Saturday, March 24, 2012
Maquillaje
Saul Bellow
LOS MOSAICOS eran de un color cereza borroso y la repisa para poner los objetos de limpieza personal era de níquel viejo y muy adornado. El agua salía con fuerza del grifo y Herzog veía cómo se transformaba Madeleine en una mujer mayor. Tenía un empleo en Fordham, y a ella lo que más le interesaba era tener un aspecto sobrio y maduro, como de llevar mucho tiempo en la Iglesia. La descarada curiosidad de Herzog, el hecho de que compartiese con familiaridad el cuarto de baño con ella, y el que estuviese desnudo bajo la bata, así como la palidez de su cara por la mañana en ese ambiente de lamentable lujo victoriano, todo eso molestaba a Madeleine. No lo miraba mientras se arreglaba. Sobre el sostén y la bombacha se ponía un suéter de cuello alto y, para proteger los hombros del suéter, se cubría con una capa de plástico que protegía la lana del maquillaje. Luego empezaba a ponerse los cosméticos; los tarros y las cajas llenaban el estante sobre el lavatorio. Hiciera lo que hiciese, se movía con rapidez y eficacia, con la seguridad de una especialista. Tenía una seguridad de acróbata en el trapecio. A Herzog le parecía que Madeleine se arreglaba con demasiada prisa, pero lo hacía muy bien. Primero se extendía una capa de crema en las mejillas, frotándosela hasta su nariz recta, su barbilla infantil y la suave garganta. Era una crema gris, de un tono perla azulado. Esta era la crema base. Se quitaba el exceso de grasa con una toalla de maquillaje. Sobre esto se aplicaba el colorete y los polvos. Luego suavizaba el maquillaje con una bola de algodón siguiendo la línea del cabello, en torno a los ojos, y un poco en las mejillas y en la garganta. A pesar de los suaves anillos de carne femenina, había ya algo claramente dictatorial en la rotundidad de aquella garganta. No dejaba a Herzog que le acariciara la cara hacia abajo porque era malo para los músculos. Sentado, contemplándola desde el borde del lujoso baño, Herzog se ponía los pantalones después de meterse en ellos la camisa. Ella no lo miraba. Hacía todo lo posible para librarse de él en cuanto empezaba su vida diurna. Con la misma prisa, como si estuviera desesperada, aún se aplicaba unos polvos pálidos con la borla. Luego se volvía rápidamente para contemplar su obra -perfil derecho, perfil izquierdo- colocándose ante el espejo con las manos levantadas como si fuera a sostenerse el pecho, pero sin tocarlo. Estaba satisfecha con los polvos. Todavía le quedaba ponerse unos toques de vaselina en los párpados. Se daba rimmel en las pestañas con un diminuto pincel. Moses participaba en todo esto en silencio, intensamente. Pero aún sin pausa ni vacilaciones, ella se daba un toque de negro en el extremo exterior de cada ojo y volvía a dibujar la línea de sus cejas para mejorarlas. Luego tomaba unas grandes tijeras de sastre y empezaba a recortarse el flequillo. Madeleine parecía no necesitar espejo para saber lo que tenía que hacerse; su imagen estaba grabada en su voluntad. Se cortaba el flequillo como si descargara una pistola y Herzog sentía un impulso de alarma. La gran decisión de aquella mujer en todo lo que hacía le fascinaba, y en esta fascinación volvía a encontrar su propia infancia. Allí estaba él, una persona en plena posesión de sus facultades, sentado en el borde del pomposo y viejo baño, absorto en esta transformación del rostro de Madeleine. Luego, ella se pintaba los labios y se sumaba años. Este último detalle era ya casi el final. Pero aún tenía que humedecerse un dedo con la lengua y darse unos últimos toques. Ya estaba. Se miraba seriamente al espejo y parecía satisfecha. Sí, estaba muy bien. Pero le faltaba ponerse la falda de tweed, larga y pesada, que le ocultaba las piernas. Los tacones altos le inclinaban levemente los tobillos. Y luego, el sombrero, que era gris, de copa baja y ala ancha. Cuando se lo encajaba en su fina cabeza, se convertía en una mujer de cuarenta años, como tantas de las pálidas, histéricas y arrodilladas hipocondríacas que se veían en las naves de las iglesias. El ala ancha del sombrero en torno a su angustiada frente, su intensidad infantil, su miedo, su fuerza de voluntadreligiosa, todo ello inspiraba compasión. Mientras que él, aquel judío pecador, gastado y sin afeitar, ponía en peligro la redención de ella y le causaba dolor de corazón. Pero Madeleine apenas lo miraba. Se había puesto la chaqueta con el cuello de ardilla y se metía la mano por debajo para ajustarse las hombreras. Aquel sombrero lucía una larga cinta gris de más de un centímetro de anchura y le recordaba al que llevaba la señora que le hacía leer la Biblia en el hospital de Montreal. Incluso tenía un largo alfiler como aquel. Terminado su arreglo, el rostro de Madeleine quedaba suave y maduro. Solamente los ojos habían quedado sin tocar y las lágrimas parecían a punto de brotar de ellos. Madeleine parecía enfadada, furiosa. Desde luego, quería tenerlo junto a ella por la noche. Incluso, casi con rencor, le cogía una mano y se la ponía sobre uno de sus pechos mientras se dormían. Pero por la mañana habría preferido que desapareciera.
El autor
PREMIO NOBEL de Literatura en 1976, Saul Bellow nació en Quebec en 1915, en el seno de una familia judía de origen ruso, y murió en Massachusetts en 2005. Vivió la mayor parte de su vida en Estados Unidos, fue soldado en la segunda guerra mundial y luego profesor en la universidad de Chicago. Obtuvo un importante reconocimiento literario por sus novelas Hombre en suspenso (1944), Las aventuras de Angie March (1953), Carpe Diem (1956), Henderson, el rey de la lluvia (1959), El legado de Humboldt (Premio Pulitzer en 1975) y Herzog (1964), de donde fue extraído el fragmento publicado.
Publicado en El País, Montevideo, marzo 2012
Imagen: Saul Bellow, por Fay Godwin
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