Friday, March 2, 2012
El barrio Policarpa, la madre y el policía
Luisa Fernanda López & Pablo Burgos
Recuerdo que fue un miércoles de agosto de 1959 que mi marido me dijo: Blanca Elena, recoja las cosas más importantes que nos vamos mañana a la madrugada. ¿A dónde? le pregunté yo. Qué a la Capital, me dijo entre soplo y sorbo. Qué por qué, eso no pregunté. Eso ya lo sabía yo. Pero a dónde, eso si no lo sabía. A Bogotá ¿dónde? No teníamos familia allá. Que allá se consigue todo me dijo con el último sorbo.
Así no más llegamos, con frío, los tres niños y la poca plata que alcanzamos a recoger. Allá en Villarrica dejamos la casa y los animales. Así no más empezamos a caminar por el centro a buscar un inquilinato. Encontramos varios, pero todos tenían un letrero en la ventana: “Se arrienda, pero sin niños”. ¿Y qué esperaban? ¿que dejáramos a los niños en la calle? Finalmente estuvimos en una piecita con un baño en un inquilinato en la carrera décima con calle 24 que un amigo nos subarrendó, pero a las tres semanas la dueña descubrió a los niños y nos echó a la calle. Así estuvimos un tiempo.
Fue aquel otro abril de 1948, yo apenas acababa de empezar a trabajar con la policía. Era un policía novato, todavía atrevido. No dudé ni un instante, cuando mi capitán empezó a repartirle fusiles a la gente, yo ahí mismo me uní a la turba. Que a tomarse el poder decían. Mi capitán gritaba que al Palacio de San Carlos, que a tomarse el poder. Me quedó sonando eso desde entonces, eso de tomarse algo. Por la fuerza nos fue mal, ya todos saben la historia de lo que se llamó el Bogotazo.
Desde aquel entonces vivía yo con mi vieja en una casa de Santa Inés. En una piecita. Residencia, le decíamos nosotros. Inquilinato, le decía el resto. Era policía, sí, así me ganaba el pan. Pero era tan pobre como los pobres que me tocaba cada tanto meter a la cárcel. Unos por desahucios, otros por robarse una gallina, alguno por riñas callejeras, borrachos de chicha, malandrines de poca monta. Con todos compartía yo la vida y la casa. Si había revuelta, entonces, ¿de qué lado quedaba yo?
Fue después cuando supimos de la Central Nacional de Provivienda. Nuestro amigo Luis nos dijo que con ayuda de ellos podíamos construir una casa pequeña en un lote que era de la Gobernación de Cundinamarca. A Luis le habían robado la finca en el Cairo, en el Valle. Que los bandoleros lo habían sacado a tiros también con tres hijos. Él era joyero, mi marido y yo campesinos. Con dos pesos nos afiliamos a Provivienda. Fuimos construyendo el rancho poco a poco. Al rato, en el barrio vivían ya unas cinco mil personas.
Pasaron casi veinte años cuando mi capitán nos mandó a ver qué estaba pasando detrás de La Hortúa, del hospital de la Hortúa. Nosotros nos fuimos en la patrulla y miramos desde la carrera, pasamos por la décima y no vimos nada. Nada, mi capitán, ahí no hay nada, un terreno baldío, puro potrero. A la semana siguiente otra vez, que está pasando algo detrás de la Hortúa. Esta vez nos fuimos a mirar detrás del muro y claro, ahí estaba, una cuadra entera ya, el comienzo de un barrio. De invasión decían, que toma de tierras decían los líderes. Volvimos a donde el capitán y le dijimos que nada, que no había nada.
Volví por la noche, sin mi uniforme, vestido de civil, y les dije que yo los ayudaba un rato, que si le conseguían un lote a mi madrecita. Así fue que yo la mudé a mi madrecita, ya casi era abril, en la noche le habían construido su ranchito. Acá el rancho, y saliendo por atrás una caseta con la cocina. Les dije que tocaba ya dejar el barrio así, que no más ranchos, porque cómo le decía yo al capitán que no pasaba nada, si cada día había una cuadra más.
Fue entonces, cuando ya había una manzana entera, que llegaron aquí a nuestro barrio unas 150 personas que tampoco tenían casa y la policía los echó de otro lado. Nosotros los recibimos, les brindamos solidaridad. Los estábamos ayudando a construir unas casetas en la cancha de fútbol y en nuestros solares. Las hicimos como quien hace cometas: con palos y papel encerado. Ya llevábamos como 200, cuando empezó a aparecer gente desconocida por el barrio, merodeando. Unos decían dizque querían saber cómo tener un lote, pero nosotros sabíamos que eran soplones de la policía. Claro, nosotros nos conocíamos los unos a los otros y teníamos nuestra propia vigilancia. Si capturábamos a un delincuente lo entregábamos a la policía, pero si era del barrio, ahí la cosa era distinta. Nosotros teníamos nuestra propia Comisión de Justicia y Disciplina. A varios ya los habíamos desterrado porque teníamos que apoyarnos entre nosotros, no podíamos hacernos el mal.
Era ya casi la semana santa de 1966, cuando nos mandaron a una operación de desahucio en el Country Sur. Que se estaban tomando unas tierras, que eran privadas. Yo le pregunté a mi capitán, pero y qué hacemos con esta gente, son como cien familias. Y él me dijo, pues llévenlos para allá detrás de la Hortúa, donde según usted no pasa nada. Pues allá los dejamos. Les dijimos, acá les organizan un lote y un ranchito. Yo mismo me fui en la noche, de civil, a ayudar a construir los ranchos. Me preguntaron, oiga ¿y no que no debíamos construir más ranchos? Yo sí les dije que tocaba estar pilas, que el capitán sabía todo. Lo que yo nunca pensé es que nos fueran a echar al ejercito.
Las casas de los nuevos destechados tenían que ser como cometas para poder levantarlas y esconderlas si venía la policía. La policía nos había advertido que no podíamos poner un rancho más por aquí. Pero ¿y qué esperaban? ¿que los dejáramos en la calle? Había una señora que tenía 15 hijos y ni un solo marido. Todas esas personas recibieron solidaridad nuestra, algunos dormían en la Casa de la Cultura que entre todos hicimos con latas y otros se alojaban en nuestros ranchos mientras terminábamos sus casetas.
Era ya semana santa cuando estábamos terminando las últimas casetas. Nuestra idea era poner 200 en la cancha de fútbol para el viernes santo. Creíamos que la policía no nos iba a molestar por ser un viernes santo, además ellos estaban esperando que hiciéramos la toma en la noche. Siempre habíamos hecho las tomas en la noche.
Aquí teníamos comisiones de trabajo para todo. La Comisión de artes, deporte y cultura organizaba presentaciones y talleres de teatro, pintura, música, canto y danzas. Todas estas actividades nos servían también para recolectar unos pesos para ayudar a conseguir la tela asfáltica con que hacíamos las casas de los compañeros.
De día andaba yo uniformado, de noche de civil. De día iba de policía a contar ranchos, de noche iba de civil a construir ranchos. Una tarde nos dijeron que los de la Hortúa, así les decíamos entonces, se estaban robando la luz de un transformador de alta tensión. Sacamos la patrulla y nos fuimos a buscarlos, nos tocó perseguirlos con sirena y todo. Y decirles, hermanitos que de ahí no agarren la luz, se nos van a electrocutar, que tienen que cogerla es del hospital.
Yo andaba escondiéndome del capitán, pensé que me tenía en la mira por el chistecito de que no pasa nada en la Hortúa, en la Hortúa no pasa nada. Él como que me buscaba y yo me salía por la tangente. Hasta que un día me agarró saliendo y va y me dice, oiga que si no será que a usted que le paran bolas allá en la Hortúa, no será que le consigue a mi primita un lote esquinero, que le dieron uno como feo, a mitad de cuadra.
Esa semana santa justo estaba yo tratando de instalar un reverbero eléctrico. Antes cocinaba con leña. Descubrimos que había un transformador de electricidad dentro del barrio y que era del Hospital San Juan de Dios. De ahí nos robábamos unos cablecitos. Aprendí cuál era el positivo y el negativo, pero antes, mientras aprendía, hice varios incendios. Yo y otras amas de casa. Nosotras nos encargábamos de todo: el agua, la electricidad. Los hombres se iban a trabajar y traían la comida. Nosotras cuidábamos de los niños y del barrio. Para lo del agua, eso estaba más difícil. Nos teníamos que meter al Hospital de la Hortúa para traer agua y bañarnos. Ellos sabían que entrabamos a escondidas, se hacían los que no sabían. Así, en silencio, también nos prestaban solidaridad. Ellos sabían que no debíamos meternos en el Hospital. Nosotros también lo sabíamos. Pero ¿y cómo esperaban que viviéramos sin agua?
Fue ese 8 de abril. Estaba yo en misa de viernes santo con mi madrecita, cuando empieza el rumor que en la Hortúa estaba la tropa. Alguno de esos, bendito sea, que oyen radio durante el sermón empezó a correr la voz, que en la Hortúa está la tropa, que para la Hortúa, que van a desalojar a los de la Hortúa. Y mi madre empieza a llorar, que mis cosas, que mi ranchito, que me lo van a quemar. Y yo, mamá, que no le van a quemar nada, que no mientras yo esté vivo. Y ahí sí que llora más fuerte y grita, que mijo, que no vaya para allá, que me lo matan. Pero para allá me fui, de civil de día, a cavar fosas alrededor de la Casa de la Cultura. Y veo la tropa, veo el ejército, y ahí sí que me asusté. Entre policías nos entendíamos, pero el ejercito es otra cosa. Y oigo que están echando bala, y veo a las vecinas con balas en las nalgas, y a los vecinos con la cara llena de sangre. Y yo me agarró de la Casa de la Cultura y con Don Gilberto nos decimos que de acá nos sacan pero muertos. Don Gilberto coge el micrófono, con los altoparlantes, con su voz recia y su acento caleño, compañeros, de acá no nos saca nadie, ni a bala, ni a sangre, ni a fuego, esta es nuestra tierra por derecho propio. Y yo veo que queman ranchos, y nosotros ponemos cable afilado para los caballos, y les prendemos fuego a los caballos, y veo yo a una señora que les tira sopa caliente, y otros abren las letrinas, y veo yo soldados hundidos en las letrinas pidiendo ayuda.
Eran las 11 am. El reverbero estaba sirviendo finalmente. Estaba haciendo una sopa para varias familias. Por allá estaban organizando también un asado. Estábamos preparados para la toma en una hora. A plena luz del día y un viernes santo la policía no nos iba a molestar.
Eran las 12 am. Se inició la toma. Se pusieron las casetas. No tardaron más de 15 minutos. Pusieron banderas blancas, imágenes de la Virgen y de Cristo. Que Dios nos proteja, proteja nuestras casas, nuestra familia. Había celebración, pero también tensión.
Era la 1 pm. Llegó la caballería. Llegó el ejercito, la infantería de a pie. Mujeres y niños se pusieron en frente. Todos los compañeros se armaron con antorchas y caucheras. Don Gilberto nos animaba por los altoparlantes de la casa de la cultura. Lo escuchaba gritar: “¡Compañeros, estamos defendiendo el techo para nuestros hijos; estas tierras que ocupáis, y las que nosotros hemos conquistado nos pertenecen, son nuestras, las defenderemos con nuestras vidas si tratan de desalojarnos!”.
Era la 1 y 10 pm. Las familias seguían gritando contra la policía: “La tierra no es del dueño sino de quien la necesita”. Nosotros ya sabíamos por el compañero Mario que teníamos derecho a esta tierra, que por derecho debíamos tener una vivienda digna, que eso decía el Artículo 51 de la Constitución del país, del país del que somos, donde nacimos, le guste al que le guste.
Era la 1 y 20 pm. El ejercito avanzaba. Los vecinos empezaron a lanzarles piedras. Yo recibía algunos heridos y decidí echarle la sopa caliente al que quisiera venir a sacarnos. Las banderas blancas eran ya antorchas y ni la Virgen ni Cristo pudieron hacer nada frente a las patas de los caballos que pasaron por encima de todo. Las casetas estaban desbaratadas y algunas quemadas. Había muchos, muchos heridos. Los niños lloraban, no entendían qué pasaba y los gases los tenían muy mal.
Era la 1 y 30 pm. Empezaron a llegar estudiantes de la Universidad Libre y de la Nacional. Ellos ya nos habían ayudado antes con mercado y materiales. Hicieron un cerco para que no siguiera pasando el ejercito.
Era la 1 y 45 pm cuando mataron a mi amigo Luis. Llevaron el cuerpo a la Casa de la Cultura.
Eran las 2 p.m. Había muchos heridos y hablaban de dos niños muertos por balas perdidas. De entre los colchones y ranchos quemados sacamos unas banderas blancas. Se llevaron a varios compañeros presos.
Era un viernes santo.
Publicado en POST OFFICE COWBOYS (Bogotá-Roma), 2/03/2012
Imagen: Barrio Policarpa, Bogotá
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