Wednesday, February 27, 2013

Alejandro Suárez: Santa Cruz, literatura y cine


Hay vida en Marte entrevistó al escritor Alejandro Suárez, quien habló de su primera novela El perro en el año del perro y otros temas.

El perro en el año del perro tiene su origen en el cuento La Nueva izquierda de un anterior libro tuyo. ¿Cómo así decidís trasladar la idea del cuento a un terreno más amplio como es la novela?
En el prólogo de “Sauce ciego, mujer dormida” Murakami escribe sobre cuentos que irrumpen en su casa en plena noche y le gritan que aún no es tiempo de olvidarse de ellos, que aún quedan cosas por escribir. Supongo que algo parecido pasó con “La nueva izquierda”, sentí que había más para contar que el romance de verano entre un cruceño del montón y una europea progresista. Mi primera intención fue convertir el cuento en un guión cinematográfico y para ello comencé a explorar en la vida de Gustavo: de donde viene, quienes son sus padres, sus amigos, sus miedos, cuánto dura el romance con Kirsten, que pierde y qué gana… Por el camino cambié de idea y retorné a mis orígenes literarios y de paso “descubrí” el placer de escribir novelas.

Además del excelente epígrafe de Don Delillo y de los ecos bukowskianos ¿qué otros autores sospechas han nutrido la novela?
Me gustaría diferenciar los autores que lee Gustavo (él se autodefina como un tipo perezoso y culto y por supuesto, lee) y los autores que yo leí mientras escribía la novela. En el primer grupo estarían Bukowski, Kundera, Baudelaire (y sí, el gusto literario de mi héroe es algo ecléctico) a quienes Gustavo recurre en busca de respuestas. En el segundo estarían De Lillo (leía “Jugadores” mientras escribía la novela y constaté que una historia simple, si se la sabe escribir, puede convertirse en algo muy profundo con poesía de yapa en cada párrafo), “El guardián entre el centeno”  (una clásica novela de aprendizaje sin moraleja (como debe ser)) y Claudio Ferrufino (su “Exilio voluntario” es irreverente e intenso pero a la vez de una agudeza tremenda, una joya de la literatura boliviana).

Una de las mejores escenas de la novela es cuando Gustavo narra su vida en travellings cinematográfico ¿Cuánto tiene que ver esto con tu experiencia en el cine? ¿Podrías también hablarnos sobre los cortometrajes que realizaste?
Sin eso que llamas mi “experiencia en el cine” posiblemente no hubiese escrito ni esta ni ninguna novela (o al menos no las hubiese terminado). La razón es la siguiente: leyendo libros sobre teoría de guión tuve un curso acelerado de técnica narrativa, estructuras, actos, conflictos… Toda esa carpintería que descubrió Aristóteles hace mucho y que ya Homero aplicaba intuitivamente. Como estoy bastante lejos de la genialidad de Homero, todo eso me facilitó muchísimo la vida a la hora de afrontar un proyecto tan exigente y de largo aliento como una novela. Hacerlo de otra manera supondría escribir (citando a Syd Field) utilizando el método de la patada en el culo: lanzarse a la piscina sin un plan, una estructura, un punto de llegada… Uno puede escribir un cuento así, como un músico de jazz que se lanza a improvisar a ver a dónde lo lleva la melodía, pero una novela necesita de una mínima armazón y arquitectura para que funcione. Posiblemente la mayor parte de los novelistas hayan llegado a conclusiones parecidas por otros caminos iguales de válidos, el mío fue medio en contra ruta pero sirve.
En cuanto a los cortos que hice: “Elefantes blancos” (basado en el cuento “Colinas como elefantes blancos”, de Hemingway), “Desayuno en la cama” (basado en un cuento mío) y “Ajuste de cuentas”, un guión original coescrito y codirigido con Roger Otero. Están plagados de defectos pero de eso se trata crecer.

La conciencia puntillosa de la ciudad en Gustavo es notoria. Pareciera que la relación entre ellos se ha desgastado, Gustavo parece reparar en la ciudad cómo cuando descubres muecas desagradables en la persona que se quiso. ¿Qué opinas al respecto?
Hace muchos años fui a un concierto de Fito Páez y al presentar “Ciudad de pobres corazones” dijo más o menos esto: uno putea contra el lugar donde vive porque al final lo ama. Yo le agregaría: y el amor te da ciertos privilegios: la puteada cariñosa (y a veces no tanto) es uno de ellos.

¿No sientes que hay un exceso quizás en las referencias a la cultura pop en El perro…?
Yo no lo siento, pero no soy muy fiable: me cuesta ser mesurado cuando algo me divierte.

El protagonista es consciente de su entorno pequeño burgués; lo señala, y esto lo ubica en un lugar de ‘despierto’ digamos, no obstante él se reconoce cómodo allí, su batalla es evitar el cambio, como bien dice, lo cual sin duda resulta interesante, sin embargo ¿Cómo asumir este tipo de contradicción? 
Sí, pero hay muchas formas de ubicarse en un contexto pequeño burgués y a Gustavo lo que le causa urticaria es asumir las recetas predefinidas del crecimiento, o para decirlo con sus palabras: “El futuro trazado: una novia bien, un trabajo bien, un auto bien, un condominio cerrado, dos hijos, dos hipotecas, una cosa lleva a la otra (como en la publicidad de Nescafé). En resumen: una vida de mierda.”  Yo creo (y esto lo asumo) que se puede ser pequeño burgués sin dejar de ser auténtico y original.

¿Crees que el temor a la soledad de Gustavo es central? ¿Esta es su máxima y acaso única certeza?
No sé si la soledad es el tema central de Gustavo. Hay una frase en la novela: “estar solo es una porquería comparable con la  muerte” (es el tipo de frases “peligrosas” que suelen atribuírselas al autor en lugar de al personaje). Pero eso no lo dice ni siquiera Gustavo, sino el doctor Kaspersky, un urólogo en edad de jubilación que le suelta toda una perorata existencial a Gustavo. Y ahora que recuerdo: la inspiración para Kaspersky y su filosofía vino de una película de David Lynch, “The straigth story”, donde un anciano atraviesa cientos de kilómetros montado en una máquina podadora de césped para hacer las paces con su hermano enfermo. Me temo que Lynch haya expresado mejor que yo la esencia de la vejez, pero a lo que voy: ese tipo de cosas las suelen decir las personas al llegar a cierta edad.  A la edad de Gustavo la soledad no suele ser un peligro inminente.

Tu novela nos hizo recuerdo un poco a Jonás y la ballena rosada, en la situación en la que se encuentra el personaje, el humor que destila, y la intención de abarcar una época en particular ¿lo creés así?
Lamentablemente no he leído “Jonás…”. En cuanto a abarcar una época: mi intención en realidad fue ubicar a Gustavo en un contexto que le de color, sustancia, matices… Pero la prioridad es Gustavo, no el contexto. Abarcar toda una época es un trabajo que me supera. No me lo plantearía conscientemente como intención porque creo que no pasaría de la página 2 paralizado por exceso de análisis.

Crees en aquello de que la mirada forastera repara en lo que para los lugareños pasa desapercibido. Lo decimos pensando en tus orígenes cubanos y en el ahora, ya que has escrito una novela eminentemente cruceña.
Sí, creo (y además me parece algo natural).

En una semblanza a tu novela se te señala como un secreto escondido, además de un escritor al margen de círculos literarios ¿Cómo te calificás en el espectro literario nacional? ¿Cuál es tu relación –lecturas por supuesto- con la literatura Boliviana? ¿Qué autores recomendarías?
Le agradezco muchísimo a Ricardo Bajo por su semblanza entusiasta aunque eso del “secreto escondido” me pone en un estado “Santo-Grial-literario”  incompatible con mi autista timidez social. En cuanto al espectro literario nacional, no tengo ni la más remota idea de dónde ubicarme (¡¿en la zona invisible del infrarrojo quizás?!).
Aclaro que no he leído lo suficiente como para darle a alguien un pantallazo sobre lo que es la literatura boliviana actual. Es más: son más lo que no he leído que los que sí. Entre los que no he leído y por algún motivo despiertan mi curiosidad: Wilmer Urrelo, Sebastián Antezana, Darwin Pinto, el Homero Carvalho de “La conspiración de los viejos”. He leído y he aprendido de Claudio Ferrufino, me atrae Paz Soldán  sobre todo en su faceta de cuentista, la propuesta de Giovanna en “Tukson” me pareció interesante y me dejó pensando, “Vacaciones permanentes”, de Liliana Colanzi es un buen arranque para cualquier escritor y ahora mismo me estoy divirtiendo con la última obra de Roger Otero: “Mira el pajarito y decí whisky”, una novela negra y criolla, como si Chandler aterrizase en los Pozos.
La literatura boliviana también es poesía (y en ocasiones ha sido más poesía que narrativa), y ahí sí que me declaro desnudo y en lo oscuro. Confío en aprehender algo de la mano de Oscar Gutiérrez y Pablo Carbone, colegas de premios y ferneses a quienes, por supuesto, he leído (y también disfrutado).

¿Cuáles son tus hábitos de escritura? Actualmente en qué estás trabajando, (novela. cuento. Cine), ¿qué se viene más adelante?
Mis hábitos de escritura son muy básicos: tratar de escribir al menos 2 horas diarias (cosa que por supuesto, muchas veces no cumplo pero me genero el suficiente cargo de conciencia como para acometer la labor al otro día con más impulso). Últimamente, además del tiempo, cuento las palabras para evitar la dispersión (deporte al que soy adicto). Después, no tengo hora fija ni lugar: puedo escribir en un escritorio, en la mesa del comedor, en el sofá, en la cama, en un café, de día, de noche, a mano, en computadora… Lo crítico es el tiempo disponible que siempre es escaso. Proyectos: una novela y un guión para un largo, en paralelo y todavía en etapas primarias ambos proyectos. 


Alejandro Suárez Castro (Habana 1971) Es ingeniero informático de profesión. Desde 1998 reside en Santa Cruz de la Sierra. Actualmente imparte materias del área de informática en UTEPSA. En el 2001 publicó el volumen de cuentos Desayuno en la cama (Tercer Premio Municipal de Literatura de Santa Cruz de la Sierra, año 2001); El mundo de José;  Irina, el sexo y la nueva izquierda. Ha escrito y dirigido (en colaboración o en solitario) tres cortometrajes. El perro en el año del perro, obra premiada en el concurso auspiciado por la Universidad Autónoma Gabriel René Moreno por el 450 Aniversario de Santa Cruz de la Sierra, es su primera novela.

De Hay vida en Marte, 26/02/3013
Foto: Alejandro Suárez

Eduardo Blanco-Amor, un gallego adicto al caldillo de congrio

Jorge Muzam


Hay escritores que sin ser chilenos, han dejado la impronta de su mirada muy bien marcada en nuestra idea de país. Eduardo Blanco-Amor es uno de ellos. Nacido en Ourense, Galicia, en 1897, emigró a Argentina a los 17 años, y allí se formó como periodista y fue profesor de lengua gallega en la Universidad Nacional de Buenos Aires.
No obstante desarrollar buena parte de su vida académica en Argentina, escribió y publicó en lengua gallega la mayoría de sus obras, así como retrató temáticas principalmente ligadas a su ciudad natal.
Alrededor de 1950 anduvo por Santiago de Chile y sobre esa experiencia escribió el libro Chile a la vista. Sin embargo, el éxito de la edición obligó a los editores a pedirle al autor que escribiera una segunda versión que abarcara el conjunto del territorio chileno. Así fue como Blanco-Amor realizó un extenso viaje de más de 4 mil kilómetros desde Magallanes hasta Arica, fruto del cual escribió una segunda edición que es a la que nos estamos refiriendo.
La mirada de Blanco-Amor es aguda y compasiva con lo que va encontrando en el camino. No se le escapan ni las grietas expresivas en el rostro de los pobres, ni los ademanes altivos de los abundantes perros callejeros que pueblan las ciudades y pueblos de Chile. Resalta el garbo muy femenino de las bellas chilenas cuarentonas, a quienes recomienda llamar cuarentinas, para hacerle mayor justicia a su donaire.
Degusta todo tipo de comidas, no sin cierto recelo ante los secretos de su preparación, aunque en ocasiones el recelo original transmuta en culpabilidad, sobre todo cuando ciertos manjares se le vuelven adictivos, como le sucede con el caldillo de congrio:
"Pero un día -¡ay, mísero de mí; ay, infelice!- descubrí el caldillo de congrio. Insensatamente despistado por el diminutivo, representémelo como un inocente jigote adecuado para puérperas, como algún transparente consomé de enfermo, donde el congrio sería apenas una delicada y lejana alusión al caldo de pescado. Y lo pedí ...


¿Por qué en su lugar y en aquel mismo instante, no pedí la cicuta? ¿Qué destino me espera ahora tras un régimen de dos caldillos de congrio diarios y a veces, ¡oh, espanto!, con una repetición tras cada uno? ¿Quién fue el enemigo que inventó el sublime equilibrio de esta síntesis de chapines, caldeiradas y buillabesas? ¿Quién tradujo al lenguaje del Pacífico la antigua sabiduría ictiofágica de Atlánticos, Cantábricos y Mediterráneos, sometiéndola a nuevos desgloses de gustos y subgustos? ¿Cómo iba a hacer yo para evitar el sabrosísimo nepente oculto en el diminutivo? ¿Quién me reconocerá, a mi regreso, tras estos mofletes y papadas, tras estos rollos y envolturas? Fieles a los usos geológicos de estas partes del mundo, los restos de mi silueta quedarán aquí no enterrados, como en las viejas arqueologías europeas, sino sumergidos, como en las nuevas geografías americanas, junto con las secuencias australes y los continentes pascuenses. Sumergidos en caldillo de congrio ¡Ay, dolor!"
Compara lugares y personas con lugares y personas de otros países, incluso con personajes de la literatura, la historia y la ópera. Su amplia erudición le permite hacer innumerables analogías y juegos verbales, mientras se sonríe, se sorprende y se conmueve ante el barroquismo tan vital e insólito de este sureño país. Una característica muy personal de Blanco-Amor es que no puede evitar hacer continuas referencias a su tierra natal, como si parte de su ser siguiera viviendo y desayunando bajo el amparo de su sol gallego.
Su narración es tan elocuente como clarificadora de nuestras conductas y costumbres, captando muchas veces lo invisible, lo inaudible y el detalle objetivo y subjetivo que casi siempre se nos escapa a los transcriptores de nuestro propio entorno.
Chile a la vista es en definitiva una obra valiosísima e iluminadora, que se suma a la fina mirada de la británica María Graham en su Diario de mi visita a Chile, de 1822, y la del boliviano Gustavo Adolfo Otero, que con gran perspicacia y calidad narrativa, retrata nuestras miserias y grandezas en su libro El Chile que yo he visto, de 1922.
De Huffpost Voces, 19/06/2012
Foto: Caldillo de congrio

Monday, February 25, 2013

El Borges Rojo

Por Gonzalo León


Grínor Rojo debe ser el último de los intelectuales, o si prefieren, el último de una raza extinta que consistía en enseñar, escribir e influir desde la academia al mundo lector. Grínor o don Grínor es el director del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad Chile. Lo primero que dice es que el espacio les ha quedado chico, que necesitan ampliarse. Su diminuta oficina así lo confirma, pero lo suyo no es la decoración, es el saber, más específicamente los libros. Su última publicación, "Borgeana" (LOM Ediciones), aborda a Jorge Luis Borges en ocho ensayos escritos durante varios años.

-Pese a ser un ensayo sobre la obra de un autor importante, que ha influido en muchos escritores latinoamericanos, el libro invita a leer a la fuente, en este caso a Borges.

-Este libro es un diálogo con Borges, un diálogo con ciertas reglas, que son las que yo entiendo por crítica literaria y que consiste en lo siguiente: todo texto literario tiene una lectura de sí mismo, o sea el libro quiere que lo lean de una cierta manera, y el buen crítico tiene que darse cuenta y no caer en la trampa. Hay que encontrar lo que el libro está ocultando y no quiere confesar. En el caso de Borges esto es especialmente significativo, porque él es un pillo. Porque en la construcción de sus historias influye mucho el relato policial. La estrategia es entregarle pistas falsas al lector, para que éste piense que ha llegado a la solución, cuando en verdad Borges se está riendo de él. Ahora quien se tomó en serio las advertencias que hacía, por ejemplo, en el prólogo de “Historia universal de la infamia” fue Nabokov, quien dijo que el autor argentino era como una gran fachada, en la que uno abría la puerta y no había nada.

-Volviendo al prólogo de “Historia universal…”, Borges define al barroco como un “estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura”.

-Bueno, ahí él no está hablando del barroco del SXVII, siino del estilo que puede darse en cualquier época y lugar.

-Barroco como bombardeo de imágenes.

-Para explicar la literatura de Borges hay que hablar de la geografía de su casa, cuando él era niño. Borges niño mira la calle a través de la reja del jardín, soñando con aventuras que están en la calle, pero que están prohibidas para él. ¿Cómo compensa esa prohibición? Refugiándose en la biblioteca de libros ingleses de su padre. Libros de aventuras como los de Stevenson, Kipling y Conrad.

-En otras palabras, autores que, como Conrad, se atrevieron a abrir la reja del jardín y salir a la calle.

-Él fue un gran admirador de Conrad. De hecho, escribió mucho de él; sin embargo, el espacio fundacional en la literatura de Borges es la casa.

-Releyendo a Borges, veo que Bolaño tiene mucho de él.

-Absolutamente. De hecho, “La literatura nazi en América Latina” es una reescritura de “Historia universal de la infamia”. En todo caso, Bolaño no escondía esa admiración, así es que ahí no hay nada nuevo.

-Quiero volver a “Borgeana” para decir que encuentro un parecido con “El idiota de la familia”, el estudio sicoanalítico y marxista que hizo Sartre sobre Flaubert.

-En la crítica que hago hay algo de sicoanálisis. Mi postura de no creerle al texto es la misma del sicoanalista con su paciente. Dicho de otro modo, yo creo en la existencia de un inconciente del texto.

-¿Los textos entonces serían tus pacientes?

-No, tengo elementos sicoanalíticos en mi crítica, pero no soy un crítico sicoanalista.

-¿Existen aún intelectuales en el mundo y específicamente en Chile?



-Yo creo que sí y, si no existen, hay que hacerlos existir. Mi impresión, en todo caso, es que la cuestión chilena se está jugando a tres bandas: los intelectuales orgánicos que defienden el sistema y están al servicio de él; los intelectuales postmodernos que están en desacuerdo con el sistema, pero que no tienen nada que proponer, porque están contra las utopías y los grandes relatos; los intelectuales críticos de la modernidad que, además de estar en desacuerdo con el sistema, no tienen temor en proponer alternativas. Yo me considero uno de éstos. Por eso digo que si hay una crisis del intelectual, lo que hay que hacer es superar esa crisis y ocupar nuestro papel en la sociedad.

-¿Cómo ve la escena literaria, la academia, en fin el campo cultural?

-Yo tengo un ensayo llamado “Campo cultural y neoliberalismo en Chile”. Ahí utilizo la idea de campo cultural, que es de Pierre Bourdieu y que es un campo donde coinciden fuerzas heterogéneas. En otras palabras, no creo que haya una cultura chilena, una literatura chilena, sino lo que hay son espacios culturales, espacios literarios, en donde conviven líneas diferentes y muchas veces opuestas. En este sentido, soy completamente contrario a la idea de “generación” -esas tonteras de generación del 80 o del 90-, porque esa idea lo que hace es unificar lo diverso.

-Pero esto no sólo sucede en el campo cultural.



-La lógica del sistema es naturalizarse a sí mismo como la realidad. Sistema es la realidad, como las peras en el árbol. Así en Chile no se discuten los fines, porque los fines ya están resueltos. En otras palabras, nadie va a cuestionar el capitalismo o el aparato político, aunque sí los medios, o sea cómo operar mejor desde el sistema. Sin embargo, el intelectual crítico siempre va a poner los fines delante de los medios.

-Por último, ¿cómo evalúas la crítica literaria chilena?

-La crítica pública, la que aparece en los medios, es extraordinariamente pobre. Uno de los problemas de nuestra escena literaria es la carencia de una crítica pública de mejor calidad.
Publicado en el blog del autor el 02/10/2009

De Plumas Hispanoamericanas, 25/02/2013

Sunday, February 24, 2013

Crónicas desde Berlín (I)

Bernardo Sartier

Aterriza la noche en Tegel, pista lacustre en la que se toma tierra sobre el croar impertinente de las ranas. Hay en esa noche una ausencia callada y térmica, sin empatía, a salvo la iluminación cutre, mínima y ahorrada del Reichstag. La noche berlinesa recién aterrizada es una noche que desmorona el mito germano: alcorques tercermundistas, firmes mal repuestos y jardines urbanos a selva. La noche berlinesa es también una noche que elude el sueño porque el alemán no duerme: el alemán es un centinela que vela al este y al oeste por si se le aparece el espectro de Stalin (con las ciento diez mil mujeres violadas en la toma de Berlín) o el espíritu de Patton con las llaves de Buchemwald. Después, lo primero que amanece en Berlín son la mujeres, rubias muy rubias o morenas muy morenas. A la mujer alemana morena, de una perfección saciante, la corona el pelo negro sobre unos ojos muy verdes. La mujer morena alemana es una especie de Frida-mantis, una viuda negra que se lo tira a uno desde un estertor místico-bélico, marcial y cartesiano, mientras sopesa si vale la pena permanecer en el euro o volverse al marco. (Tampoco hay que rayarse: usted se hace a la idea de que ella ha gozado en esos diez segundos eyaculados y santas pascuas, que no es cuestión de amargarse las vacaciones). La alemana rubia es siempre una bávara de ojos azules y postergados, pecho abundoso y jarra empuñada, una hembra ubérrima y natal hecha para alumbrar una camada de nueve alemanes rubitos y prefabricados dispuestos a dejarse la juventud, incluso la vida, en la testarudez hitleriana y gélida de Stalingrado. Entre la una y la otra está la belleza pastueña, bobalicona y vacuna de Eva Braun, con la que Hitler no quiso casamiento: -“Fito, cariño ¿me quieres?”; y Hitler fosco, seco, que responde “déjate de bobadas, Eva, que estoy reflexionando sobre la solución final”. Berlín es fácil de andar porque es un poco la Plaza Mayor de Europa: usted toma la Unter den linden y discurre desde la isla de los Museos hasta la Puerta de Brandemburgo, arquitectura mediocre que deja colar, a través de sus vanos, una luz de antorchas desfiladas mientras en la memoria flambean las esvásticas y refulgen las cruces de hierro. Chekpoint Charlie: veo los veinte tanques soviéticos y yanquis apuntarse recíprocos al entrecejo en la “Carajen Strasse”, o sea, el zapato de Kruchev contra la polla loca de Kennedy, adicto al vodka uno y al sexo el otro y que a punto estuvieron, en el sesenta y uno, de impedir -la madre que los parió- que al cronista lo alumbraran al año siguiente. Próxima entrega: en Berlín no saben lo que es la leche del tiempo.

De Diario de Pontevedra, 01/09/2012

Imagen: Ernst Ludwig Kirchner/Puente en Berlín

Thursday, February 21, 2013

Kid Pambelé derrotó nuestro complejo de inferioridad

Carlos Hurtado Morón

"Cuando llegues a Panamá, habla bastante, porque ese Peppermint es más amarillo que tú”. Pambelé refutó inmediatamente las palabras de su apoderado, el venezolano Ramiro Machado, diciéndole: “Ramiro, qué, ¿yo soy cobarde?”.
La gloria y el ocaso deportivo comenzaron un mismo día. Un sábado. Uno, el 28 de octubre de 1972, en Ciudad de Panamá; el otro, un 2 de agosto de 1980, en Cincinnati (Estados Unidos). Hace 40 años esa respuesta iracunda de Antonio Cervantes Reyes hacia su manejador, en el aeropuerto de Maiquetía (Caracas), y contada por el empresario de boxeo Nelson Aquiles Arrieta en su nuevo libro ‘Medio siglo entre sogas’, arrancó de tajo el más grande rival del boxeo criollo: el complejo de inferioridad, ese que le hacía pensar a nuestros boxeadores que una corona orbital era solo privilegio de gringos o venezolanos.
“Creo que entre los años 60 y 80 hubo dos colombianos que nos ayudaron más de lo que la gente piensa. Uno fue Gabo (Gabriel García Márquez). Nuestros escritores creían que las famosas editoriales estaban reservadas para los poetas españoles, chilenos o argentinos. Y el otro fue Pambelé. Él hizo lo mismo, pero en el boxeo”, comentó Juan Gossaín, periodista y escritor, durante esta semana cuando los homenajes en radio y televisión comenzaron para conmemorar la hazaña deportiva, que hizo que el país supiera que existía un pueblo llamado San Basilio de Palenque, donde Cervantes nació un 23 de diciembre de 1945.
Bautizado con el apodo que es el nombre de un árbol que crece en Centroamérica, parecido al roble que hay en las selvas tropicales, y que lo trajo en los años cuarenta acuñado entre sus nombres el boxeador nicaragüense Miguel Ángel Rivas, a Pambelé lo llamó primera vez así un tío, Pablo Salgado, quien lo vio manoteando en la cuna y lo asoció de inmediato al pegador ‘nica’, sensación deportiva de la época en la Heroica.
Veintiséis años después de aquel brote de espontaneidad del tío del palenquero, este estaba en medio de un infierno panameño que se lo quería tragar entero, perdiendo una pelea hasta el noveno asalto. “Fuimos sin mucha expectativa porque Pambelé venía de perder con Nicolino Locche (11 de diciembre de 1971), en Luna Park, y a Locche lo había derrotado Peppermint Frazer, quitándole el cetro. Así que las posibilidades eran muy pocas”, recordó el periodista Eugenio Baena, a quien la mirada se le cristalizó refrescando aquellas imágenes en blanco y negro, que en su cabeza están en colores. Baena Calvo tenía 17 años de edad y fue a la pelea porque su papá lo había premiado por ganar el último año de bachillerato en el colegio La Salle. Ya daba sus primeros pasos en la radio.
La inmortalizada narración de Napoleón Perea Castro, que a fuerza del tiempo y del desgaste de la cinta suena encajonada, pero cargada de emociones, dejó claro que Kid Pambelé estaba perdiendo. Sin embargo, los comentarios premonitorios en el descanso antes que la campana sonara para el décimo asalto, dejaron entrever que un desenlace en favor del colombiano estaba a punto de cambiar, drásticamente, el rumbo de la pelea.
“En un contrasentido, Peppermint, el grande en otros asaltos, terminó luciendo como enano en el noveno”, comentó Mike Schmulson, quien hizo equipo de transmisión con Napoleón y Roger Araújo. Mientras que el difunto comentarista de boxeo, Melanio Porto Ariza, haciendo dupla con el narrador Édgar Perea, expresó: “Señoras y señores, en el próximo asalto Colombia va a tener campeón mundial”. Marcos Pérez y Marco Aurelio Álvarez eran los otros periodistas que transmitieron en vivo la histórica reyerta entre el panameño y el criollo.
En medio de la euforia que se oye en una de las pocas cintas grabadas, el enviado especial de EL HERALDO, Otto Garzón Patiño, comentó una infidencia. “Le dije a Ramiro Machado que en el round 10 tenía que sacar las manos porque si llegaba a la decisión, Pambelé perdía”.
Hoy, 40 años después, solo con el recuerdo de la euforia sentado en la puerta de la casa finca en Turbaco, Antonio Cervantes, luce tranquilo, dispuesto a toda entrevista y fotografía. Con sus nudillos de hierro entrelazados, el exmonarca y miembro del Salón de la Fama del Boxeo desde 1998, recordó detalles poco comentados de sus peleas. “Viví en la misma residencia en Caracas con Peppermint Frazer antes de enfrentarnos años después por el título mundial. Fuimos muy amigos, ya en el ring cada uno iba por su bandera”, dijo.
De las defensas más recias que tuvo que encarar el monarca reinante de los welter junior, fue la que sostuvo ante el japonés Lion Furuyama, el 4 de diciembre de 1973, en Panamá. “Ese chino era duro. Le daba trompadas y nada que lo tumbaba. Le dije a Tabaquito Sanz (su entrenador) si es que me estaba sacando un chino nuevo en cada asalto o estaban escondidos debajo del ring”, contó.
La vez que cedió por primera vez la corona ante el puertorriqueño Wilfredo Benítez, quien peleó con 17 años de edad, Pambelé reconoció que la causa de su derrota fue haber almorzado muy tarde y haber hecho una digestión muy pesada.
Entre luces y sombras, el primer campeón mundial del boxeo que tuvo Colombia celebrará con un almuerzo en familia este día, acompañado de sus hijos y en especial con Carlina Orozco, la mujer que le ha aguantado de todo desde que lo conoció en Caracas, cuando ella se fue a buscar trabajo en la añeja tierra próspera de la moneda del Bolívar a 17 pesos colombianos al cambio.
“Antes lloraba mucho delante de Antonio, hoy lo hago delante de Dios y de rodillas. Eso es lo que lo tiene juicioso hoy en día”, dijo la mujer de la leyenda viviente, practicante de la religión cristiana.

De El Heraldo.co, 28/10/2012

Foto: Antonio Cervantes, Kid Pambelé

Monday, February 18, 2013

From Gulag To Goulash


While working in her recent doorstop history, a chronicle of the Eastern Bloc that was a finalist for the National Book Awards, Anne Applebaum also found time to publish a pretty cookbook on the pleasures of Polish cuisine.

By Sarah Lyall
The historian Anne Applebaum — Pulitzer Prize winner; speaker of English, French, Russian and Polish; glamorous globe-trotting intellectual — stood at her stove in northwest Poland, explaining the virtues of her adopted country’s cuisine, and in particular how to prepare an excellent venison stew.
The process involves a marinade in Madeira wine, a quick sauté and a long, low simmer in the oven. The stew, fragrant with cloves and allspice berries, is among hundreds of Slavic soul food recipes collected in “From a Polish Country House Kitchen” (Chronicle Books), written with Applebaum’s old friend Danielle Crittenden.
This homespun cookery book came out last fall at roughly the same moment as Applebaum’s latest history, “Iron Curtain: The Crushing of Eastern Europe, 1944-1956,” a rigorous, vivid and often desperately sad 566-page anatomization of the miseries inflicted on Hungary, East Germany and Poland after World War II. (Forty-nine of those pages are footnotes.)
“It was very nice to do both,” Applebaum said of the books. “The part of your brain that’s doing research in the Hungarian secret police archives and the part of your brain that’s figuring out how to roast wild boar are not the same part of your brain.”
”Iron Curtain”: Courtesy Of Doubleday. ”From A Polish Country House Kitchen”: Bogdan & Dorota Bialy.

I recently visited Applebaum at Dwor Chobielin, the 19th-century manor house three and a half hours from Warsaw that she rescued from a state of Communist-era dilapidation. Hours before lunchtime, Applebaum was already busy preparing her venison stew, along with mashed beets, pumpkin with cinnamon and nutmeg, braised red cabbage and a salad with tomatoes from her garden. In recent years, Poles have been rediscovering their culinary heritage, which was snuffed out under Communism. Applebaum’s cookbook argues that true Polish food is sophisticated and inventive, “not heavy and stodgy and fatty.”
There are many reasons why Applebaum, who grew up in Washington, D.C., writes and cooks from a country house in rural Poland. The main one is that she’s married to Radek Sikorski, the country’s foreign minister, who grew up in nearby Bydgoszcz. He went to school under the hated Communist regime — a sign in their driveway now proclaims, in Polish, that the property is a “Communist-free zone” — and became head of his school’s Solidarity committee. When martial law was declared in Poland, in 1981, he was in London studying English. After obtaining political asylum, he earned degrees at Oxford University. Meanwhile Applebaum, after studying at Yale University, went on to Oxford for graduate school and, fascinated by Poland, eventually moved to Warsaw to work as a journalist.
The two met a few times, but it wasn’t until they drove together to Berlin in 1989 — and sat talking all night atop the Berlin Wall as it was being dismantled around them — that they became romantically involved.
Many Polish dishes, like this venison stew, require hours of slow cooking. The country house, seized by the Communists in 1945, was essentially a ruin when the family rescued it.
Today they lead peripatetic lives. Applebaum splits her time between London and Warsaw, where Sikorski is based; the family, which includes two teenage sons, usually ends up here on weekends and vacations. She writes in a handsome study filled with every conceivable history book. Between paragraphs, she slinks into the kitchen.
“That’s what the cookbook was about — a kind of diversion because my other book was so hard to write,” she said. “You take a little break and put pepper in your chicken stock. A lot of Polish food is made over many hours. You’re roasting something or making soup, and naturally it fits well with writing.”
The cookbook idea came several years ago, when Crittenden, the international blog editor for the Huffington Post, and her husband, the conservative writer David Frum, were visiting Dwor Chobielin for a weekend filled with lots of people and lots of food. “I made them several meals,” Applebaum recalled. “And Danielle stood here in the kitchen and said, ‘No one’s done it. No one’s done anything since the Polish food revolution arrived!’ ”
“I completely bullied her into it,” Crittenden said, speaking by phone from Washington, D.C. The two got a contract and started working on the recipes — testing and tweaking, sending notes back and forth, feeding the results to their children — and then Crittenden was hit by a pang of conscience. “I thought, ‘Oh my God, is this interfering with her very important work on the history of Eastern Europe?’ ”
But Applebaum has always managed to balance serious scholarship with a lighter side. “She’s got a close group of friends in Washington, and when she comes we hang out and drink and yak and gossip,” Crittenden said. “When ‘Gulag’ came out” — Applebaum’s previous book, which won the Pulitzer Prize for nonfiction in 2004 — “I remember turning to one of my friends and saying, ‘Solzhenitsyn is our girlfriend!’ She has this amazing brain, but can be deeply girlish and fun.”
Back in her kitchen, Applebaum was finishing lunch. She served the meal at a wooden table next to a big window looking out over the back of the property, where there are plum and apple trees. Applebaum was in her element — talking about vegetables one moment, the Soviet bloc the next. She peered into her bowl. “This is not a very good pumpkin,” she said. (It was.) “But it looks very pretty.”

Bogdan & Dorota Bialy
Cherry Vodka
Makes one 1-liter bottle of vodka.
1 ⅛ pounds fresh sour cherries (or black currants)
25 ounces clear vodka
1 to 2 tablespoons sugar (optional).
Pit and halve the cherries. As in all vodka recipes, it is important that the flesh of the fruit be somehow exposed. Fill a jar with the cherries, but do not pack it. Pour the vodka on top and seal tightly. Leave in a dark place for at least two weeks. At the end of that time, open the jar and strain. If you have a very-fine-mesh strainer, that will do. If not, use an ordinary strainer lined with a cheesecloth or even a coffee filter. Set the strainer over a large bowl, ideally one from which you’ll be able to easily pour afterward. Pour the vodka mixture through the strainer and allow the fruit to sit, seeping liquid, for a good hour or so, stirring a bit and pressing if need be to make the liquid go through. Now taste the vodka. Add sugar if you want an after-dinner liqueur, or leave it out if you want something sharper. Pour into a decorative bottle.

De T Magazine, The New York Times, 17/02/2013
Foto: Anne Applebaum

Ha vuelto El Dedo

El país debe estar harto de tanta incertidumbre; no se sabe nada a ciencia cierta, y eso da lugar a especulaciones. La guerra soterrada entre Nicolás Maduro y Diosdado Cabello puede emerger en cualquier momento

SEBASTIÁN DE LA NUEZ

Es noche cerrada en el litoral central, 15 de abril del año 2013. Un espeso algodón de azúcar destila suspenso sobre la orilla del mar y avanza hacia el monte cercano como una sombra fantasmal. Son las 4:45 am, todo en calma chicha.

El reposo de Vargas, el reposo del guerrero. Morfeo hace de las suyas en los edificios recién construidos de la Gran Misión Vivienda; incluso los trabajadores del aeropuerto internacional de Maiquetía se han quedado adormilados por la inactividad. Solo el radar se mueve en el horizonte; solo la torre de control tiene luz. Y alguna que otra oficina administrativa del aeropuerto. Quizás la puerta VIP se ilumina o parpadea, como queriendo y no queriendo.
Desde los celajes una nave se acerca sigilosamente, tomando una amplia curva para enfilar el aeropuerto. El avión no hace ruido ni avisa de su presencia mediante las luces de navegación.
No parece un potente jet sino más bien un globo de ensayo. Es un Airbus A-319CJ de fuselaje originalmente blanco como el caballo de Bolívar. Pero lo han pintado con rayas negras para disimularlo sobre el fondo de la noche guaireña. Quien tuvo la idea, sin embargo, logró su cometido a medias. En Catia La Mar, a esa hora, un borrachito sale de un bar (siempre hay un borrachito saliendo de un bar, a cualquier hora) y grita: “Miren, una cebra voladora”. Naturalmente, nadie le hace caso.
El avión es recibido apenas con un par de luces de balizaje como señal de bienvenida. Una vez estacionado, una ambulancia se acerca al aparato. Oficiales de alguna fuerza, vestidos también como cebras, bajan una camilla conectada a bombas de oxígeno y a un monitor. Un edecán, detrás, lleva un frasco de suero en alto. Todos, oficiales o no, se apresuran en alguna dirección, pero tropiezan entre sí y arman gran algarabía echándose la culpa unos a otros. Finalmente logran introducir la camilla en la ambulancia.
La ambulancia sale disparada pero ha quedado el edecán atrás, que la persigue corriendo, botella de suero en mano. Hacia el mediodía, en Miraflores, todo está listo para una cadena. Nicolás Maduro va y viene por los pasillos. Diosdado Cabello, rodilla en tierra, se molesta porque alguien lo tropieza: Rafael Ramírez, atolondrado, siempre andando por las alturas.
Las cámaras están dispuestas en el salón Boyacá. Las luces se encienden. Ha llegado una comisión del Tribunal Supremo de Justicia. Aparecen oficiales de alguna fuerza no identificada pero que se dirigen entre ellos con un “oye tú”. Proceden a alzar la camilla antes descrita. La colocan sobre la reluciente madera de la mesa rectangular.
La gente del TSJ hace su trabajo. Se dan codazos unos a otros, de manera harto significativa. Todo está listo para la transmisión, en vivo y directo, de una gran ceremonia. Suenan los acordes del Himno Nacional.
Respeto absoluto, todo el mundo tieso y con la mano en el pecho. Al terminar el Himno, el grupo voltea hacia la camilla: ha emergido un dedo de entre las sábanas. Flacuchento pero enhiesto. Todos, en el salón Ayacucho, están atentos. Acercan un micrófono pero el dedo dice que no. Acercan una tablilla con un decreto adosado más una pluma fuente pero el dedo vuelve a decir que no. El dedo comienza a señalar sin apuntar a alguien en especial, o lo hace como a regañadientes, si es que un dedo es capaz de hacer cualquier cosa a regañadientes.
En todo caso, parece decantarse hacia Maduro, quien pestañea y se sonroja; pero detrás de Maduro hay un general que lo empuja levemente hacia un costado, y a su vez, detrás del general está Cabello que empuja aun más levemente al general.
De modo que el dedo queda gravitando en el medio y comienza a temblar. Vacila. Voltea. Se interroga a sí mismo. Es un dedo sumamente acostumbrado a ensayar gestos. Describe una gran parábola sobre los demás presentes en el salón: ministros, familiares, edecanes, médicos cubanos, generales, más cubanos sin oficio conocido. El dedo se parece a Dudamel dirigiendo una orquesta.
Todos se miran entre sí y comienzan a darse pequeñas pataditas. Al comienzo son como tropezones casuales pero al cabo de dos minutos es una batalla campal, con mordiscos y algún que otro arañazo a cargo de la Fosforito. A José Vicente Rangel le pegan un zapatazo por la frente. Giordani gime en una esquina. El dedo emergente vuelve a esconderse bajo las sábanas, quizás horrorizado. Quietud total.

De Runrunes de Nelson Bocaranda (de TAL CUAL), 15/02/2013

Thursday, February 14, 2013

Una historia Kallawaya: entre las brumas y el misterio


PABLO CINGOLANI
Cuando Ayana, hijo de Ari Capaquiqui, abrió desde Charazani el camino hasta el valle de Apolobamba por las alturas de los cerros, estaba escribiendo un capítulo crucial de una historia sobre la que hasta ahora sigue rondando el misterio: su decidida acción es la primera que se recuerda en los anales que prueba que los Incas dominaron también las tierras bajas del Antisuyu, “las provincias de los chunchos”, de una manera más concreta y contundente a la que se repetía siguiendo a los cronistas clásicos.
En 1618, Juan Tomé Coarete era cacique-gobernador de Charazani y bisnieto de Ari Capaquiqui y contó que éste fue comisionado por el Inca Tupac Yupanqui para

“Buscar la mejor entrada que pudiese haber para las provincias de los chunchos y hallándola tal abriese camino para meter la gente necesaria a la conquista de ellos (…) el cual abrió por el dicho pueblo de Characane y Camata haciendo puentes en los ríos más caudalosos por donde entraron los primeros ejércitos y por no poderse comunicar todos los inviernos por los crecidos ríos que hay por el dicho camino de Camata mando Guayna Capac a Ayana hijo del dicho Arecapaquiqui buscase mejor camino por donde no impidiesen la entrada los dichos ríos el cual abrió por las cuchillas y lomas (…) hasta el valle de Apolo sin ningún río”

Ari Capaquiqui, Ayana, Coarete… todos eran kallawayas, miembros de uno de los grupos étnicos menos conocidos de los que habitaban los Andes orientales cuando los españoles invadieron el Tawantinsuyu.
¿Quiénes eran ellos? Los Kallawaya, antes de ser incorporados por los Incas a su organización estatal, constituían un señorío independiente, situado al norte del Lago Titicaca, en la región caracterizada por las cordilleras de Apolobamba y Carabaya, y que es muy probable confinase con el río Beni.
Eran los señores de un inmenso territorio que pertenecía a lo que bajo la cosmovisión aymara de opuestos complementarios se denominaba Umasuyu, es decir el mundo líquido, húmedo, vegetal, oscuro, femenino e inferior en la jerarquía dual y en oposición al Urcusuyo que caracterizaba al altiplano, la región desértica, mineral, con luz potente y masculina y donde se desarrollaron las culturas más estudiadas del horizonte andino. Uma y Urco eran espacios en torno a un eje acuático –formado por el Lago Titicaca- que los dividía y que también caracterizaba a sus pobladores. En el Urcusuyu, vivían los hombres propiamente dichos; en el Umasuyu vivían los urus y los puquinas, también los yungas, y por último, sumergidos en la inmensidad desconocida de la geografía, los chunchos, los “salvajes”. Tribus feroces e indomables, según los cronistas, que vivían en la borrachera y en la lujuria y que representaban la contrafigura de la pax incaica, del orden de las altipampas. Esa distancia histórica sancionada por aquellos que escribieron la historia en los siglos XVI y XVII parace no haber sido tal.
Los Kallawaya formaban un núcleo que vinculaba a las culturas de las alturas con esas temidas pero fascinantes culturas de la selva. El mismo Coarete describió el alcance territorial de la provincia Kallawaya cuando fue dominada por los cuzqueños:

“Por mandato de Topa Yupanqui y Guayna Capac décimo y onceno Reyes que fueron del Perú mandaron a Are Capaquiqui que por ellos gobernara desde Ambaná hasta Usico adelante de Coyo Coyo…”

No se sabe si Ari Capaquiqui era un representante designado por los cuzqueños para gobernar la región o si se trataba de un señor étnico; en todo caso, lo que queda claro es que su jurisdicción ocupaba un inmenso territorio que abarcaba toda la vertiente oriental de la cordillera andina, desde Usicayos -a 3875 metros de altura, actual provincia Carabaya, en el departamento de Puno, Perú- a Cuyocuyo –en la provincia Sandia, ambas detrás de la cordillera que hoy se conoce como Carabaya- hasta Ambaná, un valle al sur de Charazani, hacia el Titicaca, entre los cerros de la cordillera de Muñecas.
Según el testimonio, el señorío incluía los valles altos de los ríos Huari Huari (Inambary) y Carabaya o San Juan del Oro (actual Tambopata) en el Perú y los valles superiores de los ríos Puina, Queara, Pelechuco, Sunchulli, Camata y Copani en Bolivia. Estos ríos –poderosos torrentes de aguas bravas- atraviesan dos cordilleras: la de Carabaya y la de Apolobamba, con picos nevados que superan los 6.000 metros de altura y que descienden abruptamente hasta casi los 300 metros en menos de 100 kilómetros de distancia.
Esto convierte a la región Kallawaya en una de las zonas con mayores contrastes geográficos del planeta; desde los grandes nevados a las florestas húmedas del trópico, pasando por el enigmático bosque de nubes caracterizado por su sempiterna bruma, lo que dota a su territorio de una de las biodiversidades más importantes del mundo, sino la más importante. Tierra del uturuncu, el tigre, y del jucumari, el oso. Las orquídeas, los colibríes y las mariposas más bellas de la Tierra viven en su seno. Tal vez, fue allí donde el hombre conoció y pudo domesticar a la planta más sagrada de todas: la coca. Este es uno de los motivos que explica la especialización de los Kallawaya como herbolarios itinerantes y médicos naturistas, como decíamos el aspecto más conocido de esta cultura en el presente. Por ello, se supone que el espacio de recolección de plantas que eran utilizadas en la farmacopea kallawaya era aún más vasto que el territorio étnico anotado y que incluiría a otros ecosistemas como el de los yungas de La Paz y el valle y las colinas boscosas que circundan a Apolo.
En todo caso, lo que sí queda claro es que ellos conocían el territorio de la vertiente amazónica de los Andes como ningún otro pueblo, facilitaron -como guías en el terreno y como articuladores con otros pueblos- el acceso de los Incas a la región oriental e incluso fueron premiados por ello por los señores del Cuzco. El señor Kallawaya fue autorizado por el Inca ha ser llevado en andas por cuarenta indios; sabemos también por Guamán Poma de Ayala y otros cronistas que los Kallawaya eran los portadores de la litera real de los soberanos cuzqueños, lo que constituía una distinción y un privilegio. Esa presencia incaica en los territorios amazónicos -que desde la provincia Kallawaya llegaba hasta el río Beni y que fue registrada por varios otros cronistas- fue la más estable de las registradas en el Antisuyu hasta la llegada de los españoles. Incluso, tras el arribo de los europeos, el territorio siguió bajo la influencia andina por más de un siglo.
* * *

En medio del misterio que rodea a los Kallawaya, como las brumas que habitan su territorio, de las dudas de la historiografía con relación a ellos –dudas que tal vez nunca terminen de despejarse-, acotaremos algunos datos que prueban la influencia de la presencia inca en los Andes orientales. Está inscripta en varias crónicas. Rescatemos algunas.
En la Relación de los Quipucamayos, se atribuye al Inca Pachacuti la primera conquista de la “cordillera de Andes y Carabaya” y la atracción “con halagos y dádivas” de “las provincias de los Chunchos y Mojos y Andes, hasta tener sus fortalezas junto al río Paitite y gente de guarnición en ellas. Pobló pueblos en Ayavire, Cane y el valle de Apolo, provincia de los Chunchos” .
Garcilaso de la Vega es puesto en duda por su cronología exagerada pero en sus Comentarios Reales de los Incas de 1609 refiere que el segundo o el tercer Inca anexa la orilla oriental del Lago Titicaca (Omasuyos) y baja hasta el “río Calabaya”, dominando a los pueblos intermedios. El cuarto anexa los valles de San Gabán (Macusani y Ollachea actuales, en el Perú) y Larecaja, luego se dirige al sur, recorre el altiplano hasta Caracollo, instala mitimaes en Caracato y observa la “serranía nevada de los Antis” (la cordillera de Quimsa Cruz o Tres Cruces).
Recio de León, en 1623, escribió sobre los habitantes de los territorios que atravesó en su entrada hasta el valle de Apolobamba y las aldeas takanas del río Tuichi. Dijo refiriéndose a las etnias que:

“Todos los indios de estas provincias de los chunchos, menicos y taranos ocupan las tierras montuosas. No es gente en tan grande número como la de las provincias de los llanos, porque siempre en las tierras más fragosas hay menos naturales. Visten todos los de estas montañas maravillosamente de algodón, porque es tierra abundosa de él; con muchas listas y labores de colores de cochinilla y añil, género que tienen muy sobrado. Usan todos de los ritos y ceremonias que los del Pirú, por ser indios procedidos, que el Hinga entró aquí de guarnición.”

Pero según este testimonio, el Inca no solamente acantonó tropas en esos territorios, sino que habría cruzado el río Beni, ya que Recio cuenta que:

“Vinieron de la gran provincia de los Marquires que está a la banda del levante del Diabeni cuatro indios principales por orden de su señor a llamarme para que fuese allá; yo lo hice porque lo tenía en propósito, y habiendo llegado a esa provincia ví una maravillosa fortaleza que dijeron haberla hecho el canpo de Hinga para que quedase memoria de que su gente había llegado hasta aquí cuando entró conquistando esta tierra.”

En 1677, un fraile franciscano bien acucioso, Juan de Ojeda, que había entrado al país de los chunchos por el lado de Carabaya brindó testimonios excepcionales de la presencia andina en la Montaña, como comenzó a ser conocida la vertiente oriental y amazónica de los Andes. En una carta, cuenta su llegada a un pueblo de indios que él bautizó como Santa Úrsula, situado “desde San Cristóbal, asiento de mina y lo último de la cristiandad, diez y ocho o veinte leguas”. San Cristóbal era uno de los yacimientos auríferos explotados en el sector de San Juan del Oro, la primera fundación española en la vertiente andino-amazónica, alrededor de los años 1538-1540. Anotó en referencia a los habitantes de Santa Úrsula que

“la gente de este pueblo y nación, Araonas en su idioma, serán hasta de setenta personas, de los cuales son los cincuenta cristianos y los veinte se han ido a la tierra adentro. Dicen correrá esta nación más de cuarenta leguas de largo y cuentan más de veinte pueblos del tamaño de éste, poco más o menos, y el último llaman Toromonas, que dicen ser muy grande, y tiene cuatro caciques que los gobiernan, y de estos nunca salen acá fuera, y que van allá todos los de los demás pueblos a buscar almendras, de que abundan, para los rescates.
Y habiendo inquirido las tradiciones de estos indios, dicen que fueron vasallos tributarios del Ynca del Cuzco, a donde les llevaban tributo de oro, que llaman vio, y de plata, que llaman çipiro, y plumas y otras cosas de valor de esta tierra…”

Ojeda también escribió la dramática situación vivida cuando los españoles invadieron el Tawantinsuyu. Los Araona que acudían al Cuzco a entregar sus tributos,

“en el camino encontraron grande muchedumbre de indios yngas, que así llaman a los del Cuzco, que les dijeron que ya su Ynga estaba muerto por los españoles, y que todos juntos se volvieron a esta provincia, pasando los yngas a tierra adentro, que dicen es llana y pajonales”

Este relato –cargado, por otra parte, de intensidad histórica y, desde ya, literaria: imaginen ese cortejo de los derrotados yendo a buscar amparo entre sus hermanos de la selva: abismos, barro, piedra que rueda, musgo, tormenta, el trueno sobre los cocales…- ese testimonio, decíamos, no hace más que corroborar el conocimiento del territorio por parte de los andinos –en este caso, fugitivos del dominio español- y la existencia de caminos que conducían a la tierra llana que bien pueden tratarse de las llanuras del río Mamoré, en el Beni actual.
Recio de León también refiere la presencia de evadidos en el territorio que recorre –en este caso, entre Pelechuco y San Juan de Sahagún de Mojos, otra de las vías de ingreso a Apolobamba- cuando anota que

“No hay en esta parte naturales conocidos pero hay muy grande cantidad de indios cristianos del reino del Pirú, no hacen daño a los españoles de la entrada.”

Los Incas refugiados en la selva refuerzan la leyenda de un reino maravilloso: el Paititi, donde “se sirve con platos de plata y oro y que se sientan en banco de oro, y las paredes por de dentro de la casa del ídolo son de plata y oro que relumbra mucho”, según Ojeda.
El misionero no era el único que contaba esas historias. En 1654, un grupo inicial de franciscanos encabezados por fray Bartolomé de Jesús y Zumeta había entrado a la selva por la referida vía de Carabaya. Dejando atrás numerosos pueblos, llegaron a uno que denominaban Zemita donde increparon al cacique por su culto. Allí, en un adoratorio

“entre muchos pellejos de tigre y algodones, halló unos ídolos de bronce y una lancha (sic) y una mascaipacha de las que usaban los Ingas; y preguntado al dicho Cacique que quien le había dado lo referido y un llaito de plata que traía en la cabeza, respondió que el Inga Capac se lo había dado a su abuelo cuando se retiró del Cuzco huyendo de los españoles. Y preguntándole donde estaban estos Ingas, respondió que en la junta del río Paytiti y Mapaira, que está a tres días de camino de otro río muy grande llamado Manu…” 


Del archivo del autor, 2005

Foto: Cordillera de Apolobamba