Saturday, April 9, 2011
Bernabé Cobo y los nombres en América
Jorge Siles Salinas
Muy pronto, a los quince años, salió Bernabé Cobo de su pueblo de Andalucía para embarcarse en una armada que partía en busca de El Dorado hacia las tierras de Venezuela y el Caribe. Una navegación desde Panamá a Lima fue decisiva en su vida; en la nave que le condujo al Perú viajaba un jesuita, provincial de la Orden en México, el cual, al trabar conversación con el joven en cuya mente seguían bullendo las fantasías de la leyenda que lo había inducido a dejar la casa de sus padres, pudo advertir en él prendas de inteligencia que, a su juicio, debían ser aprovechadas a través de una formación disciplinada. Lo orientó así al colegio real de San Martín, en Lima, concediéndole una beca gracias a la cual obtuvo las órdenes sagradas en 1613. “En este ambiente –dice el prologuista de la edición de la Biblioteca de Autores Españoles, P. Mateos- fue donde los sueños del joven Cobo cambiaron de sentido: en vez de El Dorado temporal que le había llevado a Indias, se abría ante sus ojos la perspectiva de un Dorado espiritual, a lo divino”.
Bernabé Cobo ocupa un lugar en la historia de América particularmente por su obra como naturalista. Junto con otro jesuita, el P. José de Acosta, figura entre los grandes observadores de la naturaleza en el Nuevo Mundo, aquél en el siglo XVI, Cobo en la centuria siguiente; pero la obra de Acosta tuvo una temprana difusión entre quienes se interesaban en el doble aspecto científico y humano de su libro, al paso que los manuscritos de Cobo habían de permanecer inéditos hasta el siglo XIX.
Como todo estudioso del mundo de las plantas y de los animales, el Padre Cobo está habituado a reconocer y distinguir cada especie, cada árbol, cada fruto con su nombre propio recogido del habla de los pueblos con los que toma contacto en sus continuos desplazamientos por las tierras andinas; en quechua y en aimara se comunicaba con los indios desde Lima al Cusco, desde el lago Titicaca a Potosí. Naturalmente, el asunto relativo al nombre dado a las Indias Occidentales atrae al estudioso jesuita, quien se detiene a considerar las distintas denominaciones que “desde el principio de su descubrimiento se le pusieron a este Nuevo Mundo”: Islas del Occidente, Indias Occidentales, Nuevo Mundo, América.
Los seres, las tierras, las cosas tienen su nombre. ¿Por qué se llaman de un modo y no de otro los diversos géneros de vegetales, las variadas especies de aves, de reptiles, de peces, los animales útiles que forman el ganado manso que, en el imperio de los Incas, prestaba tantos servicios a los diferentes estamentos sociales? Cada lugar tiene su nombre, unas montañas se distinguen de otras, también a los ríos y lagunas la tradición les ha ido fijando una denominación usual. A los antiguos apelativos indígenas han ido añadiéndose los nombres propios en castellano conforme avanza el proceso de la fusión hispano-india. Esto ocurre sobre todo en la corriente fundacional de ciudades que marca el paso de la transculturación hispana o de la incorporación de tierras despobladas al sistema unitario de la administración colonial. Los nuevos establecimientos son ya el signo de una presencia arraigada, de una instalación proyectada hacia los siglos futuros. Es así como ve Cobo, desde la perspectiva del Seiscientos, los resultados de esa ya secular presencia española en Indias: “está ya la memoria de nuestra nación tan arraigada en esta tierra...”, que aún en el supuesto, difícilmente imaginable, “de que desde ahora nos volviésemos a España”, por siempre quedaría la huella de las gentes que trajeron y plantaron en este suelo sus modos de vida, sus creencias, su lenguaje. “Aún el recuerdo de los nombres solos de las provincias y pueblo –escribe Cobo- que en este Nuevo Mundo hemos fundado, soy de parecer que no se podrá extinguir ni borrar de aquí al fin del mundo”.
Es inmensa la extensión de las tierras en las que esta influencia perdurable se ha conocido. El trazo más visible está en los nombres. Las ciudades de la Nueva España, de la Nueva Vizcaya, de la Nueva Castilla, de la Nueva Toledo, de la Nueva Galicia, llevan nombres que evocan lugares, personas o motivos de la devoción religiosa de la España lejana. En este punto -Caps. XVIII y XIX del libro undécimo- el Padre Cobo deja correr con íntima complacencia la pluma para seguir esa corriente traslaticia que va gradualmente reflejando en los espacios de la colonización hispana las realidades humanas y culturales de la metrópoli.
Una larga lista de ciudades de nueva fundación lleva nombres de poblaciones de España: “por donde son ya tantos los nombres de lugares de España que hallamos en esta tierra, que parece haberse trasladado a ella todo aquel reino”, dice bellamente el texto de Cobo. “Comenzando por mi patria de Andalucía, como más vecina a estas Indias –escribe con entusiasmo el cronista- de los pueblos della tienen acá los nombres estas nuevas poblaciones: dos del de Granada, tres con el de Córdoba, otras tres llamadas Sevilla, dos con el de Jerez, otras dos con el de Villar”. Terminada la enumeración de los nombres de origen andaluz, menciona Cobo a ciudades nuevas que traen su nombre de poblaciones situadas en diversas regiones de la Península. Trujillo del Perú recuerda a la villa del mismo nombre en Extremadura; La Serena existe en Chile y en la misma Extremadura. Cuenca del Ecuador es hermana de Cuenca de Castilla, Guadalajara está en México y también en España. La villa de Oropesa es el nombre antiguo de Cochabamba y es el de una población cercana a Toledo. Hay dos Santa Cruz de la Sierra, una en Bolivia y otra en la misma tierra en que nacieron Pizarro, Almagro, Valdivia, Ñuflo de Chaves. Pero también, aunque Cobo no lo tenga presente, rebotaban nombres de uno a otro extremo del continente, como Potosí de Charcas, que se prolonga a San Luis de Potosí, o Copacabana del santuario del lago Titicaca, a Copacabana del Brasil.
Posiblemente el nombre más repetido es el de Santiago, por comprensibles motivos de influencia religiosa. La devoción del santo patrono se extiende por todo el ámbito de los dominios hispanos. No hay un solo país de Hispanoamérica en que no se hallen ciudades con el nombre del apóstol, desde Santiago de Chile a Santiago de Cuba, desde Santiago del Estero a Santiago de Paraguay o Santiago de Huata, en Bolivia.
Pero el factor decisivo será, obviamente, el de las advocaciones religiosas pensadas por los fundadores para designar a las ciudades americanas. El catolicismo que inspira toda la empresa de la Conquista está patente en la serie variadísima de denominaciones, que van desde las que expresan algún atributo de la divinidad hasta las que se originan en los nombres de los santos, concediendo, desde luego, prioridad a la veneración de María en cada una de sus imágenes, en todos los misterios del rosario, en la evocación de los santuarios dedicados a su culto. Tiene razón el Padre Cobo: Santa Fe, Trinidad, El Salvador, Nuestra Señora de La Paz, junto con tantos otros nombres de ciudades, desde California al Cabo de Hornos, son señales de un origen y de una identidad histórica.
Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), Sábado, 9 de Abril, 2011
Imagen: La carga de los amancaes, grabado peruano.
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