Bernardo Sartier
Aterriza la noche en Tegel, pista lacustre en la que se toma tierra sobre el croar impertinente de las ranas. Hay en esa noche una ausencia callada y térmica, sin empatía, a salvo la iluminación cutre, mínima y ahorrada del Reichstag. La noche berlinesa recién aterrizada es una noche que desmorona el mito germano: alcorques tercermundistas, firmes mal repuestos y jardines urbanos a selva. La noche berlinesa es también una noche que elude el sueño porque el alemán no duerme: el alemán es un centinela que vela al este y al oeste por si se le aparece el espectro de Stalin (con las ciento diez mil mujeres violadas en la toma de Berlín) o el espíritu de Patton con las llaves de Buchemwald. Después, lo primero que amanece en Berlín son la mujeres, rubias muy rubias o morenas muy morenas. A la mujer alemana morena, de una perfección saciante, la corona el pelo negro sobre unos ojos muy verdes. La mujer morena alemana es una especie de Frida-mantis, una viuda negra que se lo tira a uno desde un estertor místico-bélico, marcial y cartesiano, mientras sopesa si vale la pena permanecer en el euro o volverse al marco. (Tampoco hay que rayarse: usted se hace a la idea de que ella ha gozado en esos diez segundos eyaculados y santas pascuas, que no es cuestión de amargarse las vacaciones). La alemana rubia es siempre una bávara de ojos azules y postergados, pecho abundoso y jarra empuñada, una hembra ubérrima y natal hecha para alumbrar una camada de nueve alemanes rubitos y prefabricados dispuestos a dejarse la juventud, incluso la vida, en la testarudez hitleriana y gélida de Stalingrado. Entre la una y la otra está la belleza pastueña, bobalicona y vacuna de Eva Braun, con la que Hitler no quiso casamiento: -“Fito, cariño ¿me quieres?”; y Hitler fosco, seco, que responde “déjate de bobadas, Eva, que estoy reflexionando sobre la solución final”. Berlín es fácil de andar porque es un poco la Plaza Mayor de Europa: usted toma la Unter den linden y discurre desde la isla de los Museos hasta la Puerta de Brandemburgo, arquitectura mediocre que deja colar, a través de sus vanos, una luz de antorchas desfiladas mientras en la memoria flambean las esvásticas y refulgen las cruces de hierro. Chekpoint Charlie: veo los veinte tanques soviéticos y yanquis apuntarse recíprocos al entrecejo en la “Carajen Strasse”, o sea, el zapato de Kruchev contra la polla loca de Kennedy, adicto al vodka uno y al sexo el otro y que a punto estuvieron, en el sesenta y uno, de impedir -la madre que los parió- que al cronista lo alumbraran al año siguiente. Próxima entrega: en Berlín no saben lo que es la leche del tiempo.
De Diario de Pontevedra, 01/09/2012
Imagen: Ernst Ludwig Kirchner/Puente en Berlín
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