Thursday, March 22, 2012
PERFIDIA/El secuestro cinematográfico en el hecho de imagen
Por Marcela Parada
Luego de proyectado el filme los organizadores del Sanfic, como ya se ha hecho tradición, han llamado al director y al actor protagonista –el chileno Gonzalo Valenzuela- adelante. Han habido tres o cuatro consultas del público que todavía quedábamos en la sala a los dos involucrados y luego, cada cual a lo suyo, a nuestras vidas, a nuestras –quizá- insondables y propias perfidias.
Ya entro en el tema que nos convoca, es que Perfidia requiere de este intersticio preliminar. Y mira si no, justo antes de proyectar el filme, Bellot ha tomado el micrófono y nos ha agradecido por estar allí, en esa sala, entre tantas otras opciones simultáneas de proyección. Nos ha dicho que la película que íbamos a ver era, probablemente, una película distinta a la que el público pudiese estar acostumbrado. Y que le diésemos tiempo a su Perfidia. Que nos tomásemos el tiempo para que ésta se manifestara.
Lo primero, decir que Perfidia me ha parecido una película extra ordinaria y extraordinaria además. Extra ordinaria porque se trata de un filme que efectivamente se desprende de las narraciones habituales que siguen el modelo tradicional de representación (lo que –convengamos- es propio de la reflexión artística y, para el caso, de la reflexión en torno al cine). Aquí nos encontramos con un solo protagonista, prácticamente con una sola locación –la habitación de hotel a la que el protagonista llega y en donde permanece solo durante el 95 o 97 por ciento de la película- y escasísimos diálogos, palabras –de hecho- prácticamente ausentes en donde la imagen emerge visualmente todopoderosa, secuestrando al espectador en el hecho, precisamente, de imagen de un personaje situado y sitiado entre cuatro paredes. Y extraordinaria, además, porque en Perfidia asistimos a una puesta en obra que afortunadamente se eleva por sobre tantas otras realizaciones actuales que, aún estando y hasta acaparando pantalla en nuestra salas, podrían, francamente, no haberse realizado. O dicho de otro modo, no habría pasado nada si no se realizan. Tengo la sensación de que con Perfidia pasa exactamente lo opuesto. Nos encontramos ante una concentración de tensión y de fuerza expresiva que hace pensar que esta película tenía que realizarse, arriesgándose a explorar el silencio para hacer emerger el texto en el hecho visual, en la mirada –factor constituyente del cine- como potencial y choque de sentido; y que debiera estar en pantalla por mucho tiempo más, para que corriera de voz en voz, para que la voz tomase la forma de Perfidia y nos conminara a tomar el tiempo para observar, esencialmente, el tiempo. Ese tiempo suspendido en la espera, en la indeterminación, en el “todavía no” propio de la existencia humana, en el “entretiempo” de un tiempo narrativo que se plastifica en la suspensión.
En términos argumentales, el protagonista viaja en bus para alojarse en un hotel perdido en las montañas nevadas del norte de Nueva York. La especificación del lugar –Nueva York- es prescindible, el viaje que se emprende así como el imponente paisaje nevado no lo es; conlleva la distancia y el sumergirse en el gélido panorama desde donde habrá de emerger el conflicto arraigado en la profundidad del personaje principal. El conflicto, para los que nos han visto aún el filme, me lo reservo. El –por decirlo de algún modo sin revelar demasiado- “ajuste de cuentas” que habrá de realizar el protagonista será develado con total especificidad sólo en el último segmento del filme. El resto se sostiene, les decía, en la indeterminación narrativa.
El protagonista -ataviado como turista de hostelling, jeans raídos, pelo largo, mochila a la espalda-, se registra en el hotel y paga la primera y única noche que permanecerá allí. El diálogo con la chica de la recepción es estrictamente operativo, respondiendo a la identificación del extraño para efectos del formulario. Una vez registrado, atravesamos junto a él el pasillo que lo conduce a su habitación. La cámara lo sigue de cerca, a escasos centímetros de su espalda (táctica de seguimiento que recuerda la puesta en forma en Le Fils, de los hermanos Dardenne), y nos colamos subrepticiamente a su lado en la habitación.
De aquí en adelante permaneceremos allí, sitiados entre las paredes de la habitación, entre la zona de la cama y el baño, y seguiremos al protagonista –siempre de cerca, en conformidad con un procedimiento de auscultación, de detalle, de disección- en una serie de acciones que podríamos calificar como menores; acciones operativas llevadas a cabo –y llevadas a forma, cubiertas por la cámara- de forma minuciosa; como las secuencias del rasurado de la barba, el rapado de la cabeza y el corte de las uñas. Secuencias en las que, por lo demás, asistimos a la proeza operativa-técnica de grabar planos únicos, irrepetibles.
El asedio de la cámara operando sobre el personaje único en la locación única consigue que la limitación espacial actúe como un concentrador temporal de tensión, propiciado por la situación de claustro en la imprecisión narrativa (¿Quién es este personaje? ¿Qué busca? ¿Qué espera? ¿Qué esperamos junto a él? ¿Por cuánto tiempo se extenderá la espera?). La cámara se da a la tarea de cubrir al protagonista en planos secuencia cercanos y cortos y desde la mayor cantidad de ángulos posibles. El punto de vista adopta posiciones múltiples y ángulos quebrados con perspectivas en escorzo (operación representacional que recuerda a Tape, de Linklater). Los planos son relevados constantemente y los tiros de cámara cubren al personaje de un modo incisivo y circularmente indeterminado.
En esta obsesión de la cámara sobre el personaje único entra a escena el sistema de vigilancia, la mecánica operativa de un sistema que inspecciona comportamientos y hábitos de la intimidad, un aparataje de visión abierto a la disección instrumental del sujeto-objeto de registro y foco de sospecha visual.
En la cercanía de auscultación, en los relevos espasmódicos de planos y ángulos de mirada sobre el personaje, en la operación de observación incisiva del “entretiempo”, del “todavía no”, la operación de tiempo real se tensiona en relación con el tiempo narrativo, seguro de supervivencia este último incumplido, en donde el movimiento representacional anuncia el advenimiento de la angustia. Noción de angustia que viene vinculada a la expectativa y para el caso lleva adherido un carácter de indeterminación.
En la puesta en forma final, el filme presenta una dinámica de montaje notable. La articulación de los fragmentos actúa a la manera de un caleidoscopio. Como si la noche que permanecemos en la habitación se tratase de un sólo momento, una sola vista trozada técnicamente en una visión fractal, imposible para el ojo humano pero posibilitada por la prótesis mecánica de visión en perpetua vigilia.
Así las cosas, apostados junto a la cámara en el cuarto de hotel, asistimos a una suerte de intrascendencia en la que emergen los intersticios, los detalles, la acción debilitada, el tiempo muerto extendido en la espera indefinida, los accidentes, la fragmentación; subrayando el sinsentido y la precariedad de las categorías establecidas para darle un sentido a la omnipotencia del tiempo real. Al extremar la mirada en la inmediatez del suceder cotidiano y circunstancial asistimos, como espectadores, a un tiempo que se está desgranando en el transcurso de lo intrascendente; lo que viene a constituir, a su vez, la noción experiencial de intrascendencia. En este sentido, la restricción espacial opera como una restricción narrativo-técnica que hace emerger el vértigo del tiempo real, un tiempo que se deshilvana en la espera e indeterminación y que para el caso opera de manera inversamente proporcional a la densificación del cuerpo del sujeto en pantalla. Con todo, en esta cercanía de disección, la imagen es “demasiado clara” y prolifera desmembrada. En esta vía, Perfidia es de una evidencia notable: el sujeto emerge de forma fragmentaria, desmantelado en planos de investigación óptica y articulado –desarticulado, más bien- en la espera indefinida.
La progresiva desmantelación del sujeto-objeto de registro es, así mismo, la progresiva desmantelación del sistema tradicional –acordado, convenido, estipulado- de representación cinematográfica, para explorar artísticamente la producción de sentido a partir de las operaciones ópticas de deconstrucción fragmentaria de la realidad.
Bajo estas coordenadas, las escenas de aclaración que se disponen en los últimos minutos del filme son francamente descartables. De hecho, la secuencia de cierre actúa como una vuelta de tuerca en el sentido menos auspicioso. El enigma se resuelve casi a la manera de un Deus ex machina, todo se aclara –incluso la figurilla-símbolo de cerámica que llevaba el personaje consigo-, y ese sujeto que quedaba, minutos antes, vuelto de cara a la profundidad queda vuelto de cara a la medianía representacional. Habría que quedarse con el noventa y siete por ciento restante del filme, allí sí Bellot se desprende del modelo cinematográfico industrial y su puesta en obra secuestra al espectador, cinematográficamente, en el hecho de imagen.
De laFuga
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