Fesal Chaín
Si me hubiesen dicho a los veinte años que escribiría algún día sobre Enrique Lafourcade, me habría reído a gritos. Probablemente si el escritor estuviese lúcido y leyera este artículo, sería él quien se reiría de este pequeño homenaje.
No puedo dejar de recordarlo en ese extraño programa televisivo de los ‘80 (hoy se diría freak): “Cuanto vale el Show”, cuan-to va-le el show, cuan-to va-le el show, primero con Ricardo Calderón luego con Alejandro Chávez, apodado el “Pequeño Saltamontes” un locutor radial que incursionaba en la pantalla grande y que saltaba cada que vez decía algo. Allí Lafourcade como jurado de la competencia hacía preguntas de cultura y libros a los participantes y en una primera aproximación parecía que se burlaba de ellos por su falta de conocimientos y educación medianamente formal. Sin embargo ya pasado tantos años es evidente que los interpelaba como pretexto. Aullando mostraba por el más importante medio de comunicación masivo de esos tiempos, el enorme apagón cultural en que estábamos inmersos y en el que probablemente seguimos estando.
Relacionar a Lafourcade con la dictadura o decir que fue un intelectual del pinochetismo es un gran despropósito y expresa esa ignorancia que él tanto desestimaba y por la cual se burlaba en las 525 líneas de la antigua televisión chilena. En realidad la definición que hace de él mismo es exacta: “Soy un soñador de la vida y un vividor del arte, un marginal muy pequeño burgués, un inadaptado-adaptado, un católico en estado salvaje”.
Escribo estas líneas en defensa no sólo de Lafourcade sino de los escritores y escritoras. Qué fácil es para el público y los iluminados de siempre en el país de tontilandia juzgar y clasificar, a quienes tienen como única ideología y militancia real a la literatura. Basta decir que este hombre hoy más abandonado que olvidado, es el autor de una de nuestras novelas más populares: “Palomita Blanca”, que Raúl Ruiz llevó al cine en 1973 y que suma ventas por un millón de copias. Que entre otras muchas cosas fue el cuidador permanente de nuestro poeta nacional Jorge Teillier, y que mientras muchos snobs celebraban y aún celebran la bohemia del autor de Muertes y Maravillas, él se preocupaba de pagarle sus tratamientos antialcohólicos y de ir a visitarlo “a la casa del vino cuyas puertas siempre abiertas no sirven para salir”.
A este prolífico autor de más de 45 libros entre Novelas, Cuentos, Crónicas Periodísticas y Ensayos nunca se le otorgó el Premio Nacional de Literatura. Un premio que ya muchos sabemos “está manipulado por políticos y amigos del presidente” tal como el mismo dijo el año 2000. A siete años de sus últimos tarascones a la vida cultural de Chile como el magnífico francotirador que era, – y tal como cuenta su mujer Rossana Pizarro en una breve crónica para el Diario La Tercera-, “lamentablemente tiene Alzheimer, además de problemas cardíacos. Ha perdido parte de la memoria, pero aún tiene ingenio y habilidad para contestar. Está retirado de la vida literaria, pero sigue vivo (aunque) lo más triste (…) es que nadie lo visita”.
Bueno vayan estas palabras a uno de los más importantes escritores de la generación del ‘50, aquella que compuesta por narradores, poetas, dramaturgos ensayistas y críticos, supo romper con el criollismo de la literatura y adentrarse en la subjetividad humana y en la consciencia como monólogo interior de un modo descreído y mordaz, como el mismo Lafourcade lo hizo magistralmente durante más de sesenta años, ¡ah que no!, si es cuestión de leer el título de su último libro: Los potos sagrados.
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De SITIOCERO, 10/07/2013
Fotografía: Enrique Lafourcade
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