Roberto Burgos Cantor
Una reiterada suerte adversa alimentó por siglos la incredulidad nacional. Algo parecido a una ausencia de territorios para la fe y el deseo y la inclinación sin atenuantes a cierto fatalismo complaciente. Guerras sin fin. Armisticios de mentira. Promesas naufragas. Desesperanzas tempranas. En tal sentimiento flotaban restos de carreras promisorias, intentos sin conclusión, anunciaciones olvidadas, logros fugaces sin los consuelos de los quince minutos de Warhol. Aunque vaya a saber si el incesante delirio del mundo convierte en fugacidad de minutos, héroes, mitos, catástrofes, conquistas, descubrimientos, belleza y horror. El ángel de la historia un desalado carrusel de parque de diversiones.
En este clima surge en las artes una poderosa corriente que apuntala y restituye una voluntad nueva, una duración que se transforma hacia lo mejor sin decaer ni resolver las persistencias riesgosas del horizonte en los abundantes y estériles pesos de la riqueza sin cueva y cuyo incremento no se gasta.
Esta vez menciono a Totó la momposina como ejemplo inigualable de qué obtiene quién asume los retos y la renovada ambición del arte. Quién no se acomoda a fórmulas y descubre cada vez las sombras chinescas de su secreto.
Empecé a sentirlo con el reciente disco, de 13 composiciones para el alma divertir y fortalecer la aspiración de un porvenir propuesto desde las fuentes del descubrimiento, por nosotros mismos, de lo que somos y de lo que queremos como solitarios alfiles de una sociedad todavía sin tablero.
Fruto de arduas investigaciones, de sometimientos a desentrañar los tonos, las armonías, las magias, propias de su cuerpo y de su historia y de su sueño, La momposina muestra el generoso y espléndido resultado de encontrarse con ella misma, más allá de los años de su edad, más allá de las destrucciones del descuidado olvido, y más acá del corazón a veces vacío de los colombianos tan necesitados de motivos de alegría aunque ella sirva para seguir matándonos.
El asunto es imprescindible, como sus canciones. Laboreo y fiesta. Exorcismo y testimonio. Memoria y guiño que apenas comprendemos como universal por sometidos y acomplejados. Orgullo y amor. Lo que podrá quedar después de nosotros y de quienes nos seguirán o no. Allí la voz de Totó, nítida y arrullando árboles, durmiendo nubes, alcanza unos momentos que despiertan los temblores extraviados del cuerpo torturado, lo llaman a su libertad y lo alegran. Son canciones memorables que parece las escuchamos y las seguimos con pasos torpes por primera vez, como Nicolasa que desde sus dos años la escucha y levanta sus brazos a un cielo inalcanzable.
Vuelvo a la vez que nos emborrachamos con mi padre. Noé vestido. En las calles de Panamá arropada en la noche oímos y cantamos El gallo tuerto. La canción que adeudo a su muerte.
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Imagen: Totó la momposina/Fotografía de Daniel Fonseca (Metrónomo)
Thursday, June 26, 2014
Wednesday, June 25, 2014
Reescribir hasta que duela
GIOVANNA RIVERO
“Lo mío es el cuento”, me dice Guillermo Ruiz
Plaza en una conversación por chat. Me lo dice no para aclarar o justificar
nada, sino como quien expresa un rasgo de personalidad, algo esencial a una
especie o, de no existir esa suerte de determinismo, como quien se ha decidido –cual Ulises
surcando mares– por una línea en el horizonte.
Me dice también que la reescritura es la mejor
parte de su oficio, pues “allí cobra sentido todo”. Y estoy de acuerdo. Yo
también disfruto intensamente de ese momento en que, tendidas las cartas y sus
arcanos sobre la mesa, todavía y más que nunca es posible torcer el destino de
los personajes o subrayar (o atenuar) sus decisiones, sus palabras, la manera
en que prefiguran su presencia respecto a sus rivales en ese crucigrama de
circunstancias que uno ha creado.
Reescritura y no sólo corrección, subrayo, pues
en este viaje de regreso lo que importa es la mirada, que cambiando unos grados
su ángulo consigue ver y revelarle al lector aristas y hendiduras en las
acciones y espacios de los personajes que llevan el cuento a un nivel simbólico
mejor logrado, más inquietante, mejor conectado con las aguas del
subconsciente.
Es precisamente sobre esta apuesta de Ruiz
Plaza, la reescritura, que quiero anotar un par de factores interesantes y puntualmente
valiosos como parte de un modelo de aprendizaje. Y cuando digo “aprendizaje” no
me refiero únicamente a los escritores o escritoras que recién se avientan en
esa caída libre que es la escritura creativa, sino a los que estamos en permanente
búsqueda, en perpetuo ensayo, con algunas certezas conquistadas pero aún
muchísimas regiones de franca y desafiante oscuridad por penetrar.
Primero: Guillermo Ruiz Plaza ha reescrito todos
los cuentos que forman parte del volumen La
última pieza del puzzle, publicado en 2013 por la nueva y prometedora
editorial 3600. Es un libro elegante debido tanto a la prosa cuidada como a un
nivel de densidad que no todo conjunto de cuentos alcanza. Como bien dicen sus
editores, se trata de relatos “orgánicos y unitarios”. En la mayoría de los cuentos el mundo
interior de los personajes es el núcleo que dinamiza todo el relato, aun cuando
la realidad parece, en un principio, actuar por cuenta propia: un niño es el
más sensible testigo del inexorable deterioro del matrimonio de sus padres; una
adolescente es sometida a tortuosas prácticas de piano; un inmigrante boliviano
llega a conocer el lado siniestro de los apartamentos franceses; un huérfano
revisa, desde las orillas de ese otro que lo habita, la noche en que murieron
sus padres. Textos, en fin, que
hacen del espacio doméstico el nido más fértil para alimentar los pájaros de la
extrañeza.
Este logro visible del volumen es consecuencia,
creo yo, de fuerzas más profundas que se asientan en el deseo mismo de responder
a la realidad con una contraparte ficticia, pero no por eso menos real, sino
más inquisitiva y desnuda. Comparando ambos momentos creativos, uno de los cuales ya es
público gracias a 3600, y el de la reescritura, cuyo proceso Guillermo ha tenido
la generosidad de compartir conmigo, es posible justamente percibir el trabajo
simultáneo de, por un lado, roer el hueso hasta llegar a lo que Harry Belevan
llama el “episteme fantástico” y, por otro, de galvanizar a los personajes, ya sea a través de una electricidad nueva
en los diálogos o a partir de una sutilmente distinta disposición de los
párrafos y de los adjetivos que funcionan como discretas tuercas capaces de
hacer del texto una textualidad, es decir, una dimensión alternativa o
paralela, un desdoblamiento que se produce gradualmente y que deja al lector
equilibrándose en un limen pantanoso.
Belevan dice que el “episteme fantástico” sólo
puede ser descubierto desde una sensibilidad filosófica, aquella que tanto los
personajes como el lector se verán empujados a despertar y desplegar en la
medida en que el relato ponga en entredicho la realidad y ellos se sientan conminados
a comprender de qué trata semejante desajuste. Esta sensación, por llamar de
algún modo a la inquietud que paulatinamente provocan los cuentos de Ruiz
Plaza, es la que experimenté, por ejemplo, al redescubrir “Sombras de verano”.
Los fragmentos del texto A, en los que el autor describía los objetos o la
atmósfera desde cierta pudorosa distancia, ahora en el texto B se nos aparecen
limpios, sin la intermediación de la duda, sino expuestos, metiendo de lleno al
lector en ese magma oscuro, húmedo y casero que es un departamentito francés,
asolado por el calor de junio, amenazado por las moscas, el hedor y la
decrepitud de los vecinos. Ni en
este cuento ni en ningún otro se profanan las leyes naturales como en el
clásico fantástico, sino que, insisto, Ruiz Plaza apenas nos aproxima a ese episteme de extrañeza que está siempre
en el umbral de la muerte y/o la demencia.
En otras palabras, la propuesta literaria de
Ruiz Plaza parece estar de acuerdo con una máxima del pensamiento cuántico, aquel
que afirma que la realidad se completa con la imaginación. Sin duda, tarea por
excelencia del demiurgo: poner su imaginación al servicio de un mundo que hasta
ese momento es sólo una abolladura caótica de signos, palabras, sucesos sin una
verdadera conexión entre sí. El hilo que ordena ese flujo casi absurdo es su
imaginación, mas no sólo la que usa para concebir el temperamento de sus
personajes y el desenlace amargo o grandioso de los relatos como cadena moral, sino
fundamentalmente la metaimaginación, es decir, aquella que respira como un
espíritu en los personajes y por cuya
puerta ingresamos a otro plano de la realidad. Eso es exactamente lo que sucede
en el cuento “El atributo”, cuyo protagonista debe rendir cuentas de su pasado atroz
antes de que un “estigma” místico cristiano le tome lo que queda de su cuerpo.
Segundo y breve: Sinceramente creo que la
reescritura como ars poética, sobre
todo en un escritor joven como Guillermo Ruiz Plaza, pone en evidencia la
diástole de su ambición y la ascética de su humildad. Volver sobre lo publicado
para hurgar en la propia cosecha y entender con renovada lucidez las zonas
pantanosas y las fácilmente transparentes, es un ejercicio de altísima
rentabilidad. Es así, creo, como se construye una simbología propia,
tensionándose en ese diálogo interior entre la textualidad y el impulso,
poniendo además el tiempo como mediador.
Guillermo ha rebautizado este segundo momento
creativo con el título de Sombras de
verano, y la idea, según me ha comentado, es justamente publicar en Francia
este volumen de relatos galvanizados. Ese cambio en el lugar de (re)nacimiento
del libro B es profundamente coherente con este recorrido, como quien reencarna
bajo una nueva configuración astrológica, no siempre desde una absoluta
borradura. Estoy segura de que los lectores también se beneficiarán de esta
magnífica didáctica y camino de templanza que es la reescritura. En todo caso, Sombras de verano es la prueba de que el
puzzle ha radicalizado su naturaleza
incompleta y es así como esa última pieza puede todavía ir deviniendo en
contornos que nunca más se ajusten al molde original. Por ese camino parece ir
la apuesta literaria de este cuentista y eso, sin duda, hay que celebrarlo.
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De LetraSiete, La Paz, 06/2014
Fotografía: Guillermo Ruiz Plaza
Tuesday, June 24, 2014
PROTEGIENDO EL CHAVISMO A BALAZOS/Un paseo en moto por Caracas con el brazo armado de la revolución bolivariana
Andrés Lozano, Caracas
[“Vamos, chamo. Súbete a mi moto”, dirá con el tono de voz del que acostumbra a dar órdenes. A su autoritarismo le ayuda esa pistola camuflada al cinto, la que fotografiaré poco después de subirme a la grupa de su máquina negra de dos ruedas. 'El Confidencial' se embarca en un recorrido por Caracas con el brazo armado del chavismo.]
Caracas, domingo 20 de abril, 15:30 horas. El barrio 23 de Enero, un populoso lugar donde Hugo Chávez es un dios. Su mirada, convertida en símbolo tras su muerte, aparece dibujada aquí y allá, en muros, en edificios,incluso en forma de tatuaje en el escote de una jovenzuela venezolana. De fondo musical, procedente de una fiesta callejera, suenan vallenatos.
Al llegar al aparcamiento de una antigua chatarrería, un hombre inmenso de piel mulata que luce sobre su cuello un collar de santería me estrecha la mano con su derecha, que parece contener un volcán. Con la otra sostiene un vaso de plástico al que escupe continuamente su saliva ennegrecida por chimó, el tabaco de mascar al que es adicto. El hombre que tengo enfrente es el amo de este territorio. Aquí, hasta las ratas le guardan respeto. Cuenta que se llama John. Pero sé que miente, que usa un pseudónimo para ocultar su identidad.
Hasta este barrio he llegado en un coche conducido por mi enlace, que ha conseguido el encuentro después de tres semanas previas de llamadas estériles. Pronto, con mirada retadora, John pregunta qué quiero exactamente. Le explico que busco conocer de cerca el funcionamiento de un ‘colectivo’, los grupos de civiles armados que dicen proteger con celo y miles de balas la Revolución Bolivariana.
John, el jefe del 'colectivo' Tres Raíces (Andros Lozano).
Después, tras pasarme revista y someterme a un tercer grado en una sala con el pestillo echado y cinco de sus chicos de confianza a mi alrededor, John, el jefe del colectivo Tres Raíces, acepta mi propuesta. “Vamos, chamo -me dice ya en la calle-. Súbete a mi moto. Te voy a enseñar quiénes somos aquí”. Con su beneplácito me convierte en el primer periodista español que recorre Caracas en la moto de un líder de la guerrilla urbana del chavismo.
Sin casco, a lomos de su Kawasaki KLR 650, John conduce calle arriba por el temido 23 de Enero. Nos siguen, también motorizados, cinco de sus chicos de máxima confianza. Los viandantes y conductores que nos cruzamos reconocen a mi cicerone; le miran con una mezcla de recelo, temor, respeto y quizás también admiración.
A tipos como el que conduce la moto en la que voy montado, que dicen “preservar la paz por donde camina el pueblo”, se les acusa de actuar contra el narco para arrebatarle su mercado o de ayudar a la guardia bolivariana a reventar a balazo limpio y con el rostro oculto manifestaciones opositoras como las que vive el país desde hace tres meses. “Estamos a la orden del Gobierno. Si nos llama, allá hay que ir”, reconoce sin tapujos. También se sabe que los colectivos han jugado un papel central en la estrategia chavista durante las elecciones, patrullando armados y en motocicletas -¡siempre en motocicletas!- para intimidar al votante.
Mientras conduce por calles escarpadas y laberínticas, nada amigas de foráneos, John me cuenta que nació y creció aquí, entre estas esquinas mordidas por las balas y con la noticia de un nuevo muerto casi cada amanecer. Aquí es donde también quiere morir. “Seguiré en la lucha siempre, no lo dudes”. Hoy, cerca de los 50 años, viste pantalón vaquero y camiseta negra. De sus ojos no retira ni por un instante esas gafas de sol oscuras que le dan un aire de matón justiciero. Cuando le pregunto por sus presuntos vínculos con el narcotráfico, él prefiere hablar de ‘su’ obra.
El líder del colectivo Tres Raíces (Andros Lozano).
“Nosotros hemos traído tranquilidad a este lugar”, me dice señalando a un parque por el que pasamos. “En estas calles se han dado ajusticiamientos públicos. Hace un par de años un niño no podía jugar tranquilo sin temor a presenciar una desgracia. Ahora, el que viola, roba o mata, recibe su merecido. El resto son sólo habladurías”. Al instante, como para zanjar por el momento la conversación, aprieta la empuñadura de su moto y da un brusco acelerón. Es su forma de aconsejarme que haga otro tipo de preguntas.
Conduciendo a mayor velocidad, mientras un viento fresco nos golpea el rostro, John reconoce que, como líder de Tres Raíces, maneja con ‘manu militari’ un batallón de 160 civiles armados. Sin embargo, su camada de fieles ‘cachorros’ es de apenas una decena, los mismos que, según me da a entender, suelen acompañarle a ‘abatir’ a los manifestantes que protestan en la calle.
La pistola que porta el líder del colectivo Tres Raíces (A.L.).Son ellos quienes esta tarde nos protegen la espalda mientras recorremos estas sinuosas carreteras y pasamos cerca del Cuartel de la Montaña, desde el que Chávez pilotó el infructuoso golpe de Estado de 1992 que le costó dos años de cárcel. “Con las armas y nuestra vida -confiesa sin aparente temor- defenderemos el legado del comandante. No nos importa haber perdido a unos cuantos chicos”.
En este instante aprovecho para preguntar si me va a enseñar ese revólver que acaba de aparecer entre mis muslos y su espalda. Está ahí, junto a su cinturón. Desde mi asiento veo la empuñadura plateada por encima de su camiseta. Ha sido un golpe de fortuna. Su pistola ha quedado al descubierto tras el salto dado por la moto al cruzar un badén. “Nunca te enseñaré mi arma”, dice justo antes de llegar a la sede del colectivo. Pero no importa. Ya le he robado un par de planos con mi cámara. “Baja. Tienes la libertad de hablar con mis chicos...”.
El origen de los colectivos armados
Colectivos como el que lidera John crecieron con la llegada al poder de Chávez, en 1999. El expresidente los vio como la vía perfecta para perpetuarse en el Gobierno gracias al poder que éstos ejercían en los barrios más humildes. Aunque dicen defender la democracia y basarse en valores como la solidaridad y el bien común, muchos de ellos -no todos- se han convertido en mini ejércitos autónomos que dictan sus propias leyes en las barriadas de Caracas.
Como Tres Raíces, el colectivo La Piedrita o Los Tupamaros son míticos en el 23 de Enero. El control que ejercen sin llegar a entrar en conflicto entre sí les permite incluso decidir si un policía o un guardia nacional, a los que acusan de “corruptos y de estar ligados al narco”, pueden pisar su territorio. La directora del Grupo de Estudios Políticos de América Latina, Natalia Brandler, explica que “han convertido los barrios en pequeños feudos donde mandan incluso por encima del Gobierno central”.
Miembros de uno de los colectivos que conviven en el 23 de enero (A.L.).
Pese a que estos pistoleros al servicio de la causa chavista ya existían desde los años 70 como grupos de autodefensa que actuaban contra el hampaen las parroquias más pobres de Caracas, la irrupción de Chávez les dio amparo, armas y financiación a través de ayudas camufladas como subvenciones sociales. Un dinero que les ha servido para costearse motos, teléfonos móviles, cámaras de seguridad… Chávez llegó a decir, una vez alcanzada la Presidencia del país, que los colectivos eran el brazo armado de su revolución. Ahora, con la impunidad de la que gozan por tratarse de formaciones de izquierda marxista, siembran el terror entre la oposición con el beneplácito del Ejecutivo de Nicolás Maduro.
Tras apearme de la Kawasaki entro a la sede de Tres Raíces, un pequeño recinto de paredes blancas en cuyo interior un chico de 25 años arregla una bicicleta. Al inclinarse sobre su plato de cambios me percato de que, como su jefe,oculta una pistola en la parte baja de la espalda. “Nunca se sabe, chamo”, dice guiñándome un ojo. A su lado, sobre una mesa, hay varios walkie talkies que utilizan “para mantener la comunicación durante los operativos” contra los narcos.
“Primero tratamos de echarlos pacíficamente de los edificios desde los que manejan su mercado. Si no se van, empleamos la fuerza”, explica ahora Alfredo Cánchica, un cincuentón que dice haber ayudado a acabar con la presencia de los mercaderes de la droga en sectores del 23 de Enero como La Cañada, la Zona F, el Bloque 32 o La Central, lugares que han pasado a su dominio.
"¿Qué hacéis con la droga que confiscáis?". La pregunta trastoca a Alfredo, que titubea unos segundos. Luego, me percato de que dirige la mirada hacia John, que está a mi espalda y le hace algún tipo de indicación. "La quemamos", responde.
De nuevo en la calle, frente a la puerta de la sede, encuentro aparcadas una veintena de motos similares a la de John, de esas que cualquier venezolano teme si las ve aproximarse de noche hacia él. Son sinónimo de intento de robo, de secuestro o de asesinato en Venezuela, país al que la ONU ha señalado recientemente como el segundo Estado del mundo con mayor índice de muertes violentas durante 2013 -53,7 homicidios cada 100.000 habitantes-.
Junto a la zona en la que aparcan las motos, el colectivo tiene un gimnasio particular. Al lado de unas pesadas mancuernas está Raimon Mata, un joven hipermusculado y con varios tatuajes en el cuerpo. Cuenta que es campeón sudamericano de full contact y kickboxing. El chico, también miembro de Tres Raíces, sostiene que EEUU promueve las protestas que vive el país desde principios de febrero, con un saldo de más de 40 muertos, en su mayoría del lado de los manifestantes.
“Los yanquis quieren desestabilizar el país para quedarse con nuestros recursos naturales (Venezuela posee unas de las mayores reservas petrolíferas del planeta). Están detrás de cada líder opositor y de los guarimberos (estudiantes radicales que organizan barricadas). Por eso son nuestros enemigos y actuamos cada vez que salen a la calle. Si quieren un estallido social, nosotros responderemos”, zanja.
Raimon Mata (izquierda) junto a un compañero del colectivo (Andros Lozano).
"Estamos con los compañeros vascos. Ojalá existieran 10.000 ETA"
Raimon ha viajado varias veces a Cuba para recibir entrenamiento militar y adoctrinamiento ideológico. Asegura que otros compañeros han estado en Colombia empotrados con las FARC, o en el País Vasco con ETA, banda terrorista a la que ensalza. “Ellos luchan por su identidad. Nosotros, por proteger el deseo de un pueblo. Estamos unidos por el corazón con los compañeros vascos. Ojalá existieran 10.000 ETA”.
Mientras me despido de Raimon, por delante de nosotros pasa un chico espigado que se muestra huidizo. Lleva barba de una semana y una camiseta de aro al estilo NBA. Al preguntarle su nombre, me responde que puedo llamarle como quiera. “Pero si sacas mi cara, te mato”, responde con una irónica media sonrisa. "Algo habrás hecho para ocultarte así", le digo. "Atenté a balazos contra el autobús de la diputada María Corina Machado(noviembre de 2011)", contesta, orgulloso. Luego, el chico se marcha, y yo, impelido por la voz de John, me vuelvo a acomodar en el asiento trasero de su moto.
“Al caer la noche, deberás irte. Pero antes quiero llevarte a un par de lugares”. John, al que noto más cercano en su tono de voz, enfila cuesta abajo una larga avenida. Me cuenta que desde los 11 años sabe manejar una pistola como la que tengo a diez centímetros de la entrepierna. Dice que ha recibido ocho balazos a lo largo de su vida, pero no da detalles de quién le disparó. “Eso irá conmigo a la tumba”.
Al poco, junto a sus chicos, llegamos a una pequeña plaza, donde detienen sus motos. Encontramos tres estatuas. “Son Simón Bolívar, nuestro libertador ante los españoles; su compañera sentimental, Manuelita Sáenz; y Manuel Marulanda, fundador de las FARC. Junto al Ché, Fidel Castro y Chávez, son nuestros referentes”. Abandonamos raudos el lugar. Son casi las seis de la tarde y John no quiere despedirse de mí sin que vea la quema de Judas, una tradición de la Semana Santa venezolana. La tarde está languideciendo y, de nuevo a lomos de su Kawasaki, acelera más que nunca. Tanto, que ni nos escuchamos.
Llegamos justo a tiempo. Un muñeco de trapo cuelga de una cuerda en mitad de una plazoleta repleta de gente. Un hombre de unos 70 años le vierte gasolina y, cuando el reloj marca las seis, le prende fuego. Ante el fervor popular, dice que así van a acabar “el Henriquito (en referencia a Henrique Capriles, líder opositor) y la Corinita (por la diputada María Corina Machado)”. John y su camada de pistoleros ríen a carcajadas. “Así será. Acabarán comidos por las llamas”, me suelta poco antes de decirme adiós ese hombre alto, de piel mulata y collar de santería que impone su ley con puro plomo. La noche ha caído. El 23 de Enero ya no es territorio seguro.
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De EL CONFIDENCIAL, 25/06/2014