Thursday, June 9, 2011
EL LECTOR/BAÚL DE MAGO
Roberto Burgos Cantor
Supe de Germán Vargas por una dedicatoria.
Instalado en Bogotá asimilaba el asombro de las librerías surtidas con oportunidad y depositarias con celo de los tesoros de la literatura. Una en la calle 18 compartía lectores con Casa del Libro del catalán Rajul. Era la Gran Colombia. Época de libreros ilustrados y en la cual se distinguían las librerías, unas de otras, por su olor. Allí adquirí La hojarasca, la novela de Gabriel García Márquez, con su tapa de Cecilia Porras y dedicada a Germán Vargas, sin más.
Me gustó ese gesto de tapa y dedicado en un país donde los nombres, los padrinos y los brindis, se hacen invocando al santoral de nuestros visibles, tres o cinco presidentes, senadores, un acorazado de la fuerza naval del Atlántico, un criminal benefactor. El gesto discreto y justo del autor decía de la autonomía del arte y de los secretos que hacen posible el milagro.
Recuerdo a don Germán, delgado y alto, vestido de paño entero y corbata. De ojos claros y cabello cano que parecía ser cortado, todas las veces, por el mismo peluquero. Fumaba con persistencia tabaco negro y flotaba en una tranquilidad inalterable y atenta que se transmitía a sus gestos.
Quién decide las sensaciones que guardadas en la memoria o amarradas por el recuerdo servirán como constancia del pasado, es un misterio.
En la Bogotá modesta de aceras estrechas, rotas y desiguales, sueltas a su deterioro para que la gente no permaneciera en la calle, el club de los pobres eran los cafés. Refugios entrañables abiertos por foráneos nostálgicos y silenciosos que se esmeraban en tener a la mano una reproducción de las ciudades que abandonaron.
Había salas de cine, a la mano, para mitigar la desolación de un encuentro incumplido y los maleantes eran casi bondadosos.
De este paisaje rescato la imagen de Germán Vargas. Para hablar de una antología de cuentos que preparaba me invitó a almorzar. Prefería por esos tiempos un restaurante de españoles, debajo de la carrera séptima y junto a lo que Saldarriaga llama el zanjón de la calle 26. Tenía Vargas un tacto delicado para incorporar a tantos que llegábamos de las regiones al espacio de formas y sigilos que le atribuyen a Bogotá. Con persuasión ligera me recomendó callos madrileños y no insistió en la cerveza ni en el vino de los cuales me abstenía. Creo que menos por la edad que por la vergüenza viva de la borrachera en el año de adiós al colegio. Mientras comíamos elogiaba el plato. Comí con gusto y placer y por única vez el cocido espeso.
A veces desaparecía y era seguro encontrarlo en Barranquilla a la cual volvía y encontraba su mesa en El Heraldo y la conversación interminable con Alfonso Fuenmayor, la visita gentil a Meira del Mar, la invocación de los muertos con la Tita, y se enteraba de los nuevos escritores.
Cuando dirigió el tabloide de los liberales de La Ceja me encargó de las reseñas de libros. Aprendí.
Germán Vargas y Eligio García presentaron mi novela: El patio de los vientos perdidos. Conocí del rigor y las crueldades de lo amoroso.
Los sindicalistas estudiosos rememoran con afecto la dirección de Germán de Inravisión.
Vargas y Pachón Padilla son los colombianos que más cuentos leyeron en sus vidas. Hasta el día que sonó la campana.
De El Universal, Colombia
imagen: Cubierta de Cecilia Porras para La Hojarasca, 1955
No comments:
Post a Comment