JORGE MUZAM
Comenzamos la mañana bebiendo café y leyendo a Thomas de Quincey. Del asesinato considerado como una de las bellas artes. El prologuista lo emparenta con Una modesta proposición, de Jonathan Swift, donde se plantea la necesidad de comerse a los niños pobres irlandeses para solucionar los apremiantes problemas demográficos. Las sociedades adictas a lo extraño y morboso, descritas por Quincey, me recordaron a Eduardo Molaro, a ese ingenioso autor lanusense y su inéditoAtlas Desmemoriado del Partido de Lanús, donde las sociedades extravagantes, la solidaridad y las trompadas andan a la orden del día.
La mañana sigue gris, envuelta en llovizna. No se alcanzan a divisar las montañas ni los árboles lejanos. Miro el jardín desde la ventana y me pregunto por qué hay tantos colores de rosas. Carezco de respuesta. Me faltan conocimientos para describir sus variedades, sus mestizajes. Predominan los tonos rosados, amarillos y rojos. Pero también las hay fuccias, naranjas, magentas, violetas y burdeos. Abro el archivo de Chéjov. “Aniuta” acepta su destino con humilde resignación, tal como la institutriz de “Poquita Cosa”. Personajes anónimos, desechables, habitualmente morenos, al servicio de los creen escalar en la historia. Culminamos la mañana con La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth. El clochard Andreas tiene dificultades para devolver los 200 francos a Santa Teresa, pero sabe que lo hará, es un hombre de honor, tal como su autor. Nos conmueve el anexo a la obra. Un viejo amigo de Roth, Hermann Kesten, crítico literario y novelista, lo describe en una obra posterior. Dice que solían escribir juntos en un café parisino. Que en las mañanas, mientras escribía, Roth estaba sobrio, y en las noches y madrugadas, siempre borracho. Luego, la última vez, Roth le leyó la recién terminada Leyenda del santo bebedor. “¿No es divertida?”, repetía en cada pausa. Prosigue Kesten: “Con su encantadora e irreprochable cortesía, Roth se puso en pie, me acompañó hasta la puerta del café, ya vacío y me dio la mano. El cuerpo estaba algo encorvado, un poco vacilante, la sonrisa empapada de melancólica inteligencia, y los ojos azules cansados y nublados, el bigotito rubio y las hermosas manos, la voz ya ronca y tan cordial... El escritor que me gustaba hasta en las cosas más circunstanciales y cuya voz poética conocía en cada una de sus cadencias... Se le veía tan inderrumbable, tan duradera y afectuosamente habitual, pese a todas las huellas del dolor, como la propia buena, dulce y querida vida:
Pronto le telefonearé, volvió a decir…” (Dos semanas más tarde Roth falleció)
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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 05/01/2015
Fotografía: Joseph Roth
Le faltó vida, como a Cervantes, y sin embargo nunca perdió la cordialidad ni la sonrisa.
ReplyDeleteUn abrazo fraterno y gracias por publicar mi texto, querido amigo.