PABLO PARDO
Una gran parte de este artículo se basa en las notas tomadas sobre una camilla metálica, como de 1,80 metros de largo, forrada con un cuero negro que se está empezando a agrietar. La camilla tiene en uno de sus extremos una pequeña almohada. En el otro, unas esposas. En el medio, la cruzan siete cinturones de seguridad, exactamente iguales a los que hay en las camillas de los servicios de primeros auxilios para inmovilizar a las personas que han sufrido accidentes.
En sus hebillas está escrito el nombre de su fabricante, Ferno, una empresa del Estado de Ohio, en EEUU, líder mundial en la fabricación de equipos médicos y ortopédicos. Cerca de la almohada hay dos placas metálicas que salen en un ángulo de 30 grados de la camilla con dos rollos de cuero negro para sujetar las muñecas de la persona que está tumbada.
Escribir sobre esa camilla es casi una necesidad, porque en la sala de ejecuciones -o, como se la llama en Estados Unidos, la Cámara de la Muerte- de la Penitenciaría de Angola, en Luisiana, no hay ningún otro sitio en el que apoyar el cuaderno mientras uno toma notas. La sala, de paredes blancas, sólo tiene un extintor rojo, la camilla negra y una pequeña mesa gris con unos botones y un micrófono para que el condenado diga sus últimas palabras.
Frente a ese micrófono hay dos ventanas. Al otro lado de ellas están, en cuartos separados, los periodistas y los familiares de las víctimas de la persona que va a ser ejecutada. En la pared hay dos teléfonos rojos, por si las autoridades llaman para suspender la ejecución. «Pero eso sólo pasa en las películas. Ningún gobernador de Luisiana ha llamado para suspender una ejecución en el último minuto desde que yo estoy aquí», explica Gary Young, un afable funcionario, alto y cincuentón, vestido con una camisa de manga corta imprescindible para soportar los 35 grados de temperatura del norte de Luisiana.
Young es Director Adjunto de Clasificación de Angola. En otras palabras: es una de las personas que deciden el futuro de cada preso. Angola es la mayor cárcel de alta seguridad de Estados Unidos. A día de hoy, tiene 5.108 reclusos. De ellos, Young es competente sobre 5.033. Los únicos que se escapan de su jurisdicción son los 85 condenados a muerte que, a pocos cientos de metros del edificio en el que se realizan las ejecuciones, esperan a que les llegue el momento de tumbarse en esa camilla y morir.
DE POR VIDA
Es virtualmente seguro que esos 85 hombres no saldrán vivos de Angola. Pero no debido a sus sentencias a muerte. Sino por algo más simple: el 90% de los presos de la penitenciaría mueren en ella. Dicho en el lenguaje administrativo de la cárcel: «Son liberados después de su muerte». El preso más joven tiene 17 años. El más anciano, 87. La edad media de los internos es de 37 años y medio. Como explica Burl Cain, el director de la prisión, en un pequeño despacho en la parte en la que están las oficinas de Angola, «cuando los presos llegan tienen poco más de 20 años. Pero la edad media es de 37 años y medio, porque de aquí casi nadie sale».
Angola es un campo de trabajos forzados. Las luces se encienden a las cinco de la madrugada. El desayuno se sirve a las seis. Desde entonces hasta las tres y media de la tarde, en la que se sirve la cena, los presos trabajan. Sólo hacen un descanso de algo más de una hora a las diez y media de la mañana para regresar a los pabellones y comer.
Algunos trabajan en talleres y pequeñas industrias. Por ejemplo, todas las matrículas de Puerto Rico son fabricadas aquí. Pero el eje de la actividad de la cárcel es la agricultura. Angola tiene una superficie de 7.300 hectáreas, es decir, el equivalente de 10.000 campos de fútbol. Y, en esa inmensa extensión de praderas y marismas, bajo el sol subtropical del Delta del Misisipí, los presos cultivan los campos de maíz, soja, algodón y trigo. Trabajan en grupos, todos con su uniforme de vaqueros azules y camiseta de manga corta blanca.
Oficialmente, el 75% de ellos son negros, aunque en los grupos que yo vi el 13 de junio, esa proporción llegaba al 90%. Delante y detrás de cada línea de presos, estaban sus cuidadores, todos blancos, a pie y a caballo, armados con rifles. En un estado de sumisión absoluta, los prisioneros seguían las órdenes de los guardias, que los cachean cada vez que entran a algún pabellón a comer o a descansar.
Todos los edificios -desde los pabellones en los que duermen, hasta los silos en los que se almacena el pienso y el cereal- están rodeados de alambradas. Es imposible no pensar que uno ha saltado en el tiempo a mediados del siglo XIX, cuando Angola era una plantación que debía su nombre al hecho de que los esclavos que la cultivaban procedían de ese país africano.
A fin de cuentas, por algo los 1.643 funcionarios y empleados de la cárcel se refieren a ella coloquialmente como La Granja. Una granja con 2.000 cabezas de ganado y 300 caballos que produce cada año ente 2.000 y 2.500 toneladas de cosecha. Cain no oculta su satisfacción con el sistema: «Gracias a eso, alimentarlos me sale sólo por 1,45 dólares diarios (1,08 euros)».
Cain es el director de prisiones más controvertido de EEUU. Es un hombre de pelo cano cuya voz revela que está acostumbrado a ejercer su autoridad. «Si la gente está en la cárcel sin trabajar y sin recibir una educación se hace holgazana. Entonces hay que gastar más dinero de los impuestos en las prisiones. Y eso es una locura, porque entonces tienes a los obreros, partiéndose el lomo, trabajando en la construcción, para alimentar y vestir a sus familias, y para pagar impuestos con los que mantener a unos presos que no hacen nada», explica.
Sus subordinados no ocultan su admiración por él. «Ha cambiado la prisión, porque escucha a todos», me explicó la jefa de prensa de la penitenciaría, Angie Norwood. Pero otros le han declarado la guerra. Cain fue acusado de convertir Angola en una fuente de corrupción, al utilizar a los presos como mano de obra gratis para las empresas.
Uno de los focos de esa controversia está a 550 kilómetros al norte de la cárcel, en la ciudad de Oxford. Allí, en la Universidad de Misisipí, a pocos cientos de metros de la mansión sureña en la que vivió el escritor William Faulkner, da clase Curtis Wilkie, ex periodista del diario The Boston Globe. Con su barba blanca y su media melena, Wilkie es, incluso físicamente, la antítesis de Cain. Al día siguiente de mi visita a Angola, Wilkie me explicó uno de sus peores encontronazos con el director de la prisión: «Hace unos años publiqué un artículo explicando que Cain había montado un negocio ilegal con una empresa de alimentación que le enviaba a la cárcel latas de comida caducadas. Los presos cambiaban las etiquetas por otras con una nueva fecha. Cuando Cain lo leyó, dio órdenes a sus guardas de que, si yo aparecía por Angola, me arrestaran».
VIVERO RELIGIOSO
Pese a esas críticas, no es menos cierto que, en los doce años y medio que ha estado al frente de Angola, Cain ha impuesto orden en una prisión famosa por su violencia. Antes de que él llegara había 600 incidentes violentos al año en la penitenciaría. Ahora, apenas 30.
«Hermano, ahora las cosas son mejores», explicaba Buck, un preso condenado por asesinato a cadena perpetua que estaba trabajando en un establo en el que se guardan caballos percherones mientras los demás internos comían. Buck lleva 26 años en Angola. «Antes de Cain era tremendo. Había bandas por todas partes. Ahora, no. Si quieres ser feliz, debes portarte bien. Yo lo hago. Y mira, tengo mi trabajo, y tengo derecho a participar en un hobby: hago repujados de cuero. Y, además, he encontrado a Dios aquí dentro», afirma.
Dios está por todas partes en Angola. De hecho, da la impresión de que la prisión ha sido subcontratada a la Iglesia Baptista del Sur, un grupo conservador protestante al que pertenece Cain. La cárcel tiene incluso un Seminario Baptista, del que salen ministros capacitados para oficiar ceremonias religiosas. «Acabamos de ordenar a 40 ministros. Ellos serán los misioneros en la prisión. Porque partimos del hecho de que la religión hace a la gente moral. Así lo hicimos cuando Nueva Orleáns se hundió durante el huracán Katrina y nos mandaron 620 mujeres de la cárcel de allí. Las pusimos a dormir en el suelo del gimnasio y les dijimos: "Rezad vuestras oraciones y contribuid con buena conducta al rescate de Nueva Orleáns"», explica el director.
¿Y cuando alguien se porta mal? «Hago que no le compense. Lo pongo a limpiar letrinas y lo dejo sin actividades de grupo», afirma. Ahí es donde el equipo al que pertenece Young, y que se encarga de la clasificación de los reclusos, juega un papel fundamental. Porque los presos de Angola están divididos en tres grupos. Unos 700, que llevan al menos diez años en la prisión y han mostrado buena conducta, tienen ciertos privilegios. Pero otros, unos 300, «los más problemáticos», están en celdas de aislamiento.
Robert King Wilkerson, uno de los presos más famosos de Estados Unidos, entró en una de esas celdas con 29 años y salió de ella con 58, en 2001. «Me tiré casi 30 años en el mismo régimen que los condenados a muerte. Me sacaban tres horas a la semana al patio si el clima lo permitía. Hasta me encadenaban para llevarme al hospital. Al que se portaba mal, lo encerraban en celdas con la puerta metálica, sin ni siquiera la reja para ver la pared de enfrente. No me hables de incentivos, por favor», ha explicado Wilkerson a Crónica en dos entrevistas telefónicas desde la casa en la que vive en Texas.
«Angola es muy bonita. Pero es un cementerio. Cuando llegas, estás muerto. Hasta tu familia se olvida de ti», concluye.
Wilkerson es uno de los pocos afortunados que salió de Angola, una prisión en la que, según la leyenda, nadie ha escapado vivo, a pesar de que en tres de sus cuatro lados no hay ninguna valla que la separe del mundo exterior. De eso se encarga el río Misisipi, que mide algo más de un kilómetro y medio de ancho y cuyas riadas gigantescas amenazan constantemente con inundar la cárcel, a pesar de los kilométricos diques construidos por generaciones de presos que cruzan la prisión, y que son lo suficientemente grandes como para que por encima de ellos pasen carreteras.
Pero, de los 5.108 presos de Angola, 4.597 -si hacemos caso a las estadísticas- no seguirán el camino a la libertad de Wilkerson. Su destino, en cierto sentido, será similar al de los 85 condenados a muerte, en sus cubículos enrejados. El 13 de junio, había cuatro de ellos en un pabellón de castigo. Sus faltas habían sido «insultar gravemente a un guarda, negarse a limpiar la celda y tratar de suicidarse».
ENCADENADOS
Los presos del pabellón de castigo del Corredor de la Muerte están vestidos con monos blancos, no tienen periódicos ni monitores frente a sus celdas en los que ver telecomedias. Están aislados del mundo, y la impresión que producen es más de locos que de asesinos. Uno de ellos empezó a agitar y extender convulsivamente los brazos pero sin decir nada mientras un guardia me explicaba que trabajar allí «no es duro. Todo lo contrario. Es de los mejores sitios de la prisión».
Algún día, estos presos serán sacados de sus celdas y, encadenados, irán a una sala en la que sólo hay dos mesas redondas y en cuyas paredes hay dos enormes y coloridos cuadros que reproducen imágenes del Antiguo Testamento: Saúl en el foso de los leones e Isaías subiendo al cielo en un carro de fuego. Son dos imágenes que dan valor y recuerdan la existencia de la inmortalidad del alma.
Allí, ellos y sus familias cenarán juntos por última vez. Cain les acompañará «si el preso coopera». Después, a eso de las 8 y media de la tarde, la madre del recluso tendrá derecho a abrazarle, antes de que él cruce una pequeña puerta y entre en la sala en la que está la camilla de cuero negro que fue tan útil para este reportaje. Allí le serán administradas tres inyecciones para acabar con su vida. Puede ser un proceso largo y doloroso. El 1 de marzo de 1996, durante la ejecución de Antonio James «hubo problemas para encontrar su venas. Y al final tuvieron que inyectarle en los tobillos», explica Young.
Mientras trataban de matarle, Cain sostenía la mano de James e intentaba que el condenado cooperase en su propia ejecución. «Antonio, por favor, aprieta los puños para que podamos encontrarte las venas», le decía. Las últimas palabras de James, en un susurro, fueron para el director de la cárcel: «Que Dios te bendiga». Una frase que Cain recuerda con emoción , ya que «no me hubiera gustado ejecutar a un preso que no tuviera fe, porque sabría que habría ido directo al infierno»...
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De El Mundo-Crónica, 24/06/2007
Fotografía: Un guardia vigila a los presos que van a recoger algodón. / CORBIS
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