El país debe estar harto de tanta incertidumbre; no se sabe nada a ciencia cierta, y eso da lugar a especulaciones. La guerra soterrada entre Nicolás Maduro y Diosdado Cabello puede emerger en cualquier momento
SEBASTIÁN DE LA NUEZ
Es noche cerrada en el litoral central, 15 de abril del año 2013. Un espeso algodón de azúcar destila suspenso sobre la orilla del mar y avanza hacia el monte cercano como una sombra fantasmal. Son las 4:45 am, todo en calma chicha.
El reposo de Vargas, el reposo del guerrero. Morfeo hace de las suyas en los edificios recién construidos de la Gran Misión Vivienda; incluso los trabajadores del aeropuerto internacional de Maiquetía se han quedado adormilados por la inactividad. Solo el radar se mueve en el horizonte; solo la torre de control tiene luz. Y alguna que otra oficina administrativa del aeropuerto. Quizás la puerta VIP se ilumina o parpadea, como queriendo y no queriendo.
Desde los celajes una nave se acerca sigilosamente, tomando una amplia curva para enfilar el aeropuerto. El avión no hace ruido ni avisa de su presencia mediante las luces de navegación.
No parece un potente jet sino más bien un globo de ensayo. Es un Airbus A-319CJ de fuselaje originalmente blanco como el caballo de Bolívar. Pero lo han pintado con rayas negras para disimularlo sobre el fondo de la noche guaireña. Quien tuvo la idea, sin embargo, logró su cometido a medias. En Catia La Mar, a esa hora, un borrachito sale de un bar (siempre hay un borrachito saliendo de un bar, a cualquier hora) y grita: “Miren, una cebra voladora”. Naturalmente, nadie le hace caso.
El avión es recibido apenas con un par de luces de balizaje como señal de bienvenida. Una vez estacionado, una ambulancia se acerca al aparato. Oficiales de alguna fuerza, vestidos también como cebras, bajan una camilla conectada a bombas de oxígeno y a un monitor. Un edecán, detrás, lleva un frasco de suero en alto. Todos, oficiales o no, se apresuran en alguna dirección, pero tropiezan entre sí y arman gran algarabía echándose la culpa unos a otros. Finalmente logran introducir la camilla en la ambulancia.
La ambulancia sale disparada pero ha quedado el edecán atrás, que la persigue corriendo, botella de suero en mano. Hacia el mediodía, en Miraflores, todo está listo para una cadena. Nicolás Maduro va y viene por los pasillos. Diosdado Cabello, rodilla en tierra, se molesta porque alguien lo tropieza: Rafael Ramírez, atolondrado, siempre andando por las alturas.
Las cámaras están dispuestas en el salón Boyacá. Las luces se encienden. Ha llegado una comisión del Tribunal Supremo de Justicia. Aparecen oficiales de alguna fuerza no identificada pero que se dirigen entre ellos con un “oye tú”. Proceden a alzar la camilla antes descrita. La colocan sobre la reluciente madera de la mesa rectangular.
La gente del TSJ hace su trabajo. Se dan codazos unos a otros, de manera harto significativa. Todo está listo para la transmisión, en vivo y directo, de una gran ceremonia. Suenan los acordes del Himno Nacional.
Respeto absoluto, todo el mundo tieso y con la mano en el pecho. Al terminar el Himno, el grupo voltea hacia la camilla: ha emergido un dedo de entre las sábanas. Flacuchento pero enhiesto. Todos, en el salón Ayacucho, están atentos. Acercan un micrófono pero el dedo dice que no. Acercan una tablilla con un decreto adosado más una pluma fuente pero el dedo vuelve a decir que no. El dedo comienza a señalar sin apuntar a alguien en especial, o lo hace como a regañadientes, si es que un dedo es capaz de hacer cualquier cosa a regañadientes.
En todo caso, parece decantarse hacia Maduro, quien pestañea y se sonroja; pero detrás de Maduro hay un general que lo empuja levemente hacia un costado, y a su vez, detrás del general está Cabello que empuja aun más levemente al general.
De modo que el dedo queda gravitando en el medio y comienza a temblar. Vacila. Voltea. Se interroga a sí mismo. Es un dedo sumamente acostumbrado a ensayar gestos. Describe una gran parábola sobre los demás presentes en el salón: ministros, familiares, edecanes, médicos cubanos, generales, más cubanos sin oficio conocido. El dedo se parece a Dudamel dirigiendo una orquesta.
Todos se miran entre sí y comienzan a darse pequeñas pataditas. Al comienzo son como tropezones casuales pero al cabo de dos minutos es una batalla campal, con mordiscos y algún que otro arañazo a cargo de la Fosforito. A José Vicente Rangel le pegan un zapatazo por la frente. Giordani gime en una esquina. El dedo emergente vuelve a esconderse bajo las sábanas, quizás horrorizado. Quietud total.
De Runrunes de Nelson Bocaranda (de TAL CUAL), 15/02/2013
No comments:
Post a Comment