Roberto Burgos Cantor
Mientras la autonomía de la vida interior queda vaciada de los sueños, de las voces de los muertos que nos amaron y llegaban como cartas nocturnas, los seres se entregan sin resistencias a esa apariencia del otro que es su vida divulgada en periódicos y en noticieros.
Lo que se considera vida propia es un ripio menesteroso de aquello que se impone como vida pública. Una sarta de crímenes, una pila de sumarios de cocina fría, un colchón con manchas de pasión y abandonado.
La mayoría de los ciudadanos nos sentimos con derechos legitimados; no en balde se pagan impuestos, se hacen colas, se soborna a la ineficiencia; para conocer la vida de quienes nos gobiernan, o elegimos para gobernarnos, o eso dicen que hacen: gobernar.
En estos días ruidosos, quienes no optamos por la auto exclusión del boxer o el bazuco, contemplamos el elemento que suscita el interés de los que hacen realizable el derecho a la información: la salud y el buen mando, la enfermedad que acosa a los gobernantes.
El tema ofrece a los médicos, a los buenos curadores de la escuela cartagenera que Jorge García Usta retrato en el precioso libro sobre nuestros galenos, un filón de diagnósticos, historias clínicas, casos especiales, memorias de consultorio, muchas de amor como sabrán.
En siglos pasados el mando estaba más cerca del poder. La enfermedad del mandador preocupaba menos. Era tal el poder del mando que su energía se propagaba más allá de la muerte. Si la enfermedad es humana, el enfermo nos preparará a los sanos para vivir una sociedad de enfermos fuera del hospital. Ahí está el Inocencio de Velásquez que con encomiendas celestiales y terrenales quedó pudriéndose en algún socavón del palacio sin que los ujieres, consejeros, intrigantes, ángeles de la guarda, se hubiera enterado de su silencio. Desde ese entonces debimos aprender, qué vaina con los humanos, que el poder no requiere estropicios, ni agentes de publicidad, ni griterías en las plazas. Las mujeres comprenden esto. El silencio es mejor.
En la madrecita Rusia, y en el oriente milenario que tuvieron emperadores niños, como ahora, el asunto de mandar fue entendido. Nunca la muerte del padrecito les causó dificultades. ¿ Quién no quiere tener un padre eterno, aunque sea para odiarlo? La discreta noticia de la muerte carecía allá de demoras. Solo los occidentales murmurábamos con preocupación por una ausencia, por las palabras lentas, por el cambio de la copa de vodka.
En el territorio cercano, producto de las declinaciones acorraladas de Bolívar, se inició con lento escándalo la comedia del enfermo que manda. Hechos hubo: el Cid Campeador ganó batallas muerto. Nuestra tradición.
Balaguer ciego de años. Castro golpeado por un tropezón. LLeras Restrepo dictando bajo la tolda de oxígeno de una neumonía en un camastro de campaña. Betancur extirpándose el apéndice. Barco Vargas con su clínico que le tocaba los abdominales mientras se moría en un viaje a Korea. Chávez se aferra a ser Chávez.
La enfermedad democratiza: Vicepresidente, Alcaldes, Gobernador, quieren bailar enfermos. ¿Quién dice que la autoridad es un atleta? Y usted y yo con un resfrío sin seguro social.
De El Universal (Cartagena de Indias), 09/2012
Imagen: James Ensor/Death Chasing the Flock of Mortals, 1896
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