Son tantas las
señales de vida que he ido guardando en el disco duro de mi computador. Tantas
miradas distintas del universo. Basta apretar una tecla para que se abra mi
propia biblioteca de Alejandría. Veinte mil libros de literatura, historia,
antropología, filosofía, mi selecta musicoteca de jazz, música étnica, las
mejores arias de la ópera, el Réquiem de Mozart para mis horas solemnes, la
historia contemporánea en películas, los grandes directores de cine, los
pensadores que respeto, Onfray y Zizek en un bar digital, los atrapamariposas
de Nabokov, el ajedrez narrativo de Joyce, la poesía de Vallejo, miles de
fotografías personales, sentimientos esculpidos con luces y sombras, nubes
caprichosas, tardes incendiadas, ciruelos muertos y cada uno de los territorios
que conquisté por algunos instantes. Junto a ellos, decenas de miles de
documentos, enciclopedias, diccionarios, novelas y textos personales en
construcción, imágenes de pinturas famosas y desconocidas, de otoños
canadienses, inviernos chilenos y primaveras japonesas, de mujeres desnudas,
pudúes asustadizos y castores construyendo represas con alerces muertos. De
alguna forma, tengo el espíritu conservacionista de un monje medieval, de un
hámster que sólo avizora inviernos. Me arrincona la pregunta, ¿resguardar para
qué? La banalidad se impone, los discos duros quedan arrumbados y lo que queda
de vida es menos que un parpadeo.
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De CUADERNOS DE
LA IRA (blog del autor), 07/07/2016
Imagen: Fotografía:
Lorena Ledesma. Crepúsculo sanfabianino (tomado desde Avenida Purísima a
mediados de junio de 2016)
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