Roberto Burgos Cantor
Resulta interesante la forma como los vecinos y ciudadanos, informadores y analistas, examinamos y terminamos por calificar las conductas ajenas, las flaquezas, los desvíos del deber.
Nadie podía prever que una pasión traviesa de policías, durante sus turnos de servicio, condujera a la condena desproporcionada y al desprestigio de la bella ciudad donde ocurrieron los hechos.
Nadie, tampoco, se ha compadecido de esos hombres, ¿no había mujeres? que sometidos a la presión insoportable de desconocer en cuál instante el avión emblema del poder en el mundo será atacado, o una hechicera pondrá veneno en el agua del Presidente. O una flecha o una piedra, o una bala, o una bomba o un misil, borrarán el agradable gesto desgarbado de jugador de basquetbol del señor Obama. Pobres policías con su oficio de sobresaltos y pesadillas que los hacen brincar en medio de sirenas y ataques irremediables. Ellos han cuidado al hombre del mando en lugares donde las guerras todavía son carbones encendidos, odios sin cura, misiones de Dios.
Y de repente llegan a una orilla del Caribe donde la inocencia y cierta tontería de algunas gentes arman un descomunal gatuperio porque el Señor dormirá dos noches, porque comerá postas de sábalo fritas en manteca de puerco, porque probará el agua de panela con limón y cubos de hielo que cura las ulceras nerviosas. Nadie se da cuenta que quien debe agradecer ese instante de la vida es el visitante. Podrá dormir y quedar en la inconciencia de qué le importa un pepino que se maten los palestinos y los israelitas, que las tropas en esa lejura del mundo sufran bajas, que algunos torturen. Que los republicanos no quieran ver inmigrantes sino en la cocina y el jardín de sus casas. Que paguen su Salud los que puedan y sino se mueran, ¿quién desperdicia ese sistema de control poblacional?
Y esa paz de cielo abierto y mar de horizonte inalcanzable, de piedra ennegrecida y con las vetas verdes de los líquenes que canta en las noches, y los olores de cangrejos asustados y rescoldo del coco en el hierro de los calderos, esa, libera la sostenida obsesión impuesta a los gendarmes de un único ser: vigilar, proteger, sospechar, cuidar.
Por supuesto nadie considera que el trópico es un estado de alma. Que no siempre en lo alto de una palmera acecha un Vietcong vengador. Y los agentes sufren el delirio de la belleza cuyo poder es muy superior al del miedo, la sangre, la muerte, el atropello.
¿Qué pasaría con nuestros médicos y sicólogos? Si no era necesaria una copiada de hierba de la sierra para sentir los estragos de la belleza.
Cómo es posible que los voceros de la opinión no hayan propuesto el ensayo amable de invitar a los policías con sus esposas para que vieran que aquí no se requiere de la putería. Que la luz del Caribe, el anuncio incansable del mar, la brisa del atardecer, el calor que abre manantiales en la piel antes insensible, propicia los rencuentros del deseo con el amor y se pueden cumplir las promesas.
¿Acaso no vieron a la Hillary sin el tonto de Bill bebiendo una cerveza y tirando tres pasos en El Habana y mostrando la autonomía femenina?
No. ¡Qué lástima! Parece que el sol aturde a los foráneos.
De El Universal, Cartagena de Indias, 05/2012
Foto: Prostitutas caminando por Cartagena/New York Times
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