RAMÓN
ACÍN
1.-
Tomeo, corredor de fondo.
Acotar
definitivamente los cimientos (e incluso, las temáticas, precisando sus
manantiales) que habitan en el mundo literario de las casi cincuenta obras de
Javier Tomeo no es tarea fácil. Su condición en las letras españolas de outsider,
marginal, extraño, raro, insólito o inclasificable (que tanto le gustaba y que
incluso tanto proyectó en varias de sus declaraciones) escoran su trayectoria
todavía hoy tras su fallecimiento (9 de septiembre, 1932, Quicena, Huesca/22 de
junio, 2013, Barcelona). Una trayectoria amojonada casi siempre por
protagonistas anómalos y tendentes a la soledad. Protagonistas que, además,
viven gustosos en el silencio de la incomunicación mientras vagabundean por
espacios oclusos dando rienda suelta, mediante una verborrea monologueante o de
falso diálogo, al hechizo del vuelo imaginativo que, por lo común, al final
casa con una necesidad reflexiva. Pues, a la postre, acaban siendo siempre
protagonistas que navegan con resignación escéptica al concebir la vida como
algo ilusorio. Y lo que es más inquietante de todo: tanto los personajes y los
espacios como las situaciones narradas caminan y suceden dentro de una
atmósfera de aparente normalidad. A la postre, cimientos y temáticas que en
absoluto concordaban con las líneas hegemónicas de la literatura de su época,
la creada por la denominada “generación del medio siglo”, en exceso abonada al
esquematismo del realismo social. Pero sí que, en algo, se asemejaban a la de
aquellos otros autores que, en los márgenes de la literatura española de la
mitad del siglo XX, caminaron desprovistos de la necesaria atención crítica.
Por todo ello, pese a la específica singularidad adjudica a Javier Tomeo, éste
debe ser ubicado entre los autores disidentes de la época; es decir, entre los
opuestos al realismo social dominante o, cuando menos, entre aquellos de
silencioso caminar creativo, paralelos pero muy distanciados de la línea
creativa entonces mayoritaria (significativo es que la segunda novela de
Tomeo, Ceguera al azul, viera la luz en 1969 dentro de la
colección “Galería de los no premiados” de Ediciones Picazo).
Javier
Tomeo fue por tanto un autor rupturista frente a la estética imperante en la
España de mediados del XX o, como mínimo, posible formante de una postura
antirrealista como tantas veces el mismo apuntó (“ En los primeros tiempos de
mi quehacer literario no se admitían evasiones y mis primeras novelas, que
nunca se llegaron a publicar y sobre las que se proyectaba claramente la sombra
de Kafka, se consideraron poco menos que deserciones al compromiso tácito de
oposición indirecta al régimen”. “Cuando recorrí las primeras editoriales con
mis originales bajo el brazo estaba de moda el realismo objetivo. Los editores
me miraban como un bicho raro, como una víctima de Kafka”. Rolde, 44-45).
Es verdad, sus novelas se asientan en esquemas de espejos convexos frente a los
espejos ordinarios y planos utilizados por los coetáneos escritores realistas.
Una postura la suya, rendida a la extrañeza y al absurdo, provenga ésta de
veneros kafkianos como Tomeo manifestó en varias de sus entrevistas o que,
simplemente, sea debida a una connotación ocasional como apuntó en su día
Pacual Maisterra en Teleexpress al glosar Ceguera al
azul (“Compañeros del oficio de leer y comentar abundaron unánimes en
el ambiente irreal, intimista y kafkiano de aquel libro con la peculiaridad,
para quienes conocíamos al autor, de constarnos que, por aquel entonces, Javier
Tomeo nada había leído del onírico escritor de Praga”). Y postura que además no
impidió tampoco la presencia de otros tintes visionarios y hasta fantasiosos.
Por eso, dan en el clavo, entre otros estudiosos, tanto José Luis Calvo Carilla
al hablar de La mirada expresionista: novela española del siglo XX (2005)
y adjudicar en ella un sitial a Tomeo, como Santos Sanz Villanueva al indagar y
centrar la postura creativa de Tomeo en línea con el círculo amistoso del autor
por aquel entonces aún en ciernes (2015, La obra narrativa de Javier
Tomeo 1932-2103. Calvo Carilla, ed.), atendiendo bien a la perspectiva
literaria (Antonio Beneyto, Antonio Fernández Molina, entre otros compañeros de
viaje) o bien recalando en el círculo íntimo y propiamente personal del
aragonés. En especial, Ramón Riera Calvet o, tal vez, simplemente Ramoncito,
algo más que una excusa de alter ego al servir, como mínimo, de interlocutor y
antagonista, y cuya presencia además lleva directamente a la vivencia de lo
disparatado y al mundo animal (Conversaciones con mi amigo Ramón).
En Tomeo,
además, ni siquiera en la infancia y sus paraísos perdidos, como sucede en
otros escritores, se encuentra luz para el tan peculiar y tan personal cimiento
(y sus temáticas) de su narrativa. Pues, a pesar de la vivencia rural del
escritor durante sus primeros años de vida (por más señas una vivencia también bélica,
dado que Quicena fue, de 1936 a 1938, línea de frente durante el cerco
republicano a la ciudad de Huesca), ésta apenas asoma en sus páginas y si lo
hace es de forma tan tangencial o tan difuminada que pasa del todo
desapercibida. Tal vez, porque acabada la guerra civil, la familia del autor
abandonó aquel mundo rural para establecerse en una Barcelona sin duda
deslumbrante para un muchacho de tan corta edad (¿quicio temático de la
soledad para las novelas de Tomeo donde ésta, junto con el aislamiento y la
incomunicación entre las multitudes urbanas, se encima frente a la relación y
comunicación continuas del espacio rural?). Sin duda, un cambio de
espacio vital que bien pudo desdibujar el paisaje de los orígenes de Tomeo
narrador. Un cambio que, por si fuera poco, contó posteriormente con otros
añadidos interesantes. Entre ellos, la influencia de su padrino literario,
Julio Manegat, en aquellas fechas consagrado novelista y crítico literario, que
además de consejo permanente se tornó directriz muy concreta en sus primeros
pasos como escritor literario (“... mostré a un amigo algo que había escrito.
Me dijo: eso, poco más o menos (y por supuesto mucho mejor) ya lo escribió
Pereda hace cien años. Comprendí que tenía razón. Y busqué por primera vez nuevos
caminos de expresión literaria”. Rolde, 44-45.), ahogando para
siempre el posible novelar de mundo rural con sus tintes incluso dramáticos
donde Tomeo recogía, al parecer, vivencias propias. Por eso, en alguna ocasión
he escrito, al calor de sus palabras en conversaciones o entrevistas, que sólo
algo de su enorme querencia por el mundo animal (buitres en los
muladares, el canto del grillo, los trinos de los pájaros, el zureo de las
palomas... visibles en sus novelas como telón de fondo, amén de otros “ruidos”
igual de claves como el gotear de la lluvia, por ejemplo) y por el mundo de la
naturaleza (basta leer Los reyes del huerto) podría provenir
del influjo de “sus recuerdos o correrías infantiles, por lo general a la
sombra del montículo de La Cobertera y del viejo castillo de Montearagón” en el
entorno de su Quicena natal. Pero apenas poco más, porque tanto los manantiales
profundos, como los ocasionales deben buscarse en otros bebederos.
Especialmente en obras de terminología científica (Dioscórides renovado o Diccionario
de botánica del químico, botánico, profesor y militar Pio Font Quer),
en autores clásicos como Claudio Elieano, Plinio, Aristóteles...,
en obras divulgativas de temática diversa, en enciclopedias y en libros raros
(véanse las ilustraciones que, por ejemplo, acompañan a los tres textos que en
1972 Tomeo publicó en la revista Camp de l´arpa, procedentes
de Specula Physico-Mathematica-Histórica notabilium ac mirabilium
Sciendorum, in qua Mundi mirabilis Oeconomia de Joannis Zahn (Norimberga,
Lochner, MDCXCVI), sus auténticos “libros-herramienta”.
No
obstante, por la temática de lo inverosímil, del absurdo, de los
deseos insatisfechos o por ese escarbar existencial tan de Tomeo, parece que su
narrativa también tiene contacto con ciertos autores que practicaron todos o
algunos de los filones citados. Los casos de Valle-Inclán, utilizadísimo por el
aragonés como precedente personal para explicar la función deformante del
espejo en su novelas, de Kafka a tenor de sus confesiones en varias
entrevistas, de Goya y sus pinturas o de Buñuel y sus películas, ambos dos
distorsionadores de la realidad y con querencia hacia lo monstruoso,
quienes aparecen siempre en el imaginario de sus puntualizaciones a la
hora de explicar su trayectoria como creador (“Me siento plenamente
identificado con las películas de Buñuel. En ellas hay una exposición
desmesurada, una deformación de la realidad, una cierta crueldad y, al mismo
tiempo, una gran ternura. También se encuentra todo esto en Goya...” confesó en
septiembre de 1989 en el Periódico de Catalunya). Tal vez,
posiblemente, la presencia de Hanke, porque, cuando menos, manifestó su
admiración por él (remito a su artículo “Reacciones en cortocircuito” dentro
del significativo apartado “Mis lecturas” del suplemento Babelia. El
País, febrero de 1996). Un listado que podría seguir engordando si se
acepta el rastreo de influencias aportadas por los estudiosos de Tomeo.
Frente a
esta ausencia de asideros en la infancia, sí que tienen importancia, sin embargo,
otros aspectos de su biografía como, por ejemplo, los estudios de Criminología
que Tomeo cursó en la Universidad de Barcelona, donde tuvo a Sarró como
profesor, el único discípulo español de Sigmund Freud, padre del psicoanálisis,
quien para Tomeo narrador es una continua referencia durante los primeros años
de triunfo a la hora de trabar la defensa de sus novelas (el yo y el ello,
frente al super yo tantas veces citados). Además, la biología
criminal, la psiquiatría forense y demás materias de la criminología (con
Lombroso y Ferri, entre otros estudiosos de las motivaciones de la conducta
humana) son, en buena medida, parte del rescoldo que circunda y da volumen a
unos personajes tocados casi siempre por la deformidad física y, sobre todo y
de manera especial, arropados por la anormalidad psíquica o moral (“La
criminología no se preocupa por el delito, sino por el delincuente... Fue aquel
un modo de enriquecerme estudiando las motivaciones más profundas de la
conducta humana, que no sólo es consecuencia de unos factores externos,
exógenos, sino también endógenos, internos, de difícil localización. Durante
aquellos dos años conocí a mis primeros psicópatas caminando con aire
inofensivo entre la multitud. Y vi que había muchos más de los que pensaba. La
franja de las psicopatías, en realidad es muy amplia, linda con una parte con
la normalidad (con lo que entendemos por normalidad) y se prolonga, por el otro
extremo, hasta confundirse con la locura. Y constituye un recurso de gran
valor...” Rolde, 44-45). De ahí que los personajes de Tomeo no sean
personajes enfermos con la locura como enseña, si no personajes que se apartan
de lo convencional o admitido socialmente como lo normal, o personajes
que reaccionan de forma inhabitual (el ello freudiano, lo inconsciente,
lo atávico, las fuerzas oscuras que no todo el mundo acierta a reprimir)
lindando con lo monstruoso y, a la vez, personajes a los que también suelen
acompañar ciertas anomalías físicas, enmascarando en parte sus deformidades más
profundas.
Asimismo en
un rastreo biográfico adquiere bastante importancia para su carrera de fondo el
ya citado apadrinamiento de Julio Manegat, quien además de enfilar la andadura
del aragonés y de prestarle otros apoyos (relatos breves de Tomeo publicados en
el periódico El Noticiero Universal, de Barcelona) formó
parte, junto al también crítico aragonés Juan Ramón Masoliver, del Premio
“Ciudad de Barbastro” (1971), el único premio comercial (todo un espaldarazo en
su incipiente carrera) obtenido por Tomeo con su tercera novela El
Unicornio. Y, por supuesto posee una importancia similar otro de los
sostenes claves del aragonés: el escritor Tomás Salvador quien publicó su
primera obra, El cazador (1967), en Ediciones Marte por él
dirigida, insuflando el aliento necesario para continuar una trayectoria tan al
margen, peculiar y poco atendida por críticos y lectores.
No
obstante, pese a los apoyos citados, parece bastante lógico que, dada la
temática utilizada por Tomeo, su carrera literaria se caracterizase en sus
inicios por un caminar lento y casi guadianesco (a los 50 años había publicado
sólo seis novelas). Pero también que, junto a esa lentitud y a la tardía
aparición “real” en el panorama literario (con 36 años), es claro que Tomeo
estaba en posesión de un rodaje y de un aprendizaje previo y muy variado que
delinearon en gran medida su conseguida narrativa posterior. Antes de El
cazador, Tomeo había transitado el territorio de la literatura más
popular, puesto que, desde el fin de la década de los cincuenta, se dedicó a
escribir, bajo seudónimos como Frank Keller, pequeñas novelas destinadas al
gran público que se vendían en los quioscos. Sin olvidar tampoco que ejerció la
traducción para la editorial Marte. Y que, asimismo de forma ocasional, también
publicó en periódicos como lo atestiguan sus declaraciones (Antón Castro. El
día de Aragón, Abril 1988) crónicas deportivas o de
reportajes sentimentales enviadas al periódico La nueva España de
Huesca, en su tierra natal. Pero sobre todo lo que parece más decisivo reside
en la publicación de algún que otro ensayo divulgativo. En particular, La
brujería y superstición en Cataluña (1963) junto a José María Estadella. Al
menos por el interés que suscita la presencia temática en los bestiarios y su
mixturas antropomorfas, y, también, en el conjunto de su trayectoria narrativa,
tan propicia a la deformidad, la marginalia y la rareza, desempeñadas o
portadas por sus personajes. Son estos elementos, sin duda aparentemente
circunstanciales, mojones precisos para su formación como escritor. Mojones
que, en parte, además, permiten atisbar alguno de los elementos esenciales del
particular universo narrativo del oscense, a la vez que posibilitan por lo
trabajado del lenguaje la aceptación definitiva por un público lector.
Aceptación, que se produce, no olvidarlo, en una época entregada a las prisas y
a la brevedad, dos aspectos muy concordantes tanto con el espíritu del momento
editor del último tercio del siglo XX, como con la extensión (o con la
tendencia a la fragmentación) de bastantes de sus obras, pues los libros de
relatos, de microrrelatos y bestiarios conforman casi el tercio de su
producción creativa, algo que se une también a la brevedad de su novelas,
Por otra
parte, ante la lenta y tardía incorporación de Tomeo al panorama literario
español, también debe tenerse en cuenta que los años en los que intenta ser
escritor (finales de los 60 y comienzos de los 70) no fueron tiempos de bonanza
en España, ni desde la perspectiva literaria ni desde la social. En especial,
para alguien que se alejaba de lo aconsejable y admitido, amaba el absurdo,
tendía a la parábola (“si por parábola se entiende una alegoría prolongada para
explicar la realidad” como confesó a Miguel Dalmau en ABC, octubre
de 1987) y el símbolo o, entre otros aspectos más, se empecinaba en perseguir
una especie de surrealismo buñueliano cuando la vida andaba muy revuelta y la
acción primaba frente a cualquier otra posible vía de conocimiento de la vida a
través del arte. La atención del parco público lector de la época ante tal
situación era casi del todo imposible. Por eso El cazador apenas
levantó un par de breves comentarios (Telexpress y Noticiero
Universal, este último en la pluma de Manegat), circunstancia
que se repitió con Ceguera al azul dos años después a pesar de
ser acogida por revistas de peso como Ínsula o La
Estafeta literaria y en algún periódico de alcance. El reconocimiento
de Tomeo tuvo que esperar por tanto casi dos décadas a pesar de que sus
apuestas literarias suponían con claridad una vía diferente y llena de
posibilidades dentro del cansino panorama español de la época (lo apuntó
Soldevilla Durante: “Una síntesis entre el expresionismo kafkiano y el
hiperrealismo irónico del absurdo”. 1980. La novela desde 1936, 376-379).
Tuvo que esperar porque eran obras a contracorriente en unos momentos de
literatura comprometida y de superficie. Obras que, sin embargo, sí trataban
problemas de calado y de fondo humanos como la soledad, la incomunicación o las
dificultades para su ejercicio y determinadas circunstancias sociales o
interpersonales (la sumisión, por ejemplo) e individuales (deseos
insatisfechos, taras, etc.), aunque todas estuvieran lejos del escaparate
superficial del dominante realismo. E, incluso, lejos tanto de la digresión
metaliteraria y del exhibicionismo cultural o experimental de principios de los
años 70, como de la fantasía barroca latinoamericana que recaló en España en
esa década.
Fue en
1979, en los primeros años del despertar de la democracia, cuando Tomeo, con
cuatro novelas ya publicadas, tras itinerar con el manuscrito de El
castillo de la carta cifrada bajo el brazo por varias editoriales como
siempre había hecho hasta entonces, fue acogido por Jorge Herralde en la
Editorial Anagrama y de rebote descubierto por la crítica para iniciar un
normal matrimonio con el público (antes, sin éxito, Rafael Borrás con su buen
olfato editor había acogido la cuarta novela de Tomeo, Los
enemigos (1974), en la Editorial Planeta por si éste pudiera acabar
siendo un autor de recorrido, tal como apunta en sus memorias La guerra
de los planetas). Un matrimonio que Tomeo afianzó con la sexta
entrega, Amado monstruo (1985), tras quedar finalista en el Premio
Herralde, nada menos que tras el reconocido mejicano Sergio Pitol y,
especialmente, tras ser adaptada esta novelita al teatro por J. Nichet y J.J.
Préau en Francia (1989, Monstre aimé, Théâtre des Treize
Vents. Montpelier, aunque la solicitud data de finales 1987). Una
adaptación clave que (entrevista en Babelia, El País, 1995)
Tomeo admite como esencial para su trayectoria posterior: “Nada, sin embargo,
ha sido igual desde el día en el que los dos personajes de Amado
monstruo se hicieron no solo alma, que en cierto modo ya lo eran, sino
también cuerpo”. Sin duda, porque al éxito de esta adaptación (que en 1990 fue
llevada al cine, como TV movie, por Frederic Compain) siguieron bastantes más y
con un ritmo frenético (El mayordomo miope, en 1990, El cazador
de leones,en 1990, El gallitigre, en 1991, Historias
mínimas, en 1992, El castillo de la carta cifrada, en
1993, Problemas oculares, en 1994, Diálogo en re mayor, en
1995, Los misterios de la ópera en 1999, La agonía de
Proserpina en 2003,...) por Francia, Italia, Portugal,
Alemania, Suiza, Bélgica... y, por supuesto, España en unos tiempos en los que
primó en el teatro una necesaria economía con respecto a montaje y actores.
Economía en la que cuadraban a la perfección las “novelas dialogadas o sucesión
de fragmentos escénicos novelados” al decir del mismo Tomeo (El Periódico de
Aragón, octubre 1990). Y adaptaciones todas en las que Tomeo colaboró y, en
ocasiones, llevó a cabo, como paso previo a experimentar el género teatral con Los
bosques de Nyx, la obra que, en 1994, abrió, nada menos, el festival
de Mérida bajo la dirección de M. Bosé. Y, finalmente, adaptaciones en las que
también estuvo presente la versión televisiva (TVE-Cataluña) de El
hombre por dentro y otras catástrofes, en cinco capítulos, bajo la
dirección de José Vila-San Juan a finales de 1987 rescatando cuentos inéditos
de Tomeo.
A partir
de Amado monstruo, la carrera de Tomeo fue fulgurante, apoyado en
novelas esenciales como El cazador de leones o La ciudad de las
palomas, sobre todo, antes de entrar en un ritmo editor de locura (3 o
4 obras al año, sin contar reediciones) no exento de vaivenes. Debe remarcarse
también que, junto al apoyo favorable que conllevó la adaptación teatral de
varias sus novelas, el jalear mercantilista de la época incidió en este ritmo
editor, en ocasiones no favorecedor para la trayectoria del aragonés salvo, tal
vez, en lo económico: la repetición de esquemas, latiguillos o comportamiento
de personajes restaron parte del impacto, la fuerza y la sorpresa vitales
obtenidos con sus primeras obras. Un ritmo donde cabe la más que posible
recuperación de textos que antes no habían tenido hueco o que habían sido
desechadas por el autor. En 1989, pongamos por caso, publica las novelas El
discutido testamento de Gastón de Puyparlier, El Gallitigre, El mayordomo
miope y el libro de relatos Problemas oculares. Se
trata, pues, de un ritmo inusual con dos o más entregas anuales que
volverá a llegar a cuatro también en el 2000 con El canto de las
tortugas, La patria de las hormigas, Patíbulo interior y Bestiario.
Ante esta profusión, la realidad del reciclaje en Tomeo se impone, algo que el
mismo admitió sin tapujos: “El Bestiario e Historias
mínimas son cosas escritas hace por los menos treinta años. La verdad
es que siento la literatura como entonces” (entrevista, Diario 16, Joaquín
Arnáiz, 27/diciembre, 1989) o “El mayordomo miope... ha sido la
única novela que escribí a lo largo de 1989. El discutido testamento de
Gastón de Puyparlier estaba ya escrita desde hacía algún tiempo,
esperando su oportunidad editorial. Problemas oculares, por su
parte, es una colección de cuentos, algunos ya publicados en diversos diarios y
revistas. No escribo, pues, más que antes. Escribo, tal vez, con más confianza
en mi mismo...” (Retratos de escritorio. Entrevistas a autores españoles. Heyman
Jochen, 1991).
No
obstante, lo esencial de Tomeo fue su tozudez. Por eso, Tomeo sólo se
parece a Tomeo. Y ésa es la clave. Pues, a pesar del nulo éxito de sus
propuestas literarias a lo largo de dos décadas, el aragonés no cejó con
supremo empecinamiento en su particular línea narrativa, en sus territorios
cerrados, en sus asfixiantes temáticas cargadas de humor y propensas a la
ironía y en su estilo. Empecinamiento que apoyado por las circunstancias
exógenas citadas le llevaron al reconocimiento de un buen nutrido grupo de
lectores en España y en los diversos países a los que fue traducido (y
representado). Lectores de los que él, consciente, se hacía eco con mimo en
casi todas sus manifestaciones y entrevistas (“Mis lectores son de primera
calidad”. El ciervo, 2002).
La realidad
final fue que Javier Tomeo, outsider, marginal, extraño, raro,
insólito o inclasificable, sobrepasó todo lo previsible. En muy pocos años,
tras su largo peregrinar de décadas, logró hacerse con un muy estimable hueco
en territorios y culturas de matices diferentes. Puede servir el simple ojeo de
su producción, pues de las cinco obras publicadas a los 50 años pasó a
las casi cincuenta en sólo tres décadas después. Y su aceptación y presencia se
extendió por Alemania, Francia, Polonia, Suecia, Dinamarca, Finlandia, Italia,
Portugal u Holanda, entre otros países. Una aceptación que parece lógica por
proximidad cultural o por el contagio emanado de un espíritu común que habita,
alberga y atesora en sus novelitas, pero otro tanto puede deducirse de la
apreciada estela (como demuestran sus holgadas traducciones) que la narrativa
de Tomeo posee en países lejanos o en culturas no tan afines como Estados
Unidos, Brasil o, entre otros, Israel.
2.- Las
maneras, los seres, los espacios y las atmósferas de Tomeo.
En alguna
ocasión anterior escribí que, a primera vista, la narrativa de Tomeo parece
fácil de centrar y de definir. Casi con un simple plumazo. Sin embargo, tras la
aparente llaneza de las obras y de las anécdotas que las sustentan habita la
densidad, por lo que esa aparente sencillez, quintaesenciada, es igual de
engañosa que su amenidad. Pues detrás de la amabilidad de los textos de Tomeo
siempre habita un zarpazo cargado de escepticismo y proclive a la corrosión.
Sobre todo porque la lectura de cualquiera de sus obras (que nunca alcanzan la
barrera de doscientas páginas porque a las cien, confesaba Tomeo, sus
personajes comenzaban a rebelarse), a pesar de que descansan sobre el argumento
mínimo de la anécdota y son parcas en protagonistas, siempre exigen la
exploración continua ante los sucesivos aditamentos, enroscados y superpuestos
unos a otros, obligando a una morosa y paciente meditación. Una
meditación repleta continuamente de matizaciones.
La
desenvoltura en la tramoya y de los temas ideados por el aragonés, su
continuada reiteración de esquemas, temas, motivos, lances y técnicas o la
sencillez expresiva de la que siempre hace gala, ni omiten ni esconden la
profundidad que atesoran sus escritos, por lo que estos funcionan como una
bomba de efecto retardado que, por lo general, acaba estallando (fragmentada en
varias e insospechadas direcciones) ante los ojos del lector confiado en las
apariencias. Sobre todo cuando éste descubre que en el fondo de todo cuanto se
relata está la plural existencia humana. Una existencia, además, en perpetuo
ramificarse caminando sobre las convenciones sociales, la ortodoxia, la
incomunicación, la falta de solidaridad, la fuerza del poder, la estéril
ficción entre lo legal y lo ilegal, la pujanza de la mediocridad social... de
continuo puestas en entredicho. En suma, el empleo del contraste como
motor de conocimiento, sin olvidar otros elementos también vitales en el
quehacer narrativo de Tomeo tales como la presencia de la anormalidad, la
deformación, el reflejo en el “espejo” o la fuerza del mundo animal y vegetal,
tan parabólicos para ampliar la visión única, unívoca y aparente que aportan
los sentidos (“Todos lo animales tiene una lectura poética y metafórica. Los
insectos dan muchas claves. Por ejemplo, las mariposa, que se camufla para
pasar desapercibida. Su actitud es idéntica a la de muchos hombres que se
disfrazan para aparentar cosas que no son, para medrar, para ascender. En ese
sentido soy un fabulista”. Entrevista. Diario 16, marzo
1993. Ana Rioja).
Todas las
obras del aragonés permiten ese caminar a lomos de una lectura fácil por la
espontaneidad y comodidad epidérmicas de la anécdota que las sustenta
(desarrollada además en espiral permanente) y, por tanto, fascinan por su
extrañeza y por su alud continuo de sorpresas. Pero abordarlas así supone
quedarse sólo en la corteza, realizar una somera navegación de cabotaje o
superficial y, en consecuencia, desechando los sabrosas borrascas de alta mar
que contienen: la importancia del absurdo y la inclinación al esperpento que
descoyuntan la realidad convencional; la función de los espacios cerrados por
donde vagan unos personajes atrapados en unas circunstancias apenas visibles y
asibles y, sin embargo, sentidas como posibles y reales; la soledad y la incomunicación
que ahoga a esos personajes y a sus espacios; el constante delirio de los
diálogos o de los monólogos mediante los que esos mismos personajes se
expresan; la agobiante presencia del tiempo cronológico y, por supuesto, el
tiempo vivido; el dramatismo subyacente que se destila del encontronazo que
conlleva cualquier tipo de relación, preferentemente de dominio/sumisión...
Sabrosas borrascas que hablan a fondo de esa necesidad de que cuando se vive en
sociedad, uno debe hacerse a los demás. Simplemente porque vivimos en los
demás. Pero, al mismo tiempo, contrastando que, pese a vivir en el bullicio y
en el ruido con los demás y sintiendo su proximidad física, vivimos solos. Y
sabrosas borrascas que, además, se asientan sobre un lenguaje sencillo, escueto
(“si puedo decir algo en cuatro palabras no uso ocho”), de frase corta, muy
trabajado que permite su pronta asimilación a pesar de que con él se recorra
todo tipo de intencionalidades (parodia, sátira, crítica, ironía...) y de que
esté dominado por el eclecticismo frente a la tradicional diferenciación de los
géneros literarios.
Sucede así
porque sobre la dulce superficie de la anécdota, plagada de derivaciones y
digresiones, cabalga, con violencia y con fuerza, la cara ingrata y hasta
obscena de la cruda realidad. Ésa que los seres humanos ni queremos ni deseamos
ver: la dureza existencial y absurda. Por eso, los monólogos, diálogos sin
respuesta o los simples diálogos de sus novelas, de continuo en un sin fin al
bifurcarse una vez y otra, no hacen sino edificar para sus personajes
(¿también para el lector?) un muro de contención o una barrera frente a la
crudeza, el sinsabor, el dolor y la ingratitud de la vida. Un muro con el que
pretenden aplacar el intenso dolor de la existencia. Dolor que no lograrán
aplacar los continuos ensayos terapéuticos que representan las ensoñaciones,
delirios o mundos inventados a caballo de las palabras. Los personajes de
Tomeo se entregan de continuo a la pirotecnia verbal, buscan el artificio
lingüístico y navegan en un océano de sílabas, palabras y frases mientras
porfían por salir de un tozudo circunvalar laberíntico. En definitiva, el uso
de las palabras, en continuo torrente, para levantar un vida paralela a la
real. De ahí que los personajes de Tomeo apenas actúen y que tan sólo hablen y
hablen. De ahí, también, la escasez de argumento, la primacía del diálogo o
monólogo, la fuerza de los incisos y las pausas, y, también, el aire de
teatralidad tan propio que, por añadidura, acaba con un destino fatal, también
teatral: la constatación de la soledad y del aislamiento. Una barrera, pues,
que permite inocular profundidad a los planteamientos sobre la existencia,
absurda e irónica, que nos envuelve. En resumidas cuentas, lo que siempre
buscan los personajes de Tomeo con su aguda e irónica reflexión es una
exploración de la conciencia y una explicación de la existencia, cuenten o no
con un interlocutor.
En el modo
de exposición de todo lo anterior, aunque variable según la novela, Tomeo
camina por la conversación con interlocutor mudo, por el monólogo, por el
diálogo… En todos ellos los personajes se lanzan a fondo para librase de su
soledad (diáfano en El castillo de la carta cifrada), pero también
para aplacar sus problemas. Son formas expositivas adecuadas a lo comunicado
porque contienen siempre la pertinente carga dramática. El diálogo, el monólogo
y sus variantes actúan como eje vertebral de las historias y se acompañan
siempre en sus partes narrativas de elementos propios del teatro como las
acotaciones para no agotar al lector con tanta presencia de diálogos o de
monodiálogos (sin duda, aspectos básicos para la triunfante adaptación
teatral de sus novelas). Este modo de exposición es tan clave como la
concepción de jerarquía escalonada a la que se ven abocados sus escasos
personajes, quienes se mueven, para mayor tensión por espacios concentrados,
cerrados (habitación, casa, castillo, sala teatro...) e, incluso, por
espacios reducidos aunque puedan parecer abiertos (caso de La
ciudad de las palomas, por ejemplo), mientras se ven empujados a una
inevitable confrontación en un combate hasta el “Kao”. Sin duda, porque ese
tipo de espacios cerrados, además de reflejar un realidad actual (vivimos en
espacios así), también cuadran a la perfección con la tensión entre los personajes.
Todo un aspecto narrativo vital en Tomeo, a quien le interesa en sus textos
mantener y prolongar esa sensación agitada lo más posible a lo largo de sus
obras para así abordar y profundizar en la soledad, aislamiento, incomunicación
y demás ejes temáticos peculiares. El mismo Tomeo ha advertido que sus novelas
descansan siempre en “una situación dramática prolongada. Una situación
dramática apoyada en el flujo sencillo, directo y popular de la conversación
más común o coloquial que, además, también acude al aliento de la sentencia o
refrán matizando así los textos en dirección diversa, incluida la paródica. Las
palabras, sin duda, como construcción paralela de vida, una vida más grata que
la real. Es el eterno problema de todos los personajes de nuestro autor:
“parecer”, aunque sepan que no es lo mismo que “ser”. Pero todo ello sin
extenderse demasiado y sin excederse. Hay que evitar el rizo que pueda cansar
al lector. La economía, lingüística y de extensión, son básicas en un
Tomeo que busca evitar el cansancio. Páginas y palabras –además de adecuadas a
cada ocasión-- sólo las necesarias.
Un ejemplo
claro del dramatismo prolongado y del valor de la confrontación: El diálogo
de Amado monstruo, que, aparentemente como entrevista de trabajo,
parece buscar el fin del empleo, pero que acaba revelando unos inconfesos y
oscuros secretos. La confrontación, amable en apariencia dado que el
entrevistador parece escuchar a su interlocutor, adquiere con el transcurrir de
la misma tintes detectivescos porque lo que importa es la indagación del
secreto (profundizar en el ello y sus raíces). De ahí, la
observación continua, el valor de los silencios y de los ruidos, tan propensos
en la novelas del aragonés y que acontecen siempre o casi siempre en el momento
presente. Es decir, con los pertinentes tics al pasado, sin proyectarse hacia
el futuro y, como mucho, caminando sólo por futuribles. Eso sí, son siempre
confrontaciones rebajadas por el uso de la ironía y del humor, atemperados y
muy medidos, casi hasta el detalle más nimio e insustancial. Por eso, en los
textos de Javier Tomeo, lo intolerable se torna tolerable a lomos de la sonrisa
(el humor, un sendero que nos conduce a la reflexión, ha matizado el autor en
más de alguna ocasión). Y hasta la tragedia se endulza. De ahí que no haya
obstáculo alguno para que salte la reflexión con la que afrontar la terrible
realidad de lo cotidiano. Y que lo cotidiano se haga comunión.
Tomeo
consiguió, pese a la permanente repetición de personajes arquetípicos, temas,
métodos narrativos y cauces expresivos (evidentes en la interrelacionada cadena
o intertextualidad que conforman la casi totalidad de sus sus novelas),
levantar un edificio dotado de solidez y, ante todo, lleno de autenticidad y
singularidad literarias. Pues, pese a la sensación de estar leyendo siempre una
historia parecida (“uno escribe siempre el mismo libro”, Encinar,
Ángeles, El urogallo, 97, 1994), atrapó a lector con cada nueva
novela, a pesar de sus reiteraciones archiconocidas, donde habitualmente un
personaje o un par de personajes reprimidos, fantasiosos, solitarios, confusos,
anormales o deformes y, por lo general, monstruosos hablan, sin apenas
desarrollo de una acción, por un entorno cerrado y cotidiano. Personajes,
atención, que pareciendo normales juegan a cazar leones, a cantar boleros, a
sentirse licántropos, que son bicolores, polidáctilos, orejudos, desdentados,
obesos, piernicortos, cojos, tuertos, daltónicos, míopes, bizcos, llevan ojos
de cristal, tienen ojos asimétricos, presentan las nariz
partidas... A la postre, todo un muestrario de deformidades y
disfunciones que, físicamente, matizan a personajes solitarios, caóticos,
maniáticos, obsesos del sexo, dementes... y que, incluso, interiormente, pueden
impregnarse de tinturas literaturizadoras como el vampirismo y la licantropía (La
noche del lobo). La exageración, la caricatura, la deformidad, lo
monstruoso se convierten así en espejos (o instrumentos) para intuir la
verdad ahogada por la apariencia, la realidad sumergida en la costumbre y la
autenticidad recubierta por lo cotidiano.
Es decir,
que la anormalidad y la monstruosidad, recurrentes en Tomeo, no sólo conllevan
la visión de quien se aparta del orden regular de la naturaleza y de la norma,
sino que propician la observación concienzuda de las problemáticas que en
nuestra sociedad son esenciales para el autor (sumisión, dominio, soledad, la
incomunicación, falta de legalidad, insolidaridad...). Porque el deforme o el
monstruo es vivo reflejo del desorden y, por tanto, no tiene hueco en un mundo
que desprecia la imperfección y, en consecuencia, con motivo de tal estigma, su
identidad queda deteriorada caminando directamente a la exclusión. Y, por
tanto, a la marginalidad, a la soledad, al aislamiento, a la incomunicación.
Además, el deforme y el monstruo también sirven en Tomeo para desarrollar su
querencia por el ello freudiano. Es decir, como ya se ha
apuntado, para expresar lo atávico, lo irracional, lo instintivo o el inconsciente
que todo ser humano posee en su interior. Esa es la razón, aunque Tomeo, en
declaraciones, abogue también por un camino de amor y perfección interior
destinado al lector. Pues, cuando pretende convertir a sus personajes en
arquetipos, tal vez busque posibilita andamiajes para el lector con los que
adentrarse en la víctima y sus circunstancias. Otro tanto sucede con la
presencia de psicópatas o portadores de disfunción psíquica (Amado monstruo a
la postre esconde un secreto asesino común) porque igualmente presentan maneras
de actuación al margen o alejadas de la convención social. Por si fuera poco a
todo lo anterior, como explicación, Tomeo aún aporta otros matices: a él no le
interesa la belleza exquisita, sino la extrañeza de la proporción. Y, por tanto,
la deformidad, la disfunción, la anormalidad... forman parte del “sistema de
espejos” para desentrañar la apariencia de la realidad. Son metáforas, símbolos
de las diversas caras de la condición humana. Metáforas o símbolos que
adquieren vital visibilidad mediante espacios oclusos, estructurados con
habilidad en tres dimensiones. Y que van desde el mundo exterior al
espacio y al personaje mismo asentado en la alusión y que actúa en el lector
como anclaje realista a la historia narrada, pasando por el mundo del espacio
físico que aporta credibilidad y que se descuelga de los comentarios,
descripciones y acotaciones, para finalizar en el mundo oculto al espacio
narrado, un mundo ubicado en el interior del personaje (parlamentos entre
personajes y descenso al yo).
En esta
propensión a la metáfora y el símbolo debe ubicarse también el abundante uso
del mundo animal (animales reales, inventados o mitológicos) en toda la obra de
Tomeo. Su función es de tal magnitud que, además de encimarse en los títulos (La
ciudad de las palomas, por ejemplo), llega incluso a constituir
especificidad (Bestiario, Nuevo Bestiario, Zoopatías y zoofilias). Lo
puntualizó muy bien Rafael Conte cuando advirtió que Tomeo va animalizando
progresivamente a los personajes al tiempo que los animales de sus bestiarios y
demás mistificaciones o mixturas se contaminan con lo peor de los humanos. El
mundo animal (real o inverosímil) utilizado como la proyección de los
secretos y los sueños más ocultos de los humanos (en Zoopatías y zoofilias, pongamos
por caso, se observan animales dubitativos, hipocondríacos,
envidiosos, perezosos, crueles... capaces de mostrar limitaciones,
disfunciones, alteraciones y un sin fin de variables más) en un amplio espectro
que abarca desde la enfermedad al amor.
En
definitiva, lo señalado anteriormente conforma (como forma y como materia de
fondo el mundo narrativo) en parte la personalísima rareza de
Javier Tomeo, un autor que siempre resulta gustoso y denso, sugerente e
intranquilizador, divertido y trágico... La extrañeza, lo raro, la anormalidad,
la diferencia, lo marginal y demás aspectos practicados por él, en cohabitación
con varios elementos más, permiten sobrepasar las tranquilas aguas de una
lectura de superficie, apacible e, incluso, hasta risueña. Sin duda, por todo
ello, el monstruo Tomeo ha saltado latitudes, idiomas y
culturas. Y sus novelistas, cuentos y estampas breves se tornaron universales,
además de servir a la vez como textos teatrales.
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De Revista TURIA