por Elías Perugino
“¿Vamos a comer, rubio?”, solía invitar Juvenal[1] a eso de la una de la tarde, cuando El Gráfico todavía pertenecía a Editorial Atlántida. Para Julito -como le decíamos nosotros, los más chicos-, “rubio” éramos todos. Dicho por él, equivalía a “pibe”, “flaco” o términos genéricos por el estilo. “Rubio” era un morocho, “rubio” era un pelirrojo, “rubio” era un rubio, “rubio“ éramos todos.
No vayan a creer que debíamos caminar demasiado para matarnos el hambre de aquellos mediodías: el comedor de Atlántida quedaba un par de pisos arriba de la redacción y accedíamos por una angosta escalera trasera, que al cascarrabias de Julito le detonaba no pocas puteadas por lo angosto de los escalones. En un par de minutos estábamos sentados a la mesa que atendía Lucho, relativamente lejos de las hermosas, indiferentes e inalcanzables chicas de Para Ti; demasiado cerca de los alborotados e inclasificables especímenes de la sección Fotografía.
A la mesa de Julito se le podían sumar comensales ocasionales, pero en la formación titular siempre aparecían Lucho Hernández (especialista en tenis con quien compartía un cuartito de vino blanco con hielo), Pipa Cantore (hoy tecla distinguida de La Nación) y este humilde cronista de Monte Grande. Con Lucho lo unía una relación amistosa de años. Y a Pipa y a mí nos tenía tal grado de afecto que hasta nos permitía jugarle alguna broma que a otros no les toleraba. Aparte de ser un futbolero pasional hasta la desesperación, Julito sabía un montón de tango y de jazz. Un montón. Y con Pipa le habíamos encontrado la vuelta. Cuando la redacción estaba medio vacía y Julito tecleaba algún texto en su compu, nosotros empezábamos a hablar de tango como si supiéramos. Charlábamos entre nosotros, como ignorándolo, pero sabíamos que Julito nos escuchaba y que en un segundo podría pasar de su fingida indiferencia a estallar como un volcán. Bastaba con que uno de los dos dijera que “Julio Sosa cantaba mejor que Gardel”, para que Julito bramara como un animal salvaje, se pusiera de pie, probablemente volcara su capuchino sobre el teclado y, al grito de “¡Pendejos, qué carajo saben ustedes de tango!”, nos detallara unos 17 ítems por los cuales Carlitos era infinitamente superior a “El Varón del Tango”[2]. Nos divertía hacerlo calentar…
En aquellos almuerzos de Atlántida, la diversión pasaba por otro lado. Salvo que en la agenda del día hubiera un tema insoslayable, hablábamos de fútbol. Mejor dicho: Julito hablaba de fútbol y nosotros preguntábamos y escuchábamos. En ese ámbito de mesa y sobremesa aletargada nos olvidábamos de las chicanas. Queríamos saber y aprender. Saber y almacenar en nuestro disco rígido. Julito era dueño de un tesoro invaluable: había nacido en 1923 y, desde 1931 para adelante, los había visto jugar a todos. Sus tíos, que eran de Boca y Racing[3], lo llevaron de la mano a la cancha antes que su papá, César Luis, fana de River con quien, tiempo después, caminaría las veinte cuadras entre su casa de Retiro y el viejo estadio de la calle Alvear (hoy Libertador) para disfrutar de los cracks millonarios. Claro que se hizo veneno de River, más vale que su corazón latía fuerte por la Banda, pero Julito era, por sobre todo, un fundamentalista del buen fútbol y de los grandes jugadores. Aunque respetaba la nobleza y el sacrificio de los “matungos”, defendía como un espadachín desaforado a la raza de los talentosos, fueran del equipo que fuesen. Y era capaz de describir sus características con llamativa exhaustividad. Como si en vez de verlos, los hubiera filmado en su mente. Es más: de algunos partidos, como el definitorio River 4-Independiente 3 de 1937, plagado de figuras en ambos ataques[4], podía recordar jugadas enteras, como el golazo que convirtió Bernabé Ferreyra desde la mitad de la cancha. Julito iba a la tribuna cuando a los equipos se los llamaba “teams”, cuando era imprescindible ingresar con el Alumni en la mano[5], y seguía yendo entonces, en épocas de radio, televisión y computadoras. Había pasado por todo.
Para el puntapié inicial de aquellos almuerzos podíamos apelar sin preámbulos a cualquier pregunta. “¿Cómo jugaba Di Stéfano?”, y Julito dejaba de comer el bife para contarnos sus movimientos en el campo, el modo en que definía y celebraba los goles, o la historia del apodo Saeta Rubia[6]. “¿Tan bueno era Moreno?”, y Julito le aflojaba a la manzana asada y no solo describía al Charro, sino que también explicaba sobre el mantel cómo se articulaban los ataques de aquellos monstruos de La Máquina. “¿Cómo hacía Bernabé para pegarle con un caño?”, y Julito apoyaba el pocillo de café y contaba el modo seco, y la trayectoria corta de la pierna, y el vuelo implacable de esos balinazos amarronados de pelota de tiento. Esos goles le encantaban tanto como el mejor que le vio hacer a su idolatrado Labruna[7]. “Tengo debilidad por los goles que revientan la red”, decía entre risas, como pidiéndole disculpas a su propio lirismo, y se llenaba la boca contando cañonazos de Bernabé, de Varallo y hasta del Gringo Scotta.
A veces le pedíamos un ranking de cabeceadores. O el de los mejores arqueros (Amadeo y el Pato Fillol bien arriba). O lo desafiábamos para que nos dijera qué jugador de la actualidad era parecido a Tucho Méndez, a Federico Sacchi, a Ermindo Onega, a Arsenio Erico. Y si lo queríamos fastidiar -aunque ese no fuera el objetivo cuando hablábamos de fútbol-, lo poníamos contra la pared de un saque: “Juéguese, viejo. ¿Quién fue mejor: Di Stéfano, Pelé o Maradona?” Y Julito, que destilaba una profunda admiración por los tres, se enredaba en un jardín donde, al fin y tibiamente, se divisaban los hilos de su predilección por la Saeta, que además era su amigo.
Sin quererlo, o tal vez queriendo, Juvenal, Julito o El Viejo para nosotros, era una Biblia del fútbol. Durante tantos, tantos y tantos almuerzos, sus palabras fueron nuestros ojos para ver a los cracks del pasado. Y aún hoy, cuando se plantea una duda sobre el modo en que jugaba un monstruo de los de antes, me zambullo en las carpetas del archivo y releo sus textos para encontrarme con la verdad.
Julito partió para siempre en 1998, a poco de regresar del Mundial de Francia, su décima Copa del Mundo. Catorce años después, no he dejado de empezar charlas con amigos y compañeros diciendo “Juvenal me contó una vez que…” Me lo contó, segurísimo, en uno de esos almuerzos que flotan en el insomnio del recuerdo.
Dentro de un tiempo, cuando nos crucemos en la eternidad, yo le voy a agradecer su generosa e infinita sabiduría. Dentro de un tiempo, cuando hablemos sin el apuro de volver a la redacción, yo le voy a devolver una pizca de lo que me dio. Yo le voy a hablar de Messi.
TEXTO AL PIE
1- Su verdadero nombre era Julio César Pasquato. Inició su carrera en la revista “River”, fue redactor de La Razón y desde 1962 a 1998 prestigió el staff de El Gráfico.
2- Julio María Sosa Venturini, artísticamente conocido como Julio Sosa, nació en Las Piedras, Uruguay, en 1926. El apodo se lo puso el periodista Ricardo Gaspari. Falleció en Buenos Aires, en 1964, en un accidente automovilístico.
3- Luis Walsh, xeneize y hermano de su madre, lo llevaba a la cancha de madera de Brandsen y Del Crucero. Santiago Pascuato, racinguista y hermano del padre, lo hizo debutar como espectador de Primera en un Racing-Vélez de la década del 30.
4- Por el lado de River atacaban Peucelle, Vaschetto, Bernabé Ferreyra, el Charro Moreno y Pedernera. La delantera de Independiente la integraban Sastre, Capote De la Mata, Erico, Reuben y Zorrilla.
5- Cuando no existía la radio a transistores, la revista Alumni traía una clave para seguir los resultados de las otras canchas mirando un tablero ubicado en las tribunas. A cada club se le asignaba una letra, que cambiaba semanalmente.
6- Un gol típico de Di Stéfano incluía una corrida a toda máquina desde la mitad de la cancha, dejando rivales en el camino, y un toque suave, a un costado, cuando salía el arquero. Y mientras la pelota viajaba mansa hacia la red, salía a festejar por detrás del arco, agitando un puño. Saeta Rubia fue un apodo surgido en la revista “River”, dirigida por Roberto Neuberger.
7- Según Juvenal, el mejor de los 293 goles de Labruna fue el que le hizo al arquero Blazina, en un River-San Lorenzo de 1943, dejando atrás a tres defensores y definiendo con exquisitez desde un ángulo dificilísimo.
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De El Gráfico (Argentina), noviembre de 2012
Foto: Julio César Pasquato, JUVENAL
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