Roberto Burgos Cantor
Emery Barrios representaba la huella viva de una Cartagena de Indias que, arrasada por los huracanes que conspiran contra las felicidades elementales de la vida, desaparece sin dejar sobrevivencias,.
Nunca concertamos un encuentro. Cada vez que lo vi, en la calle de la Universidad, parecía una cita preparada con antelaciones de la cortesía. Eran tropiezos de acera que ahondaban una comunicación fluida en la cual se compartían motivos de la vida desde la alegría y el aliento que la hace posible. No en balde los cartageneros de antes al relatar un abrazo propiciado por la casualidad, manera de llamar lo inexplicable, decían: me tropecé con fulana. El tropiezo como saludo fugaz en los años que el tiempo duraba más y solo corrían los locos y los perseguidos.
Aparecía Emery de repente con su bigote amexicanado, sus lentes de vidrios gruesos con la neblina de salitre de quienes viven cerca al mar, detrás de los cuales se alcanzaban a ver unos ojos sobresaltados por emociones. Con un malabarismo de equilibrios imposibles por los papeles, libros, que cargaba, gesticulaba para acompañar sus palabras.
Esa reunión de acera, en los andenes angostos que fue agregando el urbanismo a las callejas para caminar o pasear en un victoria o un landó, no causaban mortificación a los paseantes raudos de hoy en Cartagena de Indias. Ellos con resignada solidaridad se bajaban de la acera y una delicadeza espontánea los hacia respetuosos de la conversación imprevista. A menos que fuera un foráneo, quien protestaba por la ocupación indebida del espacio público, vociferaba recomendaciones no pedidas, y tantas ocurrencias de hoy que no han logrado hacer la vida más vivible.
El tema de Emery Barrios era cada vez una progresión del mismo: la música popular.
Tenía una manera propia y muy de la Cartagena de Indias que se nos escurre sin condolencias de contar sus emociones. Es decir, no pontificaba, no hablaba de un descubrimiento a punto, no descalificaba a nadie, le bastaba con su vida para ser él como los seres nobles y admirables que hacen la vida sin aspavientos, sin resquemores, sin descalificar al vecino. Imagino así al boticario que recomendaba la Curarina de Juan Salas Nieto, o al inventor de la Kola Román, o al del vino afrutado de aroma intenso para la semana santa.
Por esto su diálogo era una ofrenda. Oferta de amistad sin contraprestación. Daba cuenta de las canciones que con una constancia de pirata enamorado encontraba en los larga duración de treinta y tres revoluciones que algún picotero decepcionado abandonaba en cajas sin candado en un patio de Lo amador, o de Torices, o del Camino de arriba. Así había reunido los momentos de inolvidable esplendor del maestro Pianetta Pitalúa, de la A número 1, los boleros de Gladys Julio.
Bajo un aguacero, en la acera, con el padre de Alfonso Múnera, hablamos una vez más. Me regaló un disco del Michi Sarmiento.
Generoso amigo a quien no vi bailar, que ese montón de acetatos con su anuncio de una felicidad alcanzable, te acompañen al aburrimiento de la eternidad.
De El Universal (Cartagena de Indias), 08/2012
Foto: Emery Barrios Badel
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