Discurso de apertura de la pasada Feria de Frankfurt ―que se celebró entre el 8 y el 13 de octubre, y en la que Brasil fue el país invitado de honor― pronunciado por el escritor brasileño Luiz Ruffato
por Luiz Ruffato
¿Qué significa ser escritor en un país situado en la periferia del mundo, un lugar donde el término capitalismo salvaje definitivamente no es una metáfora? Para mí, escribir es compromiso. No hay cómo renunciar al hecho de habitar los inicios del siglo XXI, de escribir en portugués, de vivir en un territorio llamado Brasil. Se habla en globalización, pero las fronteras cayeron para el comercio, no para el tránsito de las personas. Proclamar nuestra singularidad es una forma de resistir a la tentativa autoritaria de aplanar las diferencias.
El mayor dilema del ser humano en todos los tiempos ha sido exactamente ese, el de lidiar con la dicotomía yo-otro. Porque, mientras la afirmación de nuestra subjetividad se verifique a través del reconocimiento del otro ―es la alteridad que nos confiere el sentido de existir―, lo otro es también aquello que nos puede aniquilar… Y si la humanidad se edifica en este movimiento pendular entre agrupamiento y dispersión, la historia de Brasil se viene basando casi que exclusivamente en la negación explícita del otro, por medio de la violencia y de la indiferencia.
Nacemos sobre la égida del genocidio. De los cuatro millones de indígenas que existían en 1500, restan hoy cerca de 900 mil, parte de ellos viviendo en condiciones miserables en asentamientos a la orilla de la carretera o incluso en favelas en las grandes ciudades. Se evoca siempre, como signo de la tolerancia nacional, la llamada democracia racial brasileña, mito corriente de que no habríamos tenido exterminio sino la asimilación de los autóctonos. Ese eufemismo, en tanto, sirve apenas para encubrir un hecho indiscutible: si nuestra población es mestiza, se debe a la mezcla de hombres europeos con mujeres indígenas o africanas ―o sea, la asimilación se dio del estupro de las nativas y negras por los colonizadores blancos.
Hasta mediados del siglo XIX, cinco millones de africanos negros fueron hechos prisioneros y llevados a la fuerza para Brasil. Cuando, en 1888, fue abolida la esclavitud, no hubo ningún esfuerzo en el sentido de posibilitar condiciones dignas a los excautivos. Así, hasta hoy, 125 años después, la gran mayoría de los afrodescendientes continúa confinada a la base de la pirámide social: raramente son vistos entre médicos, dentistas, abogados, ingenieros, ejecutivos, periodistas, artistas plásticos, cineastas, escritores.
Invisible, cercada por bajos salarios y destituida de las prerrogativas primarias de la ciudadanía ―vivienda, transporte, recreación, educación y salud de calidad―, la mayor parte de los brasileños siempre fue pieza descartable en el engranaje que mueve la economía: 75% de toda la riqueza se encuentra en las manos del 10% de la población blanca y apenas 46 mil personas poseen la mitad de las tierras del país. Históricamente habituados a tener apenas deberes, nunca derechos, sucumbimos en una extraña sensación de no pertenencia: en Brasil, lo que es de todos no es de nadie…
Conviviendo con una terrible sensación de impunidad, ya que la cárcel sólo funciona para quien no tiene dinero para pagar buenos abogados, la intolerancia emerge. Aquel que, en el desamparo de una vida al margen, no tiene el estatuto de ser humano reconocido por la sociedad, reacciona en relación con el otro recusándole también ese estatuto. Como no percibimos lo otro, lo otro no nos ve. Y así acumulamos nuestros odios ―el semejante se torna el enemigo.
La tasa de homicidios en Brasil llega a veinte asesinatos por cada 100 mil habitantes, lo que equivale a 37 mil personas muertas por año, número tres veces mayor que la media mundial. Y quienes más están expuestos a la violencia no son los ricos que se enclaustran detrás de los altos muros de condominios cerrados, protegidos por cercas eléctricas, seguridad privada y vigilancia electrónica, sino los pobres confinados en favelas y barrios periféricos, a merced de narcotraficantes y policías corruptos.
Machistas, ocupamos el vergonzoso séptimo lugar entre los países con mayor número de víctimas de violencia doméstica, con un saldo, en la última década, de 45 mil mujeres asesinadas. Cobardes, en 2012 acumulamos más de 120 mil denuncias de maltratos contra niños y adolescentes. Y es sabido que, tanto en relación con las mujeres como con los niños y adolescentes, esos números son siempre subestimados.
Hipócritas, los casos de intolerancia en relación con la orientación sexual revelan, ejemplarmente, nuestra naturaleza. El lugar donde se realiza la más importante parada gay del mundo, que llega a reunir más de 3 millones de participantes, la Avenida Paulista, en São Paulo, es el mismo que concentra el mayor número de ataques homofóbicos de la ciudad.
Y aquí tocamos un punto neurálgico: no es coincidencia que la población carcelaria brasileña, cerca de 550 mil personas, esté formada primordialmente por jóvenes entre 18 y 34 años: pobres, negros y con poca instrucción.
El sistema de enseñanza viene siendo a lo largo de la historia uno de los mecanismos más eficaces de manutención del abismo entre ricos y pobres. Ocupamos los últimos lugares en el ranking que avala el desempeño escolar en el mundo: cerca de 9% de la población permanece analfabeta y 20% son clasificados como analfabetas funcionales ―o sea, uno de cada tres brasileños adultos no tiene capacidad de leer e interpretar los textos más simples.
La perpetuación de la ignorancia como instrumento de dominación, marca registrada de la élite que permaneció en el poder hasta hace poco, puede ser medida. El mercado editorial brasileño mueve anualmente alrededor de 2,2 billones de dólares, de ese total 35% representa compras del gobierno federal destinadas a alimentar bibliotecas públicas y escolares. Sin embargo, continuamos leyendo poco, en promedio menos de cuatro títulos por año, y en el país entero hay solamente una librería por cada 63 mil habitantes, aún así, concentradas en las capitales y en las grandes ciudades del interior.
Pero hemos avanzado.
La mayor victoria de mi generación fue el restablecimiento de la democracia –son 28 años ininterrumpidos, poco, es verdad, pero se trata del período más extenso de vigencia del estado de derecho en toda la historia de Brasil. Con la estabilidad política y económica, venimos acumulando conquistas sociales desde el fin de la dictadura militar, siendo la más significativa, sin duda alguna, la expresiva disminución de la miseria: un número impresionante de 42 millones de personas ascendieron socialmente en la última década. Innegable, aún, la importancia de la implementación de mecanismos de transferencia de renta, como las becas-familia, o de inclusión, como las cuotas raciales para ingreso en las universidades públicas.
Infelizmente, muy a pesar de todos los esfuerzos, es inmenso el peso de nuestro legado de 500 años de transgresiones. Continuamos siendo un país donde vivienda, educación, salud, cultura y recreación no son derechos de todos, pero sí privilegios de algunos. En el que la facultad de ir y venir, en cualquier tiempo y a cualquier hora, no puede ser ejercida, porque faltan condiciones de seguridad pública. En el que incluso la necesidad de trabajar, a cambio de un salario mínimo equivalente a cerca de 300 dólares mensuales, se topa con dificultades elementales como la falta de transporte adecuado. En el que el respeto al medio ambiente es inexistente. En el que todos nos acostumbramos a burlar las leyes.
Nosotros somos un país paradójico.
Ahora Brasil surge como una región exótica, de playas paradisíacas, floresta edénica, carnaval, capoeira y fútbol; pero también como un lugar execrable, de violencia urbana, de prostitución infantil, de irrespeto a los derechos humanos y desdén por la naturaleza. Ahora es festejado como uno de los países mejor preparados para ocupar un lugar protagónico en el mundo ―con diversos recursos naturales, agricultura, ganadería e industria diversificadas, con enorme potencial de crecimiento de producción y consumo―, pero también destinado a un eterno papel accesorio, de proveedor de materia prima y productos fabricados con mano de obra barata, por falta de competencia para administrar su propia riqueza.
Ahora, somos la séptima economía del planeta. Y permanecemos en tercer lugar entre los más desiguales de todos.
Vuelvo, entonces, a la pregunta inicial: ¿qué significa habitar esa región situada en la periferia del mundo, escribir en portugués para lectores casi inexistentes, luchar, en fin, todos los días, para construir, en medio de adversidades, un sentido para la vida?
Yo creo, tal vez hasta ingenuamente, en el papel transformador de la literatura. Hijo de una lavandera analfabeta y un vendedor de cotufas semianalfabeto, yo mismo vendedor de cotufas, cajero de bar, vendedor de mercería, operario textil, obrero mecánico, gerente de lonchería, mi destino fue modificado por el contacto, aunque fortuito, con los libros. Y si la lectura de un libro puede alterar el rumbo de la vida de una persona, y estando la sociedad compuesta por personas, entonces la literatura puede cambiar la sociedad. En nuestros tiempos, de exacerbado apego al narcisismo y extremado culto al individualismo, aquello que nos es extraño, y que por eso nos debería despertar la fascinación por el reconocimiento mutuo, más que nunca ha sido visto como lo que nos amenaza. Damos la espalda al otro ―sea el inmigrante, el pobre, el negro, el indígena, la mujer, el homosexual― como tentativa de preservarnos, olvidando que así implosionamos nuestra propia condición de existencia. Sucumbimos a la soledad y al egoísmo y nos negamos a nosotros mismos.
Para contraponerme a eso escribo: quiero afectar al lector, modificarlo, para transformar el mundo. Se trata de una utopía, lo sé, pero me alimento de utopías. Porque pienso que el destino final de todo ser humano debería ser únicamente ese, el de alcanzar la felicidad en la Tierra. Aquí y ahora.
8 de octubre de 2013
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De LA VENTANA, Portal informativo de la Casa de las Américas (CUBA), 11/11/2013
Foto: Luis Ruffato
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