Miguel Sánchez-Ostiz
Vaya, conocí a Mutis en Pamplona, en 1986, conversamos durante horas y más horas, hasta el agotamiento, de libros y de vida, de viejas casas que encierran tesoros, leyendas y nutren mitos literarios de por vida, y bebimos mucho vino de batalla en la Bodeguica de la calle San Antón, un tabernón verde que daba a dos calles, después de que Ablitas, que estaba ese día de guardia en casa de Vessolla, considerara una ofensa que Mutis, que había conocido bien a Maria Luisa Elío, en México, quisiera ir a saludar a la duquesa de ídem, prima de su amiga mexicana, y no nos recibió. No sé si aquel día se habría puesto proustiano. Fue todo muy grotesco. Al día siguiente le acompañé a Mutis a llevar unas flores al mausoleo de los reyes de Navarra porque él era monárquico convencido, de monarquías antiguas y cuanto más derrotadas, mejor. Años después, en Bogotá, hablé mucho de él y de su literatura con Gonzalo Mallarino, un tipazo. Sigo leyendo Suma de Maqroll el gaviero con el mismo entusiasmo con que lo leí en la primavera de 1974, en el cuarto de una casa del que no conservo más que el recuerdo del olor a palo santo y la llave de su puerta, porque ya no hay ni puerta ni casa ni cuarto ni otro olor a palo santo que el que pueda procurarme en las chifleras de la Santa Cruz paceña... Y si regreso a esa casa es, en parte, gracias a Mutis, una y otra vez, y eso tiene mal olvido.
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