Monday, June 27, 2011
Introducción a Usagi Yojimbo, Book 4 (The Dragon Bellow Conspiracy)
Alejandro Jodorowsky
When Unamuno, the famous Spanish philosopher and professor of English literature, was on his deathbed, he asked his friends, "Has the time come?" "Yes," they told him. "Are you certain that I am about to die?" "Alas, yes!" "In that case," said Unamuno, "I am going to utter my final words, which will double as a confession: I never could stand Shakespeare!" And with that, he expired.
When I am on the verge of passing into the next world, I think I may confess, with much the same vigor as the late philosopher: "I never could stand Walt Disney!"
And that is the simple truth. Even as a little boy of six or seven, I used to take fiendish delight in incinerating any Mickey Mouse comic that happened to fall into my hands. This hatred later expanded to encompass all anthropomorphic cartoon creations: I could never countenance comic books in which innocent animals had been compelled to adopt the loathsome trappings of Man.
Yet every rule has its exception. One day, in a small Parisian bookstore, my son Adam, eight years old at the time, asked me to buy him the English-language edition of Book One of The Adventures of Usagi Yojimbo by Stan Sakai. I did so only with great reluctance; but when the boy later asked me to translate the volume into French for him, I was so taken by the intrepid rabbit that I became a devout admirer. And now Adam and I spend week after week awaiting, with the impatience of junkies, the arrival of each precious new issue; when it comes, we lock ourselves away to read and discuss it.
As far as I'm concerned, Stan Sakai, despite his youth, is a master. Page by page, he is reviving a noble tradition that has gradually been vanishing from contemporary Japan. His drawing style is simple - not artless, but unadorned. He uses the fewest lines with the most efficiency: there is no trickery here, no straining for effect. When he develops and resolves a scene in two or three panels, he displays a director's awareness of cinematic technique. His delineation of costumes and backgrounds is impeccable, and his stories - ah, his stories! - are like a breath of fresh air. Many is the time they've helped me cope with the bitter and arduous task of surviving this modern age.
The passage of years has changed me, both physically and spiritually. But the child I one was remains within me, luminous and unaltered, peering through my moribund adult eyes. That is how I see Stan: as someone who remains loyal to his own marvelous childhood; loyal to the code of the Bushido; loyal to the fanatical energy of those soulless creatures, the ronin; loyal to Kurosawa, to Zatoichi, to Toshiro Mifune, to Miyamoto Musashi, to Lone Wolf, to the Genji, to the Heike...
Rendered with a grace that verges on the miraculous, Usagi Yojimbo is a delicate echo of a Japan that is vanishing forever. The samurai are riding the train of progress; they have donned suits and ties and become businessmen. The only vestiges of that medieval nobility, of the lore of the warrior and the peasant, can be found on these pages, with their half-human creatures, whose capacity for spiritual greatness is equaled only by their capacity for evil.
In Usagi Yojimbo I have found anew the warrior of the soul I so admired as a child - the one Walt Disney once tried to rob from me with his saccharine, stuttering beasts.
I salute you, Stan, and I thank you for bestowing upon us a truly worthy hero!
Publicado en el libro 4 de Usagi Yojimbo, 1990
Imagen: Dibujo del Ronin Usagi
Tuesday, June 21, 2011
Hombres de a caballo
Aunque para muchos no lo parezca a primera vista, el cine argentino ha dado pocas pero grandes películas que pueden considerarse westerns. Con la notable adaptación que Fernando Spiner hizo del relato Aballay, escrito por Antonio Di Benedetto en la cárcel durante la última dictadura, puede contarse una más entre las mejores. Y para celebrarlo, Alfredo García la recorre: desde la mítica Pampa bárbara y su remake europea, pasando por la superproducción de La guerra gaucha, una adaptación de Una excursión a los indios ranqueles, la desconocida El último perro y las exóticas incursiones norteamericanas en la Pampa, hasta el Juan Moreira de la primavera camporista.
Por Alfredo Garcia
Alguna vez Leonardo Favio explicó que Rodolfo Bebán había sido “la mejor arcilla que tuvo en sus manos” y que parte de su éxito para la composición del Juan Moreira habían sido su fuente de inspiración: Toshiro Mifune en las películas de samurais de Akira Kurosawa.
Dado que los samurais de Kurosawa estaban inspirados en el cine occidental, especialmente los westerns de John Ford, está claro que hay algo universal en este tipo de historias de a caballo.
Obviamente hay muchas maneras de encarar una película de gauchos sin que tenga mucha afinidad con el western, algo claro en adaptaciones de clásicos de la literatura gauchesca como el Martín Fierro que filmó Torre Nilsson, o el Don Segundo Sombra de Manuel Antín.
En cambio en Aballay, el hombre sin miedo, el director Fernando Spiner enfiló directamente hacia el western y el cine de acción, como queda claro al principio del film en una formidable secuencia de asalto a una diligencia por una banda de gauchos matreros. No sólo en esta violenta secuencia, sino por ejemplo en el uso del impactante paisaje de la provincia de Tucumán, Spiner se esfuerza por elaborar visualmente el cuento original de Antonio Di Benedetto en clave épica, logrando un western gaucho con todas las de la ley.
Justamente antes del inminente estreno de Aballay, el cuento –que fue escrito por Di Benedetto en cautiverio, durante la última dictadura– se ha vuelto a publicar en un libro que además incluye el guión del film, un cómic y algunos apuntes del director sobre sus fuentes de inspiración, es decir los westerns gauchos. “Hay coincidencias geográficas y sociales entre la vida rural del oeste norteamericano y la pampa sudamericana”, escribe Spiner. “Las grandes extensiones no conquistadas, los hombres que viven a caballo y la ley ausente, que deja lugar al culto de las armas y la pelea.” La historia de Aballay es la del gaucho matrero (interpretado en la película por Pablo Cedrón), que tras asesinar a un hombre a sangre fría –en la citada secuencia de la diligencia–, y atormentado por los ojos del hijo de su víctima (Nazareno Casero), que lo presenció todo, decide pasar el resto de su vida en penitencia. Y no cualquier tipo de penitencia, sino la que practicaban los monjes estilitas en la Edad Media, que se subían a una columna para no volver a bajarse nunca más en sus vidas. Sólo que Aballay cambia la pila de piedra por el caballo.
Spiner señala como referencias el film mudo Nobleza gaucha (uno de los primeros éxitos del cine argentino hacia 1915), y por supuesto Pampa bárbara, de Lucas Demare y Hugo Fregonese, y el Juan Moreira de Favio. Con justa razón, Spiner le da mucha importancia a Pampa bárbara, y escribe su admiración por Fregonese, contando su curiosa relación con la sobrina del director argentino que filmó la mayor parte de su obra en Hollywood y Europa, incluyendo un porcentaje importante de films de acción, aventuras y obviamente westerns, entre ellos una remake internacional del clásico que codirigió con Demare, Savage Pampas (conocida en la Argentina como Pampa salvaje), que protagonizó Robert Taylor a mediados de la década del ‘60.
Hay una historia curiosa que es sumamente interesante: la de la amistad de Spiner con la dueña de la casa que alquilaba en el Tigre, nada menos que la sobrina del por entonces recientemente fallecido Hugo Fregonese, quien había habitado ese mismo lugar. Para un cineasta con aspiraciones de filmar un western, nada mejor que dar con objetos fetiches que se encontraban allí, como el guión original de Pampa bárbara, o el poncho que el director usó durante el rodaje de aquélla, su primera película.
Por supuesto que hay más referentes del western gaucho previos a Pampa bárbara, algunos más pintorescos que otra cosa. Poco probable que se pueda pensar la primitiva Nobleza gaucha como un western, especialmente cuando por esos tiempos el género no estaba demasiado definido. Ya hacia fines del período mudo, Douglas Fairbanks, habiendo agotado varios estereotipos de aventureros exóticos, protagonizó junto a Lupe Vélez la extraña The Gaucho (El gaucho, 1927). una curiosidad dirigida por F. Richard Jones sobre argumento del propio súper-astro hollywoodense, que más que por las pampas andaba a caballo en medio de los Andes sin que el asunto se propusiera nunca adoptar el clima épico que caracteriza al western (Rodolfo Valentino ya había aparecido como una especie de gaucho de las pampas en el drama de Rex Ingram Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis).
Viviendo en la Argentina, en 1937 Mario Soffici filmó Viento Norte, una obra maestra gauchesca que por momentos tiene afinidades con el western, al menos en climas y tensión, aunque no en acción, ya que esta historia inspirada en Una excursión a los indios ranqueles funciona como una especie de variación criolla de El desierto de los tártaros de Dino Buzzati, donde dentro de un fortín la tropa espera angustiosamente el ataque de un malón que nunca llega.
En 1942, Lucas Demare filmó una superproducción sin precedentes, el gran clásico del cine argentino La guerra gaucha, un film de Artistas Argentinos Asociados (es decir Demare, su asistente Fregonese, los actores Enrique Muiño, Angel Magaña y Francisco Petrone, los escritores Homero Manzi y Ulises Petit de Murat, entre otros) en el que se lanzaron a rodar en exteriores un relato épico con mucho del estilo de los westerns de los grandes directores norteamericanos, sobre todo en las escenas de acción que superaban todo lo conocido entre nosotros (eso sí, intercalados con algunas arengas patrióticas y pinceladas billikenescas un poco excesivas). Dada la trama relativa a la lucha por la independencia, no se puede decir que La guerra gaucha sea un equivalente criollo del western, pero sí que en varias secuencias se la puede asimilar con el género, y por otra parte es la primera parte de una especie de trilogía gauchesca que Demare continuaría más definidamente hacia el western gaucho, Pampa bárbara y la recientemente restaurada con sus sorprendentes colores originales, El último perro.
En 1945, Pampa bárbara apareció no sólo como un western gaucho hecho y derecho, con toda la acción, violencia y crudeza que se espera del género, sino que además ofrecía una inteligente y genuina adaptación argentina de la relación entre los personajes y el paisaje. Ya sin estar atados a un texto histórico como el de Leopoldo Lugones en La guerra gaucha, Manzi y Petit de Murat partieron de un dato real, un decreto de Juan Manuel de Rosas sobre la necesidad de mantener las tropas en los fortines, e idearon una trama notablemente adulta sobre una misión consistente en arriar más o menos de prepo a toda pollera que se cruce y acercarla a la frontera, ofreciendo una visión antiheroica (nada patriotera ni chauvinista) de la Argentina del siglo XIX.
Luego de años trabajando como asistente de Demare, Fregonese se hizo cargo de filmar las escenas de acción, por lo que recibió su crédito de codirector. Crédito más que merecido, ya que las escenas en cuestión son antológicas, con imágenes imborrables como la de Francisco Petrone sosteniendo la cabeza decapitada de su enemigo indio. Tanto argumental como visualmente, Pampa bárbara no sólo tiene una identidad propia como épica criolla, sino que en su carácter de western se adelanta a los ejemplos del género que vendrían más de una década después en los Estados Unidos.
De hecho, hay un western de 1951 dirigido por el talentoso William Wellman, Westward the Women (Caravana de mujeres), increíblemente basado en una idea original de Frank Capra, que básicamente parte de la misma premisa, con Robert Taylor arriando chicas en medio del salvaje oeste. La coincidencia se vuelve más extraña si se tiene presente que justamente Robert Taylor protagonizó la remake europea de Pampa bárbara, es decir Savage Pampas (1966) de Hugo Fregonese, que obviamente respetaba el planteo argumental de llevarle chinas al gauchaje de la frontera (en la nueva versión había un elemento político contestatario típicamente sixties insertado un poco a la fuerza a través del personaje de Ty Hardin, una especie de anarquista). Aun sin verla en el formato de pantalla súper-ancha con el que fue concebida, la remake de Fregonese no está nada mal, aunque por distintos motivos, empezando por la autenticidad, no se la puede comparar con la original. Antes de filmar Sauvage Pampas en tierras andaluzas, Fregonese dirigió excelentes películas para varios estudios hollywoodenses, incluyendo sólidos westerns como Apache Drums (Tambores apaches) y un inclasificable y muy recomendable film de culto, que tiene algo de western Latinoamericano: Blowing Wild (Viento Salvaje, 1953), con un triángulo amoroso de lujo, Gary Cooper, Barbara Stanwyck y Anthony Quinn enfrentados entre sí y a bandidos de a caballo en medio de catástrofes petroleras.
Ya que recorremos caminos hollywoodenses, no podemos dejar de referirnos a The Way of a Gaucho (El camino del gaucho, 1952), primera superproducción de un estudio como la Fox en la Argentina, con Rory Calhoun convertido en el gaucho Martin enamorando a su china Gene Tierney. La película de Jaques Tourneur se pasa de vez en cuando en el Malba en una copia en 16mm que exhibe diálogos imperdibles tipo “He’s a fool, but he’s very gaucho!” (“Es un tonto, ¡pero es muy gaucho!”). Este gaucho angloparlante tiene grandes momentos, filmados como solo sabía hacerlo el director de Cat People, con una hermosa fotografía en colores, aunque en realidad como western no deja de ser un poco demasiado apacible.
Volviendo otra vez a nuestras pampas, la trilogía gaucha de Demare también culmina en colores con la ya citada El último perro (1956), uno de los mejores –y lamentablemente no tan conocidos– exponentes del género, con Hugo del Carril protagonizando una historia terriblemente intensa y dramática sobre la desolación en la que vivían los habitantes de las postas en medio de la pampa, dependiendo de la llegada de las diligencias y exponiéndose a todo tipo de peligros. El desenlace con Hugo del Carril preparando una trampa de fuego tiene un nivel plástico que lo convierte en uno de los mejores films nacionales de todos los tiempos.
Ya en los ‘70, Juan Moreira (1972) es otra cosa, porque es difícil incluir a un autor como Leonardo Favio dentro de un género, pero sin embargo hay elementos suficientes para incluir este film en la corriente de western gauchesco, con toques estilísticos que lo asemejan al eurowestern tan popular entonces, sin dejar de mencionar la lectura política que podía tener la película en su contexto de la Argentina de los ‘70, con ese “vago y mal entretenido que a veces usa barba” convertido en una especie de Jesse James o Billy the Kid perfecto para los tiempos en los que Cámpora llegaba al gobierno y Perón al poder.
Otro gran western gaucho setentista con idiosincrasia propia es Furia infernal, de Armando Bo, con la Coca Sarli en manos de un estanciero despiadado. Había elementos gauchescos en otros films de Bo, como la excelente Sabaleros (1959), pero Furia infernal es un western con todas las letras, y en manos del director de Carne, el género explota en sexo y esta vez sobre todo en violencia como nunca se vio en nuestras pampas.
Uno podría preguntarse si todos estos ejemplos de films gauchos tuvieron su afinidad con el western por voluntad de sus realizadores, o simplemente los personajes, sus acciones y el paisaje llevaron a ese camino. En Aballay, en cambio, no hay duda alguna: Fernando Spiner se propuso hacer un western gaucho y de paso aportó algo nuevo al gauchaje, yendo a Tucumán a buscar paisajes alucinantes que envidiarían John Ford o Sergio Leone, para romper, además, con el estereotipo del gaucho de las pampas al agregar este toque norteño.
Publicado en Página 12 (Argentina), 20/06/11
Imaben 1: Aballay, el hombre sin miedo/de Fernando Spiner
Imagen 2: La guerra gaucha/de Lucas Demare
Friday, June 17, 2011
EL ARTE DE LA TRAVESURA/BAÚL DE MAGO
Roberto Burgos Cantor
Recuerdo la llegada de Óscar Alarcón Núñez a Bogotá DC para resolver las incertidumbres de su vocación. Desde niño se había empecinado en producir un suplemento literario que aparecía cada semana en el periódico de su terruño, Santa Marta. Era una aventura heroica en esos años irse en la noche de los viernes a Barranquilla, sin puente aún, esperar el turno para el ferry que llevaba los buses, automóviles, hicotea, gallinas, bultos de fique, a la otra orilla del Magdalena y lograr, con artes de la inocencia y terquedad, que el editor de turno de un periódico le imprimiera su dominical. El periódico lo dirigía Álvaro Cepeda Samudio y cada vez que se aparecía entre las rotativas de plomo caliente y ruidosas, a inspeccionar el cierre, y soltar sentencias a gritos con su tabaco húmedo y apagado, los operarios debían esconder las páginas de Alarcón.
No era menos venturosa la vuelta con la carga del suplemento amarradas con restos de flejes y ya entrada la madrugada. Pensé que esos viajes entre la ciénega con los pájaros del amanecer, el olor de los ostiones fritos, la humedad del aire, los ojos de las mujeres de los pescadores, harían de Óscar un poeta.
Con dudas buscaba una escuela de periodismo para adelantar sus estudios. Tenía el aire reconocible de los caribes cuando salen al mundo para disimular el tímido recato y la nostalgia incurable: yo me las sé todas. Equívoca mansedumbre.
Es probable que fue su hermano Ricardo, consejero convincente e impositivo, quien lo condujo a los estudios de Derecho. El resto lo hicieron su maestro Fernando Hinestroza y su profesor y amigo Manuel Gaona.
La sabiduría de su hermano mayor consistió en mostrarle cómo su pasión por el periodismo y las ideas liberales resultaban enriquecidas con la universidad de librepensadores y con el oficio en El Espectador donde empezó a escribir noticias de universidades. Y los aciertos de la vida que remacharon su pasión: se casó con la periodista Patricia Lozano. Ella además de estimular su lealtad a la vocación de infancia supo sostenerlo en los momentos secretos de desfallecimiento que acosan a los caribes de la estirpe de los Aurelianos. Esos que no se curan con un escocés doble, una canción vallenata, un bolero, viejos, ni un mejoral.
De su estadía de estudios en Italia trajo la fidelidad a Bobbio y a Montanelli.
El aprendizaje leal en El Espectador le permitió hallar una forma de sentencia de humor, ironía y juego verbal que lo caracteriza. Ese humor travieso rebasa el papel y se mete en sus conversaciones. También en sus actos, como la demanda de la epístola que escribieron López y Santofimio para adornar los sacrificios del matrimonio. O el consejo al candidato Barco: no cometa la grosería de pedirle a una mujer linda como la ministra Sanín la cabeza cuando tiene cualidades de fundamento.
Ahora, después de dos libros sobre la entrañable Panamá, ha escrito una delicia balzaciana para contar las corrientes secretas de la Constitución de 1991. Con pasajes de la mejor ley del reportaje, capítulo I, y un rigor en la estructura temática, pone al alcance de legos las tensiones, logros, dificultades y límites del enorme esfuerzo por abrir un país en que vivamos todos.
De El Universal, Colombia, junio 2011
Imagen: Roberto Burgos Cantor recibiendo el Congo de las Artes, carnaval de Barranquilla, 2011
Monday, June 13, 2011
"1Q84", de Haruki Murakami/Entre mundos
Elvio E. Gandolfo
EL TÍTULO es una primera dificultad: no se puede pronunciar. Al menos en castellano. Porque en japonés el sonido Q es como el sonido 9, así que podría tratarse de una versión de 1984, el célebre y muy influyente libro de George Orwell, que preanunciaba en 1948 un año 1984 prepotente, dictatorial y tremebundo, donde la dictadura aplastante del Gran Hermano habría corrompido por entero incluso el lenguaje.
La gigantesca novela de Murakami ocurre en 1984, en Japón. En su extraordinaria combinación de fantasía y realidad, de complejidad y limpieza, en algún momento uno de los dos personajes centrales, la joven Aomame, explica con claridad por qué le llamará 1Q84 a ese año que está viviendo. Porque la letra Q aludiría, en inglés, a Question, o pregunta: una mezcla entre lo occidental y lo oriental, eje expresivo clave de Murakami. Ocurre que a esa altura, para ella, la realidad se ha vuelto resbaladiza: al parecer incluye dos lunas en el cielo, y una serie de rasgos pequeños o mayores de la vida social y cotidiana de los que parece no enterada, a pesar de que tendría que estarlo, por su costumbre de leer con detalle la prensa.
La vida de Aomame, instructora en un gimnasio, masajista en su vida visible, y asesina por debajo, se mezcla capítulo a capítulo con la de Tengo, un corpulento profesor de matemáticas en la fachada visible, y un "ghost writer" (o redactor oculto) de la novela enviada por una muchacha adolescente a un concurso, en su vida "oculta".
A partir de esas líneas argumentales iniciales, Murakami va tejiendo una red de gran complejidad por una parte, y de gran nitidez por otra. Como paradójico resultado, el misterio que habita muchos de sus rincones resulta aun más impenetrable. Cuando esta edición en un solo volumen de los dos primeros tomos de la trilogía original termina, el largo tramo recorrido, aunque incompleto, consolida una de las grandes novelas no solo del autor sino del género mismo tomado en su conjunto.
DIFUSIÓN Y CRONOLOGÍA. En su momento conocimos la obra policial negra y sueca arrasadora de Henning Mankell en el mismo sello Tusquets de Murakami, pero en un orden al principio arbitrario: a partir de La quinta mujer, un tomo avanzado de la saga del inspector Kurt Wallander. En el caso de Murakami también ha sido desordenada su difusión. Originalmente el autor fue dando a conocer novelas más bien breves (no superan las 250 páginas), puntuadas de cuando en cuando por una obra más
extensa y ambiciosa. Leído en el "orden español", por así llamarle, daba la impresión en cambio de que había escrito una serie de novelas con rasgos que tendían a repetirse a la larga (Sputnik, mi amor, Tokio blues, Al sur de la frontera, al oeste del sol) para después sorprender con una obra magna y extensa: Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. En ella su mundo de hombres y mujeres más bien solitarios pero cazadores del amor y del sexo, implicados en historias que bordeaban o caían en el
terror y la fantasía, de pronto se cruzaba con una visión descarnada y terrible de la guerra de Japón con Rusia en territorio chino.
Cuando se conoce la cronología de su obra, sin embargo, faltaba conocer la extensa El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas. De hecho en español es el libro narrativo previo a este, mientras que en Japón se difundió en 1985. La novela estaba escrita con mano aplomada y compleja, para comunicar solo al final dos mundos autosuficientes, colgados entre Kafka y Lewis Carroll. Por otra parte era el título que sucedía a una trilogía inicial: Hear the Wind Sing de 1979, y Pinball, de 1973 (que Murakami prefiere olvidar: fueron traducidas al inglés, pero no al español), y La casa del carnero salvaje (1982), traducida por
Anagrama. Como si El fin del mundo... hubiera proyectado un impulso especial, el libro siguiente, Madera noruega (título también de un tema de los Beatles, 1987), bautizado por Tusquets como Tokio blues en 2005, concentró como un rayo láser su poder de atracción y lo convirtió en una especie de ídolo pop, a tal punto que decidió vivir los años siguientes, entre 1986 y 1995, en Europa y Estados Unidos, para huir del éxito arrollador y sus consecuencias.
Regresó a Japón en 1995, después del terremoto que destruyó Kobe (su lugar natal) y del ataque de la secta "La Verdad Suprema" con gas sarín en los subtes de Tokio. También ese año editó Crónica del pájaro... que le dio una nueva profundidad a su figura: empezó a figurar como candidato al premio Nobel de literatura. Ya entonces había aparecido Al sur de la frontera, al oeste del sol (1992), y después de El pájaro... siguieron Sputnik, mi amor (2002), Kafka en la orilla (2006, más extensa) y After Dark (2009): en todas hay una mezcla tensa y prolija, casi maníaca, de conductas y elementos, desde la música de jazz y pop,
pasando por determinados autores (Carroll y Kafka sobre todo), más personajes que bordean la catatonia afectiva, los roces o las zambullidas en el sexo y el afecto lesbiano, y un panorama nocturno de bares "ambientados". Murakami tuvo uno, antes del éxito arrasador de Madera noruega, y una de sus novelas incluye instrucciones para manejar un bar con eficacia.
OTRO MUNDO. El salto que da 1Q84 respecto a la obra anterior incluye varias direcciones. Por una parte no pierde nada de lo ya obtenido. Dicho de otra manera: los lectores fanáticos de Murakami encontrarán lo que buscan. Pero por otra, el libro se aparta de las dos obras largas anteriores (El fin del mundo... y Crónica del pájaro...) en un movimiento que combina una ambición mayor con un control más sereno del material.
Como mucho trabajador (genial o no) de la cultura popular (que Murakami no solo consume sino que también produce) no tiene empacho en recorrer zonas ya transitadas. Es imposible no recordar al malogrado sueco Stieg Larsson y su trilogía Millenium, cuando leemos que Aomame mata a maltratadores de mujeres (como la protagonista punk de Larsson), o no
pensar en una serie televisiva como Fringe (o numerosos ejemplos de la ciencia ficción, empezando por Philip K. Dick) cuando se va afirmando la idea de al menos un universo paralelo (de resolución aún pendiente en el tercer tomo). Pero la mezcla y el estilo, que disimula porque no lo ejerce sobre el lenguaje sino sobre los climas o la estructura, son puramente propios. Sobre todo en este caso: cuando ya tiene instalados una serie de elementos muy fuertes, en vez de acelerarlos los va enlenteciendo. Más de un personaje cita a Dickens, y el propio autor mencionó a Balzac como ejemplo de lo que quería lograr esta vez.
A partir de la mitad, es decir del primer tomo, el libro se interna cada vez más en las infancias de sus personajes y sus consecuencias en el presente de 1984. Tanto Aomame como Tengo, como Fukaeri, la misteriosa autora de "La crisálida del aire", novela que Tengo reescribe y ordena, van siendo cada vez más humanos y tridimensionales, sobre todo a través de esa infancia. Es allí también donde está sepultado un momento mágico en que Aomame, en la primaria, toma la mano de Tengo, momento que ninguno de los dos olvida, aunque no vuelven a verse.
LA NO-FICCIÓN. Otro rasgo de Murakami que el lector en español desconoce es la producción de la llamada no-ficción, o crónica y periodismo. Se trata sobre todo de Underground, una sólida investigación sobre el atentado con gas sarín en los subtes de Tokio. Para eso entrevistó a sobrevivientes o parientes y amigos de las víctimas fatales, y por otra parte a integrantes de la secta que realizó el atentado. El rastro que ese trabajo dejó en su propia obra fue muy fuerte: el tema de las sectas, su origen y posterior desviación o separación en ramas distintas, y el modo en que inciden en las vidas sobre todo de los hijos de sus partidarios, integran buena parte de la trama central de 1Q84.
Vale la pena sin embargo comparar el tratamiento del tema en el mundo real, periodístico, y dentro de su obra creativa. En Underground hay un hincapié en el rastro de dolor y sufrimiento que dejó el atentado entre las víctimas, por una parte, y el modo en que los sectarios tratan de explicar racionalmente su opción. Ambos hilos se cruzan al final, cuando los ciudadanos afectados, lejos de manifestar deseos de venganza, confían del todo en la justicia, que por último decidió condenar a muerte al líder de la secta e impulsor ideológico del atentado.
En la novela las sectas son dos con un mismo tronco. Aparecen de a poco, pero se vuelven cada vez más importantes en las vidas de los implicados, o en la apertura aparente de puertas a la invasión de seres malignos como "the little people" (la gente pequeña), que comienzan por ser una referencia en la novela "La crisálida del aire" de la adolescente Fukaeri, para afirmarse en la "realidad" del libro cerca del final. En el manejo de elementos semejantes, Murakami alcanza un tono esquivo y a la vez concreto, muy japonés, semejante al que logra el gran director de largometrajes animados Hayao Miyazaki (El viaje de Chihiro, Mi vecino Totoro, El castillo vagabundo), otro genial mezclador de vida cotidiana y fantasía.
LA DIARIA. Aparte del efecto de frenado del delirio mediante el detallismo para anclar mejor la zona extraña (una luna doble, por ejemplo), Murakami puebla la trama con personajes secundarios también detallados y memorables, desde la anciana rica y su guardaespaldas que le encargan los "trabajos" a Aomame, hasta el editor fastidioso y resbaladizo patrón de Tengo, o su "padre" formal (no biológico), explotador, hasta una serie de apariciones fugaces pero memorables, como la del taxista del primer capítulo.
También está minuciosamente descripto el paisaje sexual de los personajes. Cada uno de los dos probables amantes futuros separados desde la infancia, se las arregla con un enfoque funcional del tema: Aomame con relaciones fugaces con hombres tirando a calvos, realizadas a partir de cierto momento con su impensable compañera nocturna y después amiga: una mujer policía; Tengo con una mujer casada vigorosa en la cama, y rutinaria por necesidad en sus costumbres (un mismo día de la
semana, una misma hora).
El tema se vuelve peligroso cuando empieza a invadir el mundo infantil. Hay una serie de violaciones de niñas que se conectan con el tema de la secta, donde el estilo es tan minucioso (y temible, en este caso) como en los personajes centrales.
En las novelas extensas anteriores Murakami perdía a menudo la presión acumulada en exploraciones de callejones laterales. La confianza del lector en que la recuperaría se veía satisfecha a las pocas páginas. Acá la tensión es distinta. Cuando el autor/demiurgo podría caer en la facilidad de acelerar sobre un suspenso ya bien obtenido mediante elementos extraños o directamente policiales o de "thriller", el ritmo se hace más lento. En algunos casos se trata de capítulos clave, como la larga charla entre Aomame y el líder de la secta, que bordea lo monstruoso en su físico mismo, pero que argumenta con complejidad sobre los aspectos más repugnantes o miserables de su actividad.
Esa forma nueva de tratar una trama tan compleja parece resultado directo tanto de las nuevas realidades absorbidas por Murakami en su trabajo de no-ficción o en la historia reciente de Japón, como de la madurez personal (hoy tiene 62 años) y estilística lograda, a despecho del éxito arrollador que podría haberle hecho perder el rumbo mediante la facilidad de elecciones o la falta de definición en los numerosos temas difíciles abordados.
LA ESQUIVA REALIDAD. En ese sentido es útil relacionar su obra con la de algún director de cine, como David Lynch, que aunque se inclina más hacia el costado extraño del mundo y sus personajes, también ancla los momentos más delirantes de su imaginería en convicciones sólidas de orden político o "real", como en su reciente y también extensa Imperio (donde se interroga sobre el papel de las mujeres y su maltrato).
Pero Murakami se aparta tanto de él como de un Philip K. Dick, o incluso de él mismo en libros anteriores. El tema de las dos lunas es ejemplar: más de una vez tiende a convertirlo en duda acerca de la percepción de Aomame. A la luna amarilla, plena, real, se le agrega una luna más chica, verdosa, como vieja, que orbita alrededor de la anterior. Pero conocedora de la facilidad con que los humanos decretan la locura de quien percibe distinto, Aomame tantea con cautela, interrogando qué ven quienes la rodean, en la noche. Ninguno habla de dos lunas.
Otros rasgos son más esquivos. En eso se acerca a William Gibson, que en sus últimos libros se ha apartado de la ciencia ficción para explorar el mundo contemporáneo a secas, tan raro como el futuro o los otros mundos. Aomame duda, por ejemplo, acerca del momento en que la policía cambió de modelo de armas, a partir de un enfrentamiento a tiros con una de las sectas.
Su duda abarca dos planos: o puede tratarse de simple deriva psíquica hacia la falta de contacto con la realidad, o puede ser la sobrecarga de información que alcanza el mundo, poniendo a prueba la capacidad del "disco duro" del cerebro personal. Entretanto, se aferra como puede a los rasgos básicos de su persona y su personalidad: ante todo al lejano recuerdo de Tengo; más cerca, está dispuesta a cambiar por entero de identidad, siempre que pueda conservar sus propios pechos, escasos pero
inconfundiblemente propios.
Un primer final. Como siempre, la música tiene un papel central, incluso estructurador, pero no de manera "culta", evidente. Un tema de Janácek, la Sinfonietta, abre la primera página. Después figuran referencias diversas. La principal es "El arte de la fuga" de Johann Sebastian Bach, que aparece en el texto, y también estructura los dos libros, en dos series de 12 capítulos cada una.
Por suerte el libro incluye escenas suficientes como para que quien no pueda absorber la mezcla lograda por Murakami pueda abandonarlo pronto. Quien siga se verá intrigado por las vueltas más que del argumento, de las personalidades de sus personajes, y sobre todo por el estado inestable del mundo en que ocurren las cosas.
Poco a poco, sin embargo, da la impresión de que el propio creador de ese mundo va quedando absorto en él, empapado por sus maldades y bondades, por sus contactos "reales" con el mundo concreto y su aparente fuga hacia otro, donde hay dos lunas. Dicho de otro modo: la convicción que siente el propio autor sobre su existencia se transmite a quien lee.
En Estados Unidos decidieron esperar hasta octubre para dar a conocer toda la obra de una sola vez. En castellano Tusquets esperará también hasta ese mes para hacer circular el tercer y último tomo.
Pero hay un efecto extraño en esta lectura incompleta. Hacia el final, los capítulos 23 y 24 tienen una carga tal de crisis y catarsis en cada uno de los dos personajes (que por fin se han acercado, sin llegar a tocarse en sus círculos de movimiento), que el efecto es el de haber leído un libro completo y brillante, hondo, conmovedor incluso. Por eso hay que rogar al Dios de las Novelas Largas que Murakami logre mantener este difícil equilibrio durante esas muchas páginas que faltan.
En el primer capítulo, Aomame parece acceder a otro mundo cuando decide abandonar un taxi atrapado por un embotellamiento enorme. Lo hace para bajar, por indicación del taxista, por una torre y escalera junto a la autopista, pensada para casos de crisis: es, de algún modo, como el agujero de conejo por el que la Alicia de Carroll baja al País de las maravillas. Pero cuando, en un círculo perfecto, Aomame vuelve al mismo punto, el agujero ya no está. Tal vez porque se trate de otro mundo. Tal vez, en cambio, porque ahora Aomame ha superado un umbral personal de madurez que le impide escapadas fáciles.
En todo caso hay que tener en cuenta la advertencia del taxista en las primeras páginas. Como en mucho creador de arte popular y alto al mismo tiempo, para Murakami muchas veces la clave salvadora está en algún personaje de la calle. Como las escaleras de emergencia a las que va a acceder no las conoce nadie, e implican subir ilegalmente una cerca, el taxista se siente obligado a hacerle una advertencia: "Me gustaría que recordara lo siguiente: las apariencias engañan". Como Aomame no entiende del todo, el taxista le aclara que lo que está por hacer le dará la sensación de algo que no es del todo normal. "Pero no se deje engañar por las apariencias. Realidad no hay más que una".
Haruki Murakami en el Cultural
Comentario de Sputnik, mi amor, por Felipe Polleri. (Nº 706, 16 de mayo 2002)
"Casablanca oriental", nota sobre Al sur de la frontera, al oeste del sol, por Elvio E. Gandolfo. (Nº 742, 23 de enero 2004)
"Viaje a una mente japonesa", nota de tapa sobre su obra, por Mercedes Estramil. (Nº 840, 9 de diciembre 2005).
"El joven llamado Cuervo", comentario de Kafka en la orilla, por Roy Berocay (Nº 917. 1º de junio 2007).
Comentario de Sauce ciego, mujer dormida, por Felipe Polleri (Nº 978, 8 de agosto 2008).
Comentario de After Dark, por Andrea Blanqué (Nº 1008, 6 de marzo 2009).
"Un discurso hipnótico", nota sobre El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, por Mercedes Estramil (Nº 1074, 2 de julio 2010).
"Aguantó sin caminar", nota sobre De qué hablo cuando hablo de correr, por Mercedes Estramil (Nº 1086, 24 de septiembre 2010).
Los otros relatos
MÁS AÚN QUE en otras novelas, Murakami trenza su relato con otros. Por una parte está la novela "segunda" "La crisálida del aire". Durante cientos de páginas las referencias son tangenciales, generales. Pero de pronto es leída por un personaje, y conocemos su argumento en detalle. A su vez ese conocimiento redundará en efectos concretos sobre la vida de los personajes.
En otro momento se trata de La isla de Sajalin, un libro de "no-ficción" de Antón Chéjov, donde el autor ruso visita una colonia penitenciaria. Al leérselo a Fukaeri, ella aísla la figura de los "guiliacos", una raza salvaje de la estepa, que no usa los caminos usuales, y cruza en hilera por cualquier parte del vasto desierto. Como hacen, de hecho, los personajes de la propia novela de Murakami.
Por último está "El pueblo de los gatos", de "un autor alemán", que Tengo lee mientras viaja a ver a su "padre" en un geriátrico. Cargado de intriga y misterio establece relaciones oscuras con el mundo donde está insertado Tengo. En el cuento el ser humano filtrado en el pueblo de gatos es una anomalía, captada por el fino olfato de los felinos. Cuando quiere irse en el tren que siempre para allí, el tren no se detiene, y el joven descubre que se ha perdido. "Aquél era el lugar en el que debía perderse. Un lugar ajeno a este mundo que habían dispuesto para él. Y el tren jamás volvería a detenerse en aquella estación para llevarlo a su mundo de origen".
De El País, Montevideo, junio 2011
Imágenes: Libros del autor
Thursday, June 9, 2011
EL LECTOR/BAÚL DE MAGO
Roberto Burgos Cantor
Supe de Germán Vargas por una dedicatoria.
Instalado en Bogotá asimilaba el asombro de las librerías surtidas con oportunidad y depositarias con celo de los tesoros de la literatura. Una en la calle 18 compartía lectores con Casa del Libro del catalán Rajul. Era la Gran Colombia. Época de libreros ilustrados y en la cual se distinguían las librerías, unas de otras, por su olor. Allí adquirí La hojarasca, la novela de Gabriel García Márquez, con su tapa de Cecilia Porras y dedicada a Germán Vargas, sin más.
Me gustó ese gesto de tapa y dedicado en un país donde los nombres, los padrinos y los brindis, se hacen invocando al santoral de nuestros visibles, tres o cinco presidentes, senadores, un acorazado de la fuerza naval del Atlántico, un criminal benefactor. El gesto discreto y justo del autor decía de la autonomía del arte y de los secretos que hacen posible el milagro.
Recuerdo a don Germán, delgado y alto, vestido de paño entero y corbata. De ojos claros y cabello cano que parecía ser cortado, todas las veces, por el mismo peluquero. Fumaba con persistencia tabaco negro y flotaba en una tranquilidad inalterable y atenta que se transmitía a sus gestos.
Quién decide las sensaciones que guardadas en la memoria o amarradas por el recuerdo servirán como constancia del pasado, es un misterio.
En la Bogotá modesta de aceras estrechas, rotas y desiguales, sueltas a su deterioro para que la gente no permaneciera en la calle, el club de los pobres eran los cafés. Refugios entrañables abiertos por foráneos nostálgicos y silenciosos que se esmeraban en tener a la mano una reproducción de las ciudades que abandonaron.
Había salas de cine, a la mano, para mitigar la desolación de un encuentro incumplido y los maleantes eran casi bondadosos.
De este paisaje rescato la imagen de Germán Vargas. Para hablar de una antología de cuentos que preparaba me invitó a almorzar. Prefería por esos tiempos un restaurante de españoles, debajo de la carrera séptima y junto a lo que Saldarriaga llama el zanjón de la calle 26. Tenía Vargas un tacto delicado para incorporar a tantos que llegábamos de las regiones al espacio de formas y sigilos que le atribuyen a Bogotá. Con persuasión ligera me recomendó callos madrileños y no insistió en la cerveza ni en el vino de los cuales me abstenía. Creo que menos por la edad que por la vergüenza viva de la borrachera en el año de adiós al colegio. Mientras comíamos elogiaba el plato. Comí con gusto y placer y por única vez el cocido espeso.
A veces desaparecía y era seguro encontrarlo en Barranquilla a la cual volvía y encontraba su mesa en El Heraldo y la conversación interminable con Alfonso Fuenmayor, la visita gentil a Meira del Mar, la invocación de los muertos con la Tita, y se enteraba de los nuevos escritores.
Cuando dirigió el tabloide de los liberales de La Ceja me encargó de las reseñas de libros. Aprendí.
Germán Vargas y Eligio García presentaron mi novela: El patio de los vientos perdidos. Conocí del rigor y las crueldades de lo amoroso.
Los sindicalistas estudiosos rememoran con afecto la dirección de Germán de Inravisión.
Vargas y Pachón Padilla son los colombianos que más cuentos leyeron en sus vidas. Hasta el día que sonó la campana.
De El Universal, Colombia
imagen: Cubierta de Cecilia Porras para La Hojarasca, 1955
Sobre Jorge Semprún
Juan Goytisolo
En mayo de 1962, a mi paso por Madrid, enviado por el semanario France Observateur, para cubrir de forma anónima la oleada de huelgas que sacudía España, a partir del movimiento de protestas de los mineros de Asturias, uno de mis contactos con los organizadores de aquellos, el novelista Armando López Salinas, me llevó a una terraza de la Castellana en la que, como evoqué más tarde, nos esperaba Federico Sánchez, perfectamente adaptado a su papel de burgués desenfadado y ocioso: su increíble aplomo, en unos momentos en que era el hombre más buscado por todas las policías de España, me impresionó en la medida en que se ajustaba cabalmente a su leyenda de invisible y burlón pimpinela escarlata.
Había conocido a Jorge Semprún meses atrás, en las reuniones de Orientación Cultural Marxista, celebradas en el domicilio parisiense del escultor Baltasar Lobo, a las que asistí más de una vez en calidad de "compañero de viaje" del PCE clandestino. Aunque por aquellas fechas nadie me había informado de la verdadera identidad del misterioso Federico Sánchez, no tardé en atar cabos y adivinarla. A diferencia de sus camaradas de militancia, cuya estricta formación política e ideológica les convertía en meros portavoces de la anquilosada doctrina oficial, Semprún, como su colega en la dirección del partido Fernando Claudín, mostraban un gran interés por los temas literarios y artísticos y, cuando a instancias suya pasé a formar parte del comité de redacción de Realidad, la revista cultural del PCE, integrada por ellos, Francesc Vicens, Juan Gómez, Jesús Izcaray, el pintor Pepe Ortega y otros cuyo nombre no recuerdo, nuestras afinidades personales y políticas se afianzaron y convirtieron en una verdadera y durable amistad.
En 1963 Jorge y su esposa Colette, junto al matrimonio Claudín, devinieron comensales asiduos de las cenas organizadas por Monique Lange, Enric Poissoniere. Fue así, como bajo la traza del militante y del Robin Hood urbano, descubrimos que se ocultaba un gran escritor. Monique le convenció para que le pasara el manuscrito de El largo viaje, y su lectura nos impresionó. La experiencia condensada en el libro de su incorporación juvenil a la Resistencia Antinazi, y su detención y siguiente deportación a Buchenwad, es el mejor testimonio de un autor español -aunque escrito en francés- de la barbarie hitleriana, y fue recompensado meses después con el premio Formentor, por su denuncia de aquella y su excepcional calidad literaria.
No voy a referir aún las vicisitudes de su oposición y la de Fernando Claudín a la línea oficial del partido, descritas ya en Autobiografía de Federico Sánchez, (1977). Evocaré tan solo una anécdota reveladora del sectarismo y arbitrariedad de la difunta Unión Soviética, en cuanto que le concierne. Según me contó en 1965, uno de los niños de la guerra, durante mi viaje a la URSS, invitado por la Unión de Escritores, tenía a cargo la preparación de una antología de literatura española, para una editorial soviética, y un cuadro del partido le ordenó que incluyeran en ellas unas páginas del recién editado libro de Jorge. Meses después, el mismo cuadro se presentó en la redacción de la editorial para exigir que la suprimieran, sin dar explicación alguna de tan sorprendente cambio. Aquello me demostró que el mecanismo de demonización del disidente, funcionaba en la URSS de idéntica forma a la de la España de Franco.
La creación literaria de Jorge Semprún, elaborada a partir de su cuádruple experiencia de exiliado republicano español, resistente francés, deportado a los campos nazis y conocedor de los entresijos de un PCE no espurgado todavía de las escorias del estalinismo, se enriqueció posteriormente con novelas de la envergadura de El desvanecimiento y La segunda muerte de Ramón Mercader, hasta alcanzar con Aquel domingo, esa dimensión histórica, ética y cultural, que la convierte en una obra de referencia en el ámbito de la mejor novela europea. Frente al provincianismo imperante no solo en España sino en otros países del viejo continente -este petit contest del que habla Milan Kundera-, Semprún encarna como pocos una mezcla fecunda de experiencias ajenas a todo credo nacional o ideológico, y que funda en ella su propia ejemplaridad. La reflexión política recogida en la pasada década en El hombre europeo y Pensar Europa, corona su labor de persona y escritor a todas, como pedía Manuel Azaña, testigo sereno de los horrores y grandezas de la época convulsa en la que vivió.
Mi estima y amistad por él abarcan un lapso de casi medio siglo. Ninguna fundación estatal, provincial ni autonómica podrá adueñarse del legado de Jorge: lo que pervive en el ánimo del lector, ligero e inasible como el aire o la nube, no se deja atrapar.
Publicado en El País, Madrid, 8/6/2011
Imagen: Jorge Semprún
Monday, June 6, 2011
Joyce-Proust-Beckett/Tres herejes
Carlos María Domínguez
UNA "JERGA filosófica barata y ostentosa", dijo, "una simple extensión crítica de Proust: como un ano, sin membrana fibrosa". Samuel Beckett se había hecho una idea del valor de sus ensayos de juventud, pero en 1983 accedió a que Ruby Cohn los recogiera en un libro, bajo el título Disjecta. Sus temas son, en efecto, dispersos, incluso en la selección preparada por la Universidad chilena Diego Portales, pero concentran su preocupación por llevar la literatura a un horizonte nuevo.
Esta edición recupera su ensayo sobre Finnegans Wake, de Joyce, y otro dedicado a En busca del tiempo perdido, de Proust, junto a tres diálogos con el crítico de arte Georges Duthuit y dos breves homenajes a pintores amigos: Jack B. Yeats, hermano del poeta, y Avigdor Arika. En unos y otros Beckett ostenta su violencia: una impresionante formación cultural (tenía entonces 25 años), y la utilización de un lenguaje que abusa de la oscuridad. Si alguien es incapaz de entender, es que "su decadencia le impide recibirlo", afirma a propósito de la escritura de Joyce, pero la advertencia también alcanza a sus lectores.
Joyce. A poco de conocer a James Joyce, Beckett se convirtió en su asistente y escribió el artículo "Dante… Bruno. Vico… Joyce" para la revista Transition (junio de 1929), que difundía los avances del nuevo proyecto del autor de Ulises: un texto inspirado en una popular balada inglesa sobre la muerte y resurrección de un irlandés entregado a la bebida, pero que pretendía amalgamar voces de sesenta lenguas diferentes con formas sintácticas nuevas. Durante años Finnegans Wake llevó el título provisorio de Work in Progress, se publicó en 1939 y nunca dejó de provocar en sus lectores un hondo desconcierto.
El joven Beckett defiende en este artículo la filosofía de la historia de Giambattista Vico, sobre la que está montado el texto de Joyce, contra el pretendido misticismo que le adjudicaba Benedetto Croce. Argumenta la teoría de la inevitable evolución cíclica de la humanidad, la relaciona con las tesis de Giordano Bruno, y al introducir la anticipación de la poesía a la metafísica, como primera operación de la mente humana, se sirve de varias analogías con Dante para mostrar que una tradición filosófica y filológica estaba viva en el esfuerzo de Joyce por rechazar los caminos trillados del lenguaje.
Así como Dante escribió en dialecto para un público acostumbrado a leer en latín, Joyce pretendía dar al lenguaje de la novela una nueva experiencia.
"Ustedes alegan que esto no está escrito en inglés", afirma Beckett contra los tempranos detractores del texto. "En realidad, no está ni siquiera escrito. No es para leer, o más bien no es sólo para ser leído. Es para ser visto y oído. No es que Mr. Joyce escriba sobre algo; su escritura es ese mismo algo. Cuando el sentido es el sueño, las palabras se duermen. Cuando el sentido es el baile, las palabras también bailan… Esa escritura que ustedes hallan tan oscura es una extracción quintaesencial del lenguaje… Aquí está la brutal economía de los jeroglíficos". La apuesta era temeraria, de hecho fue ilegible, pero Beckett se las ingenió para compararla con la Divina Comedia, incluso en la idea de la historia como un purgatorio movido por el vicio y la
virtud, pero sin premio ni castigo, y encontró las citas en que Dante repudiaba a los hombres que imitaban el comportamiento de los borregos.
Ahora que la discusión sobre Joyce quedó sumergida, y la de la novela con la filosofía, irresuelta, el ensayo de Beckett reverbera como esos recuerdos de la arrogancia juvenil que también traen una acusación por el abandono de sus pretensiones.
Proust.
El lúcido pesimismo de Beckett encontró en Proust un campo más fértil donde desarrollar sus ideas. Recibió el encargo de escribir un ensayo crítico sobre Á la recherche…, la leyó dos veces durante el verano de 1930, y Chatto & Windus lo publicó por primera vez en marzo de 1931.
Incisivo y cavernoso, el texto traza un recorrido personal por la minuciosa descomposición de la identidad en pequeños mundos paradójicos y la imposible recuperación del pasado con los atributos de la conciencia, el hábito y la memoria voluntaria. Encuentra muchos ejemplos de donde sujetar su nihilismo sin forzar a Proust, que le abre las puertas de A la recherche… por la sola condición de su amplitud monstruosa. Allí encuentra la prisión del hombre en el tiempo, incapaz de asegurar su permanencia en la mutación de sus deseos (que lo convierten sucesivamente en otro), y su torpe sed de posesión, cuando lo único esencialmente recobrado regresa por una magdalena humedecida en té, una memoria distraída, un accidente involuntario.
Destaca Beckett la idea proustiana de que el único paraíso verdadero es el paraíso perdido, de que el hombre sólo ama aquello que no posee por completo, y en consecuencia, el amor es una función de la tristeza del hombre. No hay conciencia salvadora, ni hábito que no encadene al embotamiento de la percepción, ni esfuerzo capaz de rescatar al alma individual de la vacilación entre el sufrimiento y el tedio. Oído así, en pleno auge del hedonismo, junto al optimismo tecnológico, las propagandas del placer, la evangelización de la salud y las reivindicaciones masivas de la sexualidad, parece una herejía. Viene, sin embargo, de la desesperada conciencia de entreguerras, cuando la tradición de la novela decimonónica llegaba a su fin en la obra monumental de Proust, más compleja que las definiciones de Beckett pero nada ajena a sus intuiciones. A ninguno de los dos, asociados en este ensayo, le faltan argumentos para probar, con honestidad e inteligencia, por qué sutiles caminos de la memoria, el sueño y la conciencia, el hombre se extravía en un mar de penosas contradicciones.
El recorrido que hace Beckett por la saga de Proust es sensible: las evocaciones de Marcel, su desconcierto frente a las incontables imágenes de su madre, su abuela, Françoise, la cocinera, Gilberte y Albertine, pero también el lugar de la flora, la pintura y sobre todo la música, que opera como un elemento catalítico en la obra, comparecen dentro de un tejido abigarrado de ideas. Todas trasuntan la convicción de que una tradición literaria se había resumido y agotado en la obra de Proust, el
realismo ya no podía ofrecer más que "la ordinariez de una literatura de anotaciones a destajo", y la necesidad de explorar caminos nuevos.
En los breves diálogos con su amigo Georges Duthuit, a propósito de las pinturas de Tal Coat, André Masson y Bran van Vélde, su apuesta por la experimentación es más explícita y adelanta el umbral de un callejón sin salida: "No hay nada que expresar, nada con qué expresar, ninguna base de expresión, ninguna capacidad para expresar, ningún deseo de expresar, junto a la obligación de expresar." Pero no explicó en qué consistía la obligación de romper el silencio.
La edición, bella y cuidada, añade un excelente prólogo de S. E. Gontarski, especialista en Beckett.
PROUST Y OTROS ENSAYOS, de Samuel Beckett. Ediciones Universidad Diego Portales, 2008. Santiago de Chile, 115 páginas.
De El País, Montevideo, marzo 2011
Imágenes: Joyce, Proust Beckett
Sunday, June 5, 2011
Discursito de Presentación de La Máquina de Aqueronte...
Darwin Pinto Cascán
De chico quería ser veterinario, pero ese deseo era en parte piedad, en parte, digamos, ¿boludez?, o sea, pura inocencia de un aprendiz de ser humano.
Después soñé con ser militar para defender a una patria cuya historia aprendí en esa entrañable escuela hedionda a estuco eterno de Santa Rosa del Sara. Una escuela rural en donde se me decía que esta pobre patria hija de puta había sido tan mancillada y violada desde adentro y desde afuera que nos tenía que dar vergüenza el ser hijos de esa violación, el ser parte de esas mutilaciones. Y entonces no quedaba otra opción que sentirse tan humillado, que el amor propio debía quedar de rodillas. O sea, solo sintiéndonos menos que el resto del mundo, podíamos ser considerados bolivianos de pleno derecho. Yo no me lo creí.
No me importaron ni las derrotas militares tan exaltadas por la educación oficial, ni las derrotas en el fútbol tan cosa tangible que eran y son un poco el resultado de esa castración que sufre el ego del boliviano cuando ve esos malditos mapas mutilados y se queda sin saber que en la historia de verdad, no somos tan inservibles como el sistema de todos los tiempos nos quiso hacer creer. No me creí el discursito del pobrecito derrotado. No me lo creo.
Pero eso, la idea de ser militar, fue una calamidad a la que no sucumbí para el bien de algunos que a lo mejor me caerían gordos en el transcurso de mi vida. No entré al colegio militar gracias a mi pie plano, a alguna dificultad cardiaca que aún hoy desconozco su nombre, a la pobreza familiar y al miedo de mi madre de que en mi inutilidad para el trabajo físico termine yo en alguna zanja de cuartel como tantos otros a lo largo del tiempo.
-Apelaré diciendo que sos mi único hijo… Me dijo…
-No hará falta si no hay la plata para pagar el ingreso…le dije…
Pero aún aquello pequeña victoria suya no frenó eso que se la iba comiendo por dentro todos los pocos días que le quedaban de vida.
Y como no fui veterinario ni militar, después ya no supe qué era lo que quería ser. Y mientras pensaba en lo que sería de mí en mi futuro, me iba hundiendo en novelas soviéticas que mi padrastro comunista llevaba y llevaba a casa en Santa Rosa, no tanto para que yo las leyera, como para impresionar con ellas a sus camaradas campesinos y analfabetos con los que cada noche se sentaban bajo los mangos del hogar a emborracharse con alcohol con agua. Ahí daban encendidos discursos en los que se planteaban las tesis fundamentales para solucionar los problemas del mundo tan mierda en el que vivían según decían, que decía el periódico del partido comunista boliviano y alguna que otra radio de mierda que llegaba hasta sus aparatitos a pilas allá, en lo más hondo de sus chacos... Y al día siguiente, cuando me levantaba para ir a la escuela, los salvadores del mundo dormían la borrachera acurrucados sobre la arena del patio, abrazados a algún perro, soportando a las gallinas que picoteaban algo que se les movía entre sus canas.
Y de las novelas soviéticas y de las ambientadas en una Segunda Guerra Mundial (cuya batalla de tanques de Kursk aún resuena en mis oídos), pasé al descubrimiento de lo latinoamericano. La primera vez que robé algo, fue un libro, de autor que no conocía. No sé por qué lo hice. Sólo leí el título de la obra: Cien Años de Soledad… Y supe que debía tomarlo. Es un crimen que ya confesé a quien corresponde (el dueño del libro). Descubrí aquello (la magia de la palabra en español) mientras operaba maquinaria en una industria que fabrica cuadernos en esta ciudad.
Después la infame muerte de mamá y la noticia increíble de la venida de mi hija, hicieron que me lance de cabeza a los medios escritos usando para ello como base mis lecturas anteriores, y ahí, día a día entrené las manos y la mente para conseguir ese objetivo final que era tratar de montar con relativo éxito el difícil potro de la literatura.
Éste es apenas el principio de ese sueño buscado, un sueño regado con mucha disciplina y trabajo, un sueño que se hace realidad, una realidad de la que ustedes son nuestro primer paso.
Publicado en Papeles de Santa Rosa, domingo 5 de junio de 2011
Imagen: Cubierta del libro, Alfaguara, 2011
Friday, June 3, 2011
Crónicas y ensayos desde Inglaterra y Francia/El ángulo portugués
Andrea Blanqué
LAS CRÓNICAS Y ENSAYOS de Eca de Queirós recopilados póstumamente (en 1905 y 1907) siguen plenos de actualidad a pesar del tiempo transcurrido. También actual es el estilo, que mezcla la observación personal, la noticia de prensa, el chiste o el rumor, o el desmenuzamiento lento de un tema o una idea cuando el autor lo continuaba a través de varias entregas. Porque todos estos textos fueron publicados en las páginas del diario de Río de Janeiro Gazeta de Notícias, en dos grupos: Cartas de Inglaterra, enviadas entre 1880 y 1882, mientras era cónsul en Bristol; y Desde París (crónicas y ensayos 1893-1897), ciudad en la que fue cónsul desde 1889 hasta su muerte en 1900.
IR DE CUERPO. En una mezcla de humor y coquetería disfrazada de subestimación, Queirós definía en una carta su tarea como una paradójica liberación: "necesito hacer crónicas, por higiene intelectual. He adquirido la mala costumbre de leer todas las mañanas montones de periódicos; esa espesa masa de política cae en mi cerebro sin digerir, y su presencia impide el regular movimiento de las facultades artísticas. (...) Necesito purgar la inteligencia de esas heces".
Semejante preámbulo puede provocar el temor del descuido, el caos o hasta la falta de interés. Pero basta empezar a leer para encontrarse con un estilo fluido y lúcido, que en ocasiones (la guerra entre Inglaterra y Egipto en el tomo de Inglaterra, la guerra chino-japonesa o la "teoría Monroe" en el de Francia) continúa a lo largo de decenas de páginas.
Su tarea diplomática lo ponía en contacto con informaciones cruzadas y a su vez le permitía un ángulo particular, por su nacionalidad portuguesa. Es especialmente crítico con los países anglosajones (básicamente Inglaterra y Estados Unidos), a los que ama y disecciona implacablemente con el mismo entusiasmo.
No se priva de las opiniones rápidas y contundentes. "El pueblo irlandés es numeroso, exageradamente prolífico -ni la emigración, ni la muerte ni las epidemias alivian a esta isla demasiado llena", dice. O pronostica sobre los israelíes: "vamos a asistir a una verdadera persecución de los judíos, de las auténticas, de las antiguas, de las manuelinas, cuando se echaban a la misma hoguera a los libros del rabino y el propio rabino", en un eco del reciente El congreso de Praga de Umberto Eco, ubicado en el período justamente en que Queirós escribía sus crónicas.
En el caso de "Los ingleses en Egipto" (más de 60 páginas) define con una imagen el expolio: "Esta reliquia (un antiguo obelisco egipcio) está ahora en Londres, en el terraplén del Támesis, sobre un pedestal de bronce, iluminada por la luz eléctrica, aturdida por el estruendo de los trenes". Después sintetiza la base económica de la guerra por desencadenarse: "ante Egipto, uno de los mayores insolventes de Oriente, las flotas unidas de las dos más altas civilizaciones de Occidente representaban sencillamente la usura en armas".
La agilidad y a veces la profundidad de penetración y profetismo de los textos depende de la elegancia con que el cronista o ensayista usa sucesivamente los trajes de historiador, comentarista, escritor o diplomático que lee todos los diarios por la mañana.
ESCRITORES Y ZARES. Por momentos es imposible no sospechar un dejo de envidia, por ejemplo, en el largo análisis que hace de la exitosa figura de Lord Beaconsfield, cortesano y escritor, a su juicio alguien cuya obra "no basta para dejar huellas en una literatura que tuvo contemporáneos como Dickens, Thackeray o George Eliot". Dueño del arte del remate o cierre de una nota, aquí termina con un rasgo menor, delicioso: lo que no permitía gozar a Lord Beaconsfield de sus numerosos triunfos era "una ridícula contrariedad... ¡nunca pudo hablar bien francés!". Sabemos que de Queirós sí, porque la literatura francesa formó buena parte de sus cimientos de escritor desde la juventud.
En el caso del zar ruso Alejandro III, lo define como el único "autócrata absoluto", y a la vez admirable: "excelente, pacífico, probo y patriota", alguien que "trabaja más que un mujik" en un país difícil. Una vez más lo dice sin pelos en la lengua: "Rusia aún se parece más a un bosque que a una nación, donde los esclavos de la estepa, hirsutos, mudos, cubiertos de pieles, cobijados en chozas, más que hombres parecen bichos". Eso no obsta para que en otra crónica considere a Rusia como el
último escudo impenetrable ante una probable invasión futura china.
Entretanto el zar vuelve a aparecer en las "fiestas rusas" de París, donde el cronista considera escasa la inventiva francesa para los adornos callejeros (lo que ve le parece "habitual en cualquier aldea de China"). Agrega luego: "Templar, podar, alisar, pulir... Ésa es la misión de Francia. Éste es un país que si tuviera leones, los cazaría para peinarles la melena, para limarles las garras y para enseñarles a rugir con los métodos del conservatorio".
Rusia, China, incluso Corea, las ansias de rapiña, las tonterías de la farándula (una extensa y memorable burla de los excesos de autopromoción de Sara Bernhardt), la hipocresía política, todo podría figurar, con algunos ajustes, en un diario o una recopilación de artículos de un buen periodista de hoy. A su vez el origen portugués de Eca de Queirós, el modo en que recuerda sus épocas de estudiante rebelde en Coimbra (o en que idealiza la sencillez aldeana en el remate de "A propósito de la
teoría de Monroe y el nativismo"), le dan un punto de vista particular.
Lo bueno de estos textos es que no permiten el entusiasmo ideológico fácil. Es cierto que el análisis de un artículo del Times de Londres sobre Brasil capta su poco oculta ambición imperial. O que cuando analiza la "teoría de Monroe" da argumentos para oponer al imperialismo (empezando porque la famosa "América para los americanos" tendría que ser para los indígenas y no para los hijos de los europeos). Pero el mismo entusiasta puede sentir herida su sensibilidad por el filo con que desecha el nativismo: "El nativismo de la América española supone siempre un envidioso sentimiento de mulato, que tiene alma mulata y que ha fracasado".
Es en ese tipo de frases donde el lector, que se ha reído, escandalizado, aprendido y admirado, recuerda que nos separa de esas
palabras más de un siglo. Menos sujeto a la época es su tono de ensayista. Por ejemplo cuando desmenuza en "A propósito de Thermidor" el desgaste de una revolución (la francesa), aplicable a revoluciones posteriores. O el teorema que establece en "Las catástrofes y las leyes de la emoción", donde amontona pruebas de que la distancia apaga el shock, el llanto, incluso el mero interés. Menciona la muerte de un mandarín chino por un rayo, lejos, y explica: "No han ondulado hasta nosotros las ondulaciones acústicas o emotivas. Así que, con absoluta placidez, murmuramos: `Ha habido en Pekín un gran trueno y, tiene gracia, ¡un mandarín se ha quemado!". En cambio una rueda de vecinos va oyendo noticias cada vez más cercanas, y se sobresalta cuando oye que Luisa Carneiro, de Bela Vista, a la que conocen, "¡Esta mañana! ¡Se ha roto un pie!", y se ponen en movimiento, conmocionados.
Lo memorable de ambos libros es su carácter doble: están escritos a la vez por un portugués y un europeo que sigue mirando al mundo, por una parte. Y por la otra, por un periodista enterado y culto, a la vez escritor, narrador. Del chispazo entre las mitades surge su carácter fresco, y múltiple en las estrategias para enfocar un tema.
CARTAS DE INGLATERRA y DESDE PARÍS (Crónicas y ensayos 1893-1897), de Eca de Queirós. Acantilado, 2005 y 2010. Barcelona, 195 y 213 págs. Distribuye Gussi.
De El País, Montevideo, abril 2011
Imagen: José María Eça de Queiroz
Writers on the Range: Trumbo still in his tub
By Andrew Gulliford
It's not only war heroes who get honored in the West with lasting memorials. When prodigal son Dalton Trumbo returned to his hometown of Grand Junction, he arrived on Main Street in a bronze bathtub.
After four years through rain and snow topping the tub, he's still there, and some residents can't figure out if having a statue of the town's most famous and controversial writer is a blessing or a curse. The City Council decided that paying for the sculpture with city money was not an appropriate use of tax revenues, so local citizens raised the $44,000 for the casting.
Trumbo might be pleased. He's there in all his glory with a cup of coffee, cigarettes and even a rubber duckie in bronze, of course, because the bathtub is where he did his writing. And he's on the fringe, as he always was, on the eastern edge of the town's outdoor mall.
Trumbo was no fan of his hometown and grew up knowing hard times, yet at the height of his literary powers he earned $1 million per script. Time magazine said "Trumbo turned rambling, middle-grade raw material into tight and excellent scripts, lightened with humor and touched with irony."
But he struggled through the Great Depression only to run into the wall of anti-communism in the late 1940s. As actors and movie producers caved in to political hysteria and ratted on their colleagues, Trumbo became one of The Hollywood Ten, scriptwriters and performers of integrity who refused to testify before the powerful House Un-American Activities Committee. His communist label probably came in part from his vivid antiwar novel, "Johnny Got His Gun," which won an American Booksellers Award in 1939. A prescient novel about a wounded American soldier whose body was mostly shot away, the book indicted modern warfare.
Trumbo let the book's publication lapse during World War II. He wrote, "There are times it may be needful for certain private rights to give way to the requirements of a larger public good. I know that's a dangerous thought, and I shouldn't wish to carry it too far, but World War II was not a romantic war." But when it came to the ugly tentacles of Sen. Joseph McCarthy's career-destroying McCarthyism, Trumbo drew his line.
Like some other disgruntled intellectuals in Los Angeles, Trumbo had been associated with the Young Communist League, the Joint Anti-Fascist Refugee Committee, and the Los Angeles Chapter of the Civil Rights Congress. For standing up for freedom of association and the right of every American to hold divergent beliefs, Trumbo was blacklisted by Hollywood in 1950, and served 10 months in federal prison for contempt of Congress.
After being released, Trumbo moved with his family to Mexico, "broke as a bankrupt bastard," he said, where he continued to write blockbuster movie scripts. Under a dozen pseudonyms he wrote 30 scripts, including the Oscar- winning "The Brave One," in 1956. In that same year another renegade Westerner published the book "The Brave Cowboy," and in 1962, actor Kirk Douglas paid author Ed Abbey for the film rights and had Trumbo pen the script. It was re-titled "Lonely Are the Brave" and starred Kirk Douglas, George Kennedy and Walter Matthau.
Trumbo died in 1976, but his legacy lives on. The Los Angeles Times said "Johnny Got His Gun" is "perhaps the most effective anti-war novel ever written in America." Trumbo's hand can also be found in dozens of scripts for movies and television, and he always drew on the West for characters, scenes and settings.
So, prodigal sons and daughters occasionally do come home. Sometimes even in a bronze bathtub.
Andrew Gulliford is a professor at Fort Lewis College in Durango.
De The Denver Post, junio 3, 2011
Imagen: Escultura de Dalton Trumbo en su tina, Grand Junction, Colorado
Troilo según Horacio Ferrer/Manual para el arte de escuchar
Hugo García Robles
EL DOMINIO del tango, forma popular compleja que pertenece a las dos orillas del Río de la Plata, con el inevitable peso mayor de la ribera argentina sin desmedro del aporte uruguayo, hace décadas que ha encontrado un paladín en la figura y la obra de Horacio Arturo Ferrer. Uruguayo de nacimiento y porteño por adopción, hace tiempo que reside en Buenos Aires, ciudad de la cual es ciudadano ilustre, rodeado de la estima y admiración del inabarcable público del tango en esa ciudad.
El tango es complejo porque suma una coreografía, una música, una letra, rondando por lo tanto en varias áreas culturales. En cuanto a las letras de tango, Borges decía con razón que a veces pensaba que la mejor poesía argentina no estaba en La urna de Enrique Banchs o en "Luz de provincia" de Mastronardi, sino en las letras de tango que atesoraba una revista. Aludía de ese modo a El alma que canta, hermana de la uruguaya Cancionera, ambas consagradas a recoger letras de tango.
Ferrer es, además de ensayista e historiador del tango, un formal poeta que con Romancero canyengue de 1967, puso la pica del modernismo en la cancha del tango. Sus textos han sido musicalizados por Piazzolla en una convergencia feliz.
Su obra de ensayista e historiador es vasta, con algunos aportes de tamaño enciclopédico como los tres tomos de El libro del tango. A ella se suma El gran Troilo. Cien capítulos sobre su arte, persona y vida.
Tarea muy difícil sería encontrar un autor más competente en el gran artista que fue Troilo. Ferrer no sólo es idóneo por sus conocimientos sino que, además, fue durante décadas un amigo muy próximo de Pichuco. Una amistad que finalizó solamente con la muerte del músico.
Una dinastía de bandoneones. Siempre es posible advertir constantes y paralelismos en las creaciones del ámbito popular. El jazz y el tango, por ejemplo, son ambas criaturas del arrabal, con ribetes prostibularios y en ambos casos, con creadores capaces de elevarse sobre ese bajo pedestal hasta las alturas de lo excelso. Por otra parte, si en la New Orleans de los comienzos del jazz hubo en el distrito pecaminoso de Storyville una verdadera heredad de trompetistas que desde Bunk Johnson, Buddy Bolden, Keppard o Joe "King" Oliver, se suceden hasta alcanzar la gloria de Louis Armstrong, ello puede reflejarse en el bandoneón. El "fueye", que desde sus orígenes germanos, casi un órgano de mano, se transforma en la voz insustituible de la música popular rioplatense, pasó también desde los comienzos del siglo XX por las manos de Juan Maglio (Pacho), Arolas, Bernstein, Pedro Láurenz, Pedro Maffia, del uruguayo Minoto di Cicco hasta alcanzar en Aníbal Troilo la coronación de una filogénesis sonora insuperable.
En cien capítulos Ferrer retrata al hombre, su circunstancia, los otros artistas que lo rodeaban y a veces lo acompañaban como parte de sus propias agrupaciones instrumentales, que no fueron solamente orquestas.
Héctor della Costa pone un breve prólogo y el propio Ferrer en "Pichuco y su amigo duende" expone la intención del libro y de los dos CDs que lo acompañan, comentados por el autor y que registran también la voz del bandoneonista, de su esposa Zita, interpretaciones y poemas. Todavía, antes de los cien capítulos se inserta el poema "Troilo", que con música de Raúl Garello formó parte del libro Salón Buenos Aires, rimas y murales de Horacio Ferrer.
Cada capítulo aborda un tema concreto que en parte se justifica tal como lo declara el propio autor en "Pichuco y su amigo duende", porque todo el libro se basa en la serie de programas radiofónicos emitidos por Radio Rivadavia en 1987.
Contrapunto estelar. Ferrer coloca a Troilo en el contraluz de su entorno inmediato o bien contrapuesto a figuras de otro tiempo que justifican el cotejo. Así "Gardel y Troilo" incluye la anécdota del conocimiento que pudo hacer el bandoneonista del cantor en 1932. El libro detecta esta vecindad en el estilo artístico de ambos pero según testimonios de Raúl Berón se sumaba a ello el parecido físico.
La amistad de Ferrer con Pichuco se concretaba en las sesiones de mate, que sucedían en los domingos al inevitable fútbol, del cual el músico era aficionado sin fisuras .
De esa serie de enfoques se desprende un fresco donde la figura del músico se inscribe junto con la de sus cantores, su oficio como ejecutante, como director y arreglador. Por su puesto que contó con orquestadores de la talla de Galván, Piazzolla, Plaza y Garello, para citar algunos. Pero el color y estilo de su orquesta respondía al concepto que Troilo pedía a sus músicos, sus cantores y orquestadores.
En cuanto a los cantores, Ferrer se detiene en cada uno de ellos y los analiza y retrata. Pero siempre estaba detrás de esas voces el criterio definidor y definitivo de Troilo. Por ello la carrera de todos tuvo su mejor momento cuando cantaban en la orquesta de Pichuco. Al alejarse por sus propios caminos y alentados muchas veces por Troilo, no mejoraron lo que habían alcanzado junto al bandoneón magistral.
Algunos aspectos de Troilo, poco conocidos, son revelados en el texto de Ferrer. Por ejemplo, su don como poeta y como cantor. En los dos CDs se lo puede escuchar en el tango "La cantina", cantando y con su bandoneón, junto con Grela en guitarra.
En distintos capítulos el libro examina la relación de Troilo con sus colegas y, a la inversa, la de los otros músicos con Pichuco. Es muy perspicaz y profunda, también sorprendente, la afinidad que Ferrer detecta entre Troilo y Canaro. Otro tanto sucede con la vinculación que ata al insigne bandoneonista con el arte de Julio de Caro, relación que por otra parte es hija de la figura consular de Elvino Vardaro, cuyo sexteto contó con un Troilo muy juvenil en la década de 1930. Ese sexteto magistral actuó en el palco del café "Tupí Nambá" de Montevideo en 1937.
Una evocación nostálgica emocionante es la referencia en el capítulo 19, al homenaje a Troilo que con motivo de los 25 años de su orquesta tuvo lugar en Montevideo, en el Palacio Peñarol, que conmovió profundamente al músico. Troilo amaba a Montevideo, Ferrer consigna que tenía en este tema la misma visión de Borges. El propio Pichuco confiaba a Ferrer: "es el Buenos Aires de antes". El poeta de "Fervor de Buenos Aires" decía: "eres el Buenos Aires que perdimos".
El panorama que cubren los cien capítulos del libro es inabarcable y toca los más inesperados ángulos del músico y su inserción en el contexto cultural del Río de la Plata. Su vinculación con el gran poeta Homero Manzi implica una de las aristas más sensibles de ese vasto fresco que Ferrer dibuja. El autor roza apenas el tema que justificaría por sí solo un nuevo libro. La mágica concertación de Troilo y Manzi engendró "Sur", "Barrio de tango", "Discepolín" y una amistad que se mantuvo hasta en los momentos finales, cuando desde la clínica en la cual agonizaba, Manzi telefonea a Troilo los versos de "Discepolín".
En todo momento Ferrer señala lo que es preciso atender en las interpretaciones de Troilo, de modo que el libro se convierte, además, en una guía para escuchar a Troilo penetrando más profundamente en su mensaje de música y poesía.
EL GRAN TROILO. Cien capítulos sobre su arte, persona y vida, de Horacio Ferrer. Ediciones del Soñador, 2009. Buenos Aires, 359 págs. y dos CDs.
De El País, Montevideo, 2011
Imagen 1: Pichuco por Hermenegildo Sabat
Imagen 2: Homero Manzi, por Hermenegildo Sabat, en un sello postal argentino