por Miguel Sánchez-Ostiz
La mala reputación, un clásico. No hay quien no se la tararee con íntima satisfacción... acaba siendo algo banal, por completo banal. Hacen gala de tenerla mala quienes la tienen buena o no tienen ninguna, que esa es otro. La mala fama viste, como viste el dárselas de fracasado cuando eres un triunfador (Juan Cruz publicó hace años un libro canalla sobre este asunto). Esto, en la época que estamos viviendo, importa un bledo, son dengues. Con buena o mala fama, con crédito social o impopularidad radical, lo que importa es enfrentarse no ya a los gobernantes, que también, sino a la casta que los apoya, aplaude y encubre, a los profesionales de la toga y la trampa, los tramposos de la banca, pública o privada, rebañadores de ahorros y vendedores de fraudes, y a todos los que aspiran a tener y ejercer le petit pouvoir, ese que solo sirve para machacar al prójimo y sentirse por ello alguien, algo, realizado. A cierta edad, no hay mala reputación que valga, tienes la que tienes, en tu pueblo, ese del que habla Brassens en su canción, la hayas buscado o te haya caído encima como una losa, y es irremediable. Lo que cuenta es lo comprometido que sea tu presente, su día a día.
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Del blog del autor (vivirdebuenagana), 01/04/2013
Imagen alusiva a Rebelión en la granja, de George Orwell
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