Patricio Fernández
Fui con mi hija de 14 y mi hijo de 12 a ver el partido de Chile con México al Estadio Nacional. Les advertí de tomar mucho abrigo, porque ahí haría un frío espantoso. Debía ser la noche más fría del año. No he visto más de cinco partidos en un estadio, y siempre he llegado ahí por razones extra futbolísticas. Yo de fútbol no sé nada, ni siquiera el nombre de los jugadores del equipo del que me declaro “fanático”. La vida es más pobre si no se tiene un equipo de los amores, aunque de amor se entienda muy poco. Nos habían regalado unas entradas para la galería y recordaba de la última vez que había estado ahí una energía barbárica, como todas las energías auténticas, y una diversión de esas que solo pueden acontecer en la inseguridad. Como llegamos justo a la hora, imaginé que deberíamos abrirnos camino entre sobacos transpirados, nubes de marihuana, botellas de cerveza y una turba enfervorizada de la que nos haríamos parte agarrados del hombro para no perdernos. Una especie de manifestación callejera, como otras a las que también hemos ido juntos, donde las individualidades se pierden y los pequeños grupos de pertenencia deben poner atención para mantenerse unidos. Pero no fue así. La gente entró en orden, se sentó en sus puestos tranquilamente, indicaba los sitios desocupados a los que buscaban sin esperanzas un lugar. Había muchos otros niños chicos. Nosotros estábamos justo atrás del arco de Chile en el primer tiempo. Vimos cuando nos metieron dos goles y, durante el segundo tiempo, cuando el arco mexicano estaba ahí, la pifia de Valdivia y los dos derechazos que nos anularon. Me sorprendió ser el único entre mis vecinos de asiento que gritara ¡gooool! entonces, y que los viviera con tanta emoción que al recuperar la vista y entender que no eran tales, comenzara a gritar improperios y maldiciones. Hermógenes Pérez de Arce, al parecer, también estuvo ahí, y sorprendido por el buen comportamiento de la rotada histórica, concluyó: “¿Qué había obrado el milagro? El precio. Las entradas eran carísimas. Sólo al alcance de los grupos socio-económicos A y B y fuera del de los C1, C2, C3 y D. Ergo, era toda gente formada por la educación particular pagada, preferentemente en colegios de Iglesia”, escribió en su blog. No creo que sea la explicación. Yo vi a Claudio Bravo reclamar levantando los brazos durante el partido que la hinchada parecía muerta, que mientras ellos daban la pelea –buena o mala– el público local, en lugar de alentarlos, los cuestionaba. “No es normal que jugando en casa la gente empiece a silbar. Hay mucho silencio a ratos. No es un malestar mío, es generalizado; a veces, el público logra dar vuelta un partido y te saca de malos momentos. Cuando las cosas no salen bien, es cuando más debes apoyar al equipo”, reclamó el arquero al dejar la cancha. Como no faltaron las anotaciones, salimos sonrientes del espectáculo. Alegres, pero sin emoción. Contentos e insatisfechos. Críticamente desvinculados. Como el país, ni más ni menos.
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Editorial de THE CLINIC, 18/06/2015
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