La sociedad en
la que no existe la muerte: una ficción
de Elias Canetti
de Elias Canetti
En 1964 Elias
Canetti elaboró un catálogo de sociedades ficticias, todas ellas caracterizadas
por una pequeña desviación, por un elemento extraño: formas de vida en las que
algún detalle se diferencia totalmente del mundo conocido. Muchos años antes
Canetti ya había escrito dos dramas que eran representaciones de tales
sociedades: una sociedad en la que están prohibidos los espejos (La comedia de
la vanidad, 1933-1934) y una sociedad en la que las personas conocen la
duración de sus vidas y llevan por nombre el número de años que les han sido
asignados (Los emplazados, 1952-1953). El escritor, que definía a Jorge Luis
Borges como su “antípoda”, exponía el fantástico espectro de esos experimentos
mentales, carentes de intención utópica o apocalíptica, pero no los llevaba a
cabo, no los desarrollaba. Se limitaba a enumerar, por ejemplo, una “sociedad
en la que las personas ríen en vez de comer”, una “sociedad en la que todos
enseñan a hablar a un animal que después habla por ellos”, una “sociedad en la
que se pinta a todas las personas y cada quien reza a su retrato”, una
“sociedad en la que los buenos apestan y todos se apartan a su paso”, una
“sociedad en la que todas las personas duermen de pie, en medio de la calle,
sin que nada les moleste” o una “sociedad en la que las personas pueden ser a
voluntad viejas o jóvenes y cambiar de un estado a otro” (La provincia del
hombre: 1942-1972, 1973).
En ese contexto,
Canetti menciona también una “sociedad en la que las personas desaparecen, pero
nadie sabe que están muertas, no existe la muerte, no hay palabra para
nombrarla, todos viven contentos”. Esta última expresión es ambivalente, “viven
contentos” puede significar asimismo que se dan por contentos, sin decir nada,
sin ser conscientes. Canetti no dejaba de reivindicar con vehemencia un mundo
sin muerte, pero no un mundo en el que nadie conoce la muerte; habría rechazado
un mundo sin ausencia, añoranza y duelo, en el que no se echa de menos a nadie.
Por más que respetara el deseo de desaparecer como persona sin dejar huella, no
podía, como escritor, aceptar el silencio, el mutismo y la desaparición de los
muertos. El escritor sabe que un ser vivo, cuando muere, no desaparece sin más,
sino que permanece: como cadáver, como recuerdo. Sabe también que lo que
permanece no es invariable, sino que se transforma; los cuerpos muertos se
transforman, se descomponen del mismo modo que se descomponen los recuerdos.
Los cuerpos pueden sufrir transformaciones pasivamente y también otras que se
pueden inducir activamente; éstas no constituyen un límite antropológico u
ontológico, sino material, y son la condición previa de un esfuerzo creador. No
me sorprendería que se demostrara que también algunos grupos de primates
entierran a sus parientes; y menos aún me sorprendería que se demostrara (algo
que parece, por otra parte, probable, a la luz de los descubrimientos
arqueológicos) que algunos grupos humanos olvidan a sus muertos. Algunos
muertos permanecen, otros desaparecen. Una persona viva puede o bien
distanciarse de la única posible experiencia de la muerte a la que tendrá
acceso alguna vez, o bien darle forma de manera práctica, por ejemplo
acompañándola de acciones técnicas, rituales o artísticas. Puede escenificar y
a la vez materializar simbólicamente los procesos de transformación materiales
y mentales, en forma de duelo o de viaje del muerto a otro mundo, por ejemplo.
Momias en el
museo: ¿obscena exhibición de cadáveres
o interés científico?
o interés científico?
Hace algunos años
fueron descubiertas en el antiguo Arsenal de Mannheim diecinueve momias que
llevaban almacenadas allí –envueltas en papeles y cartones– más de cien años.
Una feliz coincidencia para el museo: los muertos, sin duda olvidados, podían
ahora ser objeto de exámenes e investigaciones minuciosos. Haciendo uso de
todos los medios de la medicina y la biología modernas –desde la tomografía
computarizada hasta el análisis genético–, se pudieron establecer no sólo las
respectivas técnicas de momificación, sino también el sexo, la edad, las
enfermedades y las causas de la muerte. Estas momias fueron exhibidas (hasta el
18 de mayo de 2008) en la exposición “Momias. El sueño de la vida eterna”. En
la exposición de Mannheim se podían ver en total setenta cadáveres conservados
de humanos y animales, pertenecientes a distintas culturas y épocas, entre los
que se encontraban, por ejemplo, una momia femenina del tiempo de los incas,
una momia infantil peruana, el cuerpo de un joven chileno resecado por el
desierto de Atacama, cabezas momificadas de Nueva Zelanda y del antiguo Egipto,
la “joven de Windeby” (Schleswig-Holstein), una mujer de nombre conocido:
Veronica Skripetz (1770-1808), una familia hallada en una iglesia húngara y,
por último, algunos animales momificados: un mamut del periodo glacial, un
hurón, un mono, un gato.
El proyecto
desencadenó algunas críticas. Por ejemplo, Dietrich Wildung, egiptólogo y
director del Museo Egipcio de Berlín, afirmó en una entrevista radiofónica:
“... la muerte y el trance de la muerte son asuntos profundamente privados,
profundamente personales que no pueden exponerse a los ojos de un amplio
público. Por ello quisiera equiparar la muerte y el trance de la muerte con la
procreación y el nacimiento, que son también experiencias personales muy
íntimas, muy privadas, y, quizás suene un poco exagerado, pero nuestra actitud
respecto a la procreación, respecto a la sexualidad en definitiva, que
podríamos calificar aquí realmente de obscena, ya que ha sido arrastrada hace
tiempo a la esfera pública, me ofrece el modelo conceptual para calificar de
obsceno el modo en que en esta exposición de Mannheim se trata el cuerpo
humano, el cadáver; es en cierto modo pornografía con momias. [...] Así como se
afirma que ‘el sexo vende’, se puede afirmar también que ‘la momia vende’.
Hacer público lo que no pertenece al ámbito de lo público posee un cierto
atractivo excitante [...], pero creo que aquí se ha traspasado el umbral de la
piedad y se están conculcando los derechos de la personalidad, que siguen
siendo vigentes aún cuando la persona lleve muerta en algunos casos miles de
años”.
A la indignación
retórica de Wildung, se puede replicar inmediatamente que la idea de una muerte
privada, personal, invisible e íntima no aparece hasta la modernidad.
Apoyándose en esa idea, la muerte fue idealizada como “sueño eterno”, al tiempo
que se criticaba severamente toda escenificación religiosa, colectiva y
ritualizada del momento de la muerte. La muerte, la inhumación y el duelo
vienen siendo expulsados del ámbito público desde finales del siglo XVIII. En
un ensayo sobre la obra de Nikolái Leskov y la crisis de la narrativa moderna,
Walter Benjamin afirma incluso que la sociedad burguesa “con actos higiénicos y
sociales, privados y públicos, ha creado un efecto secundario que tal vez
inconscientemente era su objetivo principal: proporcionar a la gente la
posibilidad de abstenerse de mirar a los moribundos. El trance de la muerte,
antaño un acontecimiento público y sumamente ejemplar en la vida del individuo
[...], el trance de la muerte se va apartando cada vez más del mundo perceptible
de los vivos. Antes no había ninguna casa, casi ninguna habitación en las que
no hubiese muerto ya alguien. [...] Hoy los ciudadanos son arrendatarios
interinos de la eternidad en espacios que no han sido tocados por la muerte, y
cuando se acerca su fin, los parientes los depositan en sanatorios u
hospitales”.
Estetización y
provocación
Pocos años
después, el diagnóstico de Walter Benjamin de 1936 hubiera resultado una
miscelánea nostálgica. Quien podía morir en el sanatorio o en el hospital era
afortunado. Su vida habría podido terminar también en la guerra, bajo una
lluvia de bombas, en la cárcel, en la huida o incluso –casi inadvertidamente–
en el campo de concentración, fuera por completo del “mundo perceptible” de los
vivos. Que toda la nación, en definitiva, pudiera afirmar tras el final de la
guerra que no había percibido la muerte administrada a seis millones de
personas en los campos de concentración demuestra no sólo una gran disposición
para la negación psíquica, sino también la efectividad de las medidas de
ocultamiento que a partir de 1942 constituyeron el objetivo de las operaciones
de la “Aktion 1005”. La capacidad para no percibir ni la muerte de los otros ni
el peligro de la muerte propia fue literalmente entrenada ya en los años cincuenta.
A ese entrenamiento se debe la “incapacidad para el miedo” a las armas
atómicas, esa “ceguera apocalíptica” colectiva que denunciaba tan enérgicamente
el filósofo Günther Anders. La muerte se convirtió en tabú, en “asunto
privado”, y quien intentaba defenderse contra esa tabuización era incluido
inmediatamente dentro del existencialismo francés, con sus debates,
manifiestos, películas, clubes y canciones.
En cierto modo,
la tabuización de la muerte prolongaba aquellas estrategias de los comandantes de
los campos de concentración y de los asesinos de masas –que han vuelto a ser
traídos a la memoria hace poco por la aterradora novela de Jonathan Litell Las
benévolas (2007)– encaminadas a hacer que los muertos desaparecieran
literalmente. Quemados como cuerpos, borrados como nombres. Hasta el último
tercio del siglo XIX no empezó el arte a mostrar de nuevo la muerte y los
muertos. Fotógrafos como Jeffrey Silverthorne, Hans Danuser o Andrés Serrano
publicaron retratos y estudios de detalle realizados en depósitos de cadáveres.
Arnulf Rainer usó fotografías de rostros de muertos como soporte para su
pintura (1979-1980). Gregory Fuller criticó en su momento las pinturas con
muertos, sirviéndose de argumentos parecidos a los que se hicieron valer en el
caso de la exposición de momias de Mannheim: “Rainer pasa por alto la
individualidad de los muertos, por más que mediante su estetización les otorgue
un nuevo papel que no habrían podido alcanzar en vida. [...] No respeta su
callada dignidad, no los toma en cuenta, los vuelve a extinguir por segunda
vez. Los indefensos son estetizados sin haberlo pedido”. El fotógrafo
Joel-Peter Witkin ha dado pie también a sonados escándalos y prohibiciones con
sus naturalezas muertas realizadas con partes de cadáveres, por ejemplo con la
foto Le Baiser (1982), para la que el artista seccionó la cabeza de un cadáver
y unió las dos mitades en un beso.
A comienzos del
otoño de 2007 se inauguró la exposición “Six Feet Under – Autopsia de nuestra
relación con los muertos”, en el Museo Alemán de Higiene de Dresde. Esta
exposición, que había acogido antes el Museo de Arte de Berna, documentaba la
variedad del nuevo interés artístico por los muertos. En ella no sólo las
imágenes tenían una importancia central, sino también los objetos, los
testimonios y las huellas de los muertos. Se pudo ver, por ejemplo, Entierro,
un trabajo de la artista mexicana Teresa Margolles (1999). Se trata de un
sencillo bloque de hormigón de 20 x 60 x 40 cm, con una cavidad hermética que
contiene el cadáver de un feto. Normalmente, el feto abortado no habría sido
enterrado, sino hecho desaparecer.
Margolles cumplió
el deseo de una amiga de darle a esa vida que no pudo ser vivida
–posteriormente al menos– un lugar digno. Entierro es, pues, asimismo una
lápida: el arte se funde –como en sus comienzos– con el culto a los muertos, se
vuelve otra vez práctica mágica, como en las fotografías en color On Giving
Life de Ana Mendieta (1975), en las que se puede ver a la artista acostarse
desnuda sobre un esqueleto con una calavera rosa de cera. ¿Expresión del anhelo
de una magia arcaica de resurrección o sólo una cita consecuente de las
técnicas de conservación mediales?
Destabuización
radical
El título de la
exposición –“Six Feet Under”– es él mismo una cita: alude a una celebrada serie
de televisión estadounidense que se emitió en cinco temporadas, de 2001 a 2005.
Fue producida por Home Box Office, una emisora de pago, y Alan Ball, ganador
del Oscar al Mejor Guión por Belleza americana y autor de la mayoría de los episodios.
La serie trata de la familia Fischer y de su empresa de pompas fúnebres. El
subtítulo alemán de la serie –Siempre hay alguien que se muere– refleja el
humor negro que caracteriza la serie. ¿Una empresa de pompas fúnebres como
escenario de una serie de televisión? Esa elección se corresponde con una
tendencia que ha pasado del cine –como muy tarde a partir de El silencio de los
corderos (1991), de Jonathan Demme– a las emisoras de televisión: la
destabuización radical de la muerte. Mientras tanto son ya numerosas las series
que se desarrollan en medios relacionados con las técnicas de investigación
criminal, los institutos forenses o la medicina de cuidados intensivos.
Muestran lo que antes sólo se podía mostrar a un público especializado:
cadáveres, autopsias, embalsamamientos, entierros. Incluso el trauma de la
muerte aparente, del entierro en vida, ha encontrado entretanto a su maestro en
el director Quentin Tarantino (en Kill Bill 2).
El entierro
prematuro de Edgar Allan Poe no deja de ser ciertamente una fantasía
terrorífica que resulta poco realista bajo las condiciones de la medicina
moderna. Pero, en general, sigue siendo válido que lo que llega a la televisión
no es totalmente ajeno a la realidad. También el ramo de las funerarias se ha
dado cuenta entretanto de las posibilidades actuales de su negocio –siempre hay
alguien que se muere– y las ha traducido en una amplia oferta de nuevas
prácticas, que, con una mezcla de sadismo y empatía, no tienen ya como
destinatarios únicamente a los deudos, sino a los mismos individuos, que son
invitados con éxito a anticipar y a planear estratégicamente la ceremonia de su
entierro o la forma de su última morada. Hace tres años, el inventor
californiano Robert Burrows solicitó la patente de una “lápida-video”. La
lápida tiene en la parte delantera una pantalla impermeable y una cavidad
interior que permite albergar un aparato reproductor –video, DVD, ordenador– .
“He equipado la lápida-video además con una cámara y un micrófono. De este
modo, los visitantes pueden grabar sus propios comentarios o dejar mensajes
para otros visitantes que se acerquen al cementerio”, comenta Burrows.
En los últimos
años, en Alemania aumentan considerablemente los entierros anónimos, en el
bosque o en el mar. En ellos, la ceniza del muerto se entierra a los pies de un
árbol en un bosque natural. Los “bosques-cementerio” aparecieron a mediados de
los noventa en Suiza y desde hace algunos años se encuentran también en
Alemania. En el caso del entierro marino, la ceniza es arrojada al agua más
allá de la zona de tres millas por compañías navieras especializadas en este
tipo de ceremonias. Al mismo tiempo, se combate y se critica la ley que prohíbe
la conservación de las urnas por personas privadas en Alemania; actualmente ya
se puede saltar uno en parte la prohibición –por ejemplo mediante el uso de
“amuletos cinerarios” de plata como los que, remitiéndose al culto a las
reliquias cristiano, ofrecen algunas funerarias–. Por lo visto, el muerto ya no
necesita ninguna sepultura para sus huesos; el recuerdo no se siente ligado a
ningún cementerio o tumba concretos. La última morada de nuestra era no se
encuentra sin embargo en ningún cementerio, sino cada vez más en Internet. En
la red se han establecido “salones de la memoria” multimediales que recuerdan a
los muertos. La eternidad temporal cede el paso a la extensión espacial. Las
necrológicas flotan como incontables moléculas en las corrientes de datos
electrónicas, para causar de vez en cuando impresión como huellas. O para dar
testimonio de sistemas de relaciones exactamente definidos.
Protesta
política
¿Pero quién
quiere sobrevivir en uno de esos “salones de la memoria” de diseño ingenioso y
múltiples colores? ¿Quién sueña con la vida eterna en Internet? El proceso de
la progresiva destabuización de la muerte, que se ha impuesto en la fotografía,
el arte, el cine, la televisión o Internet, permanece fiel en un punto a la
tendencia del siglo XIX que Walter Benjamin diagnosticó tan agudamente: la
concreta materialidad de la muerte, su aterradora extrañeza sigue estando
excluida. La vieja promesa de la resurrección de la carne, que ha marcado la
cultura europea de los últimos dos milenios, no se renueva. Quien quiere creer
en una vida tras la muerte busca orientación en éxitos de ventas esotéricos
sobre experiencias cercanas a la muerte, se interesa por el espiritismo o los
espectros. No es casual que los muertos en esos nuevos mundos de creencias se
parezcan a imágenes, fotografías o películas; son más evanescentes que
cualquier reliquia, incorpóreos, mudos e inodoros como los ángeles. Mientras
que las danzas macabras de los siglos XVI y XVII trataban de superar la
experiencia de la peste –y para ello no eludían mostrar justamente la
aterradora imagen de los muertos, con sus gusanos y sus colgajos de carne–, las
nuevas “danzas macabras” son tan estériles como las salas de autopsia, las
cámaras frigoríficas en el depósito de cadáveres y las brillantes pantallas de
los medios.
En este punto,
los mundos de la cultura mediática de Europa occidental y Norteamérica no
tienen nada que ver con las experiencias totalmente distintas del Sur y del
Este. Teresa Margolles, cuyo trabajo se ha mencionado anteriormente, no es sólo
artista sino también médico forense. No se interesa por la muerte y la variedad
de sus significaciones históricas; lo que le importa son los muertos. Su
atención no se dirige a los muertos de los tiempos pasados, los muertos en
general, sino a los muertos actuales de su entorno: las víctimas de la
violencia social, las víctimas de las guerras de la droga y entre bandas
rivales, las víctimas de la prostitución y de la trata de blancas, las víctimas
de la policía y de los guardias fronterizos, del terror militar y paramilitar,
las víctimas de la pobreza y el hambre, del sistema sanitario. La muerte como
muerte “natural”, como muerte voluntaria, como “muerte de los filósofos”, desde
el platónico-medieval “ars moriendi” hasta el “anticiparse hacia la muerte” de
Heidegger, no viene aquí al caso. A los institutos forenses de la Ciudad de México
no llega ningún muerto sublime, ningún rostro idealizable que invite a un
“último retrato”, no llega, literalmente, ningún cadáver “hermoso”.
Recuerdos
abstractos en el medio del arte que son a la vez formas de expresión de una
protesta política constituyen la condición previa para establecer un recuerdo
concreto, por ejemplo mediante el levantamiento de un monumento fúnebre. Pero
¿cómo se puede otorgar a los muertos una voz que no se pueda desoír? Un año
después de Entierro, Teresa Margolles dio una respuesta de lo más radical a esa
pregunta con su proyecto probablemente más controvertido: Lengua (2002). La
lengua disecada con su llamativo piercing perteneció a un joven drogadicto que
fue apuñalado en las calles de la Ciudad de México. La madre del joven no se
podía permitir un entierro aceptable y por eso Margolles le propuso el
siguiente trato: la lengua a cambio de los costes del entierro. “Como primera
reacción me dio una bofetada. Cuando se calmó y me pudo escuchar, comprendió el
sentido de mi petición. No sólo la aceptó sino que vino con los amigos de su
hijo a la inauguración de la exposición. Se dio cuenta de que era la única
posibilidad de hablar de la degradación social en la que vivimos y, tal vez, de
que la muerte de su hijo no quedara impune”. Esa lengua no está muda. Como
único resto de un cuerpo, habla sin cesar del desperdicio de una vida.
Desmiente una desaparición de los muertos a la que se privó de todo impulso
utópico hace ya mucho tiempo.
Thomas Macho
(Viena, 1952) es catedrático de Historia de la Cultura de la Universidad Humboldt de Berlín desde 1993 y actualmente fellow del Instituto Internacional de Investigación de Tecnologías Culturales y Filosofía de los Medios de la Universidad Bauhaus de Weimar. Organizó, con Kristin Marek, el simposio “La nueva visibilidad de la muerte”, y en 2007 publicó un amplio volumen con el mismo título.
(Viena, 1952) es catedrático de Historia de la Cultura de la Universidad Humboldt de Berlín desde 1993 y actualmente fellow del Instituto Internacional de Investigación de Tecnologías Culturales y Filosofía de los Medios de la Universidad Bauhaus de Weimar. Organizó, con Kristin Marek, el simposio “La nueva visibilidad de la muerte”, y en 2007 publicó un amplio volumen con el mismo título.
Traducción del
alemán: Luis Muñiz
Copyright: Goethe-Institut e. V., Humboldt Redaktion
Diciembre 2008
Copyright: Goethe-Institut e. V., Humboldt Redaktion
Diciembre 2008
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De HUMBOLDT,
publicación del Instituto Goethe, 2008
Fotografía:
Andrés Serrano/Dos Cristos
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