Tuesday, January 24, 2012
Retrato de una actriz
Joseph Roth
MIENTRAS ERNA todavía participaba en obras de teatro nunca sentí el deseo de verla actuar. Se podría decir que no tenía la necesidad de mirarla en un papel que le hubieran asignado; prefería verla en el papel inventado por ella misma durante el día, con mucho más talento que el personaje oficial que interpretaba de noche en el escenario. A mi desprecio natural hacia el teatro, que según creo es algo innato, se añadía el temor a perder la claridad con que veía y examinaba a Erna, el miedo a dejarme confundir por la comediante profesional y a sucumbir a los encantos de la persona. Es un fenómeno que suele ocurrir. En mi opinión, los actores, y sobre todo las actrices, escapan a cualquier juicio moral tan pronto como se acogen al artístico, y cuando conquistan el amor, la devoción o el respeto de alguien, no lo hacen con las armas tradicionales de las mujeres, sino que deben su victoria a la indulgencia con que los demás toleramos su vulgar coquetería, por ejemplo, porque consideramos que su profesión las obliga a ser vulgares en ciertas ocasiones para causar el efecto deseado. Por eso tendemos a ser más condescendientes con el mal gusto de las actrices que con el de las demás mujeres.
Yo estaba cargado de prejuicios contra Erna. Pero como sabía que cualquier clase de juicio, incluido el prejuicio, puede estar más o menos justificado, y como creía que mis prejuicios eran legítimos, a pesar de mi curiosidad y de mi interés por participar en los asuntos de Arnold me pareció innecesario formarme un juicio sobre Erna la actriz, que quizás a ella le habría resultado beneficioso. Sin embargo, llegó un día en que no pude rechazar la propuesta de Arnold y fuimos juntos al teatro. En aquella obra, Erna modificaba los estados de ánimo de los espectadores. Probablemente interpretaba su papel de forma mucho más
creíble de lo que había pensado el autor. Pero al demostrar su excepcional habilidad para mejorar las modestas intenciones de un modesto autor y darles un toque casi artístico, descubrí a la Erna de las tertulias del café, la sorprendí con las manos en la masa. Poseía el talento de una hábil modista de la periferia, capaz de exhibir en el escaparate prendas de aspecto lujoso confeccionadas con telas baratas, pues así tiene la ocasión de gustar por partida doble: la gente se siente atraída por el precio económico de la prenda y a la vez por su aspecto engañosamente refinado.
En su vida real, Erna era una mujer delicada; en el escenario, parecía frágil pero encantadora. Como persona, era dúctil y resistente; como actriz, vulnerable y desamparada. Ante los hombres se comportaba de forma que todos tuvieran que ocuparse de ella, porque cada uno creía que le había asignado una misión; en el escenario transmitía la impresión de que todos los hombres la habían abandonado, de modo que los espectadores varones deseaban subir a toda prisa y estrecharla entre sus brazos. De día hablaba con una voz profunda que parecía surgir del fondo de su corazón; de noche se expresaba en un tono claro y agudo, vinculado con el miedo. La estudiada coquetería que de día le daba un aire ingenioso e inteligente se transformaba de noche en otra que rezumaba una candidez pura, humilde y reposada. Cuando hablabas con ella y la conversación tomaba derroteros que no le convenían, le daba la vuelta como si tuviera la elasticidad de un globo que aparentemente cede y puede ocultar el aire, el elemento que le da resistencia, sin modificar su aspecto. Sin embargo, cuando Erna actuaba, parecía exponerse con perfecta inocencia a los mismos peligros que de día se había empeñado en evitar. La gente sentía miedo por ella. Daban ganas de gritarle: "¡No vayas! ¡No digas eso! ¡Ten cuidado! ¡Miente un poco!". A ella, que permanecía en constante alerta y que mentía casi siempre, no porque tuviera nada que ocultar sino porque era consciente de que las mentiras son más atractivas que la verdad, incluso cuando ésta se conoce y aquéllas no se creen.
El autor
NACIDO EN 1894, en una aldea de Galitzia, cerca de la frontera rusa, y fallecido en París, en 1939, Joseph Roth fue un escritor y periodista austríaco, de origen judío, considerado, junto a Hermann Broch y Robert Musil, uno de los mayores escritores centroeuropeos del siglo XX. Su novela más conocida es La marcha de Radetzky, basada en la vida de una familia durante la caída del Imperio austrohúngaro, pero dejó escritas muchas novelas que le dieron un creciente prestigio póstumo, como Confesión de un asesino, Fuga sin fin, La leyenda del santo bebedor, La cripta de los capuchinos y La noche mil dos, entre otras.
Su prédica contra el nazismo lo llevó a emigrar a Francia, donde murió sumido en el delirium tremens. El fragmento publicado en este página fue tomado de la novela Zipper y su padre (Acantilado).
Publicado en El País, Montevideo, 2012
Imagen: Joseph Roth durante un viaje a Frankfurt en 1926
No comments:
Post a Comment