Miguel Sánchez-Ostiz
A Ramón Rocha Monroy le tengo oído decir que la paceña es una bohemia sombría... A cierta edad, la bohemia, sea paceña o no, el beber por castigo, a mí me resulta algo siniestro. No le acabo de ver el gusto a frecuentar antros cuanto más sórdidos mejor –bebederos, aguantaderos, puteros, yo qué sé, conocido uno, conocidos todos: «te puedo decir quién es asesino y quién no», oigo decir a uno que sabe de qué habla–, con nombres como emblemas, de una tristeza demoledora, iluminados por luces lívidas, verdosas, en los que la brindis primero y luego la bronca, los gritos, las machadas están aseguradas: «¡La noche, yo soy la noche!», grita otro. Rebabas de la época de Víctor Hugo Vizcarra, cuyo nombre es una invocación. El elogio de licores venenosos. La noche, sí, y el recuerdo inevitable de Antoine Blondin, cuando habla de la pasión de la noche que se convierte en la noche de la pasión sin que te des cuenta, o buscando precisamente esa inmolación, en esos descampados, esos callejones, esos desbarrancaderos donde la vida no vale nada. El cónsul... otro. Qué no estará escrito en ese mundo. El valor de lo escrito por la vida suicida y el final destruida, el tallarse una leyenda en lugar de la construcción más comprometida de una obra arriesgada. Miedo. En la noche de la bohemia hay miedo. Todos lo tenemos. A algo. Todos.
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De vivirdebuenagana, blog del autor, 07/07/2013
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