Alex Ayala
En sus épocas bizarras de trasnochado, Víctor Hugo Viscarra, el último escritor maldito que ha parido Bolivia, era un crápula que no dudaba en asaltar a sus amigos con su humor ácido y su picaresca con el único fin de financiarse un trago. Con su pose de enfant terrible, su estatura escasa, su espalda de obrero viejo y su nariz torcida de boxeador, vendía a veces los libros que publicaba a precios de saldo para comprarse unos soldaditos (envases de plástico con alcohol casi puro adentro) y sobrellevar mejor la noche helada. Cuando caminaba, solía hacerlo con algunos pedazos de diario bajo el brazo. Y también era común verlo sin nada: los que lo conocieron bien aseguran que durante sus farras fatales (y lamentables) extraviaba hasta sus lentes baratos de alambre.
Durante una temporada, su posesión más preciada fue una caja llena de recortes sueltos, de hojas de diferentes tamaños con anotaciones, de propagandas escuetas en las que mujeres de nombres artificiales anunciaban sus servicios sexuales. Pero también se alejó de ella: acabó entregándosela a Manuel Vargas, de la editorial Correveidile, para que alistara su primer best seller: Alcoholatum & Otros drinks (una selección de relatos cortos, directos y descarnados protagonizada por putas, necesitados, vagos y maleantes).
“Darle sentido a aquel rompecabezas demoró alrededor de dos meses”, cuenta ahora Manuel en su particular santuario de la palabra: un despacho armado en su propia casa en torno a ensayos, antologías y diccionarios. En aquel cajón que le dejó Viscarra había de todo: poemas que nunca se divulgaron, fragmentos emborronados, páginas numeradas que a veces llevaban a otras y a veces a ningún lado, papel de cuaderno a veces completo y a veces roto, algunas páginas a mano y otras a máquina, cuentos acabados, flechas que a modo de brújula indicaban dónde comenzaba un nuevo párrafo. Salió Alcoholatum y, por convenio, Manuel le pagaba a Viscarra en ejemplares: de tres en tres, de cinco en cinco, de seis en seis. Y él los encajaba donde podía para sostenerse. En una ocasión, le regalaron un maletín para que los guardara y lo olvidó en mitad de una parranda. “Cuando estaba ebrio, era un desastre, una persona insoportable, como todas las que beben demasiado —sonríe Manuel—. Cuando estaba sobrio, en cambio, era muy ocurrente y lúcido”. Y a diferencia de Joe Gould, un mendigo que fue magistralmente retratado en The New Yorker por el periodista Joseph Mitchell, su producción no era imaginaria. Era tan real y cruel como la vida misma (a veces, hasta demasiado). Su estrategia, dicen, consistía en recordar. Cuando perdía sus manuscritos, se sentaba en algún rincón y reescribía. Lo dejaba todo en manos de una memoria ágil y privilegiada, capaz de reconstruir ambientes, olores y cicatrices en apenas unos minutos.
Ropa interior
Víctor Hugo fue un hombre que no se apegaba a nada, ni siquiera al tiempo (no acostumbraba a utilizar relojes). Y mucho menos, a las vestimentas que lo envolvían. La empleada de Manuel le preparaba sándwiches cuando peor estaba. Y el editor a veces le regalaba prendas usadas: abrigos, chompas, chamarras. “Yo nunca lo vi lavando —me chismea—. Él tampoco me advirtió en ningún momento de que fuera a hacerlo. Y como tantos otros, yo me preocupaba de que se viera bien”. De su dignidad. De su apariencia.
Según Manuel, el baño era casi un ritual para Viscarra, como si mudara de piel por el simple hecho de tocar el agua. “Primero, se sacaba la suciedad del cuerpo y la ropa interior se iba con ella”, describe sin sorpresa. “Para él, todo era de usar y tirar —añade luego—. Una vez, uno de mis hijos lo pilló lanzando su chaqueta al botadero sin pena, tras haberse colocado una limpiecita que un ratito antes le habíamos obsequiado”. Entre lo poco que cargaba de boliche en boliche, lo más personal eran sus obras —Coba: lenguaje secreto del hampa boliviana, Borracho estaba, pero me acuerdo o Relatos de Víctor Hugo, por ejemplo—. Manuel comenta que jamás lo vio con una fotografía encima, ni siquiera de alguna de las muchas chicas de las que se enamoraba día tras día. Y a menudo se deshacía hasta de las novelas que se prestaba de sus colegas.
Hoy, en el cementerio, lo habitual es encontrar alguna botella vacía de licor barato en su tumba. Y son pocos los que conservan alguna cosa suya. Manuel tiene un fanzine en el que aparecieron algunos de sus cuentos, unos folios con parte de su autobiografía y varios artículos de prensa. “El resto se lo entregué a uno de sus sobrinos”, aclara. Y luego me confiesa que, cuando pasea por la calle, a veces cree identificarlo entre la marea de gente que sube y que baja.
_____
De La Razón/La Paz, 04/01/2015
Fotografía: El escritor-editor Manuel Vargas
Qué buen artículo. Qué buenos títulos. La creación no requiere de lujos.
ReplyDeleteUn abrazo afectuoso