Nicolás García Recoaro
Son las 6 de la mañana y los pasajeros matan la modorra matinal leyendo el diario, comiendo marraquetas o quejándose por la suba del precio de los pasajes. “Desaguadero, Desaguadero, Desaguadero”, dice el mantra que recita el voceador en la parada de minibuses frente al Cementerio General de La Paz.
Ya pasaron algunos días desde que decidí dejar Buenos Aires para emprender un acelerado trip vacacional y algo lisérgico para escribir una crónica sobre las playas de Bolivia Mar. Atrás quedaron la escalada en flotas, trenes, taxis y caminatas eternas hasta las alturas paceñas; atrás quedaron las largas noches de festejos carnavaleños en la Quebrada de Humahuaca y las largas mañanas de ch’aqui curadas a base de jugos multivitamínicos exprimidos por sapientes cholas de mercado; y mucho más atrás quedaron las bromas y el sarcasmo de mis amigos porteños, que me ofrecían una tabla de surf o patas de rana para que disfrutara del mar boliviano. Pobres giles, hay que saber entender, el mal humor y las ironías son algunos de los rasgos que suelen caracterizar a mis paisanos.
“Completos”, grita el conductor y el minibus comienza a trepar las empinadas calles rumbo a El Alto. Una mujer sentada a mi lado escucha una radio que remixa cumbias chichas con el informativo. La noticia de último momento llega desde más allá del Lago Titicaca, la Cordillera de los Andes, el desierto de Atacama y la inmensidad del Océano Pacífico, a miles de kilómetros de esta Avenida Juan Pablo II de la ciudad de El Alto que ahora surca el minibús. “Úuuuuultimo momentoooooo, un terremoto de 8,9 grados en la escala de Richter azotó al Japón”, advierte el locutor de Radio Chacaltaya entre cumbia y cumbia. Mientras regatea su pasaje (“me ha costado 10 pesitos la semana pasada, caballero, no sea ratero, pues”), la mujer dice que la radio acaba de confirmar que un tsunami de proporciones pantagruélicas arrasó varias ciudades niponas y que hay alerta roja declarada en toda la costa del Pacífico. Según mi preciada informante, la gran ola parida en Asia estaría llegando a las costas peruanas a eso de las 9 de la noche (¡puta suerte!), el momento preciso en que calculaba estar arribando a las playas de Ilo, el puerto próximo a Bolivia Mar. Eso se llama estar en el momento justo y en el lugar indicado.
En la frontera de Desaguadero, en el límite entre Perú y Bolivia, la referencia más cercana al tsunami del Pacífico es una caserita que ofrece platazos de ceviche a dos soles y unas fotos de playas hawaianas que cuelgan en las paredes de una casa de cambio. Las autoridades migratorias peruanas casi se mueren de risa cuando les pedí información sobre la gran ola. Maldigo que a veces, mi sentido común gringo, por demás apunado, todavía no termina de entender que los hombres y las mujeres que habitan en estas tierras que rodean al Titicaca son sabios y jamás se preocuparían por los efectos de un tsunami, sobre todo porque la ola tendría que medir más de 5000 metros de altura para que los afectara.
Seis horas de viaje en un bus destartalado que cruza la cordillera y me deposita en Moquegua, a una hora de Ilo, a pasitos de mi destino final. La televisión del chifa donde meriendo un lomo salteado harto picante repite una y otra vez las dantescas imágenes del tsunami japonés. Los informativos maceran una salsa amarillista que mezcla el desastre de Japón, la trama de una película de Hollywood y las predicciones de especialistas, todos charlatanes, sobre la ola que se acerca a las costas peruanas. Los moqueguanos no le prestan demasiada atención al bombardeo informativo y prefieren seguir atentos las vicisitudes de la novela de la tarde o un partido de la Copa Libertadores.
Moquegua vive los días preelectorales con intensidad. Partidarios del Humala y Keiko marean la plaza central con cánticos y papelitos. Para las 9 de la noche, la alerta rojo del tsunami se desinfla como un globo pinchado. Un taxi que vuela por la carretera cordillerana me lleva a Ilo. Cruzando las dunas, cuando ya la noche, y no el tsunami, inunda las costas del Pacífico, el taxista señala un punto donde se erige un monumento en las playas de Bolivia Mar. Pienso en lo épico que hubiese sido captar la imagen de la ola gigante desde las playas bolivianas; pienso también en las consecuencias que podría haber tenido esa imagen dantesca para todos los habitantes de este rincón del planeta; pienso en la fuerza de la naturaleza; pienso en la vanidad de los hombres; pienso, también, que a veces soy un idiota.
Los periódicos de la prensa chicha peruana del día siguiente se ilustran con fotos apocalípticas y titulares catástrofe como “La furia de la naturaleza”, “Infierno nuclear” o “Dios mío, apiádate”. El guardavidas de la principal playa de Ilo fue mi primera referencia para conocer las consecuencias del tsunami en la ciudad: “Tranquilo pues se me queda. Si el agua subió apenas un metro de su altura normal. Disfrute del mar, caballero.”
Ceviche y chuño
Les confieso que este viaje comenzó hace poco más de un año, cuando vi la imagen en una página de Internet. Para ser más precisos, la instantánea también ilustró las páginas de los diarios sudamericanos el pasado 22 de octubre de 2010. La foto mostraba las costas de Bolivia Mar, donde un grupo de cholitas marinas bailaban descalzas en la arena agitando tricolores banderas bolivianas y multicolores wiphalas. Poco tiempo después me enteré que las mujeres andinas de pollera formaban parte de la delegación que acompañó al presidente Evo Morales a la hora de relanzar un acuerdo firmado originalmente en 1992 por los entonces mandatarios Jaime “El Gallo” Paz Zamora y el nefasto “Chino” Fujimori. Con el mar de fondo, y dando por superadas antiguas diferencias, cuentan que el presidente peruano Alan García le dijo a Evo y su comitiva: “Nos hemos reunido aquí, a orillas del mar de Ilo y, por última vez los dos presidentes de espaldas al mar, para decir que el mundo integrado y fraterno, en la hermandad entre Bolivia y Perú, este también es un mar boliviano.” Parece que luego de los saludos protocolares, los intercambios de condecoraciones, el brindis de honor y los anuncios de futuras inversiones, el desarrollo de Bolivia Mar aún está en pañales.
Lejos del teatro de operaciones diplomático, en el puerto de la ciudad los pescadores ileños me cuentan que están más preocupados por las consecuencias que les puede deparar el maretazo japonés. Ante la atenta mirada de una docena de hambrientos pelícanos, y rodeadas de frescos ejemplares de corvina, diamante y perico, Pilar y María, dos vendedoras minoristas de “frutos de mar”, cuentan que la depredación y el cambio climático están terminando con la pesca local. “El mar es lo que nos da de comer, si no hay pescado, Ilo muere”, advierte Pilar mientras le sube el volumen a una pequeña radio que hace sonar un clásico de Los Shapis. Su comadre María, una “maestra en el arte de preparar ceviche” -según se define-, dice que está algo cansada de las extensas horas de trabajo y de la preocupación y los nervios cada vez que su marido sale mar adentro. Cuando la consulto sobre el emprendimiento de las playas de Bolivia Mar, Pilar responde sin rodeos: “La idea es importante, pero en 18 años, Bolivia si apenitas ha invertido algo. Los bolivianos que aquí vienen de vacaciones se traen su chuño y su papa y poco gastan en Ilo. Y hay que ser realistas, el costo de vida es muy caro en el Perú, es más un sueño que una realidad.”
La guerra de la mierda
Durante el siglo XIX, el guano era el abono que salvada las cosechas agrícolas europeas. En el año 1860, Bolivia y Perú aceptaban (algo ruborizadas, las dos ex naciones del oro y la plata) que sus principales ingresos provenían de la mierda de los pelícanos que habitaban sus litorales. La historia cuenta que Bolivia fundó el puerto de Antofagasta en el año 1868, y que un par de años después el presidente Mariano Melgarejo le dio una concesión, tildada de fraudulenta, a la empresa británica Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta para explotar los yacimientos de guano, sin pagarle impuestos al país andino. Las crónicas de la época detallan que el descubrimiento de colosales reservas de guano en el litoral boliviano, sumadas a las reservas de salitre, transformó al olvidado desierto de Atacama en un oasis para los especuladores (el guano se vendía a 12 libras esterlinas de oro la tonelada en el puerto de Londres, y se calculaba que las costas bolivianas tenía un potencial exportable de 120 millones de libras). Pocos años después, con la caída de Melgarejo, el Congreso boliviano aprobó una ley impulsada por el general Hilarión Daza, nuevo mandamás del país, que imponía a la empresa británica el pago de 10 centavos por cada quintal de salitre y guano extraído, un impuesto supuestamente destinado a mejorar el alumbrado público de Antofagasta que en realidad apuntaba a reparar la largueza con la que se habían hecho las concesiones. Fue entonces que Anthony Gibbs, propietario de la compañía inglesa, aprovechó los contactos que lo ligaban al gobierno de Chile -los ministros de Guerra y Hacienda y el comandante del Ejército y de la Marina chilena eran accionistas de la firma guanera-salitrera- y logró que una mera disputa empresarial, sumado al aletargado expansionista territorial chileno, se convirtiera en una trifulca internacional entre estados.
Algunos años después, el 16 de febrero de 1879, unos 200 hombres de la armada chilena, embarcados en los modernos buques blindados Cochrane y Blanco Encalada y la corveta O’Higgins, ocuparon fácilmente Antofagasta ante la flaca resistencia que opusieron dos cañones y unos pocos soldaditos bolivianos. Durante marzo, reflotando un tratado de defensa, Bolivia y Perú declararon la guerra a Chile, y lo propio hizo Santiago el 5 de abril. Comenzaba así la Guerra del Pacífico, un sangriento conflicto que se extendió por más de cuatro años. Finalmente, el triunfo de las fuerzas chilenas en la Batalla de Huamachuco decretó la derrota de la alianza boliviano-peruana (con la pérdida total del litoral marítimo del primero y la invasión de su territorio en el caso del segundo). La guerra le había costado la vida a más de 30 mil bolivianos, chilenos y peruanos. Paradójicamente, las apetecidas reservas de guano y los salitres pasaron a manos de capitalistas británicos. God Save The Queen.
El olvidado monumento a la memoria
“El monumento de Bolivia Mar es una obra de agradecimiento. Creo que los bolivianos no somos agradecidos”, me cuenta el pintor potosino Ricardo Pérez Alcalá, mientras juguetea con su rala y canosa barba en su taller de trabajo erigido en el barrio de Aranjuez, en la zona sur de La Paz. El acuarelista más prolífico de la historia boliviana y autor de algunos de los edificios más emblemáticos del país recuerda que la idea de construir un monumento en Bolivia Mar surgió casi de la noche a la mañana: “Hacía varios años que estaba viviendo en México y casi por casualidad unos amigos me comentaron de la inesperada noticia de que Perú nos cedía cinco kilómetros de costa y me emocionó mucho la idea. Entonces regresé a Bolivia -esa obra me hizo volver a mi país- y tuve una reunión con el entonces presidente Paz Zamora, donde le plantee que me ofrecía para construir una obra con la cual los bolivianos le agradeceríamos al Perú su gesto. Me acuerdo que el presidente me miró y me dijo que en el país nadie había agradecido, que ni él había agradecido. Y entonces sólo me pregunto: ‘dónde y cuándo’”.
Pérez Alcalá todavía recuerda con nostalgia los frenéticos 15 días en su taller diseñando la estructura (los rostros de dos mujeres andinas: la mujer boliviana mirando el mar y la mujer peruana custodiando la cordillera), aquellas maratónicas semanas soldando los 180 mil puntos que conforman la estructura y la dedicación inquebrantable de los obreros que trabajaron día y noche bajo el abrazador sol del desierto y el manto frío de los vientos del Océano Pacífico.
Con cierto pudor, mientras compartimos un vaso de whisky, Pérez Alcalá dice que, como muchos bolivianos, siente al mar como un espacio distante. “Desde niño, y como potosino, lo concebía como algo lejano. También debo reconocer que le tengo mucho respeto al agua. El Pacífico es bastante frío, violento, y debo confesar que no nado demasiado bien. Además, no me gusta bañarme”. El recorrer las páginas de un álbum de fotos que resume su titánico trabajo en Bolivia Mar, Pérez Alcalá rezonga porque siente que su obra ha quedado relegada y abandonada. “Los gobiernos de ‘Goni’ Sánchez de Lozada, de Banzer, de Evo Morales no hacen referencia al monumento. De alguna manera, a la mayoría de los bolivianos les importa un pepino Bolivia Mar. Debemos tener un complejo muy fuerte, porque no queremos hablar del tema. Yo lo pensé también como una obra para ayudar a recordar, para tener memoria. Pero le confieso que ahora lo siento más como un monumento al olvido.”
Las Malvinas son bolivianas
Desde que terminó la Guerra del Pacífico, Bolivia ha explorado, con grandes frustraciones, diversos senderos para recuperar una salida soberana al Océano Pacífico. Desde el “Abrazo de Charaña” del año ’75, entre los dictadores Hugo Banzer Suárez y Augusto Pinochet (que proponía un corredor soberano para los bolivianos a través de la frontera norte de Chile), o el tratado conocido como “Lagos-Banzer” del año 2001 (una concesión de una zona costera sin soberanía en el sur de Arica, en Chile), y hasta la agenda de 13 puntos firmada en 2007 por la mandataria chilena Michelle Bachelet y el presidente Morales, ninguno ha traído grandes avances para Bolivia en el tema marítimo.
En un alto en mi camino, fricasé y Fanta Naranja-Mandarina de por medio en pleno Mercado Rodríguez, el escritor paceño Roberto Cáceres me cuenta que la actual coyuntura latinoamericana puede ayudar a Bolivia en su demanda marítima, pero no ve que se puedan dar grandes cambios para los próximos años. Con cierto humor, Cáceres advierte: “una de las salidas posibles ya la expuso Jorge Luis Borges hace varios años: la Argentina y Gran Bretaña se tendrían que poner de acuerdo y adjudicar las Malvinas a Bolivia, para que nuestro pueblo pueda conseguir por fin una salida al mar. Y quien habla no deja de pensar que algún día, los bolivianos lo recuperaremos. Sueño con darme un chapuzón en nuestras aguas. Y seguro que podrás darte un clavadito vos, gauchito.”
Pescador de ilusiones
Como todas las mañanas, Carlos espera paciente que la marea alta del Pacífico haga su trabajo y algunas despistadas corvinas queden atrapadas, en las redes que tendió en las costas desoladas de Bolivia Mar. Carlos cuenta que tiene casi 50 años, que nació en Ilo -el puerto ubicado 15 kilómetros de Bolivia Mar- y que desde hace algunos meses, después de haber vivido varios años en Buenos Aires, se está ganando el pan pescando. “Tenía mi casa en Boulogne Sur Mer y Tucumán, en pleno barrio del Once. Pasé más de 20 años trabajando en un taller mecánico en el Bajo Flores. Aquí me ve ahorita, pescando en el mar boliviano”, me explica sonriendo el hombre, mientras degusta un jugoso sándwich de lomo salteado que su hermano Antonio le trajo como desayuno.
Un cartel caminero, un camino pedregoso que atraviesa una pampa arenosa, un descomunal monumento algo oxidado que deja ver el rostro de dos mujeres, un pequeño barranco, las playas vírgenes y la inmensidad del violento Pacífico. Un abandono ejemplar luce Bolivia Mar. “Pocos son los bolivianos que vienen, amigo –me cuenta Carlos mientras recoge las redes en la playa-. Al boliviano se lo ve respetuosos frente al mar, y pocos son los que se meten al agua. Aquí la costa es más para embarcadero, la correntada es muy fuerte y no es para bañarse. Si te metes al mar, en una de esas no vuelves.” Antes de emprender la vuelta hacia Ilo, cargado con una veintena de corvinas, Carlos me advierte: “Yo veo difícil que Bolivia pueda recuperar una salida al mar por el lado de Chile, mi amigo. Más lo veo por nuestras costas, porque más pacíficos los peruanos somos.” Carlos se aleja por la playa y decido pegarme un chapuzón, mientras cuatro o cinco cóndores que dormitan en lo alto del monumento me vigilan cual guardavidas. El agua está helada y la marea chupa con una fuerza que haría recular al más patriota de los paceños. Serán unos pocos minutos, pero vale la pena nadar unos metros de crawl en el mar. El mar boliviano.
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De ANFIBIA. Crónica publicada en Hora boliviana/Historias del país presente (Editorial El Cuervo, Bolivia, 2015).
Imagen: Cubierta del libro.
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