(...)
Para entender
mejor el impacto europeo en la provincia de Mendoza veamos el primer Censo
Nacional de población. En 1869 vivían en Mendoza 65.413 personas, 116.136 en el
segundo censo y 277.535 en el tercero[3]. En 1869 los italianos eran 75, los
españoles también y los franceses 78. En 1914 el panorama era otro: 28.646
italianos, 41.534 españoles y 2741 franceses.
Según la
arquitecta Liliana Girini (Directora de Patrimonio Cultural de Mendoza) la
expansión vitivinícola que va a caballo del siglo XIX y del XX fue la
“revolución vitivinícola”. “Entre 1885 y 1910 se produjo un despegue de la
industria vitivinícola moderna” (Mateu y Stenin, 2008), que se constituye en un
verdadero cambio de paradigma que influyó en el territorio, en el paisaje y en
la arquitectura. “Las bodegas incidieron en los cambios de uso del suelo y en
la organización de una nueva estructura de relación. Fueron generadoras de
población, actuaron como imanes para el establecimiento de viviendas, comercios
e industrias, produjeron valorización de las tierras aledañas y dieron origen a
los primeros loteos, contribuyendo a hacer ciudad y a echar las bases de lo que
hoy es el Gran Mendoza (…) La arquitectura de la Revolución Vitivinícola
muestra una creación propia con múltiples influencias de la inmigración
europea, especialmente francesa e italiana. La expresión formal fue la del neo
renacimiento italiano” (Mateu/Stein, cit, 278) que como toda cultura nos
transmitió sus valores: fachada templo, típica de la arquitectura industrial de
la época. “Gigantismo y vanguardia caracterizaron a la bodega de la primera
época” (Mateu/Stein, cit, 279).
En 1887 los
viñedos en Mendoza ocupaban 4.721 hectáreas y 71.649 en 1920. El 66% de los
propietarios eran italianos, también de las bodegas: “en Mendoza dos de cada
tres bodegas grandes y la mayoría de las medianas y pequeñas han sido creadas y
dirigidas por italianos” (Grippa, 1898). Hoy tenemos en todo el país 1.200
bodegas. En 1900 hubo en Mendoza 1082 bodegas, entre grandes, medianas y
chicas, según Galanti, la mayoría en los departamentos de Godoy Cruz (88),
Maipú (169), Guaymallén (209), Capital (70) y San Martín (143). Luján por
entonces tenía 65 y Las Heras 66 bodegas. La mayor parte de los propietarios
había llegado entre 1850 y 1900. De los italianos pioneros, el 50% era
piamontés. Piamonte es una zona vitivinícola desde la época del imperio romano.
Produce Nebbiolo, Barolo, conocido como el rey de los vinos, Barbaresco,
Barbera, la reina de los vinos, Dolcetto, y el Grignolino, entre los tintos más
importantes. De los blancos, el Moscato d’Asti, el Arneis y el Cortese.
En Piamonte ha
sido clave el trabajo de las mujeres en el campo, sea montaña o llanura. Cuando
los maridos partían para trabajar en Francia durante el invierno, quedaban a
cargo de la familia y de la casa, de la huerta, y los animales. Empleadas en
trabajos agrícolas, rastrillan y zapan, pero por la fuerza que se necesitaba no
podían cavar con la pala. También cosechaban hortalizas, sobre todo habas.
Preparan y distribuían la comida a los campesinos. Procesan los derivados de la
leche. También eran obreras de la industria de la seda y de la lana.
Cosechadoras en los arrozales. Recordemos si no la película Arroz amargo (Riso
amaro, Vittorio De Sica, 1949) con Silvana Mangano. Lavanderas de los
monasterios. “En las zonas de colinas vitivinícolas donde era común la
propiedad de pequeñas parcelas de tierra, muy fragmentadas, la mujer se ocupaba
de tareas específicas ligadas al cuidado del viñedo. (…) preparados los
sarmientos, luego de haberlos dejado en remojo, se los enganchaban en la
cintura y partían a la viña para ligar y para torcer las ramas. (…) Hasta la
vendimia no se veía más a las mujeres en la finca, que se ocupaban de cosechar
los racimos, a veces los seleccionaban, poniendo por separando los de mejor y
los de peor calidad, según el vino que se quisiera producir. Ponían las uvas en
canastos de mimbre y las llevaban hasta la cabeza de la hilera. Nos encontramos
(en la vitivinicultura sobre todo) de frente a una serie de operaciones, de
carácter exquisitamente femenino que empleaban, para la pequeña empresa
vitivinícola, mano de obra familiar. (…) El empleo de la mujer fue y será
indudablemente fundamental para la producción de la uva en cualquier zona del
país, desde el Norte hasta el Sur. (…) La mujer en la empresa vitivinícola
piamontesa continua todavía hoy a desarrollar directamente una acción de
primaria importancia (…) donde la capacidad empresaria femenina es de
vanguardia” (Segre, 1991, 125/7). Las campesinas llevaban a los bebes recién
nacidos a la vendimia en una suerte de cunita de madera que hacían los padres o
los abuelos. El bebito quedaba en la cabeza de la hilera. Cuando terminaba, la
madre le daba la teta y volvía a cosechar. Todavía podemos encontrar aquellas
cunitas en los mercados de pulgas italianos.
Cuando emigraban
por temporadas a la Provenza en Francia, por lo general, las piamontesas se
empleaban como recolectoras de flores, especialmente de lavandas, para la
industria del perfume (Allio, 1984). También eran madres de leche, en el caso
de que hubieran parido hacía poco tiempo. La abuela cuidaba a los nietos cuando
la madre emigraba para amamantar a Francia.
“En las zonas
septentrionales (…) se había desarrollado un nutrido flujo de mano de obra
femenina (dirigido sobre todo hacia Francia y Suiza, pero también a América)
(…) que se empleaba en los hoteles de la Costa Azul y de otras ciudades del sur
de Francia, (…) no fueron pocas las bordadoras bielesas que se empleaban en
Francia” (Corti, 1991, 30/1) o las que fueron empleadas domésticas en América.
En Francia, no faltaron piamontesas carboneras en las minas de carbon dedicadas
a la selección del producto. En Suiza, fueron obreras en las industrias textil,
del chocolate, del bordado y en la del calzado.
En 1861, en
Piamonte, las mujeres trabajaban más que los hombres. En las industrias
manuales 1.379.505 hombres y 1.629.740 mujeres. “He visto mujeres tratar la
maza del herrero con la misma fuerza de un hombre, gobernar y guiar caballos,
(…) transportar pesos y hacer los peores esfuerzos que requieren la agricultura
y los talleres. De hecho, en nuestros Alpes, cuando el hombre emigra por 10/11
meses al año, ¿quién piensa en trabajar los pocos metros de tierra de donde
saca las papas, el trigo? Es la mujer la que piensa en todo. Rotura la tierra,
siembra, gobierna el terreno, cosecha, corta la leña en el bosque y la
transporta a casa para el invierno. Mueve los castaños y cosecha los frutos. Y
si de Los Alpes vamos a la extrema Sicilia, ¿quién trabaja más? La mujer”
(Civelli, 1877).
Según la famosa
“Inchiesta (encuesta) Stefano Jacini”, que se realizó en Italia entre 1877 y
1884 para analizar las condiciones de la población rural, en Piamonte: “La
mujer también trabaja de la mañana a la noche, parte en la casa y parte en el
campo. Cuando cumple entre 14 y 15 años, va a zapar la alfalfa en los campos o
a cosechar arroz, trabajo en el cual gana el dinero que le permite comprarse el
ajuar que debe necesariamente tener, si quiere conseguir marido. Entre los 18 y
los 24 años, se casa, por lo tanto su trabajo está concentrado en amamantar y
en hacer crecer a los hijos, preparar la comida, (…) si el tiempo se lo
permite, puede ir a zapar el pedazo de tierra sembrada de alfalfa que le ha
sido asignado. Si le queda algo de tiempo libre, va a los arrozales a pescar
ranas y peces. La maternidad, el trabajo duro y la comida insuficiente
envilecen a estas mujeres que a los treinta años parecen maduras, a los
cuarenta, viejas, y a los cincuenta, decrépitas. Caminan encorvadas, tienen la
cara del color de la tierra y están muy quemadas por el sol” (Tirabasssi, 2010,
26).
En general, los
historiadores han observado que las mujeres del norte de Italia trabajaban más
en los campos que las mujeres del sur (Palazzi, 1990, 32). Una de las
diferencias, dicen, es el orgullo de las piamontesas respecto de su lugar en el
mundo del trabajo. Muchas vinieron a América, solas, con maridos o con sus
padres. Eran nuestras abuelas, bisabuelas y tatarabuelas.
Italianas,
francesas, españolas, cuando llegaron a América trabajaron a la par de sus
maridos contratistas, sin recibir salario alguno: “El contratista habitaba en
las mismas tierras (que el patrón) y, con la ayuda de la familia, proporcionaba
casi toda la fuerza requerida por el viñedo. (…) El 90% de los plantadores eran
extranjeros, de los cuales el 60% eran italianos, el 30% franceses” (Salvatore,
cit., 230 y 236). Todavía hoy las esposas de los contratistas que quedan van a
la viña con sus maridos. “Ellas ayudan”, afirman los bodegueros.
Lo hacían en
Europa, lo repitieron en Mendoza. “Por lo que respecta a la mujer, escribe
Bialet Massé en 1904, cierto es que aquí, felizmente no se explota todavía a la
mujer del modo brutal, semibárbaro, que se hace en muchos países de Europa,
pero (…) si la mujer no recibe dinero del marido, claro es que tiene que
proporcionárselo para su sostén y el de la familia (…) La atada de los
sarmientos, la sacada de ellos de la viña y la vendimia, son del trabajo de la
mujer tanto como del hombre. (…) Muchos cuidan sus pequeñas viñas ayudados de
la mujer y de los hijos, a los que desgraciadamente hacen trabajar desde muy
temprano. Así hacen muchas familias italianas y españolas”.
El rol de las
mujeres mendocinas, según dijo el historiador mendocino Pablo Lacoste, había
sido fundamental para la consolidación de la vitivinicultura durante la
colonización por parte de los españoles, quedó marcado a fuego, o “a vino”, en
el Canto a Mendoza en 1946. Mendoza es la que acunó la libertad, gracias a la
campaña libertadora de San Martín, pero también es la tierra de “las dulces mendocinas”.
Al Canto a Mendoza, hoy Marcha a la Vendimia, que Hugo del Carril grabó en los
estudios Odeón por primera vez, se suman el vino, Los Andes y las acequias.
Aunque todas
hablen del vino como un producto delicioso, maravilloso, divino, cuando hay que
medirlo, o darle valor, se convierte en “objetivo”. Tangible, aclaran. Mucho
más cuando se refieren al “terroir”. “Distribuidores y vendedores vienen a
nuestra finca. Cabalgan los viñedos. Hacemos que los tipos se metan. Tienen que
meterse. Toman mate al lado del río. No lo pueden creer. Se llevan puesto el
suelo, las rocas”, dice Patricia Ortiz (Tapiz) que, si bien pareciera estar más
ligada al valor tangible del “terroir” tal como lo entienden los
estadounidenses, de alguna manera, aun sin tener tanta conciencia de su acción,
ella también es “terroir” y lo construye.
La nueva
vitivinicultura que se consolida a mediados de los ’90 del siglo pasado, más
ligada al mercado global que al local, quizás se haya llevado puesto gran parte
del “terroir”, el cultural, subjetivo, histórico, paisajístico, humano.
Conserva el técnico y geológico. Se lleva puesto al contratista o al pequeño
productor que a veces cumple el rol que tenía el contratista, tal como lo
señaló María José Iuvaro: “es un drama ser pequeño productor. Primero habría
que explicarles que son una unidad económica. Habría que ayudarlos para que el
viñedo sea sustentable para que no dividan la tierra, pero, lamentablemente,
estamos viendo el fin del contratista. Todos coinciden en que hay que proteger
al pequeño productor, pero nadie lo hace. Cuidan la uva, en cierta forma se
parecen al contratista. Hay bodegueros que parecieran no prestarle atención al
tejido social. Demasiada globalización los enceguece. En Mendoza el vino es un
fenómeno sociológico. Una mezcla que atrapa. El viñatero sigue siendo viñatero,
aunque haya perdido cuatro o cinco cosechas”. Al buscar mejorar las ganancias y
considerar solo las características geológicas de un “terroir”, perdemos al
contratista y/o al pequeño propietario, también parte del “terroir”. Es verdad
también que a veces hay que perder para mejorar, pero quizás no sea al
contratista al que haya que perder. Comprometidos directamente con el
territorio, los contratistas y sus familias son el tejido social al que se refiere
Antonini. Los contratistas, nuestros abuelos, fueron los autores de ese viñedo
antiguo tan apreciado que los europeos vienen a buscar. Habría que reflexionar
mejor acerca de la sobrevaloración de la tierra y la subvaloración de quienes
la trabajan, incluidas todas las que trabajamos para que los vinos sean cada
días más deliciosos.
“Las mujeres y
los niños detrás del portón”, ordenaba mi abuelo Victorio, cuando los
bolivianos llegaban a nuestra finca en Chacras de Coria para la vendimia. Eran
migrantes golondrinas, como habían sido nuestros abuelos europeos.
Huarpes
(…)
Melchora Lemos (1661/1744), una suerte de Viuda Clicquot en la época en que todavía la Inquisición decidía sobre la vida de los habitantes al pie de Los Andes,“corrió la frontera del espacio vital de la mujer y logró convertirse, quizás, en la empresaria más innovadora de la industria vitivinícola del cono sur en el siglo XVIII (…) A diferencia de lo que sucedía en la sociedad ganadera salteña, la sociedad vitivinícola de Mendoza ofrecía otras oportunidades para la mujer” (Lacoste, cit., 165 y 59). Más o menos contemporáneas a Melchora, se destacaron otras empresarias vitivinícolas como Tomasa Ponce de León, Andrea Corvalán, María Negrete, María Aguirre, María Contreras y Marcela Sánchez de Quiroga. “Ese mundo de mujeres, me lo imagino con almohadones a la manera mora, no había sillas, eran sólo para el padre y el primogénito, el resto, las mujeres incluso, se sentaban en almohadones. Música de guitarra, laúd, vigüelas. Velas. ¡Qué ambiente, qué envidia!” (Eliana Bormida). Ellas son parte del “terroir” como las que recuerdan que crecieron con el fantasma de la piedra y los terremotos. Granizo y temblores. “Mi padre llega a los 21 años de Italia, ya siendo enólogo y después de haber estado en la Primera Guerra Mundial. Fue a trabajar a Arizu en villa Atuel, donde comenzaba a desarrollarse uno de los polos vitivinícolas más importantes de Argentina. Se casó y tuvo un hijo, hasta que una noche un terremoto sepultó a su mujer y a su hijito de un año. Papá quedó 24 horas debajo de los escombros. Cuando lo rescatan, ya de su proyecto de vida no quedaba nada. Conoció a mi madre que era hija de españoles y nacimos nosotros. A mis hermanos y a mí, cuando comenzaba algún temblor, nos hacía poner el oído en el suelo para que escucháramos el ruido. Nos decía que los terremotos eran algo natural y que no debíamos tener temores, ya que nuestra casa era antisísmica. Implanto más de tres mil hectáreas de viñas” (Julieta Gargiulo). Sabores, olores, juegos, paseos. Abuelos. Mendoza, por ejemplo. San Juan, Salta, La Rioja, también. Nuestro terruño es más que nuestra infancia. Es el suelo, la tierra mojada, la tierra seca. Lluvia, sol, frío, calor. Granizo. Atardeceres, bicicleteadas, challadas. La cordillera ahí, al toque de los viñedos. En Mendoza “saboreamos el mejor vino y entendemos a la montaña”, decimos. Cada una desde su oficio, trabajo o profesión. “Cuando empecé a construir bodegas entendí a la montaña. La montaña para el valle, la nieve. El glaciar. El sol para el agua. Oasis. El llano, enorme y, en apariencia, uniforme. Me gustó entenderla desde Los Andes. Tocás una roca oscura, sobre todo en verano. Quema. Durísima, compacta, sin embargo, rajada. Quiere decir que hubo muchos grados entre el día y la noche. Más abajo los campos de acarreo, faldeos de montaña llenos de pedacitos de rocas. Seguís bajando, las rocas ya no son filosas sino redondas. ¿Cuánto tuvieron que frotarse? El Río Mendoza es pura riviera. Piedra bola, sobre piedra bola. El valle lleno de cordillera. Argentina es un don de Los Andes. Empieza en roca, sigue en piedra, ripio, granza, arena, limo, arcilla. Aire. Estamos hechos de áridos. Viajé. Estudié las culturas andinas, los pueblos del agua del Alto Perú. Tiahuanaco. Los incas. Regar es domesticar” (Eliana Bormida).
Diaguitas y huarpes. Laguneros, se decían. Se dicen, todavía. Navegaban en la laguna de Guanacache hasta que llegaron los colonizadores. “Podrán hablar cuando hayan pasado 500 años; todo está en la memoria”, nos decían las abuelas. Recuerda la cacica huarpe Noemí Jofré, que trabaja de enfermera. Asentados sobre la estructura familiar de los huarpes, los españoles llamaron a los Jesuitas porque los consideraban maestros de agricultura. Ellos les enseñaron a los huarpes a construir canales e hijuelas y a cultivar viñedos. Le sumaron maíz y papa. Las primeras bodegas de Mendoza estaban en los alrededores de la actual capital. Como bien podemos suponer para entonces, la vitivinicultura era un ámbito de hombres, pero, como dijimos, la mujer mendocina de fines de 1600 encontró en la producción de vino un espacio de mejoramiento económico o movilidad social. Mendocinas y mendocinos, cultivaron desde el siglo XVIII el polo vitivinícola argentino que hoy produce el 70% de los vinos de Argentina. Los maridos eran arrieros, comerciantes o carreteros. Cuando ellos viajaban, ellas quedaban al frente del negocio de la familia. Muchas incluían a la bodega como parte del ámbito doméstico. Las casas tenían pabellones dedicados a la fermentación y conserva del vino. Doña Melchora Lemos fue la única propietaria de una pulpería que ella atendía. Condujo además la bodega más moderna de Mendoza. Con la uva de sus viñedos, elaboró vino y lo envasaba en vasijas que fabricaba. “La pasó mal la Melchora. Muy revolucionaria, pero al final le dejó todo a la Iglesia” (Susana Balbo). O Doña Tomasa Ponce de León, que tuvo que enfrentarse con lo que en Mendoza quedaba de la Inquisición. Hubo más de un siglo de idas y venidas entre caudillos, guerras y conflictos hasta la Constitución Nacional. Después, el terremoto de marzo de 1861.
¿Qué hicieron los
inmigrantes del siglo XIX en el mundo del vino, se preguntó Eliana Bormida,
cuándo empezó a proyectar bodegas? “Relevamos. Días y días entre las bodegas
antiguas. Abandonadas. ¿Qué quedó? Sumamos geografía y paisaje al que le
agregamos el desierto, los huarpes, los españoles, el desarraigo”.
Demasiado tiempo
en alta mar. Urgidos por fundar como Aureliano Buendía con Macondo, los
inmigrantes europeos plantan vides y hacen vinos apenas llegan. El “terroir” es
la tierra natal, lo que extrañamos cuando estamos lejos de casa. Lo reproducen
al pie de Los Andes. Hacen la identidad de cada vino, la cuna, la marca, eso
que hace que un vino sea único. De un solo lugar. “Quizás la conciencia de
pertenecer a un determinado territorio, a un “terroir” nos ayudó a parir esos
hijos que fueron nuestros proyectos de nuevas bodegas” (Eliana Bormida).
Construir es hacer vínculos con nuestra tierra que también es nuestro cuerpo
que se compromete con un territorio que a fines del siglo XIX estaba de moda.
Paraíso
“Mamma, dammi
cento lire che in America voglio andar”[4] cantaban los italianos. Pero lloran
mientras suben a chalupas precarias que los acercan a la orilla. El dragado del
Río de la Plata no era suficiente para recibir tremendos barcos de ultramar.
“Papá llegó de Sicilia a Mendoza cuando tenía trece años, con su mamá y un
hermano. Huérfanos. Mi mamá era de Nápoles. Como buen italiano, a papá le
gustaba la mesa grande. Siempre caía a almorzar con algún amigo. En vez de
enojarse, mamá reía. Mi marido es uno de los protagonistas de la reconversión
de la vitivinicultura. Primero se implantaba uva qualunque. En Argentina se
consumían 92 litros de vino per capita, pero descendió a 20. Hubo que
reconvertir. Plantamos variedades finas. Exportamos. Mi marido tiene alma de
colonizador. Mi padre también. Por eso la vida se me ha acabado tan pronto”
(Ema Cartellone de Zuccardi).
América fue el
paraíso o “La “puta América”, como le decía mi abuela Vicenta, que odiaba a la
Argentina porque había infartado a mi abuelo a los 48 años. Se quedó sola. Él
había venido de España a los 19 años, a trabajar de tonelero en Arizu, hasta
que lo echaron por protestar en Villa Atuel. Era jefe de tonelería, amigo del
pueblo. Le fue como el diablo. Se murió de tristeza” (Ana Mateu, historiadora).
El abuelo de Balbo era piamontés, había trabajado en Córdoba. El padre de
Girini había nacido en Córdoba, pero era de origen piamontés, se instala en
Mendoza porque pertenecía a la Fuerza Aérea. El bisabuelo de Nofal “trajo la
parrita de tempranillo de España y la plantó en Mendoza. Somos una familia de
mujeres longevas y fuertes. Hija de españoles, mi bisabuela murió a los 101
años. Cuando se quedó viuda, viajó a París, iba a la finca, volvía, se
maquillaba para ir al cementerio. Era muy libre y muy inteligente. La imagen
que tengo de las mujeres de mi famila es que son muy fuertes, muy pesadas.”
Pasquale Toso también iba y venía de su pueblo italiano con su mujer, también
italiana. Siempre volvía con alguna vitiño nuevo.
“Mi abuelo, era
piamontés, pero llegó después de la segunda guerra mundial directo a Mendoza, a
trabajar en la viña para hacer injertos. Súper revolucionario en ese momento,
porque acá no se hacían. Trabajó con Furlotti” (Laura Principiano, familia
Zuccardi). La pertenencia a familias de origen italiano, piamontesas en muchos
casos, nos ayuda a entender el rol que tuvieron las mujeres en el mundo del
vino de Mendoza. Para Susana Balbo, por ejemplo, los italianos le dejaron una
impronta respecto de la responsabilidad. También un gusto prematuro por el
vino: “Exigentes los italianos. Duros. Terribles. Empecinados con la educación.
Mi abuelo paterno falleció cuando papá tenía tres años. Era romano. En cambio,
mis abuelos maternos eran piamonteses. El vino era la bebida de mi casa. Los
Florio, productores del Gamba di Pernice, eran clientes de mi padre. Nos
regalaban vino que tomábamos para las fiestas. Cuenta la leyenda familiar que
durante una navidad me fui tomando los poquitos de vino que habían quedado en el
fondo de las copas. ¡Mis padres se sintieron muy culpables al verme tan
borracha y tan chiquita!”.
Los abuelos de
Marina Beltrame eran hijos de italianos, pero habían nacido en Buenos Aires
hasta que deciden irse a Italia. “Se instalan en Modena, donde nacen papá y mis
dos tíos, pero estalla la Segunda Suerra. Mi abuela dice “vi la primera, estoy
en la segunda, la tercera no la quiero pasar. Vuelvo a la Argentina”. Mi papá
es italiano, pero mis abuelos argentinos. ¿Raro, no?” Los orígenes de María
José Iuvaro (Estudio Díaz Araujo) también llegan de Italia “Papá era hijo de
calabreses que habían nacido en Castrovillari. Vivía en Buenos Aires y
trabajaba en Sasetru, hasta que le ofrecieron trabajar en Mendoza, en una
bodega. Era la época del vino para todos. Desde el ´70 hasta principios de este
siglo XXI. La época de Greco, de las grandes bodegas del estado. En cambio, la
familia de mi madre viene de España”. Julieta Gargiulo lamenta no haber
aprovechado bien la memoria, los recuerdos de su padre: “escribí el libro sobre
la vitivinicultura cinco años después que mi padre muriera. Uva me pidió antes
de morir”. A Patricia Ortiz siempre le gustó el olor a vino y adora cocinar.
También hija de europeos, padre suizo y madre sueca, cuenta que “en casa se
tomaba vino, a mi padre, le encantaba. Todos los días había vino. Unos muy
buenos amigos, con los que también viví, nos traían el vino de Mendoza en
barricas. Lo fraccionábamos. Me encanta cocinar. Mi madre y mi abuela cocinaban
mucho. Cocino todos los fines de semana. Durante la semana, cocina una señora
que me ayuda. Los lunes, armo el menú y las compras. Mis chicos son gourmet,
entonces, para hacerles más divertido el mundo de la comida, por día, elegimos
un continente, un país y una receta”.
Un territorio
rico no es porque tiene mucho sembrado o porque lo que se vende tiene buen
precio. Es rico porque los que trabajan se comprometen con lo que hacen.
Estamos convencidas de que hasta que una sociedad no toma conciencia de su
autoría, de su acción respecto de sus propios actos, es una sociedad que
todavía tiene mucho que aprender. Como nos pasa a nosotras. El tejido social es
el puente entre el suelo y el vino. Hombres y mujeres que trabajan, que se
asocian, que invierten. Viajan. Plantan, podan, ralean, cosechan. Inmigrantes
golondrinas, primero europeos, después bolivianos. Sin autores, el desierto
mendocino sería más desierto, porque desierto no es más que aquello que
permanece sin lazos, desconectado.
¿Quiénes son los
que conectan la naturaleza con un producto? Nosotras, las que nos levantamos y
hacemos. Los hombres también, claro. ¡Chicas, a ver si escuchamos o si leemos,
el terruño somos nosotras! Como Dionisio y sus ménades, que también fueron
autores y actores del “terroir” griego. Nuestros vinos saben a desierto, pero
también a la fuerza que nuestros antepasados le imprimieron al desierto para
que fuera fértil. Si terruño es geografía humana, es producción, tejido social,
clima y suelo. Nuestro vino también sabe a colonización, a explotación de los
indios. Sabe a inmigrantes europeos que hicieron lo que pudieron en el tiempo
que les tocó. Analfabetos, monárquicos, paternalistas, desheredados,
expulsados, urgidos. Los inmigrantes trajeron las cepas. Malbec, pico feo.
¿Lengua desconocida? Tenían la boca amarga de recuerdos dulces. Los Andes les
acercaron su terruño en el recuerdo de los Alpes, de los Pirineos. Nos gusta
preguntarnos ¿qué territorio, o mejor dicho, qué terruño nos legaron nuestros
abuelos inmigrantes? ¿Qué sentían, qué pensaban? Mientras, zapaban y plantaban
viñedos.
Mérica, Mérica
Mientras los
hombres están en la viña, a ellas las imaginamos en la cocina. Las manos
ásperas. Habían empezado a preparar temprano la pasta. Los niños, por lo
general, muy chiquitos. Lloran. Gritan. Juegan. Ellas se organizan para cocinar
entre amigas del mismo pueblo. Visten faldas largas y pañuelos en la cabeza,
para que no caigan pelos en la masa. Aunque la épica de la emigración las
muestra felices, quizás no lo eran tanto. Estaban lejos de sus padres en una
tierra desconocida. Se les juntaba la migración, el matrimonio y los hijos, al
tiempo que América también las hacía trabajar mucho.
Domingo,
ravioles. Empiezan con el relleno. Cortan finita la cebolla y la doran en
aceite y romero. Ponen la carne. La hacen rodar en el aceite caliente con
cebollas que perfuman la cocina. Agregan sal, un buen chorro de vino tinto, por
supuesto, aumentan el fuego para que el alcohol se evapore. Huelen para ver si
está rico o listo. Cantan.
Dall’ Italia
noi siamo partiti
Siamo partiti
col nostro onore
Trentasei
giorni di macchina e vapore,
ed in Merica
noi siamo arrivati.
Le agregan dos
cucharones de caldo de carne, bajan el fuego y tapan la cacerola durante dos
horas. Atentas para que no se seque. Otras contestan con el estribillo.
Merica,
Merica, Merica,
cosa sarà
questa Merica,
Merica,
Merica, Merica,
un bel
mazzolino di fiori.
Alguna que otra
que sabía más la canción debe de haber nacido en Vicenza. Antes de ir a Mendoza
había estado en Brasil, donde cosechó café. Esclavos blancos, les decían a los
italianos que trabajaban en los cafetales.
Alla Merica
noi siamo arrivati
non abbiamo
trovato né paglia e né fieno
Abbiamo
dormito sul nudo terreno
come le bestie
abbiam riposato.
Le dan un hervor
a la espinaca pero con muy poco agua. Algunas le dan la teta a sus bebés. Y
todas de nuevo, haciendo sonar los vasos y las cacerolas con cuchillos,
tenedores, cucharas y botellas, repiten el estribillo. Seguro que necesitan
estar cerca unas de otras.
Merica,
Merica, Merica
cosa sarà
questa Merica?
Merica,
Merica, Merica,
un bel
mazzolino di fiori.
Una sola vuelve a
cantar, la misma cancion que cantan cuando bajan a la viña para “ayudar” a sus
compañeros.
La Merica è
lunga e larga,
è formata di
monti e di piani,
e con
l’industria dei nostri italiani
abbiamo
formato paesi e città.
Cuando la carne
casi se deshace, la pican y la ponen en la fuente, le agregan queso rallado,
sal, pimienta y huevos. Hacen el relleno.
Tango
Las mujeres con
los placeres en la cocina. Y de por ahí, de aquellas canciones también vienen
los tangos en Buenos Aires. Las más osadas bailan. Y aunque el tango no nació a
los pies de Los Andes, hoy asociamos el vino argentino al tango. El tango
también es parte del “terroir”. ¿Podría ser el tango parte del sueño americano?
Africanos,
españoles, italianos, franceses, hombres y mujeres, solos. Jóvenes, llenos de
sueños. “El tango, hijo tristón de la alegre milonga, ha nacido en los corrales
suburbanos y en los patios de conventillo. En las dos orillas del Plata, es
música de mala fama. La bailan, sobre piso de tierra, obreros y malevos,
hombres de martillo o cuchillo, macho con macho, si la mujer no es capaz de
seguir el paso muy entrador y quebrado o si le resulta cosa de putas el abrazo
tan cuerpo a cuerpo. (…) El tango viene de las tonadas gauchas de tierra
adentro y viene de la mar, de los cantares marineros. Viene de los esclavos del
África y de los gitanos de Andalucía. De España trajo la guitarra, de Alemania
el bandoneón y de Italia la mandolina” (Eduardo Galeano). Entre el vino y el
tango, pareciera ser que Argentina se convierte en una meta para sentir el
cuerpo. Es que el vino es baile. Y entre un paso y una copa, empezamos a sentir
después de tanto consumo que anestesia. El tango y el vino, conmueven el
cuerpo, juntos nos acercan. En el tango, ya sabemos, nos llevan, nos abrazan,
caminamos con ellos. O ellas. Sentimos su olor. También los abrazos. Y la
música. Si es con vino, mil veces mejor.
Norma Gómez
Tomasi, profesora de tango, comenta que “Los extranjeros que vienen a aprender
tango a mi escuela me hacen pensar a la necesidad de contacto, de afecto sin
defensas. Sentir que tienen un cómplice”. Parecido al vino, ¿no? “Fuimos
capaces de inventar un baile absolutamente revolucionario. Dos
cuerpos en intimidad por un determinado tiempo. Hasta entonces los bailes
sociales eran a distancia. Si había enlace, era con aire entre el hombre y la
mujer”.
Quizás entre el
tango y el vino podamos disfrutar mejor de la dificultad del encuentro entre
hombres y mujeres, entre mujeres y mujeres, entre hombres y hombres. No
importa, entre quiénes. Lo que importa es el encuentro. El vino, la
indisciplina, el caos, los problemas nos curan de las ilusiones de la infancia.
De la añoranza del paraíso. Si no aprovechamos los enredos y los encuentros que
nos propone el tango algo de la fiesta, de los ritos y de la seducción se nos
termina. Vivimos una época que nos exige mucho, que tiene demasiadas palabras y
que nos aleja de nosotras. Nos obliga a salirnos del cuerpo. Como si, además,
fuera posible. ¿Locura?
Algunos hombres
del mundo del vino dicen que “Hay minas que promueven el vino como si fuera
perfume. Se equivocan, porque el vino es para emborracharse o, por lo menos,
para alegrarse”. El vino es antropomorfo. Habla del contexto. Refleja el
entorno. “Cuanto más evolucionado y pacífico es un contexto productor de vino,
más debería aparecer la mujer”, dice alguno que otro hombre por ahí. Como el
tango. “El vino es pacifista y conservador por naturaleza. Durante los
conflictos sociales, se resiente. De hecho, durante la Edad Media, los
monasterios protegieron los viñedos de las invasiones sarracenas, sino quizás
la historia de la vitivinicultura hubiera sido otra. Más tarde, fueron famosos
los productores de Burdeos, que protegieron los viñedos y los vinos de los
nazis. El viñedo es como un jardín de rosas, si no lo cuidás, entran las
cabras” (Diego Bigongiari).
(…)
Somos
cuerpo
No está nada mal
ser autores de vinos deliciosos y de uno de los bailes más íntimos y
conmovedores que haya existido en la historia del baile. Entre el tango y el
vino, quizás tengamos algo para contar. Es que en el sabor está el saber. Para
los latinos, era sapio (o sabio) quien fuera capaz de gustar, de sentir
sabores. La acción del verbo está más en la lengua y en la sensibilidad que en
el pensamiento, en la razón o en el cerebro. Están las que todavía creen que el
cuerpo está separado del alma o del espíritu o como le querramos decir. O las
que dividen el cuerpo de la mente, como si no pensáramos con el cuerpo. Somos
un cuerpo. Entonces, cuando tomamos vino, no es el cuerpo el que se alegra.
Somos nosotras enteritas. De pies a cabeza. Por adentro y por afuera. El cuerpo
se construye, igual que los edificios o las bodegas, desde nuestra intimidad
subjetiva. El organismo, en cambio, es un conjunto de carne, huesos, órganos.
Según cómo vayamos por la vida, será el cuerpo que tendremos. Si cosechamos, si
hacemos vinos con el cuerpo, si los vendemos con las sensaciones, si lo tomamos
para que nos atraviese nos habitará una experiencia que incluye el cuerpo y
construimos un “terroir”.
(…)
Si cosechamos
experiencias y tomamos vinos, podemos remontarnos a la infancia. “Cuando sea
grande, quiero ser lo que he sido”, decía la psicoanalista ítalo francesa Piera
Aulagnier.
Si algo sabe a
amargo, ¿por qué no confiar en nuestra lengua? Lo que pasa, dicen algunas
conocedoras, es que el nuevo modelo de explotación vitivinícola arrasa el
territorio. En vez de sumar, resta. Mejor dicho, ¡suma para los que más
tienen!, dicen varias mujeres de Mendoza que trabajan en los viñedos. Cada vino
sabe de lo que sabe. Para algunas, está ligado solo a valores objetivos come le
dicen. Que depende de la temperatura, la añada. Para otras, saber de vinos es
poder diferenciar, reconocer, apreciar los vinos. “El vino sabe a historia. A
cultura”. (Bárbara Serafino). También están las que dicen que el vino sabe a
vino. Simplemente, aclaran. Tiene riqueza gustativa y aromática. Te remite a
encuentros y sensaciones pasadas. Para Umberto Eco, los libros se hacen de
otros libros. Entonces un vino sabe a otros vinos. Tomás uno y lo comparás con
los que ya probaste. Imaginamos ¿de dónde es? ¿del este? ¿O de tal o cual
bodega supersónica? Nos gusta jugar.
De pie
El buen vino
tiene ese plus. Tiene la historia de las familias originarias, o mejor dicho,
de las familias que, italianas, francesas o españolas, se consolidaron desde
Salta a Neuquén a través de la industria vitivinícola del siglo XIX. “No me
gustan los vinos sin raíz” (Francesca Planeta, Planeta). Son como cuerpos sin
pies. Como chinas con pies deformados. Todos los días se apretaban las vendas
para deformarse los pies. Se mutilaban ellas mismas. ¿Alguna vio un pie de
mujer china deformado por las vendas? Puntudos, el dedo gordo en el medio, los
otros cuatro incrustados como garras en la planta. Pobres chinas, caminaban con
pasos cortos y controlados, porque así eran más femeninas, agraciadas y
equilibradas. Un hombre era rico, prestigioso y venerable si su esposa se
agarraba de las paredes para caminar. Era tan rico que no necesitaba que ella
trabajara. Si los pies son las raíces del cuerpo, ¿qué pasa si los destruimos?
¿Dónde vamos a pararnos? Las campesinas chinas, en cambio, como necesitaban los
pies para arar, plantar, cultivar y cosechar, no se los vendaban.
Aristóteles,
cuando analiza el sufrimiento de las mujeres durante el parto, compara a las
griegas, sedentarias, con las egipcias, campesinas, que sufrían menos. “En
Egipto, escribe Nicole Loraux (cit.11), recordemos, las mujeres trabajaban. Y
como ocurre en todos los pueblos donde el modo de vida las acostumbra al
esfuerzo, ese pónos (que significa trabajo como prueba, proeza y sufrimiento)
endurece su cuerpo y elimina, o al menos neutraliza, el pónos como
sufrimiento”. En Francia, Catherine Roussel, que produce vinos biodinámicos de
la región de Loira, “no tenía pies, sino raíces” (Feiring, cit. 280).
En Mendoza, los
inmigrantes hicieron pie. Desarrollaron habilidades ancestrales hasta que, a
fines del siglo XIX, se consolidan como una suerte de monarquía vitivinícola o
burguesía del vino, que modificó las relaciones sociales y políticas locales.
Desarraigo
En 1874, el italiano Guillermo Oliva obtuvo el permiso para abrir una oficina de inmigración en un teatro que le prestó la municipalidad, el mismo que había construido a mediados del siglo XIX otro italiano. El único que se salvó del terremoto de 1861. Cuando tomamos vinos de Mendoza sentimos la historia, los nuevos vinos, o los vinos de la nueva vitivinicultura, afirman algunas mendocinas. La que empieza en los años noventa del siglo XX es la expresión de otra época, la de una economía globalizada. La de enólogos y periodistas, estrellitas o estrellados. La película Mondovino[5], que despertó pasiones, muy crítica con Michell Rolland y sus vinos microxigenados, mostró algunos de los cambios de la producción vitivinícola. Italianos, franceses, españoles. Otra vez. Se la pasan hablando de “terroir” y después hacen vinos desarraigados.
¿No será que de
tanto producir desarraigo se nos impone el “terroir”? Todos oliendo vinos para
adivinar de dónde es, quién lo hizo, si la tierra era más o menos húmeda, si
tenía más minerales o si el sol era muy fuerte o más picante. Entonces es de
Mendoza, de Bordeaux, no sólo de Mendoza, de Luján de Cuyo, pero a qué altura,
de cuál terreno, más o menos pedregoso. Pareciera que quisiéramos extraerle palabras
a la tierra. ¿Palabras que nos faltan o que no sabemos decir? Nombres, lugares,
profundidades. ¿Nos habremos desarraigado demasiado? ¿O nos volvimos nómades
que añoran la vida sedentaria, sin los compromisos del sedentarismo? Tristes.
Desabridas como los vinos microxigenados que califica el paladín de los vinos.
Qué le guste a todos es lo mismo que no le guste a nadie. ¡Cómo voy a vender mi
tierra! ¿Qué le digo a mi papá en el cementerio cuando vaya?, se preguntan
algunos viñateros.
Durante mi infancia,
pasábamos las vacaciones de verano en Mar del Plata. De vuelta, sabía que nos
acercábamos al arco del Desaguadero, porque salían los camiones cargados de
uva. El vino en damajuana también perfumaba la cocina de Chacras. Cuando mis
padres se separaron, fuimos a vivir a Buenos Aires con nuestros abuelos
maternos. Extrañé mucho el olor a mosto que venía de las acequias violetas.
Mendoza sabe a
mosto, coinciden las mendocinas más arraigadas. Nos gusta cocinar con vino.
Tomar vino durante una comida es como sentarse con alguien más en la mesa. Es
que el vino sabe a placer, a descanso. A amor y amistad. Sabe a cultura, a
trabajo, a pasión. “La pasión es algo que te mueve más allá de la lógica, es
algo que te mueve sin que entiendas mucho por qué. ¿La montaña, la vid, el pibe
que vi cosechando, mis amigos? Hice fotos a cosechadores. Vi las caras. Me
movilizaron, están surcadas por el sol. Descubrí en la viña a una chica de una
belleza exótica. Se cubría la cabeza con pañuelo y su gorrito. Terminó siendo
cocinera en el restaurante de la bodega. Esa chica nos mató” (Julia Cerutti,
Bodega Alta Vista). ¿Apasionadas? ¿Doloridas? “El vino es carnal y seductor”,
agrega Ercilia Nofal. Sabe a sensaciones, a la historia de la humanidad, cuando
fuimos cazadores nómades. El vino era rico. Se lo dijimos al mundo.
Cuenta una
leyenda que hubo una vez una joven cortesana que por haber perdido los favores
de su rey amado quiso suicidarse. Se metió en la celda de las ánforas que
tenían las uvas desechadas por el rey. Tomó un trago. El líquido, acre y dulce,
la hizo temblar. Su corazón se alegró. Deseó. Volcó el brebaje oscuro en una
jarra. Entró en la alcoba del rey. Cayó a sus pies. Reía. Ante tanta felicidad,
el rey quiso probar. Bailaron. Se amaron. Rieron hasta el amanecer.
El vino tiene el
sabor de la acción porque te deja huellas en el cuerpo. Se mete con la
intuición y la mirada. Abre puertas, te ayuda a relacionarte, a hacerte amigos.
Te da la mano para entrar en una dimensión más lenta. Nos ayuda a rendirnos
después de tanta pasión. La vida urbana es un urgente concentrado. El vino
ayuda a discernir. Amplía las perspectivas. Cambia el ritmo del tiempo. Crea un
recinto. Acota. Nos aleja de la agenda cotidiana. Y si de “terroir” y
fertilidad se trata, el vino nos hace nadar mejor en nuestra propia agua. No
hay sociedad que no haya tenido bebida o estimulante que alucinara los
sentidos. Si no, ¿cómo hacemos para sobrevivir? “Mendoza tiene un “terroir”
fuera de serie. Expresión de una lucha difícil. La del viñatero contra un clima
que con sólo una granizada te arruina sueños, cosecha y presupuestos. Pensás en
granizo y te duele el alma” (Eliana Bormida). Almas dolidas, inundadas.
¡Que llueva que
llueva la vieja está la cueva!, cantábamos la noche del aluvión del 4 de enero
de 1970. Entraba agua por la calle Viamonte y por el canal que pasaba por atrás
de la Casa Grande hoy entubado. Éramos chicos, nos reíamos ignorantes de lo que
pasaba, cantábamos a la luz de las velas. Pero el agua no bajaba y ya no
quedaban trapos de piso, ni sábanas y toallas para frenar el agua que nos
inundaba.
Flor de aluvión,
24 muertos, 2000 heridos y pérdidas millonarias. Mendoza es extrema, de la
sequía a los aluviones. Llueve muy poco o hay tormentas de granizo. Primero
vino el vino y después el mendocino, dicen algunos de por Los Andes. ¿No será
al revés? Se hicieron juntos.
Quedan las que
sostienen los valores objetivos. Tangibles, que le dicen. “El “terroir” es una
cuestión geográfica, lo que tiene de cultural son, por ejemplo, las
denominaciones de origen como la borgoña. Por ahí se “linkean” con lo cultural,
pero las características propias no las da la cultura solamente, lo da el
“terroir”, la ubicación geográfica. Después está la mano del enólogo, del
hombre, que aporta personalidad” (Natalia Dehim, Ruca Malén).
[1] Las cráteras eran las vasijas que
usaban los griegos para mezclar el agua con el vino.
[2] que quiere decir estar agitado,
estar inspirado en dios.
[3] Tabla n°1: Población extranjera en
Mendoza[3] según censos 1869, 1895, 1914.
Nacionalidad
|
1869
|
1895
|
1914
|
Italianos
|
75 (0,1%)
|
4148 (3,5%)
|
28646 (10%)
|
Españoles
|
75 (0,1%)
|
2715 (2,5%)
|
41534 (15%)
|
Franceses
|
78 (0,1%)
|
2467 (2%)
|
2741 (1%)
|
Chilenos
|
5774 (8,8%)
|
5210 (4,5%)
|
5539 (2%)
|
Otros
|
116 (0,2&)
|
684 (1%)
|
7947 (3%)
|
Total
|
6142 (9,4)
|
15896 (14%)
|
88354 (32%)
|
[4] Mamá dame cien liras que a América
quiero ir.
[5] Mondovino
Este texto es
parte del libro “Ni ebrias ni dormidas. Mujeres en la ruta del vino”, de María
Josefina Cerutti, (Planeta, 2012).
Cerutti, cuyo
abuelo italiano fue un pionero de la industria del vino en Mendoza, es
periodista especializada en gastronomía.
Más sobre ella, aquí.
__
De SEPHATRAD
(blog de Isac Nunes), 04/12/2012. Originalmente en El puercoespín
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