Pablo Cingolani
“Queequeg era un nativo de Rokovoko, una isla muy lejana situada en el sudoeste. No figura en ningún mapa: los lugares verdaderos nunca figuran en ellos”. Así comienza la biografía del arponero más conocido de la literatura universal. El personaje es el amigo fiel del narrador de una de las historias más conmovedoras de todos los tiempos, la de la ballena blanca, Moby Dick, escrita por el norteamericano Herman Melville a mediados del siglo XIX. Como todas las grandes sagas, Moby Dick cuenta la búsqueda obstinada de aquello que nunca se puede alcanzar: la búsqueda de lo imposible. Parafraseando a Ismael, pueden ustedes llamarme Pablo y permitirme que los introduzca en esta aventura intelectual o todo lo contrario.
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El inmortal Baudelaire en uno de sus más bellos poemas (“Le voyage”) nos sacude desde el principio:
“El niño, enamorado de mapas y de estampas
ve el universo igual a su vasto apetito.”
Marlow, el narrador de El corazón de las tinieblas, la novela de Joseph Conrad que fue llevada al cine por Coppola bajo el título de Apocalipse now!, nos refiere el mismo momento del deseo incontaminado:
“Debo decir que de muchacho sentía pasión por los mapas. Podía pasar horas enteras reclinado sobre Sudamérica, África o Australia, y perderme en los proyectos gloriosos de la exploración. En aquella época había en la tierra muchos espacios en blanco, y cuando veía uno en un mapa que me resultaba especialmente atractivo (aunque todos lo eran), solía poner un dedo encima y decir: Cuando crezca iré aquí.”
Pero el poeta francés no tuvo empacho en demoler los iconos en su próxima estrofa y sentenciar:
“¡Ah, qué grande es el mundo a la luz de las lámparas!
¡Y a ojos del recuerdo qué pequeño es el mundo!”
El niño, viendo el mapa, ansía un destino. No sabe cual pero eso no importa mucho. El mundo es ancho y es ajeno y puede ser de él. Cuando crece, el paso del tiempo, devorador de ilusiones, hace de ese mundo de enigmas, de misterios, de búsquedas, un lugar monótono y diminuto, “¡un oasis de horror en desiertos de hastío!”, un sitio donde ya no caben las utopías. ¿Será?
Baudelaire era anticipatorio: el siglo XX nos ha terminado de desquiciar. El súper desarrollo de la tecnología nos ha deshumanizado. Esto también lo advirtieron, desde un principio, los poetas. Eliot profetizaba el mundo como una tierra baldía, ausentes los sentimientos. Pero, para quien escribe, esa tensión, ese desgarro, ese vértigo ante la tragedia que se atisbaba está reflejado como en ningún otro en el poema Zona de Guillaume Apollinaire:
“Las chispas de tu risa doran el fondo de tu vida
Es un cuadro colgado en un museo sombrío
Y algunas veces vas a mirarlo de cerca”
La tristeza suprema, entre un amor sin posibilidades de redención y el espanto, omnipresente, al acecho. ¿Será esa nuestra condena en este mundo pequeño –como proclamaba una publicidad de la IBM- donde las corporaciones como ella son las que aportan las soluciones? ¿Dónde quedó Rokovoko?
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¿El mundo es pequeño como proclama la IBM? En La condición humana, Hannah Arendt sentenció en 1958 la abolición de la distancia y el encogimiento del espacio. El año 1977, Frances Cairncross, siguiendo a Mac Luhan, fue más despiadada y publicó un texto llamadoLa muerte de la distancia, como consecuencia del auge de la telefonía, los televisores y las PCs. Hoy, ante la comunicación virtual, tal situación pareciese confirmada. Silycon Valley es la meca paradigmática porque todos los caminos parecen conducir al ciber espacio y no hace falta más que sentarse frente a la pantalla para lanzarse a buscar el infinito. “Netscape Navigator”, “Microsoft Explorer”, sintetizan de manera cruel ese espíritu donde parecemos naufragar. ¿Será así?
Para la misma época donde la Arendt se angustiaba, Aldous Huxley –el inventor del soma, la droga de la felicidad totalitaria de Un mundo feliz- escribió en su libro de 1956 El cielo y el infierno tras sus experiencias con mezcalina que:
“como la tierra de hace cien años, nuestra mente sigue teniendo sus Áfricas más oscuras, sus Borneos sin mapas y sus cuencas amazónicas (…), un Viejo Mundo de conciencia personal y, más allá de un mar divisorio, una serie de Nuevos Mundos.”
Él los llamó “las antípodas de la mente”. La droga podía ser el atajo. Toda una generación apostó a ella y fue la pesadilla compulsiva del soma –o las de El almuerzo desnudo de Burroughs que son lo mismo-lo que triunfó. Octavio Paz se engañó cuando entrevió en Don Juan un renacimiento de la ritualidad lisérgica: Carlos Castaneda no era sino otro invento del mercado y sus libros –que muchos leímos como mapas- no eran sino otra especie de esos volúmenes que hoy pululan y que ofrecen la salvación en sus páginas: libros de autoayuda les llaman y esos “gurús” como Paulo Coelho u Osho y sus métodos de como tratar de cambiar de anestesia para soportar a este mundo tan pequeño que parece querer demolerse encima nuestro. Pero, insisto, ¿el mundo es tan pequeño como lo pintan? Nuestra imagen del mundo puede que quepa en una pantalla de computador pero el mundo real, más allá de toda mistificación, sigue estando allí.
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No estamos solos. De eso, al menos, deberíamos estar concientes. Los antropólogos no se ponen de acuerdo sobre la imagen del mundo entre los habitantes de los Andes. Para Gabriel Martínez, el espacio para los andinos está lleno, repleto de significación, “existe y donde es posible existir”. Para Olivia Harris, los mapas mentales andinos “no intentan llenar todo el espacio”. ¿Cuál es la verdad? Mejor: ¿Cuál es nuestra verdad? Para nosotros, los que estamos del otro lado, del lado de la civilización y del progreso, el espacio: ¿está vacío o está lleno?
El desarraigo nos está conduciendo a límites inverosímiles que a mí no me enorgullecen. Ya está trazado el mapa del genoma humano. La vanguardia científica está explorando el cerebro y un día nos despertaremos sabiendo que han logrado cartografiar nuestros pensamientos, nuestros estados de ánimo, nuestras emociones.
Al volver de su primer viaje, Cristóbal Colón escribió a Luis de Santángel:
“Yo fallé”,
a pesar de su “victoria de cosas que parecen imposibles”. Vivíamos aún en la edad de la inocencia. Por eso, ahora hay millones que creen que debemos hacer el esfuerzo para recuperarla.
La búsqueda del imposible no puede detenerse pero hemos equivocado el camino. El niño baudeleriano no ha sido devorado por sus recuerdos sino por los monstruos de los que hablaba Goya: los que la razón engendra. Aunque resulte paradójico en medio de tanta confusión, todavía estamos a tiempo y así vayamos a miles de kilómetros de distancia sideral, así pretendamos dominar la vida, así supongamos sustituir a los dioses, el único viaje posible no requiere de tecnología, de dinero, mucho menos de mapas, cualquiera sea: el único viaje posible es al interior de nosotros mismos. El caos contra el terror, contra el terror infinito de no ser uno mismo, decía Pasolini y de eso se trata: en medio de los precipicios que escalofrían, entre las tormentas que asustan, bajo el granizo despiadado, está el camino.
Si volvemos a salir al sol, si volvemos a intentar buscar los lugares verdaderos, es posible que nos demos cuenta que el viaje es el ritual y en la travesía empecemos a descubrir que el mapa de nuestra vida lo llevábamos siempre con nosotros. Rokovoko estaba delante de nuestros ojos. Los caminos de la vida son los caminos de la memoria. Esa memoria genética que nos grita que somos hijos de la Tierra, de las montañas y de los ríos. Frente a eso, nuestro reino inteligente, no resiste una ch´alla, esas ofrendas rituales que los habitantes de los Andes ofrecen a sus dioses, a la Tierra y a todo lo que hay encima de ella.
Cada ch´alla tiene un t´aki, una ruta, un camino. Con ellos, el hombre sabe a donde ir. No necesita otro mapa. Está escrito en la memoria sensible de la especie y cuando nos guía, uno nunca se pierde así uno nunca encuentre lo que está buscando porque, amigos y amigas, de eso se trata. Como dice Ernesto, el niño protagonista de Los ríos profundos:
-Papá –le dije-. Cada piedra habla. Esperemos un instante.
De eso se trata.
Publicado en Bolpress, 12 de abril de 2004
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