PABLO CINGOLANI
A Burroughs le
hubiera encantado una historia que el polifacético (y olvidado) Gustavo Adolfo
Otero anotó en su libro La piedra mágica, editado en 1951 y cuyo
subtítulo lo explica todo: Vida y Costumbres de los Indios Callahuayas
de Bolivia.
La historia,
contada de forma magistral, resuelve en dos patadas una de las mayores –sino la
mayor- de las tragedias y de las obsesiones humanas: no envejecer.
Mastroianni, el
gran Marcelo, el gran actor que merece siempre un recuerdo grato, dijo alguna
vez en una entrevista que le hicieron cuando su senectud, algo también
contundente. Dijo, simplemente, que envejecer y morirse, “era una mierda”.
Pobre mi hermano del alma que acaso nunca leyó la historia del boliviano Otero,
muy parecida a alguna de las recomendaciones que dan los sardos cuando les
preguntan por qué viven tantos años.
Tratando de
responder lo mismo, Ponce de León se adentró, por primera vez en la historia
europea, en lo que hoy es el territorio de los Estados Unidos de Norteamérica.
Su expedición no merece mucho comentario. La que sí merece todo elogio, es otra
expedición que fue tras sus pasos: la de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, cuya
peripecia inter-oceánica, es digna de recordarse siempre, así como la lectura
de la obra que la narra, Naufragios, que es un súper clásico de la
aventura humana. Cabeza de Vaca tampoco encontró la solución al dilema del paso
de los años, pero en su travesía singular e irrepetible, encontró tantas otras
cosas notables que vuelven fascinante y obligatoria la lectura de sus memorias.
No quiero desbarrancarme más y transcribiré de una vez la historia kallawaya que tuvo a
bien rescatar el Gustavo Adolfo del altiplano. El mundo está perdiendo no sólo
el saber indígena sino el finísimo humor que vuelve entrañable este relato…
“Alguien le
consultó a un kallawaya sobre la fórmula de la eterna juventud y él respondió:
“Sí la hay. La sobriedad en todo. Ya ve que tengo setenta y cinco años y no he
bebido nunca”.
―¿Y tu padre,
cuántos años tiene?, volvieron a preguntarle.
―Ciento veinte.
―¿Y él tampoco ha
bebido?
―Sí, él bebe. Se
emborracha todos los días.”
Ahora, queridos
míos, ya saben cuál es la fórmula mágica: la próxima vez que pasen de largo por
una licorería, la próxima vez que no naufraguen en un mar de chicha, la próxima
vez que le digan no a un trago que invita un amigo, acuérdense del viejo
kallawaya. Después, no digan, que no sabían.
Río Abajo, 6 de
julio de 2016
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