Thursday, December 15, 2011
Marina Tsvetáieva, el amor y su rostro trágico
Giorgio Montefoschi
No era alta: medía un metro sesenta y tres centímetros. Era de espalda ancha, cadera estrecha y cintura menuda como la de un muchacho egipcio. Sus pasos y movimiento eran ligeros, precisos y los contenía en presencia de otros. El perfil de su rostro también era neto, preciso. Su cabello, castaño en su juventud, encaneció pronto, acentuando la luminosidad de su tez aceitunada. Sus ojos eran verde uva, sombreados por largas cejas negras. Tenía manos fuertes y amaba los objetos robustos. Sabía relatar de manera espléndida, con su voz juvenil y sonora. Espartana en sus costumbres y parca en su alimentación, no rehuía la tentación del cigarro. Cuando estaba en Rusia fumaba Papirosy. Se desvelaba y se levantaba muy temprano. Cada mañana ponía sobre su escritorio una tacita de café caliente y se ponía a trabajar como un obrero frente a su máquina. Era capaz de posponer cualquier cosa por la escritura, por la poesía. No amaba las flores, prefería las plantas silvestres y los árboles.
Este es el retrato de Marina Tsvetáieva, la gran poeta rusa nacida en 1892 y que se suicidó en 1941, que nos deja su hija Ariadna Efrón en su libro de memorias, Marina Tsvetáieva, mi madre. Es un testimonio lleno de recuerdos dolorosos en el que aparecen la Rusia revolucionaria y el exilio: el poeta Aleksandr Blok, que en la penumbra de un palacio aristocrático, rodeado de estatuas y butacas rosas, recita sus versos y los olvida, y alguien, atento, se los recuerda; madre e hija sentadas en silencio en su casa, un minuto antes de abandonar Moscú; una pareja de jóvenes en la estación desierta de Berlín secándose las lágrimas después de creer haberse despedido para siempre.
Sin embargo, hay que tomar en cuenta que las memorias de Ariadna Efrón aparecieron en la Unión Soviética nada menos que en 1975 y, por lo tanto, el lector que confíe sólo en ellas entenderá y sabrá muy poco. ¿Sabrá, por ejemplo, que Sergej Efrón, esposo de Marina y padre de Ariadna, después de haber militado en las guardias blancas y haberse refugiado en el extranjero cambió radicalmente de ideas en el exilio y trabajó para el servicio secreto ruso, involucrándose en obscuros hechos de sangre? ¿Sabrá que regresó a Rusia, pero fue arrestado en 1939 y después de un interrogatorio murió de un balazo que al parecer disparó el mismo Berija? ¿Sabrá que Ariadna, ferviente seguidora de las ideas de su padre, también fue arrestada y enviada a un lager siberiano durante ocho años y que totalmente ofuscada, después de dos años de gulag escribió a una amiga: "Lo que me sucedió es un caso único y lo que es grande, permanece grande." ¿Sabrá que su madre, desesperada, se ahorcó el 31 de agosto de 1941 en la ciudad tártara de Elabuga a la que había huido con su hijo Mur y que en sus últimos días, agotada por las promesas no cumplidas, el hospedaje negado, la indiferencia de sus colegas escritores, se había ofrecido como lavaplatos? ¿Sabrá que su cuerpo, como el de Mozart, fue arrojado a la fosa común en un cementerio de Elabuga? La respuesta es sencilla y aterradora: no.
La historia de Marina Tsvetáieva, como puede conocerse a través de su inmenso epistolario, es una de las más trágicas del siglo xx. Una historia en la que la aberración de las ideas, la destrucción de la dignidad humana —las muchas mentiras que la acompañaron y por decenios deslumbraron a Occidente ("Allí una persona se siente verdaderamente libre"), escribió André Gide—, tuvieron el mismo relieve desgarrador que el alma de esta poetisa extraordinaria, empeñada hasta el espasmo en soportar su existencia. Si es verdad que en su vida Marina Tsvetáieva encontró la revolución, la guerra, la persecución, el exilio, la miseria, el hambre, los horrores del estalinismo, el desprecio, el olvido (y para un poeta no hay nada más doloroso que el silencio), es también verdad que si ella hubiera sido libre, hubiera buscado en algún otro lugar esta inmensa fuente de dolor que el destino le había reservado en los años y travesías de sus vicisitudes: en una de esas vidas quietas, quizá de "poeta burgués" que ocultan un infinito tormento.
"Yendo por el bosque —escribió en 1923 a un joven amor—, pensaba: ¿de dónde surge en el amor ese eterno lamento del alma que me hace tanto daño, ese deseo de dolor? ¡Oh! Dios verdaderamente quiere hacer de mí una gran poeta, de otro modo no me lo quitaría todo." Era una mujer excesiva, una mujer ante la que se sentía miedo, como un amigo suyo dijo: "un judío inteligente". Desde joven pensaba que el cuerpo de otro ser humano era un muro que impedía ver su alma. Odiaba esa barrera, por lo tanto, las únicas relaciones que apreciaba eran las que sucedían en la imaginación o en el sueño y tomaban consistencia en las estupendas cartas que escribía en borrador y después pasaba en limpio. "Entreviendo una centella de posible comunicación —recuerda Ariadna— empezaba a soplar como un huracán, con tal fuerza que acababa por apagarse."
A Steiger, un joven poeta moribundo al que amaba sin haber nunca conocido, escribió: "Sepa que la apuesta en cada uno de mis juegos siempre he sido yo misma, hasta la inmortalidad de mi alma. Y siempre he perdido." Muchos años antes había escrito a otro amor, el crítico Bachrach: "Si lograra llevarle, a través de mi alma viva, en el Alma, a través de mí, en el Todo, sería feliz. Porque el Todo es mi casa." Y a Pasternak: "¡Mi querido Pasternak! La relación que prefiero es ultraterrena: el sueño. La segunda: la correspondencia. Se sueña y se escribe no cuando queremos, sino cuando tienen ganas la carta de ser escrita y el sueño de ser soñado. No amo los encuentros de la vida: uno se golpea de frente. El encuentro debe ser como un arco, más elevado." Amó a grandes poetas y a hombres desconocidos que muchas veces, por temor a las decepciones que de vez en cuando sufrió, prefirió no conocer su rostro.
Como Kafka con Felice, retrasaba o postergaba el posible encuentro. A Rilke, a quien adoraba y nunca conoció, escribió: "Reiner, se hace de noche, te amo. Un tren ulula. Los trenes son lobos. Los lobos son Rusia. No un tren, Rusia entera ulula hacia ti." Pasternak, a quien ella comparaba con Abraham o con un monte altísimo, le había escrito: "¡Qué versos estupendos escribe usted! ¡Es usted una poeta escandalosamente grande! ¡Oh! Cómo os amo Marina! Tanto como me gusta el alma... Ya llegará el día de nuestro encuentro." Marina le respondió: "Seré paciente y esperaré el encuentro como a la muerte. ¡Oh! No tema mis palabras demedidas. En cuanto a la vida con usted, ¿cómo se puede vivir con un alma en un departamento? Acerca de Aleksandr Bolk a quien veneraba, escribió: "Después de la muerte de Bolk, yo seguía encontrándolo en todos los puentes nocturnos de Moscú, sabía que vagaba por allí, que quizá me estaba esperando, que yo era su más grande amor, aunque no me conociera, el gran amor que el destino le había preservado y no se había podido realizar... porque yo no he nacido para la vida." A un joven de dieciocho años que acababa de salir del ejército bolchevique, le escribió: "Evidentemente yo puedo ser amada por jóvenes que han amado locamente a su madre y se han perdido en el mundo."
Fue madre hasta sus últimos días. A sus familiares siguió, cuidó y alimentó como un ángel. Amor y maternidad —algo que observa con inteligencia Serena Vitale—, fueron para ella una sola cosa: fue una madre rusa primordial. De sí misma decía que había pasado la vida conduciendo niños de la mano. En un poema de la serie Después la Rusia, titulado "La sibila al niño", dice: "Ven cerca de mi pecho,/ más cerca:/ nacer, pequeño, es caer en el tiempo.../ ¡Pero te levantarás! Lo que llamamos muerte/ es caer en el tiempo.../ ¿Pero te levantarás! Lo que llamamos muerte es caer —en lo alto—... La muerte, niño, es regreso." Pero en su regreso al mundo, en el que evidentemente creía, hubiera querido sólo la compañía de la palabra. "Cuando pienso en la hora de mi muerte —escribió a Pasternak—, pienso siempre: ¿La mano de quién tomaré en la mía? ¡Solamente tu mano! No quiero ni a sacerdotes ni a poetas, quiero a quien conoce las palabras sólo para mí [...]¡quiero tus palabras, Boris, para llevarlas en esa vida!"
Murió en la soledad más absoluta: todos la habían rechazado. A su hijo dejó esta nota: "Perdóname, pero seguir adelante hubiera sido peor. Estoy muy enferma. Ya no soy yo. Te quiero infinitamente. Entiéndeme: ya no podía vivir así. Dile a papá y a Alja —si lo ves— que los amé hasta el final y explícales que me encontraba en un callejón sin salida."
Traducción de Annunziata Rossi
Publicado en La Jornada Semanal/23/4/2006
Imagen: Marina Tsvetáieva
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