ELIANA SUÁREZ
Manzi, H.
Piuma Vélez.
V.
Fines del Siglo
XIX, principios del siglo pasado en Los Quirquinchos. Llegada de una generación
en busca de la tierra prometida, hijos de inmigrantes italianos y españoles en
su mayoría. Pero también de yugoslavos, polacos, húngaros… En algún otro lugar
de la pampa, un grupo de familias suizas decide crear su propio refugio. La
tierra, hembra fértil, invitaba a olvidar la miseria de una Europa que
comenzaba a envejecer. Aún no era la guerra, pero se intuía.
En las regiones
de la América india la sangre se mezcla, una vez más, para reírse de los
purismos y, en esa amalgama, la nueva y miscelánica humanidad habita un
territorio inhóspito y pródigo.
Los Quirquinchos…
Pequeño pueblo donde la infancia significó el cariño de abuelos y tíos e
ingresar, sin necesidad de entregar óbolos de plata, al oscuro mundo de las
anécdotas familiares. Lugar donde, en los setenta, aún se escuchaba el silbido
del tren y la tierra vibrando bajo el frío metal de las vías, en un constante y
tenaz golpeteo que decía que había algo más allá, una estación lejana, otro
caserío albergando sueños imposibles.
La siesta, las
empanadas santiagueñas con té de boldo o té de poleo para contrarrestar los
efectos de una merienda amorosamente elaborada por un abuelo, rey de las
cuecas, para ofrecer a sus nietos. Masa casera y verduras de cosecha propia. El
olor de la tierra húmeda del huerto y el “cotorrear” de las gallinas del
vecindario. ¡Cuántas infidencias del gallo mayor rondando por el aire!
Poncho salteño,
regalo adorado de los abuelos maternos y tortas fritas en días de lluvia… A
veces, uno quisiera volver al privilegio de esa infancia en la que nada había
sucedido y en la que todo era un mapa de intrincados y maravillosos caminos
hacia la aventura.
Nobleza obliga
volver a las primeras tres décadas del siglo XX, edad de la pavura. Los
Quirquinchos crece partido en dos por el acero y la estación de tren. Calles de
tierra, lluvias, campos arados a mano, vagonetas tiradas por caballos o brazos
humanos. La postal se repite y multiplica a lo largo del país. La osadía de los
primeros automóviles, el tendido del telégrafo y la incipiente electricidad.
Costumbres, dialectos, objetos heredados. El hierro, cuando se funde, adopta
todas las formas de la belleza.
Las esquinas,
centro de reuniones y de discusiones filosófico-políticas. El girar de las
cadenas a fuerza de pedaleo, ese que Saer “filmó” con palabras hasta
estremecernos. El silbido de algún vago, las serenatas y los gritos de los
vecinos. La vergüenza del amor oculto… Tanto se ha vivido desde entonces.
"Hace
rato / que no miro / cómo una flor / tiembla / con sus pétalos bajo la brisa /
de abril. / No sé cómo / pasó tanto tiempo / sin que sintiera / en la piel /
ese sol agónico / perdiéndose / detrás de aquellas / casuarinas oscuras" (Isaías, 2006).
En uno de los
clubes del pueblo, la pelota paleta se lucía como deporte preferido. El
frontón, campo de duelo, fue el escenario en el que los hermanos Olaviaga
despertaban pasiones y suspiros. Blancos, rubios, de ojos celestes y porte
elegante a fuerza de compartir alimento entre once comensales, desafiaban a
toda la región. Invictos durante los años jóvenes de su trayectoria,
multiplicaban admiradoras a pesar de la pobreza.
El abuelo
Pacheco, padre orgulloso y uno de los analfabetos más cultos de su época, se
pavoneaba durante los campeonatos. Solía
pedir a hijos y nietos que le leyeran noticias, artículos de interés y, de
algún modo, los recordaba y analizaba con una lucidez envidiable. Memoria
privilegiada, hizo prometer a su familia, allá por los cuarenta, que nunca más
lo llamarían Francisco. Llegaban noticias aberrantes de su España natal: “Españolito
que vienes/al mundo te guarde Dios/ una de las dos Españas/ ha de helarte el
corazón” (Machado, 1912).
Cuando los
muchachos jugaban de locales, las apuestas del nono Pacheco estaban aseguradas.
Estratega como pocos, picaba a la hinchada contraria: “Si hay tanto
problema, jugamos con la izquierda y les damos diez tiros de ventaja.” Nunca
peleó aunque muchas veces estuvo a punto de recibir el clásico cross a la
mandíbula.
Era serio pero
simpático. Tirando su carro se acercaba a la estación de ferrocarril y cargaba
lo mejor de frutas y verduras. Nunca nadie quedó en deberle en su pintoresca
verdulería. Recordaba a la perfección la cantidad de dinero que adeudaba cada
vecino. Envidia de las culturas antiguas, inventó su propio sistema contable,
basado en jeroglíficos. Los atributos físicos eran sumamente importantes a la
hora de identificar a los deudores, el lector usará aquí su imaginación, y la
cantidad de palotes dibujados al lado de la silueta, impedía alterar las
cantidades. Palotes más grandes, para los pesos y más pequeños, para los
centavos.
Se fue a los
noventa y tantos años, rodeado por una familia numerosa y hoy vive en el
recuerdo de los que aún recuerdan. Las calles acallaron las historias porque
los pueblos han de progresar. Del olvido se alimentan culpas y pesares
simplemente porque urge seguir. La pausa significa hoy, construir una imagen a
modo de identikit, con los retazos de unos y otros. La boina volcada hacia la
derecha, los chistes y las anécdotas de un viaje iniciático en barco, la pelea
con el hermano mayor, el capitán del barco impidiendo que fuera arrojado al
mar, el odio fraterno, un nunca más que probablemente marcase a las
generaciones venideras.
Y el mar,
separando y uniendo orillas, sangre y piel. El mar que suele ser recuerdo que
desgarra o agua bendita que sana y salva. Y la tierra, vestigio de amores
pasados, savia emergiendo en los poros de carne renacida. Nadie muere
definitivamente. Fotogramas desgastados del presente, persisten en la mente de
los que aún no han nacido. Te encuentro hoy, nono amado, en esta ochava que
llaman tiempo y te rescato en este trozo de papel para que me dibujes en las
manos, entre tanto infierno, el cielo.
06/06/2023
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Imagen: Archivo
Histórico de Los Quirquinchos
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