Pablo Mendieta Paz
Son ya las 12. Como el próximo libro que iría a leer sería “La fuga del maestro Tartini” (el famoso músico conocido más que nada por “El trino del diablo”), de Ernesto Pérez Zúñiga, ganador del Premio Torrente Ballester, me incorporé y busqué en mi colosal estantería musical algo de Tartini (se me inflaba el pecho escudriñando esos anaqueles de millones y millones de melodías de todas las épocas, como si cada una de ellas se enlazara como escalera al más alto cielo). Me molesté conmigo mismo cuando solo encontré el CD que tanto había escuchado de él: la sonata “El trino del diablo”. Bien sabía que, músico prolífico y virtuoso, había compuesto algo más de 350 obras, entre conciertos de violín, tríos de cuerda y sonatas para violín y clave; y con esa idea me había propuesto hacía tiempo conseguir otro material del compositor y violinista, pero el pesado e ininterrumpido trabajo lo impidió. Ni qué hacer. Ya compraría otras obras del maestro. Acomodé los audífonos para escucharla por enésima vez. Increíble. Por más que la hubiera escuchado cien veces más el larghetto affettuoso, el allegro moderato, el andante maestoso y el allegro assai no perderían en lo más mínimo sus cualidades cordiales y cálidas. Sin duda que, así como enseñaba la contratapa del disco, el Diablo había cumplido con el pacto hecho con Tartini. Luego de escuchar la sonata abrí el libro de Ernesto Pérez Zúñiga con tan sugestivo título, “La fuga del maestro Tartini”. Esa noche, por lo tarde, leí algo; pero en las sucesivas me metí de lleno en él. Por la excelencia y precisión del pulso narrativo me pareció increíble que Pérez Zúñiga lograra transportarme tan adentro de la vida de Tartini como si en cada momento de la lectura el músico compareciera ante mí para contarme desde el fondo del alma su vida. Daba la impresión de que Pérez Zúñiga y Tartini eran uno solo; una mágica dualidad que no le permitía a Tartini ni huir de sí mismo ni desprenderse del empecinado autor que lleva y trae a través del tiempo una, dos, tres, mil pasiones del genio mortificado por el lado oscuro de su existencia. Como si ésta se compusiera de la obra en sí misma, con recursos musicales creados en torno a una “fuga” que se forma del tema principal –Tartini-, y con ornamentos tan sutiles y espectaculares, como excelsos y aterradores, que hacen al arte del maestro una obstinada cacería de la perfección y del amor. Ah, siempre el amor en él, retratado como un perfecto contrapunto donde todo se enlaza con todo en una suerte de expresión tonal donde los devaneos, la inquietud, la odisea, la traición en su más puro sentido, lo siniestro y la venganza, se entremezclan mediante una variedad abundante de argucias poéticas. Y en todo, como sagaz paradoja, delicadeza; delicadeza aun atenazando con drástica elegancia sensaciones y emociones al lector. ¿Y de qué manera? De la más psicológica y para mí exquisita posible: rastreando en lo abismal e inexplorado del ser humano, metiéndose en sus mentes, hurgando en el fondo y haciendo florecer el amor de Tartini por la belleza. Grande Tartini. Si empuñaba con maestría el arco y el violín, la misma pasión encontraba al transformarse en hombre de capa y espada, y de igual manera acariciando a fuego ardiente el cuerpo de las mujeres que amó. De su primer tiempo como hombre, yuxtapuso la espada y el violín. Dejó la primera, su herramienta de muerte, para encontrar en el segundo la perfección, el divino virtuosismo. Ernesto Pérez Zúñiga, envuelto en el misterioso manto de la indagatoria por el fenómeno humano, fundamentalmente de belleza y de espanto, deja una perecedera sensación de boca, como si por Tartini cualquiera de nosotros pudiéramos ser en cualquier momento narrados por él, ser luz de evocación y de abandono… Fueron suficientes cinco noches. Cerré el libro de Tartini, colmado de anhelante música y de prospección de la vida.
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