Lo primero es la
frase:Hodie Mihi Cras Tibi. A la entrada del cementerio general de Sucre
(Bolivia) el latín te da un aviso: Hoy por ti mañana por mí. Más
allá hay álamos largos, pinos en hilera, setos recortados. Hay palmeras y
plantaciones de cactus y entre la maraña verde los mausoleos, las criptas, los
sarcófagos. El espacio sombrío y ordenado para presidentes y próceres y nobles.
A sol abierto la explanada yerma y el desorden de cruces, todo el detalle al
que muchos puede aspirar: a la cruz de madera, al montón de tierra. La muerte
mantiene, también, ciertas distancias.
El mantón es
negro todo negro y allá adentro –en su interior- la mujer dice que sí, que
quiere una oración para el muertito, que es su padre y merece, después de todo,
llegar al cielo sin mucho esfuerzo.
—¿Cómo se llama
el alma?
—Lucas Calderón.
Y para Lucas
Calderón son los tres Padrenuestros, tres Avemarías y tres Glorias –o sea, la
rezada- que Gregoria Calderón, hija del muerto, escucha frente a su tumba
envuelta en un mantón. Pagará tres bolivianos (0,30 euros) al par de críos que
ya han bajado de rodillas a la tierra, que han unido las palmas de sus manos y
ahora están recitando la oración.
Los rezadores, en
castellano y en quechua, son parte del centenar de niños que trabajan en
el cementerio de Sucre. Por unas monedas rezan el muerto, limpian lápidas,
colocan flores. Otros, incluso, hacen de la muerte un cuento.
Los niños-guía
encuentran bajo tierra a aquellos que dan nombre a las calles de la ciudad: los
príncipes, los héroes, los siete ex-presidentes de la República. En tours de
media hora relatan el hecho, la historia, la anécdota, cuentan el cuento y
cobran la voluntad: que Aniceto Arce trajo el primer ferrocarril a Bolivia y
aquí sus restos, que el cementerio –colapsado- crece en vertical y “esto va a
ser una China más”, que a los espíritus no hay que tenerles miedo, que a quien
hay que temer es a los vivos, fíjese usted, a los vivos. Cuentacuentos
bolivianos les imparten talleres de narración, talleres –digamos- para aprender
a contar la muerte. El último fue en julio de 2012. Durante diez días, en la
capilla del cementerio, la cuentacuentos boliviana Celia Asturizaga dictó para
veinticinco niños un taller de Narración y fortalecimiento: qué
contar y cómo contarlo. No se trata sólo de aprender la canción, sino de
aprender a cantarla.
Del origen se
sabe más bien poco. Aunque todos dicen que dicen, las imprecisiones coinciden
en algo parecido: fue hace años –muchos- cuando uno de los administradores del
cementerio recogió a los niños que pedían limosna en los alrededores. Armó la
ruta, les enseñó qué decir, les hizo memorizar. Y como un cuento oral africano,
la cantinela de espíritus fue pasando de unos a otros hasta hoy. La mayor parte
pertenecen a familias campesinas que emigran a la ciudad. Llegan esperando
alguna cosa, pero lo cierto es que sus hijos –siete, ocho, nueve- tendrán que
limpiar botas, vender caramelos, recolectar basura. El cementerio, el primero
patrimonial de Bolivia, recibe diez mil turistas al mes. El responsable
encontró una manera de ayudar no sólo al turismo de la ciudad, sino al plato en
la mesa de los que intentan sobrevivir en ella.
Marco Llanos –23
años, guía desde los nueve- dice que aprendió así. Que él no sabía, que nadie
nace sabiendo, que se sentaba en los bancos de aquí y en los de allá y veía
cómo, que a los amigos les preguntaba cómo, que ellos le enseñaron y le dieron
libros, que los estudió e hizo un examen. Y que ese examen –ése, el de los
libros- no le sirvió de nada.
El primer día lo
pasó mal: “Mal en el sentido de que sentía que el aire se me tapaba”.
Estudiante de
Psicología, menor de nueve hermanos, dice que fue así. Que los turistas eran
muchos, que aún recuerda a aquella familia, que eran de Cochabamba y se
acercaron porque buscaban, aquella mañana, un guía. Que él dijo ya, es ahora o
nunca, y que a partir de ahí, todo lo que sabe es que no había aire, que no
había, o en todo caso, que a él le faltaba. Que tan bien lo sabía y tan rápido
lo contaba que se asfixiaba, que fueron los nervios, que no es que él quisiera
soltarlo todo de golpe pero así le salió. Y que ése, así, sí fue el verdadero
examen.
Nadie notó que
era su primera vez: “La segunda fue igual –dice-. Y la tercera. Hasta la cuarta explicada no
me quedé tranquilo. Pero eso nos pasa a todos”.
La gran mayoría
comienza como escalerita, el servicio más demandado en el
cementerio. Los escaleritascambian las flores secas de
los nichos más altos, los pintan, los pulen, sacan brillo al metal. Caminan con
su escalera de madera a hombros, asoman la cabeza por uno de los huecos y
sostienen el peso sobre las vértebras cervicales. Sacan de la mochila gamuza y
abrillantador. Humedecen los claves rojos. José Quispe, nueve años, sube
una hilera de tablas flojas con un frasco de crisantemos. Dos metros y medio de
escalera blanda, débil, puesta a prueba todas las tardes. Sus compañeros apoyan
las suyas contra un muro pálido de cemento. Mientras esperan clientes, los
niños cruzan los brazos, mascan chicle, remueven tierra con las manos. Por las
mañanas cambian maderas viejas por libros de texto. No hay registro, no hay
listas, no hay limitaciones. Sólo un único requisito: no abandonar los
estudios. El cementerio es el pasaporte que les permite estudiar.
—¿Qué hace falta
para trabajar aquí?
—Ganas de
aprender –dice Marco-. A todos les dejamos entrar, al que quiera venir. No hay
que prohibir el derecho al trabajo. Todos tienen sus necesidades y prohibir
sería tentarlos a hacer cosas malas.
Y aunque cosas
malas es un concepto amplio que no concreta, la idea es ésa. La idea es que la
miseria, esta vez, sea una cantera de universitarios y no de delincuentes. “Por
algo somos una organización, tenemos un presidente, hay elecciones y todo”,
dicen.
El presidente,
uno de los chicos veteranos elegido entre todos, se encarga de controlar que
estudien y empleen correctamente su dinero: en útiles escolares, libros,
fotocopias o ayudas familiares. Si los descubren, por ejemplo, jugando en algún
internet cercano, son castigados una semana sin trabajo y sin ingresos.
Esta noche se
quedarán hasta las once en el cementerio. Lo hacen algunos días, después del
cierre, para barrer los pasillos. Nadie les paga, pero a ellos tampoco les
importa: “Es el cariño que le tenemos al cementerio –dice José-. Si esto es lo
que te da tu trabajo, a tu trabajo tienes que cuidarlo, tienes que tratarlo con
amor”.
Otros días,
después del cierre, se reúnen para cantar hip-hop. Con él se identifican, con
su mensaje.
Derivado
probablemente del anglosajón high, el término haylongo se
refiere en Bolivia a personas de clase alta, a los niños bien: “Los de la high ni
en pintura nos quieren ver”, dice Marco.
Un día hubo un
concurso de hip-hop en la Plaza de Armas de Sucre. Cualquiera podía ir. Los que
querían rimar rimaban, se enfrentaban como en las peleas de gallos.
—Y un chico entró
a batallar con uno de los nuestros –recuerdan-. Cantaba bien, rimaba bien y
eso, pero era un chico hayloncito. No puede haber un rapero haylongo,
no ha vivido la calle, no ha vivido la realidad, no sabe lo que es llevar un
pan a la casa. El hip-hop es eso, es una expresión de la necesidad. Lo
ha destrozado, nuestro cuate lo ha destrozado.
La lápida es
escueta y dice poca cosa: un nombre breve, el día de la muerte. Lo que habla es
todo lo demás: la jirafa diminuta, el coche rojo de carreras, una bolsa de
leche chocolatada. Casi nunca hay una fecha de nacimiento.
—Es la costumbre.
No les gusta que se sepa cuántos años tiene el muertito.
Dice Omar, diez
años, mientras pinta el fondo de un tono claro. El próximo año quiere
convertirse en guía. De momento, reza Avemarías de corrido y ya ha empezado a
estudiar “los folletos”. Lo hace en el propio cementerio, en la zona ajardinada
y noble, el barrio marmóreo y rimbombante al que suelen venir los estudiantes
en época de exámenes.
—Aquí leen,
captan, entran mejor las ideas. El cementerio no es un lugar pesado, es
tranquilo. Todo es psicología nomás. Puede que haya almas en pena, pero no
molestan.
Desde hace unos
veinte años, la alcaldía ya no vende nichos a perpetuidad. Es tal el problema
de espacio que se ha implantado un sistema de alquiler por siete años máximo.
Después, los restos deben ser retirados y los familiares pueden trasladarlos a
un osario, llevarlos a un horno crematorio o reubicarlos en otro cementerio de
la ciudad. Como una doble rotación de vivos y muertos, también los niños
empiezan a irse según sus posibilidades.
—Tenemos un amigo
que siempre soñaba y soñaba con irse a Estados Unidos y lo ha logrado. Él se ha
superado, como todos nosotros, se ha superado en hablar inglés y consiguió
entrar. Ahora está allá, y por correo nos escribe que el cementerio nunca lo va
a olvidar, que lleva un pedazo de todos sus amigos del cementerio.
Otros se han
graduado como historiadores, ingenieros electrónicos, guías de turismo. Marco
está nervioso frente a los últimos exámenes, pero tiene un truco al que siempre
recurre:
—Yo siempre mi
cábala es un chocolatito antes de mi examen, lo meto y apacigua toda la
adrenalina, la baja. Entro y saco mi chocolate, y respiro. Es una cábala que
tengo desde pequeño.
Cuando empezó a
trabajar como guía era apenas un chiquillo. Hoy, a punto de graduarse en la
universidad, deja mucho más que un trabajo:
—Todos somos una
familia. Aquí todos nos conocemos, sabemos quiénes somos y de dónde venimos. A
veces cocinamos en la calle, con leña, como nos hemos criado, y de la misma
olla comemos todos. A veces tienes la tristeza en tu casa y lo cuentas aquí:
que no hay plata, que tu mamá entra en la desesperación, y tus amigos te
animan. Aquí nos juntamos para olvidar las penas, para olvidar el puñal en el
corazón. Es lindo. Linda familia hemos formado aquí en el cementerio.
El cielo a esta
hora es un velo frágil, una telaraña. La noche cae sobre los cementerios de
varias formas: la indiferencia en los muertos, la inquietud en los vivos, una
impresión compartida de abandono. Cierran las rejas. Se quedan los difuntos a
solas. Mañana volverán los niños a ofrecer lo poco que a un muerto ofrecer se
puede: un par de rezos, un puñado de flores, un pensamiento. Deben tener, estas
criaturas, una idea clara del morir, un grillo que diariamente les despierta,
les advierte, les recuerda que sí, que esto es finito, que la parca nos puede
caer cuando quiera y no tendremos nada que decirle.
Cuando termine el
último curso, Marco deberá ahorrar el dinero para el título: unos 2.500
bolivianos (250 euros). Tardará cuatro meses.
—¿Qué harás
después?
—No lo sé, pero
si tengo que escarbar en la vida, voy a seguir escarbando, sobreviviendo. Es
algo normal para nosotros: sobrevivir.
Martina Bastos
(Galicia, 1980). Periodista freelance. Carente de imaginación, no tiene otro
remedio que contar realidades, y alguna vez le han premiado por ello, entre
otros, la revista National Geographic. Ha ganado certámenes de
microrrelato, de relatos viajeros o de cartas de amor. En 2012, obtiene el
premio Las Nuevas Plumas por su crónica La gran mudanza. Ha vivido
en París, Barcelona y ahora de manera itinerante en Latinoamérica, que ejerce
sobre ella una extraña fascinación. Escribe el blog Entre viajes y letras
[Fotos de la
autora - fuente: www.fronterad.com]
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De SEPHATRAD
(blog de Isac Nunes), 13/08/2013
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