores: vi salutto spezzando a penna.
Si como escribió una vez el Gordo Soriano quizá todo sea tan simple como que nos parecemos a las primeras historias que nos contaron, es probable que, más que ningún otro libro, Los Tigres de Mompracem haya forjado a varias generaciones de lectores. Dice Taibo II: el impacto más grande de esas lecturas de la infancia fue Salgari y Sandokán. Pues al cabo Sandokán era de izquierda, el gran jefe antiimperialista: a los ingleses hay que joderlos, hundirles los barcos, abajo el Imperio. Nadie que se haya educado en Sandokán puede ser adepto al libre comercio o tener simpatías por la política exterior norteamericana.
Y aún había –hay- algo más en aquellas páginas. Salgari mismo nos da una clave: el secreto de la popularidad de un escritor está en contar lo que el lector querría ser. Como escribió Andrés Rivera: no confundir lo real con la verdad. No quienes somos, sino quienes nos hubiese gustado ser: el enceguecedor sol de la Aventura destruyendo el cono de sombras del Realismo. Quienes querríamos ser. La literatura como máquina utópica, como generadora de éticas, como declaración de principios: la amistad perfecta, el amor incorruptible, la lealtad blindada, el coraje, la rebelión.
¿Qué puede haber más subversivo?
Una cosa es segura: sin pretenderse literatura comprometida, sin declamaciones, justificaciones autobiográficas ni panfletos, Salgari y su Sandokán –Sandokán sí, pero también y a veces más aún, Giro-Batol, Jiuko, Araña de Mar. Patán y, por supuesto, Yánez- nos dieron por el camino de la Aventura, mucho más que entretenimiento. El niño que yo era intuyó lo que el tipo que ahora soy cree: que eso debería ser, eso debería ofrecernos, siempre la literatura.
Imagen 1: Emilio Salgari
Imagen 2: Portada italiana de Los misterios de la India
Thursday, January 13, 2011
RESURRECCIONES/BAÚL DE MAGO
Roberto Burgos Cantor
Lo dicho: los poetas no mueren.
Lo dicho: a veces cambian los vientos que llevan y traen la sensibilidad espiritual de una época. Su inconformidad por carencias desconocidas. Su inquieta ambición.
Lo dicho: la poesía como un viejo baúl que conserva los venenos, antiguas recetas para los males del mundo.
Lo dicho: el poeta José Viñals al morir no había hecho testamento. Esa curiosa extensión de la voluntad más allá de la vida. Ese reparto de gratitudes y cobros por minúsculas mezquindades. Ese regalo de bienes materiales y la liviana retribución con obligaciones de fe para equilibrar el defecto de las acciones en la tierra.
El poeta no hizo testamento porque no tenía necesidad. Alguna vez tuvo una bicicleta verde. Una pintura de Antonio Berni. Otra de Pedro Pont-Vergés. Un grabado de Roda.
Lo dicho: los poetas leen, se la pasan leyendo para acercarse a las fuentes de sus venenos, conocer sus compinches de alquimias. Así hacen bibliotecas seductoras, espléndidas.
Pero Viñals tocado por miel de avispa tenía la inquietud gitana. En cada mudanza se desprendía de su biblioteca. Yo me quedé con Miloz, el lituano, con Mallarmé, con un diccionario Vox que nunca falla y al cual le falta la letra “e”. Me dejó un carboncillo de su mano que nos acompañó en la pared hasta que un carpintero enamorado se lo robó para siempre.
Lo dicho: llevó a sus errancias un caballo que heredó de su padre. Un día compartió sala de hospital con un mago. Ambos con cirugías delicadas. Cuando le dieron de alta el mago le regaló una capa verde y un sombrero morado. Lo vieron salir del quirófano cabalgando con su capa que le ajustaba y el sombrero ladeado. Quienes lo conocemos estuvimos seguros que al fin tomaría un tejido de su tapicera predilecta y con sus artes invocaría a la funámbula de hilos de luna y levantaría un circo a la orilla del mar.
Lo dicho: la poesía es un lento, indetenible despojo. Y esa desnudez metálica de las palabras la buscó el poeta Viñals también en su vida. Se desprendía de lo superfluo.
Una vez me dijo con sus admoniciones encantadoras: ¿para qué quieres ir a Cartagena de Indias, si ya la tienes incrustada en el alma?
Lo dicho: después de muerto y sepultado, mi educado amigo, el que siempre tensionó la cuerda entre la bastardía y la exquisitez de los ritos, se despide. Aparece un libro póstumo, Pan. Allí en clave de libertad el poeta contrabandea sus sombras chinescas. Reitera sus tercas fidelidades. Abraza a Gamoneda y deja a un lado a mi querido Valente. Convoca a Beltrán, el amigo de Rojas Herazo, y a Mestre y a Riechmann. Palabras destiladas ¿o añejadas? para inexploradas visiones. Apretado compendio de una rebelión, marcas fecundas en esa marcha por el bosque del lenguaje y los pequeños claros sin templo del espíritu. Ahora querido amigo además de comer el pan sabremos hablar con los muertos. Lo diré otra vez contigo: soy un perpetuo extraviado.
Lo dicho.
Imagen: André Derain/Retrato de hombre con periódico, 1911-14