Thursday, March 31, 2016

No sería la última vez

DAVID CARABÉN

El 19 de mayo de 1984 mi ‘profe’ de gimnasia me trajo al cole el recorte de una foto en blanco y negro publicada en El Periódico. En la imagen aparecía un jovencísimo Marco Van Basten, sentado en la grada mirando un partido. Justo detrás, con una mano sosteniendo una coca-cola y con la otra metida en una bolsa de patatas chips, estaba yo. Dos días antes había acudido al Mini Estadi con mi madre, invitados por Johan y Danny Cruyff, con motivo del partido de homenaje al ‘Cholo’ Sotil. Supongo que Johan se trajo a Van Basten, que por aquel entonces no debía tener más de 20 años, para que conociera Barcelona. El caso es que, desde ese momento, seguí la carrera de la promesa del fútbol holandés como si esa promesa me la hubieran hecho a mí.

Después del partido, a esa pequeña comitiva, se unió mi padre. Unos diez años antes, y con la complicidad de mi madre, holandesa de nacimiento, había contribuido de forma decisiva en las negociaciones para el fichaje de Cruyff por el Barça. Y esa noche íbamos a acompañar a Johan a un plató de TV3, para que lo entrevistaran.

El Barça acababa de fichar a Terry Venables, se estaba despidiendo de Menotti y desprendiendo de Maradona. Y, aunque hoy nos parezca increíble, se estaba decantando por Steve Archibald como sustituto del astro argentino en lugar de hacerlo por Hugo Sánchez. Era el tercer o cuarto salto imposible de la era Núñez entre tradiciones futbolísticas de lo más dispares. Futbol alemán, luego argentino y ahora inglés, en apenas tres temporadas. El pan de cada día a. de C.

Para el sector del barcelonismo al que yo pertenecía por nacimiento, Johan y el fútbol holandés representaban exactamente lo opuesto a esta manera de entender el fútbol. Es decir, lo opuesto a esta manera de entender cómo se gestiona el talento. Un equipo puede intentar jugar como la estrella que acaba de fichar o, bien al contrario, fichar a la estrella que se sepa adaptar al juego del club. Una sociedad puede dedicarse a esperar el siguiente milagro económico o al siguiente salvapatrias, puede extender alfombras rojas para que el talento luzca. O, bien al contrario, puede tomar la iniciativa y organizarse de forma más abierta, desmitificando un poco la categoría del talento y creando las condiciones de trabajo para que cada cual pueda desarrollar el suyo. Recuerdo haber escuchado a Johan diciendo algo así como que el talento no consistía en nada más que, simplemente, hacer las cosas más rápido que los demás. En boca de un genio, el talento reducido a una cuestión casi mecánica, temporal, prosaica.

El ídolo de Cruyff había sido Di Stéfano, ese jugador total: tan bueno para hacer circular el balón como para rematar a gol, tan válido para driblar como para recuperar balones. No parece tan raro pues que la ‘Naranja Mecánica’ de Rinus Michels y, claro está, la de Cruyff, sedujeran al mundo ejerciendo la presión por todo el terreno de juego y apostando decididamente por la polivalencia de sus jugadores. Ahí está el tackle de Neeskens, claro. También los de Van Basten. Y, por qué no, las carreras de Messi volviendo a su portería para recuperar un balón… Pero también está el gol de Belleti en la final de París. La estrella del equipo al servicio del colectivo y todas las piezas del equipo participando en todas las fases del juego.

Pero todo esto no lo entendí hasta mucho tiempo después. Por aquel entonces, para mí, el fútbol total sólo era un recuerdo de mis padres, una idea romántica, un poco confusa (¿Acaso la táctica del fuera de juego de los belgas tuviera algo que ver?). Pero poco a poco, a medida que Van Basten cumplía la promesa y Cruyff confirmaba su genio, ahora como entrenador, imponiendo desde 1983 un estilo de juego espectacular en aquel jovencísimo Ajax que se llevaría la Recopa de 1987, el cambio de paradigma fue tomando forma, llegando incluso a superar la versión original.

Con la perspectiva del paso del tiempo, recordar la victoria de Holanda en la Eurocopa de 1988 se me hace extraño. La vimos por televisión junto a la familia Cruyff, en nuestro pequeño comedor de El Montanyà. Esa victoria de toda una generación de futbolistas formada bajo las directrices de Johan en el Ajax vengaba la triste final del Mundial’74 en Alemania, premiaba a Rinus Michels y coronaba a Van Basten. Johan, claro está, no figuraba en los créditos. En ese momento ya estaba centrado preparando lo que iba a ser una revolución en el Barça. Se me hace extraño recordar esa victoria total de su idea de entender el juego sin que él estuviera claramente presente. Claro, se me hace extraño porque ahora sé que esa no iba a ser la última vez.

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De PANENKA, 29/03/2016


Por el camino de Egozkue (Diario volátil 16)

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

1.- El jabalí, animal totémico y heráldico, basurde en euskera: «el ser oscuro del bosque», eso me dijo un filólogo, algo que, de manera recreativa, no es difícil relacionar con osten: escondrijo (y derivados), y este con Hyde. Fantasías, ya digo.

2.- Los malos recuerdos, confundidos con esa enormidad que es «el pasado», te persiguen como molestos buscapiés en fiesta patronal de agosto... pero no sales de la plaza, ni escapas de la pólvora, temes que cualquier calle escura te trague como boca de lobo.

3.- Resentido: en boca de los profesionales del empujón, aquel que se acuerda de los que ha recibido... y comete el imperdonable pecado de decirlo.

4.- Perdonar no es, ni por asomo, lo mismo que actuar con cautela. Una cosa es la escena y otra la vigilia forzosa a puerta cerrada.

5.- «Yo busco conocerme a mí mismo...». Nada, ni caso; otro que, de encontrarse, huiría a la carrera, pero por el momento aprovecha la circunstancia para ponerse de manera ventajosa en escena: esa de la verdad de uno mismo es un búsqueda de prestigio.

6.- Y mejor que conocerse, desconocerse. El prójimo lo agradecería, seguro.

7.- No te quejes de que arrastras una leyenda negra cuando todos los pasos que das son para tejerla.

8.- No hay crítica acerba que no tenga un ápice de verdad... o un mucho. No es cuestión de cantidad. Además, vete acostumbrándote a que quien te pinta como le conviene, no te ha visto jamás, lo hace de oídas.

9.- Ponerse en escena equivale tarde o temprano a pasar por un mentiroso. Todo depende del público o de la parroquia que tenga quien te lee, que no tiene por qué creer lo que digas. Tal y como soplan los vientos de la existencia mediática, el propósito de nobis ipsi silemus está bien para Francis Bacon o para Kant, que pudo asomarse con frialdad a una Lisboa humeante (Becket dixit).

10.- Cucamonas de discretos: exhibicionistas mediáticos que dicen tener a Gracián como autor de cabecera.

11.- Qué suerte poder sentir la misma paz/ que, cuando ya han pasado, dejan los infortunios, y poder escribirlo y, antes, poder compartirlo con quien a tu lado está a pesar de los pesares. (Joan Margarit «En un pequeño puerto»).

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De VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 31/03/2016

Wednesday, March 30, 2016

Mataron al Coco

JORGE MUZAM

El puelche botó encinas y duraznos y levantó polvaredas que se confundieron con el humo de los últimos incendios. El valle de San Fabián es una mezcolanza de azules y grises. Esporádicas nubes rosadas pasan indiferentes al tráfago envilecedor de los pueblerinos. Las codornices andan particularmente inquietas y los conejos más jóvenes aprenden a huir de los galgos. Las avellanas transitan del rojo al negro y las rosas mosquetas del amarillo al rojo. La sequía ha adelantado la estética otoñal intercalando en el verdor del bosque los marrones oscuros de los árboles muertos.
 

Han sido días de recolección de frutos, molienda de trigo y compra de fardos para las ovejas. Las estaciones frías se acercan a tranco largo. De lecturas poco que hablar. Relatos breves de Herta Müller y crónicas de Roberto Merino sobre escritores chilenos. La noble pobreza de Federico Gana, la misantropía de Juan Luis Martínez, la lucidez ante la muerte de Enrique Lihn y Pezoa Véliz. Una lectura retomada: Las noches difíciles de Dino Buzzati. Nos enteramos que se cagaron a tiros al Coco. Su caso fue considerado en el Pleno Municipal de Roma como «Un deplorable factor de turbación del descanso nocturno de la ciudad». El asunto quedó en manos de la policía que metralleta en ristre no tardó en darle la baja. Los niños del planeta se quedaron, de esta forma, sin su principal atemorizador, aunque la luna siguió su ruta inexorable, fría y distante.

Noche de sábado. Carmenere Santa Emiliana, maní japonés y cine gitano de Tony Gatlif. Logramos conseguir Gaspar et Robinson Gadjo Dilo. A la profunda ternura de la primera película sobre seres solitarios que buscan apoyo entre sí, prosigue la historia del extranjero loco, donde un joven investigador musical francés busca a la cantante Nora Luca, cuya voz deleitó a su padre. La particularidad de la película es que cámara y director parecen desaparecer, dejándonos en medio de un precario villorrio rumano como reporteros silenciosos de un documental sobre el mundo gitano. Conmovedoras resultan las actuaciones de Rona Hartner e Izidor Serban. Este último, un viejo gitano borracho que aún cree en la amistad y el compañerismo.

Imagen 1:  Babau, de Dino Buzzati
Imagen 2: Fotograma de Gadjo Dilo, de Tony Gatlif, 1997

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De CUADERNOS DE LA IRA (blog del autor), 03/2016


El tratado de 1904: el mito de la imposición

VALENTINA VERBAL

La demanda boliviana contra Chile, que actualmente se tramita ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya (CIJ), ha vuelto a poner sobre el tapete la historia de las relaciones chileno-bolivianas en torno a la cuestión marítima. En concreto, la Contra-memoria de nuestro país tendrá que ser capaz de refutar tres grandes mitos de la narrativa histórica de Bolivia, impulsada desde Palacio Quemado: el de la usurpación, el de la imposición y el de la intransigencia.

Si bien sólo el último —la supuesta negativa de Chile a ceder una salida soberana al mar en favor de Bolivia— dice relación directa con la cuestión debatida en La Haya, no cabe duda que los otros dos conforman el telón de fondo de la demanda, sin los cuales esta última no se explica. 

Aunque la pretensión de Bolivia no hace referencia formal al Tratado de 1904 (por ser anterior al Pacto de Bogotá de 1948), su narrativa oficial sigue insistiendo que dicho acuerdo fue impuesto por Chile. Por ejemplo, uno de los principales promotores de la causa marítima, el diplomático e historiador Andrés Guzmán Escobari, acaba de responder a una nota de la revista Qué Pasa, del periodista Víctor Hugo Moreno, en la que se analiza la “clase de historia” que el 14 de febrero pasado dictó Evo Morales en Cochabamba, con ocasión de un nuevo aniversario de la ocupación de Antofagasta por parte de las fuerzas armadas chilenas.

Con respecto al Tratado de 1904, Guzmán Escobari señala que no es cierto (como yo afirmo en dicha nota) que los historiadores de su país, Roberto Querejazu Calvo y Carlos D, Mesa Gisbert, nieguen el mito de la imposición: “[…] cuando uno revisa los libros Guano, Salitre, Sangre (1979) del primero o Historia de Bolivia (2003) del segundo, evidencia que si bien ninguno de los dos autores afirma que Chile amenazó militarmente a Bolivia en 1904, sí destacan que la situación del país en ese momento era muy complicada”.

Sin embargo, el Diccionario de la Real Academia Española (RAE) define la palabra imposición como “una exigencia desmedida con que se trata de obligar a alguien”. Claramente, implica que una de las partes celebra un acuerdo sin la suficiente libertad. Pero no se trata de una falta de libertad moral, por ejemplo, a partir de una cierta debilidad interna, sino de la existencia de coacción o amenaza de la misma por la contraparte en una negociación. 

Querejazu Calvo, pese a que habla de la “claudicación de 1904”, explica que el tratado de ese año surgió por iniciativa de la misma Bolivia a raíz del rechazo de sus parlamentarios al anterior acuerdo de 1895, por el que Chile le reconocía un acceso soberano al mar. Y aunque describe el contexto interno que habría llevado a Pando y Montes, sucesivamente, a propiciar el acuerdo en cuestión, en ninguna parte de su obra habla de imposición, en el sentido natural y obvio con el que se entiende esta palabra. De hecho, “fue aprobado por una diferencia de 12 votos a favor en el Congreso: 42 a favor y 30 en contra”.

Por su parte, la obra de Mesa —vocero de la actual demanda ante la CIJ— reconoce claramente que no existió amenaza de uso de la fuerza por parte de Chile, sino una actitud excesivamente pragmática de los dirigentes de su país, quienes optaron por un camino de progreso material, simbolizado en la construcción de ferrocarriles, antes que en la defensa del mar perdido: “Para entender el Tratado de 1904, hay que ver la mentalidad de los protagonistas bolivianos. Tanto conservadores como liberales estaban absolutamente obsesionados por lograr una solución pacífica y práctica al problema”.

A diferencia de lo que Guzmán Escobari afirma en un reciente libro, titulado Un mar de promesas incumplidas, el Tratado de 1904 no constituye una continuación del Pacto de Tregua de 1884, firmado en un contexto de guerra reciente, sino de la intransigencia de la misma Bolivia, cuyos parlamentarios rechazaron el Tratado de 1895, referido más arriba.

De hecho, este último acuerdo fue usado por Bolivia en su demanda (y memoria) como  un primer momento en el que Chile habría incumplido una supuesta “promesa” de darle una salida soberana al mar. Sin embargo, y como bien respondió Chile en los alegatos de la excepción preliminar, dicho tratado nunca se aprobó de manera definitiva, precisamente por el rechazo del Parlamento boliviano. Y aunque no se diga expresamente, señalar 1895 como una expresión de “intransigencia” chilena, le sirve a Bolivia para construir el mito de la imposición del Tratado de 1904.

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De LA TERCERA (Chile), 29/03/2016

Ahora el Silala

SAMUEL FERNÁNDEZ

El Día del Mar en Bolivia siempre es motivo de ataques a Chile. Acusaciones reivindicatorias por su aspiración al Pacífico; críticas a todo lo que nuestras autoridades digan o hagan; recuento de apoyos reales o no a su causa; y estado del pleito ante la Corte de La Haya. Lo habitual. Pero esta vez el objetivo cambió y retomó el caso del río Silala. Uno muy pequeño que nace de variadas fuentes en Bolivia y escurre naturalmente hacia Chile, lo que niegan. Su volumen es escaso, pero se trata de una zona tan desértica que toda agua es valiosa. No es la primera vez que presenta problemas, ya que de tanto en tanto es levantado por nuestros vecinos como un tema no resuelto. En 1908 se logró un acuerdo, luego del Tratado de Límites de 1904, que desestiman. Las reglas son conocidas para los recursos hídricos compartidos por un río internacional, que nace en un país y prosigue a otro. Es decir, el país aguas arriba tiene derecho a la utilización efectiva del recurso hasta un 50%; si no lo hace, le corresponde al país aguas abajo, salvo acuerdo especial al respecto.

Nadie discute tales derechos donde el río se origina, a menos que lo desvíe o consuma en su totalidad, privando de todo acceso al que sigue. No sólo sería contra las normas, sino un claro caso de mala vecindad, inamistoso, sobre todo si se habla tanto de la integración entre los países de nuestra región. Pero estamos frente a Bolivia que ya lo ha demostrado con el gas –“ni una molécula para Chile”-, sus continuos reclamos y denuncias alegando indemnizaciones multimillonarias; además del pleito pendiente por el acceso al mar. Definitivamente no hay como entenderse, ni menos entablar conversaciones bajo presión. El Silala integró los llamados 13 puntos que fueron negociados hace un tiempo, logrando un pre-acuerdo; los mismos que Bolivia determinó cancelar, al no abordarse la cesión de nuestra soberanía al Pacífico. Ahora vuelve a amenazar con otro juicio, ante la propia Corte de La Haya.

Por nuestra parte se expresó que también podríamos demandar al respecto, y si el tema se judicializa, nos defenderíamos legalmente, aunque tampoco se explicitó cómo y cuándo. Se crea otra controversia que se materializaría, paralela a la aspiración marítima. O simplemente es una declaración acorde con la celebración del día del mar, aunque ahora sea un río. Todo indica que puede ser el preludio de un nuevo diferendo por el Silala, o el recurrente sobre otro río, el Lauca.

Nos ha sorprendido Evo, una vez más, con su búsqueda de todo lo que pueda molestar a Chile, en conocimiento de que sólo reaccionamos y nunca accionamos primero. Y que nuestra respuesta tradicional será que defenderemos nuestro territorio y soberanía en su integridad. Por cierto, han vuelto a levantarse opiniones contra el Pacto de Bogotá y de desprestigio a la Corte. Esperables ante los resultados logrados y la situación que enfrentamos. Si hubiéramos alcanzado triunfos, nada de ello tendría asidero. Pero no ha sido así, y se busca algún mecanismo que impida a Bolivia, o a otros, demandarnos ante dicho Tribunal; argumentando que es tan simple como denunciar el Pacto, que confiere jurisdicción anticipada desde 1948 a los países que lo ratificaron, para solucionar todas las controversias jurídicas ante la Corte. No es el único procedimiento acordado en el Pacto, pero el que ha utilizado Bolivia en el caso pendiente, e invocar otra vez.

Ojalá fuera tan sencillo retirarnos del Pacto y desentendernos automáticamente de la Corte y sus fallos de inmediato. A riesgo de que no sea grato reiterarlo a pesar de posiciones contrarias, sin pretender polemizar, pues toda posición jurídica es discutible, lamentablemente estimo no es así ni conviene. Dentro del año de la denuncia, se podrían activar controversias y demandas que serían acogidas. Prescindir de la Corte, tampoco procedería, al integrar Chile las Naciones Unidas y ser uno de sus órganos principales. Igual se puede acudir al Estatuto de la Corte y entablar un juicio. No hacer caso de ningún pleito, ni defendernos, regalaríamos sus sentencias que, seguramente nos serían contrarias. Desestimarlas, lo que podríamos como estado soberano, sería evaluado negativamente por los demás; aunque algunos países poderosos lo han hecho, sin ser desacatos propiamente tales, por haber solucionado los asuntos por otros medios. Ello no ha sucedido con Bolivia, y nos dejaría desafiando el sistema legal imperante.

El mismo que tanto invocamos para que nuestros tratados de frontera sean cumplidos, como el de 1904; o para que los innumerables acuerdos que Chile ha suscrito con la mayoría de los países, sobre comercio, inversiones, créditos, tecnología, internet, comunicaciones, compra de mercaderías y tantas otras materias necesarias, se apliquen. Es decir, acudiríamos al derecho que los ampara sólo cuando nos beneficia, negándolo si no sucede. Sería ilógico y perderíamos la seguridad jurídica que los hace exigibles. Muchos mecanismos legales de solución de conflictos en variados campos de relación internacional, que funcionan normalmente y nos protegen, quedarían debilitados al perder buena parte de nuestra confiabilidad. A imposibilidad de otros (los hemos intentado todos con Bolivia, sin éxito), el acudir a la Corte no tiene toda la responsabilidad de sus resultados. Se va a tribunales sabiendo que es posible ganar o perder, por extraños que sean sus fallos ni obtenerse todo lo buscado. Es más eficiente revisar y reforzar nuestra defensa ante la Corte que ignorarla o confrontarla. En especial nuestra acción exterior, potenciando los  derechos que nos pertenecen, procesales o de fondo, en los diferendos.  Esperemos que el Silala no se transforme en otro asunto en que sólo nos defendemos. Por qué no, también tenemos el derecho a demandar, y utilizar el Pacto.
27 marzo 2014.

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De LA TERCERA (Chile), 28/03/2016

Tuesday, March 29, 2016

Amós Oz e a cura para o fanatismo

Por Eder Alex 

Neste momento em que o país parece enfrentar não uma crise política, mas sim um apocalipse zumbi, com hordas se enfrentado nas ruas e nas redes sociais em defesa de pautas mais confusas que os roteiros do Charlie Kaufman, Como Curar um Fanático chega a ser um alento, por nos fazer ver que no mundo moderno, ainda há pessoas que seguiram o conselho do ET Bilu e buscaram conhecimento.

O livro, lançado pela Companhia das Letras, com tradução de Paulo Geiger, é uma coletânea de palestras e ensaios escritos pelo israelense Amós Oz (A Caixa PretaJudas, etc) ao longo dos últimos anos. “Em louvor às penínsulas” é a transcrição do discurso que ele proferiu na manhã seguinte aos ataques terroristas na França, no final de 2015. Já “Como curar um fanático” e “Entre o certo e o certo” são ensaios que discutem os conflitos entre Israel e Palestina. Há também um artigo sobre o Acordo de Genebra publicado originalmente em 2003 e o livro fecha com uma entrevista curtinha em que o autor fala um pouco sobre seus posicionamentos diante dos conflitos na Faixa de Gaza.

Amós Oz sugere dois antídotos contra o fanatismo, o humor e a curiosidade: “Fanáticos não têm senso de humor, e raramente são curiosos. Porque o humor corrói as bases do fanatismo, e a curiosidade agride o fanatismo ao trazer à baila o risco da aventura, questionando, e às vezes até descobrindo que suas próprias respostas estão erradas”. E aí o autor parte para uma reflexão muito interessante a respeito do papel da literatura diante das situações de conflitos, pois através da arte teríamos uma oportunidade de criar empatia, de enfim se colocar na pelo do outro (do inimigo, até) e tentar perceber as coisas sob uma perspectiva diferente. Ele não quer dizer com isso que um romance seria ingenuamente a salvação da humanidade e nos livraria do Estado Islâmico, mas sim que a ficção, por nos permitir novos olhares, mais contidos e reflexivos, talvez nos torne seres humanos menos intolerantes.

O escritor acredita que aquilo que chama de “infantilização da sociedade” e sua relação com o consumo, decorrente da globalização, substituiu conceitos do século passado que eram calcados na ideia de que “amanhã será um dia melhor – façamos sacrifícios hoje”. Isso tudo, segundo Oz, foi substituído pelo desejo imediato, pela ilusão da felicidade plena aqui e agora. Como esta felicidade se tornou um angustiante imperativo, temos então a essência do fanatismo: o desejo de forçar outras pessoas a mudar. “O fanático está mais interessado em você do que nele mesmo, pela muito simples razão de que o fanático tem muito pouco de ‘ele mesmo’, ou nenhum ‘ele mesmo’”.

Ao demonstrar que o fanático é uma pessoa que prefere sentir, a pensar, o autor fala sobre uma conversa de um amigo com um motorista judeu que dizia ser imprescindível para o seu povo que todos os árabes fossem assassinados. Diante de tal afirmação, o amigo que conversava com esse motorista argumentou: “OK, suponha que você seja designado para algum bloco de residência em sua cidade, Haifa, e você vai bater de porta em porta e perguntar: ‘Perdão, senhor, com licença, senhora, por acaso o senhor / a senhora é árabe?’. E se a resposta for sim, você atira nele /nela. Aí você termina o serviço e está pronto para ir pra casa, mas assim que se vira, você ouve em algum lugar num quarto andar de seu bloco o choro de um bebê. Você voltaria para atirar no bebê?”.

Há muito tempo Amós Oz reflete sobre os conflitos entre Israel e Palestina e, geralmente, ele resume a situação como sendo trágica porque se trata do lado certo lutando contra o lado certo, uma vez que os dois países têm razões perfeitamente aceitáveis para querer a posse daquelas terras. Portanto, a luta pela paz não tem nada de pombinhas brancas e mensagens edificantes, a visão romântica cai por terra justamente por causa desse tipo de paradoxo, que demonstra que uma guerra é muito mais complexa do que bonzinhos VS malvadinhos. O autor deixa bem claro o seu posicionamento a respeito desta questão, ao jogar no colo da Europa a responsabilidade por tornar esse conflito tão complicado: “A Europa, que colonizou o mundo árabe, explorou-o, humilhou-o, tripudiou sobre a sua cultura, controlou-o e usou-o como playground imperialista, é a mesma Europa que discriminou judeus, perseguiu-os, atormentou-os e por fim assassinou-os em massa num crime de genocídio sem precedentes”.

O único problema do livro é a repetição, já que várias ideias e até mesmo algumas frases inteiras se repetem ao longo dos diferentes discursos. Mas isso é quase insignificante, diante da magnitude das ideias e reflexões que a obra nos proporciona.

Num mundo em que as pessoas andam armadas com certezas e verdades absolutas (ideias prontas que são apenas compartilhadas num rápido clique, já que foram moldadas por outras pessoas – o fanático não pensa por si mesmo – para corroborar um determinado discurso ideológico), é absolutamente necessário ler um escritor que propõe nos colocarmos no lugar do outro, não para o mudar e nem para odiá-lo, mas sim para tentar compreendê-lo: “Mesmo quando se está 100% certo e o outro 100% errado, ainda é proveitoso pensar sobre o assunto”.


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De SEPHATRAD (blog de Isac Nunes), 29/03/2016


Monday, March 28, 2016

Mis lecturas. 2015

MARIO CRESPO

Dado que soy una persona que, para paliar ciertas carencias de memoria a corto plazo, se aferra a listas tan necesarias como la de compra, he de reconocer que de vez en cuando me gusta hacer inventario de libros a fin de organizar la amalgama de lecturas que coexisten en algún desconocido, pero existente, compartimento estanco de mi mente. Así pues, haciendo memoria y repasando algunas notas digitales de lectura y mi cuenta de Goodreads, paso a destacar algunos títulos, de épocas y autores muy dispares, que me han hecho disfrutar a lo largo de este año 2015. No son los mejores ni los peores, pues algo tan subjetivo no puede convertirse en categórico; son los que están, los títulos que quiero resaltar; a partir de aquí, comprarlos o sacarlos de la biblioteca corre de tu cuenta:

Para mí este ha sido el año de Ian McEwan, de cuya autoría había leído solo “En las nubes”, una obra tal vez menor que me había dejado sensaciones neutrales. Todo empezó un día de verano cuando me topé con "Expiación", libro que tenía ganas de leer, en una librería de viejo y la adquirí por un módico precio. El resultado: tras acabar la novela compré tres obras más de McEwan, “Operación Dulce”, “Ámsterdam” y “Sábado”. Las dos primeras me parecieron soberbias, la tercera, quizá una de las obras del autor que cuenta con mejores críticas, me decepcionó debido a su exceso de material, en gran parte irrelevante. Meses más tarde adquirí además otros dos títulos que aún no he leído y que guardo para uno de esos momentos en que me apetezca tomarme un McEwan: “Chesil Beach” y “Amor perdurable”. 

Algo similar me ha ocurrido este 2015 con otro autor con patronímico, “Mc”, en este caso; me refiero a Cormac McCarthy, uno de mis autores fetiche. Hasta este año, había leído “Meridiano de Sangre”, “Hijo de Dios”, “No es país para viejos” y “La carretera”, pero tenía pendiente como una costra a medio arrancar la Trilogía de la Frontera. “Todos los hermosos caballos” marcó a principios de año un antes y un después en mi manera de entender la narrativa, al menos en lo que respecta a la creación de imágenes. “En la frontera” completó las buenas sensaciones y elevó el gozo lector hasta la categoría de vicio insano. El tercer volumen, "Ciudades de la llanura" sigue esperando su turno; escondido como una reliquia, como el último coco de un naúfrago; la última bala antes de verme obligado a releer al autor norteamericano. 

Este 2015 también me he aventurado a leer algunos clásicos, como “Los mutilados”, de Herman Ungar, una novela dura y original, una narración brutal que lleva al lector al límite con la agilidad de lo breve, un relato que deja huella y revolotea por la memoria incluso mucho después de haber cerrado el libro para siempre, o al menos hasta una nueva relectura, pues la obra merece volver sobre ella. Consta también en mi lista "Fortunata y Jacinta", de Galdós, ese culmen del realismo más puro, retrato social y humano de los habitantes de aquel Madrid y obra que además me lazó a una bizarra investigación que narré en este artículo: La cava de San Miguel, 11 o tras los pasos de la Fortunata de Galdós.

Entre los autores españoles destaco “Los viejos amigos”, de Chirbes, obra que compré, casualmente, un par de horas antes de enterarme de su muerte a través de las redes sociales; “El río que nos lleva”, de José Luis Sampedro, novela de ambiente rural que rinde homenaje a los gancheros y que me sorprendió sobremanera por su complejidad dentro de su sencillez expositiva, y “La vida Mitigada”, de Tomás Sánchez Santiago, obra intimista y personal de la que hablé por extenso, aquí.  Entre los más jóvenes, por cierto, he disfrutado mucho con la alegoría minimalista firmada por Iván Repila, “El niño que robó el caballo de Atila”, y con “Atila”, de Javier Serena. 

Cabe destacar en este texto que casi todos los años suelo leer al menos una de las muchas obras de Gabriel García Márquez, y este año le tocó el turno a “Noticia de un secuestro”, una crónica maravillosa que me hipnotizó con su musicalidad y su pulso. Siguiendo con la narrativa hispanoamericana, debo apuntar que lo pasé muy bien, como de costumbre, con César Aira y “Los fantasmas”, libro surreal y cargado de humor que vira hacia espacios inexplorados y sorprendentes. Y con "El reino de este mundo", de Alejo Carpentier, novela de peso que destaca a pesar de la recargada, florida y barroquísima prosa del autor.

Como revelación de la temporada, aparece el destello de ese talento rumano llamado Mircea Cărtărescu. Comencé leyendo el relato "El ruletista" y me entusiasmo; sin respiros ni concesiones, directo, ágil, excepcional. De ahí que adquiriese "El Levante" en cuanto salió, y aún otro título, "Lulu", cautivador y brillante, personal y certero. 

Luego están los libros publicados por amigos; son muchos los que me regalan o envían, también los que compro, y entre ellos me gustaría destacar sobre todo, “Angustia”, de José Ángel Barrueco, novela sobre la cual me extendí en esta entrada, y dos libros publicados en la editorial que editó mi última novela, Lupercalia; me refiero al libro de cuentos “Mi marido es un mueble”, de Esteban Gutiérrez Gómez, y a la crónica “Madrid-Cochabamba”, de Pablo Cerezal y Claudio Ferrufino-Coqueugniot.

Pero lo mejor del año ha llegado en el último tramo, con la lectura de “Las correcciones”, de Jonathan Franzen, una gran novela americana que extrapola el concepto de novela realista decimonónica a nuestros días para retratarnos la Norteamérica más profunda y contradictoria, y con una obra que se encuentra en sus antípodas, en el experimentalismo más puro, y que sigue la corriente de autores como Gaddis, me refiero a "El cuaderno perdido", de Evan Dara, ese escritor desconocido que aglutina en su seudónimo el avance de la narrativa hacia otros terrenos. Una obra compleja y difícil que precisa ser paladeada despacio, tan despacio como ha transcurrido este año 2015: intenso en lo personal y tranquilo en lo literario. 

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De EL VIENTO QUE AGITA LA CEBADA (blog del autor), 22/12/2015


Imagen: Durero, 1506

Sexo, roedores y fisgoneos

JUAN MANUEL VIAL

La hora más corta, de Francisco Díaz Klaassen, aborda la existencia algo monótona de una pareja de jóvenes chilenos innominados que viven en Midwood, un barrio de Brooklyn del que no se llega a saber demasiado, salvo que el nombre “viene del holandés y tiene que ver con los bosques que separaban Bushwick de la bahía”. El narrador es un tipo que va progresivamente sucumbiendo al sedentarismo y que, por lo general, permanece en su departamento, muchas veces espiando a la vecina del frente, mientras que su novia trabaja durante los horarios normales en un lugar no especificado.

El relato está articulado en episodios breves, desarrollados casi siempre en primera persona y en tiempo presente. No obstante, el fragmento que da inicio a la novela, y otros pocos que vendrán más adelante, todos ubicados en partes que al autor le parecieron estratégicas, se valen del uso del pasado, de la segunda persona y de pasajes fuera de la temporalidad del relato central, ello con el propósito de ir introduciendo en el contexto general una tragedia que, obviamente, involucra a los protagonistas.

La monotonía en la vida de los personajes se ve interrumpida por tres hechos bien descritos que cobran importancia en diferentes momentos de la trama: el fisgoneo a la vecina, las escenas sexuales entre el narrador y su mujer, y la irrupción de una rata en el departamento que ambos comparten. Exceptuando las trivialidades del día a día y algunas evocaciones mínimas a su pasado en Chile, es poco lo que le ocurre al protagonista. En consecuencia, la novela se lee de una sentada y está escrita con lo que cualquiera entendería por corrección literaria. Pero nada de esto es suficiente, ya que uno echa de menos algo trascendente, algo que recordar, o al menos masticar, una vez concluida la lectura. Ni siquiera la tragedia, trillada y enunciada en un instante inoportuno, logra el efecto anhelado: conmover y sorprender al lector.

Tal vez lo anterior se debe a que el narrador es un tipo bastante inconmovible. De él, por lo tanto, no cabe esperar otra cosa que un procedimiento mecanizado tendiente a resaltar el aspecto formal del relato (frío y demasiado calculado), concentración de esfuerzo que, lamentablemente, sacrifica la profundidad y renuncia al chispazo de belleza que provocaría alguna frase urdida con el material de lo impredecible. Además, la descripción pormenorizada de un acontecer pedestre -casi todos hemos leído u oído acerca de combates contra roedores en departamentos de Nueva York- ahoga cualquier posibilidad de que el lector simpatice con el que narra.

Tras el éxito que obtuvo Alejandro Zambra con sus primeras novelas (Bonsái se publicó hace 10 años; La vida privada de los árboles en 2007), surgieron varios escritores jóvenes -más jóvenes que Zambra, quiero decir- que pensaron que el minimalismo era una apuesta segura, sin considerar los enormes riesgos que tal opción conlleva. La hora más corta es un buen ejemplo de este tipo de imitaciones fallidas, en donde la correcta forma, es decir, el minimalismo a secas, sigue un patrón que inevitablemente desemboca en la más absoluta levedad.

En el caso de Díaz hay otro detalle formal que puede resultar elocuente. La novela se cierra con la siguiente información: Nueva York, 2012 – Itaca, 2014. El dato, además de presuntuoso, es a todas luces imprudente, ya que de inmediato uno se pregunta si Díaz realmente tardó dos años en escribir esto. Y luego, cómo no, vuelve a la memoria la advertencia que al respecto lanzó Edmund Wilson, el gran crítico estadounidense. Wilson, un tipo muy perspicaz, sostenía que en caso de que el novelista hubiese fracasado, lo último que querrá el lector, al llegar al final del libro, es que le recuerden al autor o la temporada que éste pasó adonde fuese.

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De LA TERCERA (Chile), 26/03/2016


Saturday, March 26, 2016

(De los bares del diablo)

NATACHA GONZÁLEZ

Eran las once de la mañana, el sol se había rendido. No llovía aún. Pero el cielo exponía sus intenciones sin tapujos. Anoche no pasé por casa. No estaba cansada, tenía ganas de andar. Paré en un bar, tomé varias copas. El de la barra me preguntó si quería algo más fuerte. Pensé en tequila. Me mostró varias pastillas. "Prueba alguna", no supe cual tomar. "La roja". Tragué con ayuda del vodka. Esperé. Nunca había tomado este tipo de droga. El hombre me hizo un gesto cómplice, moviendo su mano como indicando paciencia. Terminé la copa. Pedí otra. No sentía ningún cambio. Decidí marcharme, pero alguien me sujetó el brazo con fuerza. "¿Te vas?" Preguntó el tipo de la barra. Me solté violentamente. Volvió a sujetarme por el otro brazo, esta vez no pude intentar nada. Acercó su frente y la posó en la mía. Sus ojos desaparecieron del campo visual. Entre sus dientes una de aquellas pastillas. Esta era negra. Me agarró con más fuerza aún. Su boca se metió en la mía, sentí cómo su lengua atravesaba sin piedad mi garganta. Tomó la copa y me obligó a beber mientras reía a carcajadas. Un calor insoportable se apoderaba de mi cuerpo. Sentía como me ardían las entrañas. Arranqué toda la ropa de mi piel. Corrí hacia la salida, las carcajadas retumbaban en mi cerebro. Anduve durante mucho tiempo.
No hay nadie en la ciudad. Son más de las once, y el cielo insiste en ese negro cegador.

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De la serie Los bares del diablo

Imagen: Adriaen Brouwer, 1633



La herencia de Josip Broz Tito

RAMÓN LOBO

Apenas queda nada de Yugoslavia, el país que supo nadar entre dos mundos enfrentados durante la guerra fría. No queda Estado en cualquiera de sus manifestaciones ni idioma común. Aunque serbios, croatas y bosnios hablan la misma lengua se empeñan en afirmar que son diferentes. Sólo permanece la memoria de un tiempo mejor entre los más ancianos, que vinculan la figura de Josipa Broza Tita, como se dice en serbocroata, a la paz, a los viajes y a la libertad de usar vaqueros.

Hoy se cumplen 30 años de la muerte del hombre que gobernó durante 35 con puño más o menos de hierro un país con seis nacionalidades, varios idiomas y tres religiones inventado tras el hundimiento de los imperios. Diez años después de su muerte, su obra saltó por los aires devorada por los nacionalismos serbio y croata, y sobre todo por el odio acumulado y el miedo. Una historia compleja y dolorosa en manos de políticos irresponsables como Franjo Tudjman y Slobodan Milosevic provocó decenas de miles de muertos y heridos y millones de desplazados y refugiados.

Cuatro guerras Eslovenia y Croacia (1991), Bosnia-Herzegovina (1992-1995) y Kosovo (1999) borraron con sangre el legado de un hombre que más que un visionario o un estadista resultó ser un gran actor capaz de crearse una imagen en el telón de acero, otra en Occidente y una tercera en casa. Y sobrevivir a todas las contradicciones. Su país, en cambio, no sobrevivió a las suyas.

Odios latentes desde la Edad Media (esencial el libro de Ivo Andric, Un puente sobre el Drina, ahora traducido directamente del serbocroata) y, sobre todo, de la ocupación nazi (La piel, de Curzio Malaparte), fueron más fuertes que unos vínculos más propagandísticos que reales y eficaces.

Treinta años después del fallecimiento del mariscal Tito, su figura en los Balcanes se ha reducido a unos debates televisivos entre historiadores, una moderada titomanía en Sarajevo, símbolo de aquella unidad plurinacional y víctima de ese cuento, una página en Facebook titulada Por qué 30 años después de la muerte de Tito, Yugoslavia sigue viviendo en nosotros y un aumento significativo de las visitas turísticas a La Casa de las Flores, en Belgrado, donde está enterrado.

El mausoleo hasta hace unos años abandonado por una Serbia que considera a Tito el principal enemigo de su nacionalismo es una prueba de que los tiempos se mueven, aunque muy despacio. Ahora se muestra limpio y atractivo porque esa Serbia que trata de salir del túnel de las cuatro guerras balcánicas (empezó todas y las perdió) ha descubierto el turismo y el dinero, y a los turistas les atrae la figura de Tito, el gran actor, el hombre que supo guerrear como jefe de los partisanos contra los nazis y cautivar a los británicos por su antiestalinismo pero que no supo construir un país.

Yugoslavia ya no existe. Quedan las canciones de una época y algunas películas, miles de libros y una sensación colectiva de vértigo. Ahora todos miran a la Unión Europea (ya entró Eslovenia) como salida económica y política, un espacio mayor que diluya unas fronteras por las que se libraron tantas batallas. El puente sobre el Drina en Visegrado permanece como símbolo de un pasado que es parte del futuro.

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De EL PAÍS (España), 04/05/2010

Tertulia en la Guajira

ERNESTO McCAUSLAND

La tertulia tiene lugar en El Pájaro, un pueblo fantasmagórico situado sobre ese corredor solitario y ardiente que marca el encuentro del desierto guajiro con el mar Caribe. Entre los entusiastas conversadores —todos empleados de la planta de gas natural— hay un técnico riohachero, un ingeniero bogotano, dos ingenieros samarios, un operario barranquillero, un supervisor santandereano y dos celadores guajiros, ambos puros indígenas wayúu. Todos se han encontrado, y se han vuelto amigos de un momento a otro, por puras circunstancias profesionales. Pero aún con lo oscilantes que son sus temas de conversación, hay uno del cual no se habla: trabajo.

El riohachero, un moreno oscuro de casi dos metros de estatura, permanece de pie. Es el más callado de todos. Aunque no ha intervenido, ha seguido la conversación como un halcón a su presa. Le dicen en son de chanza que se siente para que no crezca más, pero se limita a esbozar en su rostro pétreo una sonrisa. De repente, el barranquillero toma una curva pronunciada en la ruta de la tertulia y pregunta por una famosa guerra de familias guajiras que tuvo lugar hace diez años en un pueblo marimbero de la sierra nevada de Santa Marta. Nadie parece saber nada, hasta que el hombre de dos metros rompe el silencio:

—Esa es una historia larga.
El maestro del suspenso acaba de desplegar el primer gran artificio de su repertorio. Les ha extendido a los presentes su caña de fino juglar. Su cometido se revela obvio para los amigos, pero todos se le abalanzan al anzuelo. «Cuéntala a ver», le dice uno de ellos. El hombre se resiste. Desea que le rueguen. No admite una convocatoria informal, acaso displicente. Requiere la ansiedad desbocada del auditorio y, desde luego, en seguida la recibe: están a punto de arrodillársele.

—Yo estaba ahí —es su introducción. Una apasionante película de la vida real comienza a rodar entonces ante la docena de ojos alucinados.

Un hombre de cuarenta años estaba limpiando su revólver. Un niño de diez se le acercó, apuntándolo con una pistola de juguete y diciéndole que iba a matarlo. Muerto de la risa, el hombre apuntó al niño con el revólver que estaba limpiando. «Primero te mato yo a ti», le dijo también en broma. Entonces el arma se le disparó. El narrador se arroja al suelo rojizo del desierto para presentar su vívida descripción de la caída del niño.

—Le dio en la mitad del corazón —dice desde el suelo.

Hay silencio en el grupo, mientras el riohachero se levanta del suelo con toda su calma guajira y se sacude la arena roja del pantalón.

«Quince años después, el hermano menor del muerto comienza al pregonar por el pueblo que va a vengarse —prosigue el relato— y los hijos del homicida accidental se enteraron». El mago de la historia describe la época. Estaban en plena bonanza de la marihuana. El pueblo era un infierno de camionetas, dólares, balas y mulas que bajaban de la sierra cargadas de Santa Marta Gold, la mejor marihuana del mundo.

Un domingo, el hermano del muerto parqueó su camioneta en la plaza y allí se sentó a beber whisky con su mejor amigo. Las puertas de la camioneta roja estaban abiertas. A través del potente equipo de sonido del vehículo sonaba un vallenato de los ídolos del momento, los hermanos Zuleta. Era «El trovador ambulante» —recuerda el narrador con convincente precisión. Los hijos del homicida, los mismos que habían decidido salirle al encuentro a la venganza, se acercaron entonces por detrás de la camioneta. Primero mataron al amigo. El vengador intentó entonces sacar su escopeta 12 de la parte de abajo del asiento. Demasiado tarde. El narrador se señala la frente y deja los ojos en blanco. No lo ha dicho, pero ha quedado claro: el tiro fue en toda la mitad. La escena, recreada con tanto detalle, con el vallenato y el entorno de pueblo de vaqueros, les produce escalofríos a los amigos, aun en medio de los cuarenta grados de aquel desierto agreste, frente a ese mar rugiente que parece encresparse con el calor de la historia.

El santandereano se ha confundido y le ha perdido el hilo al cuento. «¿En este momento van empatados?», pregunta. Con una calma de carpintero, que exaspera al resto, el narrador le resume la historia desde el principio, y remata diciéndole:

—Van dos a cero, para que entiendas. Se alborotó la sed de sangre, prosigue el narrador. Al asesino lo mandaron a esconderse en un pueblo del Magdalena.

—¿Cómo se llama ese pueblo con nombre de santo que queda a la orilla del río? —les pregunta a los interlocutores. Dos de ellos lanzan nombres de pueblos: «¡Cerro de San Antonio!…¡Santo Tomás!…». El relator niega con la cabeza. «No importa, continúa», le dice el sincelejano. El relator lo mira con una mezcla de rabia y compasión. El mensaje está claro: si no lo ayudan con el nombre del pueblo, jamás sabrán el desenlace. Todos comienzan entonces a disparar ráfagas de nombres de pueblos. Hasta uno sin nombre de santo es mencionado.

—Vea hermanito —le advierte el juglar—. Cuando yo le diga algo es porque así es.

El regaño deja petrificado al que cometió la osadía de dudar. Otro artificio narrativo: el juglar acaba de darle otra vuelta a la tuerca de la credibilidad. Por fin alguien dice el nombre del pueblo y al relator se le iluminan sus ojos de búho salvaje. Todos se ponen contentos. Se avecina el desenlace. Se ha hecho tarde. El mar ruge.

Los vengadores, —«los que van perdiendo dos a cero, para que entiendan»— localizaron el pueblo y llegaron armados con varios agentes del F-2. Uno de ellos —hermano menor de las dos víctimas— dijo que quería ejecutar la venganza con sus propias manos. Por tanto entró solo al pueblo. Minutos más tarde lo sacaron masacrado. Tres a cero. El bogotano ha entrado en una especie de trance alucinatorio y le suplica al narrador que no demore más el cuento. Los wayúus se ríen. El suspenso ha enloquecido al bogotano, que empieza a sudar a chorros. Pero el narrador le propina un tatequieto. «Hasta aquí llegó la cosa» anuncia. No hubo venganza. La familia que iba ganando tres a cero accedió a pagar los tres muertos.

—Treinta millones —dice el juglar, haciendo flotar tres dedos en el aire—. Yo estuve en la entrega.

El auditorio espontáneo lo contempla con admiración. Ha convertido la historia cualquiera en una apasionante película de la vida real, recreada en medio de aquel ámbito misterioso donde El Pájaro le entrega al mar las ruinas de su antiguo esplendor, cuando cargaban marihuana y encendían cigarrillos con billetes de cien dólares. Lo observan con sus tres dedos en el aire, enmudecidos, a merced de la hipnosis de la historia, sometidos al sortilegio de ese hombre que maneja con maestría los hilos secretos del relato. Al fondo, ya el sol guajiro ha emprendido su descenso, mientras el mar va enfureciéndose para darle la bienvenida a la noche.

—Es hora de comer —dice el supervisor.

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De PERIODISMO NARRATIVO EN LATINOAMÉRICA, 22/03/2016

Fotografía: Una comunidad wayuu

Sunday, March 20, 2016

Empezar a olvidar

PABLO CINGOLANI

La vida es más rápida que mi deseo de escribir, de escribirla. Tenía un blog. No tengo un blog hace años. Lo que si tengo son decenas de bitácoras: cuadernos y libretas que revientan de datos, nombres de seres humanos, bares, plantas, insectos, lugares, volcanes, hojas de ruta y de coca, mapas, mojones, fechas, poemas, circunstancias. Los papeles se apilan en mi biblioteca, agrietados por álbumes de fotos y por piedras –colecciono piedras y, más velocidad aún, cada piedra cuenta una historia, cada piedra me cuenta, recrudece y atiza una historia, pero que no escribo, no puedo escribir, porque una nueva piedra y una nueva historia corren delante de mí y me secuestran, arrojándome de nuevo al camino, al vacío de una nueva bitácora que empiezo a llenar: Copacabanita, Huachacalla, Chipaya, Sabaya, Coipasa. Al menos, anoté sus nombres. Ahora sé que ya puedo empezar a olvidarlos.

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Marzo, 2016

Fotografía: Tata Sabaya

Saturday, March 19, 2016

de Vallecas a Idomeni

PABLO CEREZAL

Que El Dorado no existe en sudamérica ya me quedó claro. Que en Europa tampoco existe debería comenzar a quedarnos claro a muchos. Y es que de Vallecas a Idomeni, hay sólo un paso. Hoy, miren ustedes por dónde, me ha salido un burdo relato:

SOMOS LEGIÓN

Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era comunista,
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata,
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista,
Cuando vinieron a llevarse a los judíos,
no protesté,
porque yo no era judío,
Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera protestar.
Bertolt Brecht



Piel oscura incendiada en hogueras de lágrima. El niño llora. Su mamá le abraza y llora, también, deseando no haber nacido este hijo. Una ventisca noviembre desgarra en latigazo la piel del pequeño, la de su madre. El padre abisma su tragedia en algún sótano, lejos de su prole, botas militares como único horizonte. Él también solloza, en silencio. Que no se regodeen, sus captores, más allá de los porrazos y puntapiés en que les hemos instruido como hiciese aquel Henry Lee Lucas con OttisToole, su tarado compinche asesino.

La mujer y el niño consumen callejas buscando el hospital más cercano. No está lejos, dos gitanos señalan el camino, ofrecen llevarlos en su furgoneta. Ella declina la invitación, terror en su tartamudeo. Gitanos: delincuentes peores incluso que ellos, inmigrantes. Eso aullan en televisión, los bufones a quienes asignamos puesto indefinido de tertuliano todoterreno. El pequeño, descalzo, esboza un graffiti de sangre en el pavimento de las calles. Sus zapatos los arrebató uno de nuestros esbirros, mientras golpeaba a aquel vecino que pretendía inmortalizar el instante con su teléfono móvil. La mamá tironea de su retoño, sollozando, desorbitadas las pupilas, fuera de órbita el entendimiento. Pánico, indefensión y esa imbécil pregunta: ¿por qué a mí?

Ya en el hospital, el muchacho a medias vestido, tiritando frío y espanto, los pies desollados, la madre copulando la histeria, un corazón defectuoso mordiendo su pecho. ¿Puede facilitarme la tarjeta? Ella gimotea ¿qué tarjeta? La de la Seguridad Social, señora. No tengo… la tiene mi marido, o estará en casa… ya no hay casa, el niño, mírele, por favor, ¡ayúdenos! Necesita la tarjeta, tenemos muchos accidentes de tráfico esta noche, y por lo que veo ustedes están bien. Sin tarjeta no podemos atenderles, salvo en caso de urgencia, lo siento.

Me asomo al espejo. Mi rostro es normal, corriente, afable incluso cuando sonrío, como el de aquel Wayne Gacy cuando vestía de payaso. Muchos dicen que mi rostro relata mi mediocridad, como decían de Gacy una vez entre rejas. Entonces era fácil reír. Pero ¿quién se reía, antes, de sus payasadas? De mí se ríen, en las redes sociales y en el sofá de casa. En algunas cadenas de televisión, también. Lo sé. Como el payaso que me creen, sé hacer reír a los niños. En público los abrazo, incluso beso y, aunque me repugna, sonrío. Como Gacy, hago mi pantomima. Pero mirad los pies ensangrentados del muchacho, su rostro espanto. ¿Os siguen haciendo gracia mis payasadas? 

El niño gimotea papáááá. Escucha, pequeño: la policía está propinando una buena tunda a tu papá. Por inmigrante, ilegal, vago, deudor y negro. Por su maldita sonrisa negra. Como la que ayer limpiaba tu rostro de oscuridad y lo engalanaba de ternura. Esa sonrisa debería haber quedado descosida en las concertinas con que defiendo mis fronteras. Así te hubieses ahorrado lo de hoy, y todo lo que vendrá a continuación. Porque esto es sólo el principio. Y a mí no me va a detener la policía. Es jauría que me debe obediencia. Reciben órdenes y salario de todo el séquito de acólitos que he logrado reunir durante estos años. Esto no es una secta fácilmente desarticulable y, aunque yo sea un líder fácilmente intercambiable, tras de mí hay otros muchos, bien adoctrinados, que no se derrumbarán ni confesarán culpabilidad como hicieran los discípulos de aquel Charles Manson. Charles es nombre muy común en los Estados Unidos. Como Ted. Sí, pienso en aquel Ted Bundy que se hacía pasar por policía, periodista o político –gente respetable- para perpetrar sus crímenes. Yo no necesito disfrazarme ni camuflar a los míos, pero también tengo un nombre muy común. Aunque el nombre es lo de menos, es intercambiable, al fin y al cabo somos legión.

Payaso, mediocre, títere y todo lo que se os antoje. Pero ya llegué a la casa que pagáis con el rendimiento de vuestro trabajo esclavo, y enciendo un puro habano a la par que la televisión.

Hoy, en Villa de Vallecas, una familia de inmigrantes senegaleses ha sido desahuciada. Algunos vecinos han sido detenidos en virtud de la nueva ley que impide manifestarse contra los desahucios. El padre de la familia ha pasado a dependencias policiales por la violencia que ha opuesto durante el desalojo. Pequeños grupos de radicales han lanzado objetos a los agentes de la autoridad. Las sirenas policiales, hoy, son la banda sonora en este barrio madrileño. 

Sonrío y apago la televisión. He de preparar el discurso que mañana ofrendaré a mis adláteres, en el Consejo de Ministros de la Unión Europea. Haré pública mi renuncia a las ingratas expulsiones masivas de inmigrantes con derecho de asilo… faltaría más.



Pero… Idomeni, Grecia, cuna de esta civilizada civilización que debemos defender a capa y espada. Porque una democracia es demócrata, y yo soy muy demócrata. Como aquel Adolf Hitler, que sólo deseaba lo mejor para su pueblo. He de meditar acerca de todo esto. Al fin y al cabo sólo deseo lo mejor para mi pueblo, y… somos legión.

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De VISLUMBRES DE EL DORADO (blog del autor), 19/03/2016


Fotografía: Pablo Cerezal (Tailandia)

Arms and the Man

RICHARD FORD

Many of my fellow Americans hold in their minds complicatedly divergent views about guns — about guns’ large presence in our culture, about Americans’ right to own and carry guns, about guns’ generative relationship to violent crime, about guns’ responsibility for the deaths of children in mass killings, about accidental occurrences and suicides, and about what it all says about us that we have so many guns but can’t seem to exercise sane control over their use and misuse.

This is not to say that many, many good Americans don’t believe guns are abhorrent and wouldn’t abolish them one and all from our land. And it’s not to say that the National Rifle Association isn’t a domestic terrorist organisation that tacitly supports the killing of children more than it supports reasoned gun legislation. And it’s not to say I think that by writing this now anything about guns-in-America will get better, or that our minds and hearts will soon become less confounded by these matters. As an owner of several guns, I, as much as anyone, hold some of these divergent views. Therefore, what I say here is meant only to lay some certain matters bare, not to advocate whether gun-ownership is good or bad. If I end up defending a point of view or seeking to justify myself, I hope I’ll be responsible enough to own up.

For starters, I don’t care to delve deeply into the matter of whether we Americans do or don’t have a constitutional right to bear arms. In my personal view, different from the late Justice Scalia’s “originalist” view of our constitution, even if our founders didintend there to be a right to hold and bear arms — in 1791 — now is a different world, requiring different, less violent legal strategies to keep the peace. And yet. A right to own guns has been observed by the US Supreme Court, and for the moment is a matter of settled law. Guns of all sorts are mostly legal in the US, whether anyone likes it or not.

For myself — again, a gun owner — I think there is some merit to the rightwing maxim that says “when guns are outlawed, only outlaws will have guns”. Every culture’s origin myth has in its annals many diorama-like, near-archetypal human situations held to be predictive and true, the violation or ignoring of which threatens the culture’s integrity. In much of America, one bit of this primal-ness depicts some completely innocent person being accosted in a darkened back alley by one or more very bad people bent on mayhem, and for the good and innocent party being fully able to defend him (or her) self. Often with a gun. Thinking about the matter again personally, the question arises that if my or my dearest one’s life should be put in harm’s way by just such an evildoer, would I like to have a gun with which to defend her? And me? I think I would.

And yet, in precisely such a hazardous confrontation — in New Orleans, on a dark street near my house one Sunday night 10 years ago — I was not armed when a teenage boy pointed a pistol at my wife and me at close range and specifically threatened to kill us. Had I been armed — and I’ve had the chance to think on this many times, since he didn’t shoot us — the poor kid was so inept at his robbery chops, that I’d have shot him dead as a mackerel. Which would’ve ended his young life at age 16, and ruined mine at 62. For that reason, no matter what other qualifying things I say here, I believe it’s far better that I didn’t have a gun that night and that I didn’t shoot that kid — although I unquestionably would have. Of course, it’s only dumb luck that the little bastard didn’t shoot us.

Carrying a pistol on your person — which the lad in New Orleans was doing that night — isn’t the same as wearing a hat or not wearing a hat. Ask a cop. When my wife was in public office in New Orleans in the mid-1990s, it was at a time of greatly increased drug crime and gun violence in our French Quarter neighbourhood. Our house was frequently broken into. My wife was robbed at gunpoint in our garage. A man pulled a pistol on me in the street. Tourists were often mugged and occasionally murdered near where we lived. I became alarmed for my wife’s safety, since she was often away from our house attending public meetings at night — doing her job. Admittedly, we could’ve moved away, but we felt compelled to stay. We liked our house, our neighbours. I therefore suggested to my wife that she obtain from the police a permit to carry a concealed weapon — the famous “concealed-carry” — thus to arm herself for protection. She, like me, is a lifetime quail and pheasant shooter, is a quite good shot, and knows about guns and gun safety. This, afterwards, she subsequently and legally did. So that for a time, when she was out alone at night, she carried a .38 calibre 5-shot Smith & Wesson Chief’s Special in her jacket pocket. In deference to my own perceived susceptibility to becoming a victim, I did the same. Many people we knew, people of all races and persuasions and orientations, did. I’m sure they’re still doing it.

But what my wife and I came very quickly to experience was a complex download of empirical and unexpected human data. For one thing, when you’re carrying a loaded pistol — in your pocket, in a holster, or stuck under the belt of your trousers — you’re never not thinking about it. Hats really are different. Carried on one’s person, a gun is preoccupying and foreign. It’s heavy. It can alter your gait. It interferes with your consciousness of your self. You’re now dangerous. Plus, as an appendage added on to who you are as you go into your day, a gun causes its bearer to see the world differently. A well-lit city sidewalk full of innocent pedestrians becomes a scene — a human grouping one of whose constituents you might need to shoot. Something good in your self is, by this means, sacrificed. And more. In a sudden, unwieldy hauling-out of your piece, or just by having your piece in your pocket, you can fumble around and shoot yourself, as often happens and isn’t at all funny. Or you might shoot some little girl on a porch across the street or two streets away, or five streets away. Lots and lots of untoward things can happen when you’re legally carrying a concealed firearm. One or two of them might turn out to be beneficial — to you. But a majority are beneficial to neither man nor beast. Boats are said, by less nautical types, always to be seeking a place to sink. Guns — no matter who has them — are always seeking an opportunity to go off. Anybody who says different is a fool or a liar or both.

Ultimately, and after not much time, we quit carrying a gun. It was simply too dangerous — and too stupid.

America is getting nuttier and nuttier. Every election cycle I notice how less governable it seems. Now the thuggish Donald Trump or the gargoyle-ish Ted Cruz may be our next president. What’s that about? Congress basically doesn’t work any more. Hundreds of our citizens were killed or wounded in mass shootings last year. Thanks to President Barack Obama and a lot of other right-thinking people, relations between blacks and white Americans (frictive, violent and unjust for centuries) are now prominently and more accurately in our view, and are improving. But white, undereducated men (the core group of handgun owners in our country), are living less long, are suffering increased alcoholism, drug abuse and stress. Black Americans know this experience very well in their own history. These white men don’t feel they’re keeping up with either their parents’ generation or with the people they normally compare themselves to (often African-Americans). Nine per cent of these men are unemployed. They’re cynical — with some reason — about their government. They feel too many things in the country aren’t going their way, and that they can’t control their lives. They fear change. Yet they sense the change they fear may have already occurred. Crime and gun violence are actually down in the US. But gun ownership is up. The NRA would say the latter statistic occasions the former. Me . . . I just say it feels dangerous over here.

I don’t cite these facts to engender undue sympathy for any particular American demographic slice. I personally do have some empathy for these white men, as well as for black teenagers mercilessly murdered by white police officers. And for lots of other people, too. I’m a novelist. Empathy is kinda my job. My version of liberty in the American republic is consonant with the view held by the cunningly named US appellate judge Learned Hand; which is, that the spirit of liberty is that spirit which is not too sure it’s right. What I feel, though, is what many Americans feel now — people I agree with and people I decidedly don’t — namely, we sense we’re approaching a tipping point in our liberties, a point at which good is being intolerably held hostage by not good, a point we need to back away from while we still can.

Not long ago I was invited to deliver a (for me) highly paid lecture at Texas A&M University, in the south of the US. I gladly agreed. I make a bit of a living doing such things. But at almost the same time — it was this winter — news media in the US reported that the state legislature in Texas had just ratified a statute permitting students above the age of 21 to carry concealed firearms on to campuses in all Texas public universities, venues that included both college classrooms and public meeting spaces. My lecture about writing novels would conceivably be attended by young people with loaded guns under their letter jackets or squeezed into the waist band of their yoga tights. I needed to give this some thought.

Of course the whack-jobs in the Texas legislature believed they were just “protecting against” mass shootings of the sort that at least seem, inordinately, to occur on college greens nowadays. The model for this bold assumption is that if everybody could come to school locked and loaded, then the outlaws wouldn’t stand a snowball’s chance in hell of massacring a lot of people. As a theory, it has a certain blunt logic, especially for people who fantasise infantile, action-figure scenarios as their primary thinking uplink.

But, I thought: how often do these mass campus shootings actually happen? And how congenial is an armed student body to the larger aims of a great multiversity? If at least one goal of a university is providing a haven in which to learn, what about the need to keep unarmed students safe from their armed classmates — who might not be so expert in the use of firearms? What about the university’s goal of free and unfettered inquiry? Of critical thinking? Of agreeing to disagree without prejudice? What could be more of a fetter than a snarling, armed, possibly half-drunk frat-boy, sitting next to you in your Problems in Democracy class, who doesn’t like what he’s hearing about General Beauregard and the civil war, and suddenly needs to express himself more vividly? Is this armed guy the problem or the solution to the problem? And what about poor college professors (one of whom I am)? What about their work conditions, their level of stress? Their freedom? And the janitors and the secretaries and the co-eds enjoying their barbecue out on the college lawn, who find themselves in the line of fire emanating from the lecture hall because li’l Johnny-from-Lubbock just couldn’t stand this crap another minute and happens to have the lethal and legal means to put a stop to it? What are we encouraging here? What in the world? Somebody needs to mess with Texas. Give it a brain transplant. It isn’t good to have students with guns on college campuses. I own guns. I know. Regretfully I wrote a note to A & M’s president declining to be his guest — I hope, without prejudice to myself.

The reason it’s so hard to get a straight line on Americans’ attitude toward guns — and on ourselves — is not just that we Americans don’t do a lot of issue-related thinking over here. It’s also because we’re accustomed to deluding ourselves and to neither hearing nor telling the truth about many of our more important motives and interests. Probably those cultural and national myths I mentioned are also required to contain a large amount of untruth to remain serviceable. In the US we’re accustomed to believing we’re “exceptional;” that our battered democracy should be a model for all other cultures; that invading Iraq twice was a necessary and good idea for the Iraqis; that President Obama has sold the country down the river simply by providing healthcare for vast numbers of our citizens. There are a lot of these “truths”. These are just some of the less zany ones.

About guns, the real truth’s even harder to sort out. The NRA argues it’s best to arm everybody, including infants, because Americans are always in jeopardy of having our rights and weapons taken away, Charles II-style, so we need guns to defend ourselves — a cause proclaimed and proclaimed and proclaimed with the force of moral self-evidence. The idealised rationale for this argument would seem to be that in a humane world there’d be no need for firearms at all. Only ours isn’t that way so we need to have plenty of firepower to force people to be nice — Donald Trump’s favourite word.

What I sense, however, to be guiltily underlying this claim for moral high-ground about owning guns is something more penile than humanistic. Gun ownership and the intransigence with which it’s defended and promoted in the US is just one more guise for a grab at political power. A dubious belief that many American liberals hold about the NRA is that many, perhaps most, NRA members are far more moderate than the organisation’s public pronouncements make it seem. Why, liberals wonder, don’t the forces of good just wrest control from the loonies? Better angels are once again puzzlingly letting themselves be held hostage. Why don’t these NRA moderates just do what’s right? It’s another of those fuzzy truths we semi-believe and console ourselves with, and which render us strangely but self-satisfyingly passive — and complicitous.

Americans don’t have saner gun laws because most Americans, including those citizens who puzzle over better angels, don’t want saner gun laws. If we wanted them enough we’d have them — like healthcare and rural electrification. There’s something about disarming ourselves that must just make us feel naked and impotent and in jeopardy of we know not what. That’s part of our origin myth, too.

Me, I’m for saner gun laws. I’ve voted for saner gun laws and will do it again. If guns were banned in the US, I’d give mine up and worry about outlaws on a case-by-case basis. When some crazy fool walks into a public school and shoots down a bunch of innocent children, how I feel is trapped in my own country, like a man going down on a torpedoed ship. But when I try to think about what I can personally do to put a stop to this lunacy, my first thought is to take a pistol and shoot whoever’s responsible for making such travesties acceptable. Show them the terrible error of their ways in terrible terms they will understand. I probably won’t do that. But I think you can see our problem now.

Richard Ford is a Pulitzer Prize novelist and Mellon Professor in the Humanities at Columbia University in New York City
Photographs: Getty Images; Alastair Casey

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De FINANCIAL TIMES, 19-20/03/2016








American visa

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

La otra noche estuve viendo American Visa (2005), una película del boliviano Juan Carlos Valdivia que me gustó mucho: la furia por huir de Bolivia, por conseguir una vida para emigrar a Estados Unidos, a Europa, a dónde sea, pero emigrar: el origen de las remesas que junto al narcotráfico y el contrabando son una de las fuentes de ingresos bolivianas, y de los exilios voluntarios –como el de Claudio Ferrufino-Coqueugniot– y de la no vuelta atrás, porque hay viajes que no la tienen, aunque de manera paradójica parezca que terminan en la puerta de casa: conducen a vivir en otra parte.

Hacía tiempo que quería ver esa película porque está basada en una novela de Juan de Recacoechea, que para mí es especial por ser la primera novela boliviana que compré y leí, en junio de 2004, en un cuartucho de un alojamiento de la Sagárnaga. Un cuartucho ciego, bajo un palomar lleno de palomas que zureaban y expandían un poderoso olor a mierda, en el que acabé atrincherándome. Me impresionó la novela porque veía historias que me acababan de contar sus protagonistas –ese hacer lo que sea con tal de conseguir plata, una visa, algo–, y reconocía escenarios que acababa de conocer, como los patios de venta de oro protegidos por matones armados, al que acudían pirquineros con sus pepas. La lectura pudo acabar tan mal como en parte acaba la novela del Reca, pero esta es otra historia... acabé viajando a Riberalta, pasando por el Lobo de los soldados israelís (mala sombras), sentándome en alguna barbería cerca de la plaza Murillo... pero eso fue en otros viajes.

Ahora confieso que si compré la novela fue por el apellido del autor, descendiente de navarros, de aquí al lado de donde ahora escribo, lo que antes se llamaba la Montaña. Con Juan, el Reca, amigo y pariente de amigos comunes, pasé una tarde gloriosa en el Alexander de El Prado escuchándole historias paceñas y no paceñas (y alteñas), porque es un narrador extraordinario que no hay rincón oscuro que no conozca, lo que con sorna infinita llama el arquitecto Juan Carlos Calderón cuando le cuento: «tus callejones». Recacoechea hace novelas que de policiacas tienen la trama, pero en las que bullen otros asuntos, de su época siempre, el narcotráfico, la emigración, el expolio artístico boliviano.

En Toda la noche la sangre por ejemplo trata del asesinato del jesuita Luis Espinal Camps en 1981 cuya autoría hay que atribuir a los paramilitares de Klaus Barbie y García Meza, sobre cuya pista española andaba hace unos años, y fue el motivo de nuestro encuentro: la muerte del infame Mosca Monroy jugando a la ruleta rusa. Y no solo eso, sino que Recacoechea aporta una visión que otros escritores desdeñan y pienso en la picaresca, en lo grotesco urbano, lo tragicómico... A mí me gusta mucho esa novela porque es la ciudad de La Paz casi su verdadera protagonista y más concretamente el barrio del Rosario que conoce palmo a palmo en sus interiores laberínticos... Es lo mínimo que le puedes pedir a un novelista, que no te de gato por liebre, salvo que su viaje sea imaginario.

Me emocionó ver corretear a uno de los personajes de la película por el laberinto del Pasaje Kuljis, el de Las Cabecitas, los billares, los gatos, los maleantes, por el que anduve con Ricardo García Camacho, o algunos callejones del Rosario, o las casetas azules de los yatiris y amautas –mamautas en burla irreverente y genial de Edgar Arandia, pintor y escritor– de la ciudad de El Alto, los que echan la suerte en la hoja de coca, conjuran lo inconjurable, ensalman... «Cuando no tienes dinero para un neurocirujano...», me decía hace siete años Pavel, mi primer guía por aquellos andurriales, por donde los puteros, las peleas de perros y los muertos vivos.

¿Visión turística la mía? Sí, puede, y qué importa. Me revientan los amos de la visión correcta de las ciudades y de las cosas, los que están en posesión de la Cifra, siempre indescifrable, salvo para su cotarro impenetrable. A algunos de estos los he padecido en Bolivia, ferozmente antiespañoles, pero lambiscones y chupamedias de la Embajada española a la caza de cócteles, jaripeos, dádivas y canonjías tan jugosas como opacas: bellacos que, encima, quieren darte lecciones.

Intenté hace unos años facilitar la publicación de la obra de Recacoechea en España, al alcance mis posibilidades. American visa no se pudo publicar porque Juan tuvo un choque de trenes con el editor, nacionalista vasco radical, algo que él, que estudió en el Ramiro de Maeztu del Madrid de los cincuenta, no es. Vida intensa la de Juan: París no era una fiesta, buen libro.

La obra de Recacoechea tiene en Bolivia una acogida singular. Me gusta un cafetín que hay cerca del edificio universitario de Villanueva, en la Goitia, porque se llama Inbidia, que es uno de los criterios más seguros y comunes de juicio literario y estético que he visto en Bolivia, aunque me temo que ese criterio deconstructivo de ganas no conoce fronteras: al Reca, como escritor, le perdonan la vida, y no le llegan, carajo, no le llegan, cuando menos en su terreno.

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De VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 19/03/2016