Borges me comunica siempre una singular exaltación pacificadora a causa de su prodigiosa vocación de aprisionar, aunque sea por un instante, entidades tan ambiguas y enrarecidas como el tiempo, el destino, la muerte, los sueños, en operaciones mentales portentosas y refinadas, en mecanismos conceptuales poderosamente simplificados, libres de los oropeles de la lógica, de los juegos de equilibrio de la dialéctica. Sobre todo para un hombre de cine, Borges es un autor particularmente estimulante en cuanto a que lo excepcional de su literatura consiste en ser muy parecida al sueño, como una extraordinaria visión onírica al evocar del subconsciente imágenes innatas donde la cosa y su significado coexisten simultáneamente, exactamente como en una película. Y justamente como en los sueños, también lo incongruente de Borges, lo absurdo, lo contradictorio, lo arcaico, lo repetitivo, aún conservando toda su virulenta carga fantástica, son igualmente iluminados como los rigurosos detalles de un dibujo más amplio e ignorado, son los elementos impecables de un mosaico atrozmente perfecto e indiferente. También, Borges, me hace pensar en un flujo onírico discontinuo, y la heterogeneidad de esta misma producción —relatos, ensayos, poesías— prefiero imaginármelas, no como el fruto de los múltiples resortes de un talento impaciente, sino más bien como el signo sin descifrar de una metamorfosis infatigable.
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De Borges todo el año, 06/12/2014
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