Roberto Burgos Cantor
Se espera la maravilla de un relato. Una historia que cuente con la descarnada crueldad que tienen las verdades que ya no hacen daño. Con detalles y sin eufemismos. Con la distancia tranquila de quien se desprende de una historia que se convirtió en pesadilla incurable. Una historia que revele, por fin, los motivos del inepto fracaso que ha sido la búsqueda de una vida en paz. Que muestre por qué la vida y su ambición indestructible quedó subordinada a la muerte.
Este relato en medio del desmadre del mundo quizá serviría para redefinir las visiones típicas y miopes sobre nuestra América. A lo mejor destrabaría la ausencia de reflexión y examen que se encubre con la haragana explicación de que las fatalidades y desgracias que enturbian nuestra aventura social son producto de un Macondo cuya interpretación literaria es equívoca, excluyente y sin fundamento.
Es de esperar que esta vez la poesía, la razón y la humanidad se impongan a los intereses mezquinos que han mantenido por años una anomalía sangrienta, triste, costosa, corruptora.
A pesar del alboroto que arman quienes quieren una silla y un micrófono en las conversaciones que inicia el gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia parece que los voceros de un lado y del otro dan espacio a la esperanza de un acuerdo.
¿Por qué?
Los negociadores de la guerrilla tienen hoy una zona de equilibrio con sus interlocutores que no existía antes. Ninguno de ellos vivió en su corazón el acrecentamiento de una humillación. Si se lee el documento del primer reclamo de Tirofijo, hoy parecería irrisorio para quienes no leyeron a Juan Rulfo. Lo despojaron de pocas fanegadas de tierra, algunas gallinas, un puerco y algo más. Esa ofensa se inflingió con ejércitos y aviones bombarderos. Nunca se reparó.
Una ofensa así concita el solidario sentimiento de justicia de los jóvenes. Así Cano. O el Guajiro. Ponen al servicio de la reparación de algo inadmisible sus estudios, su ideología, su rabia, su horizonte.
Parece poca cosa. Es monstruoso un Estado que no repara.
Fui conciente de ello cuando asuntos de trabajo me llevaron a atender al acordeonero y compositor Máximo Jiménez. Sobrevivía a la nostalgia en Viena, con su mujer Catalina, como refugiados políticos. Lo que más quería él era volver a su tierra aunque lo mataran. Catalina había descubierto que las sabidurías de la cocina y el patio le permitían una apropiación del mundo que no vislumbró antes. Máximo me pidió le revisará el documento que enviaría a su gobierno para solicitar el regreso seguro. No agregué una letra, ni trasladé una coma. Era un inventario preciso de cuánto le arrebataron. Las gallinas, los cerdos, los plátanos, el rancho, la tierra. Y hoy, digo, su inspiración a punto de secarse por una lejanía sin ilusión.
Esto muestra que muertos los empecinados guerreros de la rebelión, los obligados no los solidarios, tendrán intérpretes que al mostrar como la injusticia contra uno es injusticia contra todos llevarán la pasión de las ideas que mejoran la vida.
Por el gobierno, su vocero, es aquel poeta Nadaísta que no siguió la mística del profeta Arango. No guarda sentimientos de desquite. Su equipo es capaz de articular las frustraciones con lo que la Colombia negada hoy quiere.
¡Que los dejen en Oslo hasta cantar la paz!
Publicado en El Universal (Cartagena de Indias), 10/2012
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