MAURIZIO BAGATIN
Todos aprendieron de la peste. Esto lo escuchamos todos y dicho por casi todos. Menos por aquel que tenía que volverse al país desde el Viejo continente. Él sí algo aprendió de la peste, nunca quiso admitirlo. Para él fue una pesadilla, la ausencia del retorno, la permanencia en la tierra del pandemónium.
Durante más
de quince años trabajó sin descanso, sin vacaciones, sin fines de semana; su
decisión, al salirse de aquí, era la de trabajar, trabajar y trabajar, para
lograr ahorrar más dinero posible, y luego volverse para invertirlo aquí. Se fue
cuando aún el presidente gringo seguía en el poder y quiso volver cuando supo
de la caída del innombrable. En enero empezó planeando su vuelta,
renovación del pasaporte, boleto de avión, transferencia de una parte del
dinero ganado en una cuenta que su hermana le abriría aquí, en su país natal.
Durante más
de un mes se dedicó totalmente en organizar su vuelta al país; viajar fue,
durante casi quince años, un ejercicio que nunca quiso siquiera nombrar, fue
una acción que nunca quiso practicar, el objetivo era claro: trabajar para
ahorrar para volver. Durante casi quince años trabajó y durante casi quince
años ahorró. Nunca volvió.
Su
profesión desde el principio le ofreció estabilidad, buenas ganancias y la
seguridad de que un día hasta aquí, en su país de origen, se le ofrecería
gratificaciones y un futuro mejor de lo que se iba perfilando quince años
atrás. Por eso se fue, por ese pesimismo que, al quedarse aquí, nunca podía
haberse metamorfoseado en optimismo, en su exacto contrario. En enero del 2003
viajó al país donde una marea de connacionales ya había decidido buscar suerte.
Ahí viajó y ahí de inmediato consiguió trabajo, ahí se instaló y ahí decidió
quedarse hasta hacer realidad su sueño. Volver con todo el ahorro fruto de su
trabajo.
Con el
boleto en la mano el viaje ya tenía fecha, para marzo volvería a su país de
origen. El vuelo era con la nueva compañía nacional, la compañía aérea con la cual
llegó a Europa ya no existía, y el vuelo esta vez sería directo, desde el país
de los conquistadores hasta el país conquistado, una novedad absoluta para él,
una de las pocas ventajas de la globalización, dormirse con un huso horario y
despertarse seis horas más joven. Tal vez sentirse en casa, tal vez sentir
nuevamente la tierra, la gente, el aroma de las comidas, el perfume y los malos
olores que siempre han definido su país. Se preparó también a esto.
¿Quién lo
esperaba? Su hermana, ya anciana; su tío, ya viejo; sus amigos, ya perdidos; su
gente, ya cambiada… un retrato de Dorian
Gray sacado del sótano, un proceso de cambio de ilusiones, un maquillaje del
capitalismo, un lapso de tiempo para trasladar los sueños de un continente a
otro, tal vez, y nada más… su pasado interrumpido, su presente inmóvil, su
futuro incierto.
El invierno
que acompañó su decisión del retorno transcurrió, hasta el mes de febrero, sin
el habitual frío, ni siquiera una nevada en la ciudad donde vivía, siempre
acostumbrado, él, en sacar nieve de la puerta de la entrada a su casa desde
diciembre hasta marzo; ver vecinos cargando esquís en el maletero de sus autos
y dirigirse hacia las estaciones invernales de esquí. Este invierno parecía más
a una primavera caprichosa, de las que no dejan florecer las mimosas, las
violetas y las prímulas, un invierno
primaveral lo definieron ecologistas y hasta algún político siempre atento
a los vientos de cambios. Y pensar, se dijo mirándose al espejo, que dejé hace
quince años la tierra de la eterna primavera, adonde el invierno dura una
cuantas horas al día; aquí aguanté todos los años temperaturas bajo cero desde
diciembre hasta febrero, algunos años hasta final del mes de marzo. Tal vez, se
dijo, premonitor es también el clima, parece que estuviera preparando mi
retorno. Extrañas suposiciones las suyas. El cambio climático estaba presente
aquí y allá, la eterna primavera no lo habría esperado aquí y el frío llegaría
atrasado allá. Caos climático y cada cosa
en su lugar, pensó, y así parece ser.
Con todos
estos pensamientos, y con todas sus certezas, fue preparando el equipaje, una
sola maleta, con ruedas, cuando viajó la primera y única vez salió de aquí con
estos bolsones enormes y de empacho, envolviéndolo con esta marea de celofán
carísimo que te ofrecen en todos aeropuertos, y el maletín de a mano; faltaban pocos
días y decidió revisar si todo estaba bien, los documentos, el equipaje,
decidió salir y comprar un recuerdo más para su hermana, una chompa de lana con
estampado del nombre del país en el cual transcurrió más de quince años de su
vida. Volvió a la casa y oyó del noticiero de la televisión nacional que en una
ciudad de un país asiático en solo diez días habían armado un hospital
completamente equipado para enfrentar la peste que estaba azotando el
territorio y que, por primera vez en la historia, podía volverse planetaria;
pocos hablaban de todo esto en la clínica donde él trabajaba desde hacía quince
años; pocos recordaban las pestes del pasado; nadie tomaba en serio ni siquiera
los primeros dos casos señalados y denunciados en la misma ciudad donde él estaba
viviendo ahora. Después de una semana se declaró la pandemia a nivel mundial,
oyó por primera vez la palabra lockdown,
se encapsularon enteros territorios colindantes a la ciudad en la cual vivía.
Le fueron suspendidas, debido a su profesión, la vacación y el viaje a su país
natal. No viajó y desde aquel día empezó su pesadilla en el primer mundo.
Mientras
caminaba al trabajo escuchaba o leía las noticias que llegaban desde aquí; la
decepción por el fallido retorno, el desasosiego por la atmósfera que estaban
viviendo, sobre todo en la región donde estaba, no lo vencieron. Pronto
terminará todo, llegará una vacuna, como
siempre serán los primeros, unos cuantos, en fallecer y luego volverá la
normalidad, pronto estaré en mi país natal y desde ahí empezaré de nuevo.
Llegó marzo
y se cerraron todas las fronteras, internacionales y muchas de las nacionales,
era imposible trasladarse de una provincia a otra, según el número oficial de
los contagiados la política tomaba medidas y las fuerzas del orden las ponía en
acto. El orden del caos ya no era solamente climático, el orden del caos se
adueñó de todo imaginario y de toda acción colectiva. Nada de nuevo para él,
que vivió dictaduras y golpes de estado, toda una novedad para las nuevas
generaciones del Viejo continente, al menos para los que no conocieron la
guerra, el hambre y la miseria. Todo esto para que alguien, o todos, aprendan.
Pará él no, él no tenía nada que aprender que no fuera la imposibilidad del
retorno, la inutilidad de todos los preparativos, la seguridad de que aún sigue
ahí, en el Viejo Continente, esperando que la peste enseñe a todos un poco y
del poco que sea útil para todos.
14 septiembre 2020
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Imagen: Jackson Pollock/Sketches
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