Estaba aguardando
que un día de estos haga auténtico frío para preparar un api casero. La prueba
es que mis sacones y chaquetas gruesas acumulan polvo en el armario. No he
tenido ni oportunidad de desenrollar el edredón extra. Con una colcha delgada
me basta. Estamos en mitad del invierno austral y hasta ahora no llega nieve a
las faldas del Tunari como en otros años. Hemos tenido tardes ventosas como
anuncio de posibles nevadas pero no ha pasado de eso. Salvo esporádicas motas
blancas que se divisan entre sus picos, el resto es una mole decepcionante de
gris azulado. Sabido es que cuando se producen borrascas y nubarrones en torno
de su cumbre no tardan en llegar sus aires fríos hasta la ciudad, a veces
acompañados de moderadas lluvias que disipan el smog acumulado, por unos días.
Uno de esos días
mínimamente borrascosos y húmedos estaba esperando. Pero la sensación es que
aquello va a ser nomás historia. Entretanto el clima se torna más seco,
polvoriento e inusualmente cálido para la temporada. Anuncian entre 27 y 28
grados para toda la semana pasado el mediodía, clima primaveral que, sin
embargo, no se traduce en verdor y aire respirable, sino todo lo contrario. Los
brazos se queman y la cara arde por caminar cinco minutos sin sombra. Y como
casi ya no quedan árboles en Cochabamba suplicio se convierte trajinar la
calle.
Ando antojado de
api, pero si el termómetro no desciende lo suficiente no voy a asaltar la
despensa en busca de mis provisiones. Tanto que tengo mis frascos de harina de
maíz morado, tanto que hice secar cascarilla de naranja y tanto que pensé en
“pasteles” (empanadas de queso fritas) y buñuelos aunque sean comprados. No por
andar antojado voy a rebajar mi estilo: sin atmósfera adecuada (un frio
respetable, mejor acompañado de niebla) no vale la pena poner a hervir la olla
y alistar cuchara de palo para la mazamorra, por muy purpurada que sea.
Para calmar las
ansias bien vale otra mazamorra, esta vez de plátano verde que no probaba hace
años. Uno de mis primos, de vuelta de su pueblito natal, Suri (según él,
Súrich, la capital del mundo, con jocoso orgullo), trajo variadas frutas para
repartir entre la parentela. Me dejó unas walusas, raros tubérculos
que tienen la consistencia harinosa de la papa, y un manojo de plátano (bien
verde, de ese que no llega a madurar completamente) para que haga sopa, me
dijo, sin saber yo ni remota idea de cómo se hacía. Para no echar a perder y
tirar la fruta le acepté unos cuantos. Mala idea. Después recordé que alguna
vez mi padre había puesto a secar rebanadas de la misma y con su harina había
elaborado un grisáceo api que me supo a manjar en aquel entonces.
Lamentando haber
despreciado los plátanos de mi primo (pues la harina resultante apenas alcanzó
para una olla mediana), me puse manos a la obra, ya que no era complicado
seguir el mismo procedimiento de preparar un api tradicional. Agua, canela,
clavos de olor y azúcar para potenciar el sabor y luego tener la precaución de
remover el caldo cuando hirviera para que no se pegara al fondo y punto. Veinte
minutos de hervor a fuego lento y ya tenía el desayuno que acompañé con
empanadas clásicas, rollitos de queso y pucacapas. Si de masitas hablamos,
siempre saladas y, mejor con ají, por favor. Ya sea para el té inglés o para
una mazamorra como ésta.
Guardé el resto
en la heladera y para mayor satisfacción cuajó como gelatina. En dos días me lo
zampé en frío, a modo de postre. Bañado con unos chorritos de leche
evaporada, el regusto por ese contraste en la boca no tiene parangón. No sabe a
plátano, ni a otra cosa. Pero sabe a algo: a puro deleite.
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De EL PERRO ROJO
(blog del autor), 19/07/2016
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