Monday, May 30, 2011
50 años de la muerte de Céline/ Memoria de un escritor salvaje
Carlos Ma. Domínguez
EL PRIMERO en darlo a conocer en Montevideo fue Onetti, a mediados de los años treinta, cuando Viaje al fin de la noche no había sido traducido al español. Lo leyó en francés y en su segunda columna de Marcha, diciembre de 1939, lo nombra entre sus admiraciones fauvistas, Faulkner, Hemingway, "el escritor no hombre de letras, el anti intelectual". De todos ellos, Céline fue el más salvaje, y así lo recuerda el mundo de las letras cuando se cumplen cincuenta años de su muerte, ocurrida el 1 de julio de 1961.
Para el Estado francés el aniversario se convirtió en un problema. Incorporado a la lista de homenajes oficiales del año, el presidente de la Asociación de Hijos de Deportados Judíos, abogado y cazador de nazis, Serge Klarsfeld, exigió en una carta que se renunciara "a poner flores sobre la memoria de Céline", y el ministro de cultura, Fréderic Mitterrand, lo quitó de la lista en medio de un debate que desbordó las fronteras de Francia. Se discute la primacía entre la admiración literaria y la condena a un autor que durante la ocupación de París colaboró con los nazis, escribió tres violentos panfletos antisemitas, fue juzgado y declarado "desgracia nacional". ¿Debe el Estado recuperar o rechazar la memoria de uno de sus más prestigiosos escritores?
Se multiplican los argumentos alrededor de los nudos de la literatura con la realidad y, en un plano más formal pero no indiferente, con el Estado. De qué modo llegó Céline a ocupar el centro de este debate post mortem no es un misterio. Sus libros son autobiográficos, su desesperación y sus provocaciones son desembozadas y ocupan cada una de sus páginas. Una parte del problema es la pretensión de asumir, oficiosamente, los méritos de una obra que conquistó su fama por la expresión del repudio a las instituciones del Estado. A menudo la literatura no se lleva bien con las instituciones. Crece a sus espaldas, se alimenta de lo que la sociedad no consigue resolver, hasta que un día no sólo no puede ser ignorada: los lectores la reclaman, el Estado pretende asumirla, y ya no es fácil celebrar la obra. El caso de Céline es emblemático, pero también singular.
PRIMERA NOVELA. Céline fue el nombre de su abuela materna. Lo adoptó cuando publicó Viaje al fin de la noche (1932), su primera novela. Entonces Louis Ferdinand Auguste Destouches tenía treinta y ocho años, trabajaba como ayudante de un dispensario en Clichy y había llevado una mala vida. Nacido el 27 de mayo de 1894 en París, hijo de un empleado de una compañía de seguros y de una bordadora de encajes, su hogar fue modesto, pero se educó en un colegio privado, viajó a Alemania y a Inglaterra para aprender idiomas, y en setiembre de 1912 se alistó por tres años en el 12º de Coraceros de la guarnición de Rambouillet. Durante la Primera Guerra Mundial, en Ypres, una herida en la cabeza le dejó consecuencias de por vida y quedó con un brazo dañado. Le dieron una medalla y la baja.
En 1916 se enroló como encargado de una explotación forestal en Camerún, donde permaneció un año enfermo de malaria. A su regreso comenzó a estudiar medicina, y una vez recibido, cuando lo contrataron como asesor de higiene en la Sociedad de las Naciones conoció su mejor época. Vivió en Ginebra, viajó a Estados Unidos, Cuba, Canadá, Inglaterra, pasó largas temporadas en Nigeria y Senegal, luego regresó a París, abrió, sin suerte, un consultorio privado, y tuvo que emplearse en el dispensario para los pobres de Clichy.
Su vida sentimental cargaba con dos matrimonios: una camarera francesa que conoció en Londres, luego la hija del director del instituto donde estudió medicina. En 1932 vivía con la norteamericana Elizabeth Craig, que inspiró los personajes de Lola y Molly, en su más famosa novela. Se separaron al año siguiente y Céline comenzaría una relación con la bailarina Lucette Almanzor que se prolongaría hasta su muerte.
Viaje al fin de la noche obtuvo el Premio Renaudot, fue nominada al premio Goncourt y perdió, pero la admiración de la crítica y el público fueron abrumadoras. Comienza de esta manera: "La cosa empezó así. Yo nunca dije nada. Nunca. Fue Arthur Ganate quien me hizo hablar". Sin pretensión retórica, lejos del academicismo, la formalidad, la mesura, trajo el tono del habla popular y la jerga de los barrios pobres para narrar la vida de Bardamu, primero en el frente de guerra, luego en África, más tarde en las fábricas de la Ford en Estados Unidos y, de regreso a Francia, en un hospital psiquiátrico y en un pobre dispensario de París. El habla popular, proyectada a un colmo de expresividad, traía un formidable aullido contra los horrores de la guerra: "Se los digo, infelices, jodidos de la vida, vencidos, desollados, siempre empapados de sudor; se los advierto: cuando los grandes de este mundo empiezan a amarlos es porque van a convertirlos en carne de cañón". También contra el sistema colonial francés, descrito como un paraíso de pederastas y explotadores, y contra el industrialismo: "Da náuseas ver a los obreros pendientes, preocupados en dar todo el gusto posible a las máquinas, ajustándoles pernos y más pernos en lugar de terminar de una vez para siempre con el hedor del aceite, el vapor que a través de la garganta quema los tímpanos y el interior de las orejas. No es la vergüenza lo que les hace agachar la cabeza. Se cede al ruido igual que se cede a la guerra".
Es un libro vertiginoso, a caballo de su desesperación por expresar el asco, las miserias, las vejaciones físicas y morales del ciudadano común. Pero Bardamu no es un hombre vulgar. Es una especie de loco, lo bastante astuto para sobrevivir a la ruindad y lo bastante lúcido para despreciarse a sí mismo y a los demás, con sarcasmo, furia, humoradas desopilantes. Encarnó, por antonomasia, el antihéroe de la novela contemporánea. A diferencia del estudiante Raskólnikov (Crimen y castigo, Dostoievski), que cae atormentado bajo la culpa de su crimen, para Bardamu el crimen es masivo y el tormento de cada día la prisión individual. Gregorio Samsa, (La metamorfosis, Kafka), ha engendrado una especie que invade Europa. Bardamu es un hombre-cucaracha, y todos como él, sobreviven de los restos de su ingenuidad y sus convicciones, unos de pie, sobre la cabeza de los débiles, y los débiles detrás del mendrugo para vivir y el sueño de pisar la cabeza de los otros. Hay en el humor y los equívocos de Bardamu, sin embargo, un espacio para la ternura y ciertas zonas de piedad que lo vuelven un personaje fascinante.
EL ANTISEMITA. En la novela Muerte a crédito (1936), Céline narró la infancia de Bardamu antes de enrolarse como voluntario y pelear en la Primera Guerra Mundial. Allí retrata el París hacinado de los pobres y los desahuciados, los conflictos con sus padres, su viaje de estudios, y asoman las primeras expresiones antisemitas frente a las humillaciones que sufrió su madre por parte de los patrones judíos. La novela no tuvo éxito y varios críticos repudiaron sus prejuicios raciales. Pero Céline no era un escritor capaz de ceder a las presiones.
Desilusionado por el rumbo de la Unión Soviética publicó ese mismo año un panfleto contra el comunismo, Mea culpa, y asumiendo un anarquismo sui generis que acusaba a Francia, al comunismo y a los judíos, en 1937 publicó Bagatelas para una masacre, el primero de los tres panfletos antisemitas -le siguieron Escuela de cadáveres (1938) y Le beaux draps (1941)- que le dieron su fama más negra. La edición de Bagatelas… vendió setenta y cinco mil ejemplares. Más que argumentos, ofrecía su odio. "Francia es una colonia del poder internacional judío… ¡Mueran los judíos, esos desechos pútridos!" gritaba. "Personalmente, encuentro a Hitler o a Mussolini admirablemente magnánimos, infinitamente más a mi gusto, destacados pacifistas, en una palabra, dignos de 250 premios Nobel… Quien más ha hecho en favor de los obreros no ha sido Stalin, sino Hitler", insistió en Escuela de cadáveres, y el régimen colaboracionista de Vichy encontró tan furibundo Le beaux draps que prohibió su distribución.
En todos ellos Céline vociferó, insultó y acusó a los judíos de precipitar el camino de la guerra. Más tarde diría que su intención fue defender el pacifismo, pero entonces ya pesaba sobre él la acusación de haber colaborado con los nazis durante la ocupación de París. Es cierto que rechazó la dirección de la Oficina de Asuntos Judíos en Francia que le ofreció Goebbels, pero la resistencia estuvo a punto de asesinarlo, guiada por sus informaciones de que Céline delataba judíos.
Su nivel de compromiso continúa discutiéndose, en base a afirmaciones, negaciones y conjeturas, pero cuando los aliados dieron vuelta el escenario de la guerra, Céline tenía sus ahorros en un banco de Dinamarca y huyó de París junto con los jefes nazis. Primero a Sigmaringen, Alemania, al pie de un castillo que oficiaba de sede del gobierno francés colaboracionista en el exilio, donde permaneció unos meses, y el 27 de marzo de 1945 llegó a Copenhague, todavía bajo ocupación alemana. Las tropas nazis se rindieron en mayo, Francia reclamó su extradición para juzgarlo y el 3 de diciembre lo detuvieron.
Permaneció dos años en la cárcel de Vestre Faengsel, sin que las autoridades francesas encontraran pruebas suficientes para conseguir la extradición, mientras Céline negaba todos los cargos y escribía cartas en las que se describía víctima de una persecución promovida por el Partido Comunista Francés y escritores como André Malraux ("cocainómano, ladrón, mitómano, invertido"), Jean Cassou y Luis Aragon, entre otros. Un juez danés lo liberó el 24 de junio de 1947. A poco de recuperar la libertad, la emprendió contra Sartre.
"Si Céline pudo sostener las tesis socialistas de los nazis es porque le pagaron", había escrito Sartre en Retrato de un antisemita. "Eso es lo que escribía este pequeño escarabajo mientras yo estaba en prisión corriendo gran peligro de que me colgaran. ¡Maldita lacra atiborrada de mierda, salís de mi culo y me ensuciás! Ano de Caín. ¡Qué querés? ¿Qué me asesinen? ¡Es evidente! ¡Aquí! ¡Cómo te aplastaría! Lo veo en una foto… esos ojos grandes… esa tricota de crochet… esa babosa con ventosas…¡Qué no inventaría este monstruo para que me asesinen!".
Las autoridades francesas lo juzgaron en ausencia en 1950, y lo declararon "desastre nacional", pero poco después fue indultado y Céline regresó a París en 1951, donde continuó con su obra literaria y vivió modestamente hasta su muerte, ocurrida el 1 de julio de 1961, de un aneurisma cerebral.
Sus libros prolongaron el estilo y el tono exaltado de las primeras obras. Guignol`s Band (1943), Casse-pipe (1952), Fantasías para otra ocasión (1952), Conversaciones con el profesor Y (1955), De un castillo a otro (1957), Norte (1960), y las novelas póstumas El puente de Londres (1964) y Rigodón (1969), son textos que articulan la peripecia autobiográfica con pronunciamientos sobre la cultura y la realidad europea, temas de actualidad literaria y viejos resentimientos, en su mayoría desbordados por la mordacidad y la diatriba, que fueron su marca en el lenguaje.
LA EMOCIÓN ESCRITA. El prestigio literario de Céline, su conquista suprema, fue Viaje al fin de la noche, seguida por Muerte a crédito. La obra posterior, con algunas excepciones, abusa de sus hallazgos, se vuelve farragosa y poco seductora para los lectores no iniciados en los códigos y desmesuras de su estilo oral, abigarrado de acusaciones, guiños cómplices, signos de exclamación y sus famosos puntos suspensivos. Pero a cincuenta años de su muerte, cabe recordar su contribución más notable.
A la novela francesa y contemporánea Céline aportó la idea de que la voz del escritor era el valor capaz de vindicar la singularidad del género frente a una avizorada decadencia en la ilustración de la realidad y la reiteración de las historias narradas; una voz potente y honesta, frente a su lucidez y sus delirios, dedicada a recorrer el arco de las emociones por su propia expresividad, antes que por la descripción y la trama.
Dos pasajes de sus Conversaciones con el profesor Y, exhiben con claridad su conciencia de la encrucijada: "… ¡Escuche bien lo que le anuncio: los escritores de hoy no saben todavía que el cine existe!...¡y que el cine ha vuelto ridícula e inútil su manera de escribir!... ¡pomposa y vana!... ¡Porque sus novelas, todas sus novelas, ganarían mucho, ganarían todo, si fueran retomadas por un cineasta!… ¡Sus novelas no son sino escenarios, más o menos comerciales, faltos de cineasta!... ¡El cine tiene todo lo que le falta a sus novelas: el movimiento, los paisajes, lo pintoresco, las buenas hembras, desnudas, peladas; los tarzanes, los efebos, los leones, los juegos de circo engañosos, los juegos de alcoba dañosos!..., ¡la psicología!..., ¡los crímenes pam pam!..., [...] ¡Los escritores, le estaba diciendo, no han reaccionado ante el cine…; han puesto cara de gente educada que no debe darse cuenta
del asunto…, como si, verdad, si en un salón una señorita hubiera soltado un pedo… lo han pasado por alto, disimulando, envolviéndolo en frases!... ¡Han reforzado el bello estilo… los períodos… las frases bien redondeadas… según la misma vieja receta heredada de los jesuitas… amalgamada con Anatole France, Voltaire, René, Bourget!... ¡Han agregado solamente demasiada pedantería… kilos de intrigas policiales… para hacerse gideanos como se debe, freudianos como se debe, soplones como se debe…, pero siempre en postal todo eso!..., ¿no es verdad?... ¡Putas innovaciones conformistas!".
Frente al epigonismo, esgrimía sus propósitos: "¡La emoción en el lenguaje escrito!... ¡El lenguaje escrito se había resecado, y yo soy quien ha devuelto la emoción al lenguaje escrito!... ¡Como usted lo oye!... ¡Es un trabajo menudito, se lo juro!... ¡El truco, la magia, y ahora cualquier tarado puede conmoverlo a usted por escrito! ¡Pero hallar la emoción de lo hablado a través de lo escrito!, ¡no es cualquier cosa!...; ¡es ínfimo, ya sé, pero es algo!".
Sostiene Céline que la jerga es un lenguaje de odio que paraliza al lector, lo aniquila, lo pone a su merced, pero que su seducción acaba pronto y hay que vérselas con el resto. Su utilización del habla popular puede crear la falsa idea de que copiaba un tono y lo volcaba a sus libros, pero tan cierto es que pulía cada una de sus frases hasta arrancarles el máximo de expresión, como que pese a sus propias advertencias, fatigó sus recursos. El impacto, sin embargo, fue enorme, y abrió un horizonte nuevo para escritores como Henry Miller, Burroughs, Cabrera Infante y muchos otros novelistas que lejos de mantener al autor
detrás de la historia, o del narrador de la historia, lo proyectaron a un primer plano, con permisos para exponer sus virtudes y miserias.
La polémica en torno a la admiración y el repudio despertados por Céline reaviva el problema de los vínculos entre la obra literaria y la vida de su autor, en este caso contrastados por valoraciones opuestas. Hay quienes prefieren separarlas por espacios estancos, condenar una y celebrar la otra, y quienes quedan perplejos por la dificultad de reunir ambas condiciones en una misma persona. El problema siempre dará pasto a controversias, pero la continuidad entre Bardamu y Céline puede ser
considerada hija de una misma desesperación, talentosa, antijudía, extraviada en el nazismo por el mismo odio y decepción que vibra en cada una de sus páginas escritas con enormes derroches de sátira y cinismo. No tuvo Céline dos caras ni dos vidas. Con la misma agresividad con que alcanzó sus logros literarios asumió actitudes vergonzantes, como Ezra Pound, como Borges, también él menoscabado por su adhesión a los militares que instalaron el terrorismo de Estado.
Mal puede celebrar Francia la memoria de un colaborador con el nazismo sin traicionar la vocación de las palabras, ajenas y propias. Con el escritor cumplió de otra manera: subastados los manuscritos de Viaje al fin de la noche en abril de 2001, la Biblioteca Nacional de Francia pagó por ellos la suma de un millón ochocientos cincuenta y un mil euros. El manuscrito quedó preservado en las instituciones y la obra, su acusación tremenda, en la memoria de sus lectores de ayer, de hoy y de siempre.
de EL PAIS S.A., Montevideo
Imagen: Louis-Ferdinand Céline
Thursday, May 5, 2011
EL DE SANTOS LUGARES/BAÚL DE MAGO
Roberto Burgos Cantor
Recupero la tarde en la cual el tren y su golpeteo de hierros salió de la estación San Martín, en Buenos Aires y me llevó a la parada Santos Lugares.
Había empezado la primavera austral y la luz dejaba ver la flotación de cortezas y medusas vegetales. El aire era un escenario sin límites de hadas bailarinas en hilos invisibles.
La barriada de calles solas, con árboles y casas semejantes de una y dos plantas era el lugar en el cual por años residía Ernesto Sabato.
Una correspondencia que ahora excluía las pastorales de elaboración literaria, y una estadía de Sabato en Bogotá y en Manizales donde presidió el Festival de teatro latinoamericano, habían tejido una comunicación que ya incluía los detalles que en su nimiedad acercan a los seres.
Esos años el esplendor de la urbe de leyenda con sus librerías abiertas hasta la alta noche, sus tangueros y milongas, su cine tan distinto al mexicano, sus monstruos de la literatura caminando por Florida, sus restaurantes de comida abundante y barata, sus vinos de Mendoza, su antiguo subte, sus ancianos longevos, y sus futbolistas admirados, todo, se cubría de un vacío triste en el que apenas se distinguía el temor, las noches atravesadas por las sirenas de ulular siniestro, gritos anónimos y una interrupción violenta de la vida.
Matilde, la esposa de Sabato debió salir y nos dejó con la tetera en el hornillo. Se inició la puesta al día, desordenada, esa exploración de alrededores que parece inevitable cuando pasan los años y los amigos se saben pero no se cuentan.
A pesar del humor negro, de las travesuras de su ironía, don Ernesto fue un hombre atormentado. En los momentos que estuvo en Colombia, durante su primer viaje, lo atormentaban los ciegos. El extenso expediente que atraviesa su novela Sobre héroes y tumbas parecía escapar de la literatura y cobrarle el acercamiento a revelaciones del túnel de los ciegos. Sabato perdía la vista. Una curiosa simetría ponía una dificultad común en dos grandes escritores argentinos.
Esta vez nos detuvimos en el descanso del segundo piso, junto a la ventana de cristales, sentados en mecedoras de espaldar largo, con sus manos nerviosas y una vez cumplió el rito de la bienvenida y se enteró de los amigos, Eligio García Márquez de primero, preguntó con delicadeza por los originales de Lo amador que yo había echado en la bolsa de viaje para darle la mirada de cierre con José Viñals, concluida esta gentileza, vi la sombra en su rostro.
Entre médicos y brujos macumberos del Brasil había salvado su visión del mal de ojos de los ciegos. Su tormento de ahora surgía de la realidad diaria.
Fuimos a otro nivel de la casa. Un ámbito blanco cerca de la sombra de la araucaria que tanto amó. Allí estaban los cuadros que se empecinó en pintar. Rostros. Sobre su mesa miles de cartas de familiares, amigos de desparecidos por la dictadura militar. Pensé que sería su próxima novela. Hay dolores sin exorcismo.
Cerca de su descripción de Borges le digo: angustiado, indagador de abismos, solitario, pensador, emotivo, pícaro, solidario, tierno, depresivo, vehemente, travieso,
a Usted Sabato lo seguimos leyendo como una conciencia de su tiempo.
De El Universal, Colombia
Imagen: Ernesto Sábato, por Aldo Sessa
Monday, May 2, 2011
Karl May (1974)/THE SCREEN: SYBERBERG'S 'KARL MAY'
By VINCENT CANBY
IN the last decades of the 19th century, Karl May (1842-1912) was the most successful author in Germany. His books sold like pancakes topped by wild blueberries and heavy cream. For 30 years he turned out 40 pages a day, constructing a staggering body of kitsch adventure-fiction that may originally have owed a certain debt to James Fenimore Cooper but that, finally, created a mythology quintessentially German.
In his most popular stories, written in the first person, May recalled his adventures in the American West with his idealized white blood-brother, Old Shatterhand, and the equally idealized Indian warrier, Winnetou. Seeking a change of locale, May also wrote similar first-person tales about adventures in the Near and Far East.
As he entered his old age, May was beloved and rich. He was also ripe for attack by jealous publishers and all sorts of opportunists seeking to make their own reputations at the expense of his. Unfortunately for him, Karl May was exceedingly vulnerable.
As his fame had become virtually self-perpetuating, he'd allowed the public to believe that his tales were basically true, though he'd never set foot in America or any of the other exotic lands about which he wrote with such conviction. He manufactured fake degrees for himself and, most shocking to his fans, he'd somehow failed to mention that, as a young man, he'd been imprisoned for a total of more than seven years for various offenses, including thievery.
May spent most of the last decade of his life in and out of the courts, defending himself against a series of lawsuits that had as their goal the destruction of his reputation and formidable popularity.
It is this period of May's extraordinary career that is the center of Hans-Jurgen Syberberg's lengthy cinema meditation ''Karl May,'' which opens today at the Film Forum 1. The film, which was made in 1974, is the second in Mr. Syberberg's huge, impressionistic trilogy that opens with ''Ludwig, Requiem for a Virgin King'' (1972) and ends with the 7 1/2-hour ''Our Hitler'' (1977), both released here in 1980.
''Karl May,'' which runs a bit over three hours, is - stylistically - the least insistently Brechtian film in the trilogy. However, like ''Ludwig'' and ''Hitler,'' it makes no concessions to those members of the great, unwashed audience who can't make sense of references that would be immediately clear in Germany. Chronology and documented fact are beside the point.
The film is structured like a piece of music, with themes introduced, explored, dropped and then recalled in variations - which sounds somewhat better than it plays when one is so busy reading English subtitles that one hasn't much leisure for cinematic subtleties.
The conflict, as in ''Ludwig,'' is between the romantic and the rational. May is seen as the last great mystic and the creator of legends that, beginning with Ludwig, reached their inevitable end in Hitler. Whether one believes this or not, Mr. Syberberg couldn't care less. It's what he's telling us in each of the three films, concluding with what seems to be the principal point of ''Our Hitler.'' That film's final question is not ''Where would we be without Hitler?,'' but ''Where would Hitler have been without us?''
Thus he's saying that all of us created Hitler. He seems to be contemplating collective guilt, spreading responsibility so thinly that no one need suffer.
Though May was a pacifist at the end of his career (at a time when Germany was attempting to build up its own colonial empire), his early works were, reportedly, much favored by Hitler, who thought they would instill the right thoughts in his soldiers.
The moral points of these films are ambiguous. There's something infinitely romantic about the manner in which Mr. Syberberg pursues his own obsessions with the fate of modern Germany. It's certainly not that he's an apologist but that, by treating it so poetically (and prettily), he seems to be avoiding the true horrors of history.
Among other problems I have with ''Karl May,'' I've no idea what we're to make of Mr. Syberberg's decision to cast it with stars associated with the old UFA studio, and to have May played by Helmut Kautner, who was a prominent film director in the Third Reich and himself made a film about Ludwig in 1953. Is this a whim or a statement? Only Mr. Syberberg knows.
''Karl May'' is the least characteristic film in the Syberberg trilogy in that it's mostly shot in realistic settings, without the use of bizarre special effects such as puppets, dry-ice fumes and multiple representations of a single person. It's not especially informative in any documentary way, but old Karl May emerges as a most interesting, complex and possibly divine fraud.
Most of the time Mr. Syberberg avoids the use of rear-projection backgrounds that were so ubiquitous in ''Our Hitler,'' and he only occasionally uses scale models that are intended to call attention to the movie's artifice. At one point, we see a model of a German village, which seems to have been made out of clay, in the midst of a snowstorm of what could be granulated sugar, the chimneys periodically releasing perfect little smoke rings. Again, I've no idea whether those smoke rings are a whim or a statement.
FABULOUS FRAUD - KARL MAY, produced, written (in German with English subtitles) and directed by Hans-Jurgen Syberberg; photographed by Dietrich Lohmann; edited by Ingrid Brozat; music by Mahler, Chopin and Liszt; presented in association with Goethe House. Running time: 187 minutes. This film has no rating. At Film Forum 1, 57 Watts Street: Karl May...Helmut Kautner; Klara...Kathe Gold; Emma...Kristina Soderbaum; Pauline Munchmeyer...Mady Rahl; Berta v. Suttner...Lil Dagover.
Publicado en el New York Times, Junio 25, 1986
Imagen: Afiche del filme
BIN LADEN AND HIS FOLLOWERS
May 2, 2011
Posted by Jon Lee Anderson
In the summer of 1989, I spent several months coming and going from the Afghan battlefield, where a wide array of Afghan mujahideen forces, along with hundreds of overly zealous Arab jihadi volunteers, were battling to oust the Soviet-installed regime in Kabul. At one point, I had to be smuggled out of the battle zone by an armed escort of Afghan fighters after a group of the Arabs said that they wanted to kill the unbeliever they knew their Afghan comrades had with them. I didn’t know it at the time, but these men were the early core of Al Qaeda, and their leader was a recently arrived, rich Saudi wannabe, Osama bin Laden. Safely back in the Pakistani border town of Peshawar, I spoke about what I had seen, and what had happened to me with Abdul Haq, a senior Afghan mujahideen commander. He told me, with a kind of uncanny clairvoyance, that it was urgent for “us” to start looking beyond the immediate battle in Afghanistan, and past even the challenges of the Cold War, to a new threat that was arising. “The danger we all face comes from these Arab jihadis,” he told me. “These are the biggest threat to all of us.”
Now the picture is changing again. There is an inescapably delicious irony to the timing of Osama bin Laden’s death, announced Sunday night. It comes in the midst of a widespread revolt in the Arab world, the very wellspring of Al Qaeda, which the terrorist movement had not masterminded and, thus far, has seemed incapable of exploiting, much less leading. For the man who had conceived of himself the ultimate arbiter of violent change, it must have been tantalizingly heady to witness, but ultimately frustrating. In Libya, instead of a rogues’ gallery of hate-spitting disciples who behead hostages (Abu Musab al-Zarqawi and Khalid Sheikh Mohammed come to mind), there is a wide cross-section of society that includes some Libyan jihadis, shopkeepers, pro-Western businessmen, and students—something like a civic alliance. Libya’s revolt is not part of some global jihad; it is about the people overthrowing their own dictator, a very particular despot who has ruled their collective destinies for forty-two years. The uprising in Syria appears to have the same components. In other words, both appear to be part of a social phenomenon that has already swept aside dictators in Tunisia and Egypt, leaving behind new tensions and new freedoms—an atmosphere that, possibly, is not receptive to Al Qaeda’s lethal clarion call.
Whatever else happens, and whatever baleful challenge will now be issued by Ayman al-Zawahiri, bin Laden’s Egyptian deputy and presumed successor, Al Qaeda will have been weakened, perhaps terminally. With the death of their leader, the will of the many bin Laden wannabees out there in Pakistan and Yemen and Nottingham and wherever should be diminished—because one of the things that fueled them in the first place was his notional invincibility. Such vertical, quasi-religious death cults always rely upon the leader, because the leader’s survival is the key to perpetuating the belief that utopia is possible. In Peru, after the Maoist Shining Path’s leader, Abimael Guzmán, was captured, the movement, which had come close to seizing the capital, effectively died. The same happened when Abdullah Öcalan, the longstanding chief of the P.K.K., the Turkish Kurdish separatist movement, was captured a few years ago. Everyone will know, from now on, that Al Qaeda is probably ultimately doomed. It may continue to cause trouble, and even a great deal of it—the forces of jihadism are not finished in Pakistan, in Afghanistan, or in places like Yemen. But with bin Laden dead, it may be easier to see the way ahead; the end is, if not in sight, at least discernible, somewhere down the road.
Imagen: Caricatura de Osama bin Laden