Friday, October 30, 2015

Rumbo a no sé donde

Miguel Sánchez-Ostiz

Tal vez titule de ese modo el dietario del año 2015 que publicaré en febrero próximo. Quien haya leído mi novela Perorata del insensato sabrá que eso viene de una canción que es un motivo recurrente en el desbarre de mi loquico... a no ser que lo esté imaginando. Da igual, el caso es que  no tiene que ver con la goleta Casco de la ilustración, que fue la de Stevenson, en su viaje por el Pacífico, en busca de su lugar en el mundo, dicen unos, del tesoro perdido de la catedral de Lima, dicen otros... Yo qué sé... sí recuerdo haberle metido un pleito al rey de la isla de los Cocos, Coco's Island, por no pagar unas facturas... No, el rumbo al que me refiero, al margen de ser el mío, que dará en el chirrión, es el de una canción cabaretera de los años cincuenta que cantaba un payaso apaleado a la puerta del Teatro Argentino, una barraca de feria entre olores a fritanga, orina, sudor, vinazo, Pamplona y Sanfermines. Una canción que no he podido olvidar yen un bote de vela, voces gangosas de charlatanes, reclamos de altavoces abollados, mucha bombilla, polvo, alpargatas, ilusiones de cuatro perras, comistrajos que nos nos mataron y que hoy habría erradicado, la ONU, la OMS y hasta la DEA... estamos vivos, nos palpamos las mollas y tarareamos el yenunbarcodevela...

_____
De VIVIRDEBUENAGANA, blog del autor, 30/10/2015

Thursday, October 29, 2015

George Steiner, maestro de la lectura



JAIME FERNANDEZ



Al hacer balance de su vida, Steiner rinde un homenaje agradecido a estos descubrimientos así como a los encuentros fortuitos con ciudades y paisajes, como ese rincón del Franco-Condado que le recordó a un cuadro de Courbet, un pequeño cementerio en Weimar, la Seu d`Urgel, en Girona, o los ríos Arno y Limmat.  El genius loci, el espíritu del lugar, se presenta donde menos lo espera uno.
Profesor de literatura comparada en la Universidad de Ginebra, políglota por circunstancias y educación, autor de célebres estudios sobre el lenguaje y la traducción, intérprete de los grandes libros y autores y amante de la música, Steiner es un corredor de fondo de la alta cultura, con esporádicas incursiones en el terreno de la ficción, que ha permanecido atento a las más variadas manifestaciones humanas del pasado y de su tiempo. En la autobiografía están representadas cada una de estas facetas, a algunas de las cuales dedica capítulos completos.
Las vinculaciones de Steiner con la enseñanza se remontan a sus primeras experiencias vitales. Al igual que Montaigne y Pascal, halló a su primer maestro en su padre, un alto ejecutivo de la banca, encarnación del típico judío centroeuropeo hecho a sí mismo que, sin embargo, se preocupó de alejar a su hijo de ese oficio, en su deseo de hacer de él un profesor y un intelectual riguroso.


Tal vez sean estas paralelas vinculaciones con la hermenéutica y el lenguaje y con la docencia las que expliquen las dos palabras claves del título de estas memorias: “errata” y “examen”. Aplicados a una autobiografía, el uso de estos términos resulta cuando menos irónico, si se tiene en cuenta que nos hallamos ante alguien que ha dedicado muchos años al estudio de la palabra y ante un profesor que ha examinado a generaciones de discípulos.
En el libro que recoge una larga entrevista con Ramin Jahanbegloo (publicado en castellano con el título George Steiner en diálogo con Ramin Jahanbegloo en Anaya-Mario Muchnick), Steiner confiesa que una vez al mes, en la sinagoga o en la iglesia, reza una pequeña oración: “Dios, que un impresor cometa una errata imprimiendo lo que he escrito y me haga así inmortal”. También piensa a menudo en el “duro desea de durar” formulado por Paul Éluard, para concluir que ese “duro deseo” puede concedérnoslo un impresor.
Minusvalorado por los mandarines de la crítica literaria como pensador “impresionista”, Steiner, que es consciente de esta etiqueta, expresa una vez más su confianza en la influencia del azar y de la intuición en el trabajo creativo, por oposición a quienes remiten todos los asuntos emocionales, intelectuales y profesionales a alguna teoría. Observa que este método responde a un complejo de inferioridad ante los éxitos de la ciencia, al tiempo que advierte que el arte y la poesía, precisamente por su singularidad, por su unicidad, escapan a cualquier intento de encasillamiento en una teoría o juicio genérico. 
También fueron la casualidad y la intuición, más que el espíritu previsor, las que habrían de salvarle de la amenaza de muerte que, a raíz de la persecución nazi, pesó sobre él y su familia.
El primer gran descubrimiento de su vida del que da cuenta se produjo a la edad de siete años. Una aburrida tarde de verano, enclaustrado por el mal tiempo en el chalet que su familia tenía en el Tirol, un tío suyo le regaló una guía ilustrada de los escudos de armas de la ciudad principesca y de los feudos circundantes.
La atenta contemplación de cada uno de esos escudos multicolores le llevó a descubrir “la innumerable especificidad, la minuciosidad, la amplísima diversidad de las sustancias y de las formas del mundo”. Desde ese momento ya no le abandonaría la “intuición de lo particular”, de lo variado y diverso que escapa a cualquier trabajo concienzudo de clasificación y enumeración.
La casual revelación del carácter único e irrepetible de la vida, su infinita multiplicidad, le abrió los ojos al conocimiento, a la esencia de la libertad que rehúye los reiterados intentos del hombre por atrapar la realidad. Esta es la clase de libertad que transpira la autobiografía de Steiner y que inevitablemente le anima a abrigar esperanzas en la condición humana. 
No resulta extraño que una vida recorrida desde temprana edad por la tensión de la curiosidad, pero también en algún momento por la conciencia real de la amenaza de muerte, esté marcada por las lecturas a través de las cuales le condujo de la mano su propio padre, primer “maestro de lectura” de quien gusta definirse precisamente como eso.
Partiendo de los efectos benéficos de su experiencia, Steiner defiende un modelo de enseñanza basado en la comunicación entre maestro y discípulo, en un esfuerzo de comprensión del texto, opuesto a la tendencia a la simplificación a la que parece inclinarse la sociedad igualitaria. “Mi infancia se convirtió en un festival de exigencias”, confiesa.
El ejemplo del magisterio paterno y sus efectos sobre el discípulo dieron como resultado el descubrimiento de una vocación docente que Steiner suele comparar con el rabinato de los viejos talmudistas. Es significativo que asocie el pensamiento y el amor para decirnos que ambos “exigen demasiado de nosotros” al humillar nuestro amor propio y cuestionar nuestra subjetividad satisfecha, pero, como en los desenlaces de los cuentos de hadas, también para arrancarnos en último término de la limitada omnipresencia del yo, esa “escalera de caracol”, y revelarnos la presencia del Otro y de lo Otro. 
Fueron esas primera lecturas -el canto  XXI de la Ilíada y un fragmento de Berenice de Racine-, las que habrían de descubrirle también el carácter único e irrepetible de la muerte y la capacidad del ser humano para imaginarla gracias a la palabra, como ya demostraran Tolstói en La muerte de Iván Illich y Joyce en Los muertos, uno de los relatos preferidos de Steiner y que, casualmente, le reveló su vocación docente cuando una noche un grupo de alumnos de la Universidad de Chicago se presentó en su habitación para que les desvelara algunas de sus claves. La lectura del emotivo monólogo final de Gabriel Conroy provocó algunas lágrimas en los estudiantes. “Entonces supe que podía conducir a otros hasta las fuentes del significado”, recuerda Steiner.
La singularidad característica de lo único e irrepetible la encuentra también en las obras catalogadas como “clásicas”, resistentes a los efectos del tiempo y de todas las interpretaciones a que puedan prestarse. Para Steiner una obra clásica se distingue de la que no lo es porque nadie podrá decir de ella la última palabra. Su autonomía, su singularidad, la exime de caer para siempre en las redes de una hipotética interpretación definitiva.
¿Qué más singular que una lengua? De ahí su lamento por la posible desaparición de alguna de las veinte mil que se han contabilizado en el planeta, puesto que todas y cada una de ellas “representan una posibilidad en un espectro presumiblemente infinito”. Babel no fue una maldición, según Steiner, sino todo lo contrario. 
No podía faltar en su autobiografía una referencia extensa a la “cuestión judía” -cuya existencia no pone en duda-, otro de los pocos elementos pertenecientes al selecto club de las singularidades localizadas por el autor. Su conocida teoría, expuesta en su libro El castillo de Barba Azul, sobre el triple chantaje del ideal a que los judíos habrían sometido a la humanidad, primero a través de la ley mosaica, luego en el Sermón de la Montaña y, por último, a través de la propuesta marxista de la igualdad social, le lleva a concluir que si algo singulariza a los judíos es que durante sus siglos de supervivencia tenaz han cuestionado el amor propio y la subjetividad autosuficiente. No en vano uno de sus más encarnizados enemigos, Hitler, los acusó de haber inventado la conciencia.
El judío, sostiene Steiner, ha sido siempre el invitado de la vida. Tal vez sea ese secular compromiso con el tránsito lo que explique su proverbial instinto de adaptación -que a su vez explicaría las persecuciones de que ha sido objeto en su existencia cinco veces milenaria- y, por añadidura, de supervivencia. Los árboles tienen raíces, no así los hombres, cuyas piernas les permiten moverse a su antojo. 
El capítulo sexto de la obra está dedicado a la música, de la que dice que “refuerza lo que creo ser o, más bien, lo que busco en lo trascendental”. Steiner, que fue el primero en preguntarse por el origen de la siniestra alianza de la música con la barbarie nazi, insiste en la extrañeza que identifica a esta forma artística y destaca de ella su amoralidad, su “inhumanidad”, que la mantiene al margen de la dicotomía verdad-mentira.
También le sorprende el contraste entre la familiaridad con que nos relacionamos con la música y la “selecta escasez” de mentes que han intentado descifrar su enigmático origen; un silencio análogo al que rodea también al mundo de la traducción, de la que se ha ocupado por entero durante su vida profesional.
Las reflexiones sobre la sociedad, la democracia y la política le inducen a pensar que, pese al vertiginoso desarrollo científico y técnico, en el siglo XX el hombre sufrió una regresión radical y que los efectos de la censura que impone la sociedad de mercado pueden incluso superar a los de la censura política. No obstante, concluye que ningún mandarín tiene derecho a imponer la “alta cultura”. 
Steiner teme que la clásica ecuación entre liberalismo y democracia se haya agotado, por lo que vaticina el triunfo de los fundamentalismos en sus distintas versiones. Ante este panorama, no pide mucho más que un orden social que reduzca la mayor cantidad posible de dolor y de odio.
En la recapitulación crítica de la obra realizada con que cierra el “examen” de su vida no duda en hablar de fracaso. Son varias las causas que apunta: la dispersión, los saltos hacia distintos géneros y temáticas, la imposibilidad material de centrarse en los asuntos que requerían su interés, el planteamiento de cuestiones que hubieran exigido una mayor profundización, la impaciencia, la escasa atención a los detalles y a “las discriminaciones técnicas” que “han echado a perder textos que, al menos formalmente, podrían haber sido intachables”. 
Después de asumir la responsabilidad de la “multitudinaria soledad” que rodea a su legado, reconoce que le faltaron reflejos para captar “ciertas transformaciones esenciales”, quizá por su exclusivo compromiso con el canon clasicista típico del judío centroeuropeo. Confiesa que tardó demasiado en comprender “que lo efímero, lo fragmentario, lo burlesco, la ironía de uno mismo son las claves de la modernidad” y que la estrecha relación entre alta cultura y cultura popular ya habían sustituido hacía tiempo al “panteón monumental”. La justificación global que encuentra a este fracaso es la obsesión por conservar el recuerdo derivada del impacto de la Soah.
Una dubitativa reflexión sobre el sentido de las religiones y la razón última de la “racional” pero vulnerable existencia humana en un mundo abocado a una eterna incertidumbre, le devuelve a la certera y real presencia del Otro, al amor como “milagro imperativo de lo irracional” que, junto a “la invención de los futuros verbales”, otorgan validez a nuestra mortal existencia.

_____
De EN LENGUA PROPIA, blog del autor, 27/10/2015

Wednesday, October 28, 2015

ANTESALA/nueve óbolos en la poesía de ruth ana lópez calderón


GARY ANTON MOSTAJO TROCHE

Caronte, no te irrites:
así se quiere allí donde se puede
lo que se quiere, y más no me preguntes.

 (Dante Alighieri, La divina comedia. Canto III,  vv. 94 – 96)


[uno]
thánatos
La muerte, espacio manifiesto del misterio. El lugar sin lugar. Su topografía –si la tiene– se muestra edificada sobre lo incomprensible, pero sus horizontes no nos parecen del todo desconocidos: paradójica naturaleza de habitar la vida desde sus orígenes y seguir la huella de todo existente, hasta que cada surco dejado sobre la tierra sea suyo. La percibimos con una inmediatez abrumadora. Detestamos su solemne puntualidad, sus continuos toqueteos, la evidencia de su estampa sombría, sus palabras funestas de epitafio retumbando una y otra vez en los oídos de la memoria. La muerte siniestra se reconoce en nosotros, nos violenta a esperarla y ser testigos de su paradójica presencia ausente. La muerte en la cual cada hombre y mujer se espera a sí mismo.
[dos]
el cuerpo sufriente
Sufrir. (Del lat. sufferre) tr. Sentir físicamente un daño, un dolor, una enfermedad o un castigo. // 2. Sentir un daño moral. // 3. Recibir con resignación un daño moral o físico. // 4. Sostener, resistir. // 5. Aguantar, tolerar, soportar. // 6. Permitir, consentir. // 7. Satisfacer por medio de la pena.
Si existe un atributo inexorable en la poesía de Ruth López es el estado pujante de proyectarse en/desde el sufrimiento del otro, y hacer de esta proclamación un centro de convergencia para dejar fluir los laberintos y nudos de su mundo interior. Su imaginario está constituido por la congregación de sensaciones múltiples, plasmadas en imágenes de dolor suyas y al mismo tiempo del género humano mismo agonizando el desarraigo inminente del lugar que habita, donde solo la muerte es posibilidad liberadora.
El papel principal lo toma el cuerpo[1], el cual se enfrenta –desde su sensibilidad– a la tensión disgregadora provocada por el sufrimiento que No es fácil:
Comienza el cuerpo su abandono.
Y el espíritu, su rebeldía.
Y gritan, y se cenizan
y claman –un poco más de tiempo–
un poco más
de tiempo
un poco más.

Los acontecimientos son dichos de manera precisa e individualizada, con elementos diferenciados susceptibles de padecimiento. En ellos se desenvuelve el hilo que poco a poco va acercando al “muriente” con su destino último, el momento donde “[l]a palidez maquilla el rostro” (La antesala). El “ser poético” aflora invocando a la propia comprensión de su naturaleza. Su esencia es morar en el exilio, ser un marginal enraizado en la soledad. Su voz está “centrada”, manteniendo una disposición con el contexto miserable determinado por la proximidad de la muerte. Gracias a este sentir, el hombre está en sí mismo o, a decir de Ricardo Pasos, está en su “intimidad” como pura realidad propia, cenestesia o sentido de “mí” en cuanto tal.[2]
Aún cuando la aproximación a la muerte es una acto necesariamente personal, la marginalidad no se traduce de ninguna manera en un solipsismo, pues conduce contrariamente a un sentimiento de comunión con el resto de la humanidad: cada varón y cada mujer son un yo plural que nace, vive y muere en el aislamiento radical, siendo su destierro el mero hecho de la existencia en el cosmos infinito, “hombres con fecha de vencimiento / mujeres con fecha de vencimiento / niños con fecha de vencimiento / y la humanidad entera, / con fecha de vencimiento” (Gira). Esta visión de la alteridad impregnada en las letras de López Calderón podemos entenderla desde las palabras de Borges quien, a través de Vincent Moon y dando razón a Schopenhauer, afirmaba: “Yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres”[3]. He aquí la ilusión vital de la voz de un otro mirándose ajeno a él mismo, desde afuera, igual y distinto a la vez.
Las resonancias de la voz poética de Ruth López retumban en un único recinto que todo ser humano está obligado a habitar: la enfermedad. Es este el lugar desde donde asume discurso, constituyendo a Sin óbolos para Caronte en un testimonio escrito de la muerte que allí habita, en su propio Obituario:
[D]e carne débil y enfermiza, ni sombra del pasado
la que siento
doliente hasta los huesos
la piel como pergamino viejo
y el dolor que nubla la conciencia,
estrangula la esperanza; desintegra,
y mi alma se quiebra en mudo grito.

[tres]
el cuerpo sufriente
En la autora, la necesidad de una trascendencia posible es la pretexto para dirigir la mirada hacia el ser humano y su propio desamparo. Su poesía es la evidente búsqueda de un vínculo sagrado, un anudamiento al universo, la necesidad de superar los límites tempo-espaciales a los que se impone la existencia corporal. Ello permite a su escritura ser a la vez prolífica y sobria, añeja y juvenil, hallarse en una constante mutación e indagación de la experiencia concreta. Así, desplegada en la mirada antropocéntrica de Sin óbolos para Caronte, esta experiencia concreta se construye sobre el tópico del silencio –lo inefable– en tanto postura vital del ser sufriente. Aquello que le permite ese encuentro pleno con el mundo, con los demás hombres y consigo mismo es un dolor sin desesperación, un dolor que es presencia necesaria[4], como en Luto:
De llanto un manantial mustia flores,
pisotea ofrendas
y el velo oscuro cubre el rostro negro
y el negro dolor sin tregua

flagela mis labios
y callo entonces.

El silencio es la apertura, el pórtico de entrada al lenguaje que no puede ser concebido como un mero instrumento, un artefacto para ser usado “a diestra y siniestra”. La esencia misma del silencio es estar sometido al lenguaje.  Lo expresado por las palabras no sería, en todo caso, el último escalón en el paso de reconocimiento del entorno y aquello existente en el mismo, cuanto una manifestación de fenómenos transferidos desde y en el lenguaje mismo. El decir el sufrimiento no constituye la forma en que el sujeto enuncia al mundo, sino el producto inaugural de una apertura originaria al lenguaje, prefijada por la poesía y nacida en el seno del silencio.
Los versos de Ruth López son posibilidad desde un discurso fundamentado en la escucha, en el decir que está representado en el imperativo del callar, para permitir la irrupción de la palabra de los otros:
[N]o reconozco lo que muestra el espejo
esos ojos hundidos, mustio el semblante,
la palidez de la muerte
y su alarido
y de pronto el corazón salta, en el cuerpo de otro,
y te leo de nuevo, te siento cercano

(Detrás de la máscara)
Maurice Blanchot señalaba que la voz capaz de hablar sin palabras, tácitamente –por el silencio del grito–, tiende a ser, aún cuando fuese la más interior, tan sólo la voz de nadie. No se ubica en ninguna parte, ni en la naturaleza, ni en la cultura, sino que se manifiesta en un espacio de redoblamiento, de eco y resonancia, donde no se es alguien sino el espacio desconocido del “hablante sin palabra”.[5] Los poemas del presente libro proponen este silencio a modo de verdadero alarido allende las palabras: la penetración total en la condición primaria del universo y del lenguaje. No es insólito, entonces, ver a la obra constituida primero por diálogos incesantes entre disparejos y múltiples silencios; y segundo por la participación del ser en la vida de las cosas que se descomponen esperando la muerte, intentando que su palabra misma se diluya en el silencio instaurado paradójicamente como la razón principal del existir.

[cuatro]
caronte
En la mitología griega, Khárōn[6] era el barquero del reino de la muerte. Su labor era llevar a los espectros guiados hasta allí por Mercurio hacia el lugar al otro lado del río Aqueronte[7], donde se encontraban los dominios del dios Hades. La leyenda indica que, pese a su vejez y porte raquítico, empujaba enérgicamente a los muertos con la pala del remo, mientras profería insultos. Además, no se podría decir con certeza si por principio de reciprocidad o macabro pasatiempo, solicitaba a cada pasajero el pago de una moneda de plata conocida como óbolo. Extendido por la influencia helénica, el rito de entierro mencionado por Aristófanes implicaba la colocación de dicha moneda dentro de la boca o sobre los ojos del occiso, a manera de amuleto o talismán, siendo su función ser entregada a Caronte para poder hacer uso del transporte infernal. En caso de no tener a la mano el bien solicitado, el alma debía vagar cien años en las riberas del río antes de permitírsele subir sin más a la barca.
El mito es una (dis)función genética en el ser humano, un fragmento primordial en su estructura que no puede destruirse o fracturarse, que permanece allí y asoma su cabeza inclusive cuando ante él  haya una determinada negación. En él se rompe la concepción del orden de lo natural y se omiten las relaciones diferenciales entre lo presente, lo pasado y lo futuro. De este modo se generan a partir del mito múltiples vasos comunicantes para ligar al hombre con lo más primitivo de sí mismo, permitiéndole reconocer una herencia poco relacionada con el espacio simétrico y homogéneo concebido por nosotros como mundo. El mito trae lo intangible al lugar de lo determinado y dilata la participación en lo intangible de los objetos instalados allí. Por ello, Mircea Eliade apuntaba que lo mítico no puede interpretarse solamente como ficción o ilusión, sino también a la manera de una “historia verdadera”, el espacio de lo sagrado en cuyo centro se halla la verdadera significación de nuestra propia realidad profana[8].
Como sugiere con agudeza el crítico literario Juan Murillo Dencker, porque es una tarea imposible de eludir para quien decida hallar en la tradición real y ficcional de la humanidad su propia historia, el mito [de Caronte] debe ser re-inscrito.

[cinco]
los hijos de prometeo
Fruto del acto prometeico, el ser humano encuentra en sí mismo el centro del mundo, y rechaza conocer sus propias limitaciones, aferrándose a la ilusión fugaz de la posesión de conocimiento. Sin embargo esta aspiración que bien denotan los personajes germinados en los márgenes del texto de López Calderón, son devorados una y otra vez por el águila carroñera de sus propias miserias, sin poder encontrar un verdadero punto de conexión entre la angustiosa búsqueda del logos que comprende y el encuentro con la muerte que destruye. Sórdida paradoja: Prometeo encadenado suplica una muerte imposible. El hombre, nacido a la sombra del frío, se vio de repente envuelto en un ardor lento e intenso, siendo consumido día a día por las llamas del fuego regaladas misericordiosamente por el titán. A la aceptación de este regalo recaería la más cruel de las consecuencias: transitar la vida por un camino lleno de tormentos y el deseo vano de un futuro mejor, la posibilidad inocua de abrir nuevamente el cofre de Pandora y liberar a la esperanza encerrada en su interior. El género humano aniquilado por aquel único acceso a la felicidad que, en realidad, es solo el alegato preciso para conducirlo a su último destino: la gélida estancia del país de los difuntos.

[seis]
cara-a-cara
Cada poema en Sin óbolos para Caronte tiene independencia propia, no es posible encontrar un único curso lineal, una guía histórica a seguir. Como el dolor mismo, los fenómenos de la existencia que aparecen inscritos se presentan en desorden, su intensidad es la del momento puntual de su aparición. Pero ello no implica un general “estado caótico”, sino más bien un “movimiento caótico”: a la manera de cualquier organismo vivo, hay desplazamientos diversos, dolores prolongados pero también rápidos y punzantes. Este orden tan propio –el de la existencia del ser que sufre– mantiene la cadencia y el ritmo de los diversos elementos de la poesía de López Calderón, en una cadena de asociaciones ilimitadas asimiladas en un armazón único simbolizando la vida misma:
La muerte contempla el rostro asustado, temblores, ojos desórbitas
y la locura obsequio de la vida, envuelta en papel de regalo
y la moña roja guardada en el ropero
con las cosas viejas:

el mechón de cabello, castañuelas,
zapatillas de ballet, vestidos de mis hijas,
y los diplomas del colegio

y los sueños descoloridos, mustios, sin ilusiones ni esperanzas.

(Cara a cara con la vida y con la muerte)

¿Una metamorfosis (la más fecunda y dificultosa re-inscripción) actual del camino al calvario?

[siete]
decir la muerte
Cuando Dante inicia el descenso de su viaje a los parajes de agonía del infierno acompañado por Virgilio, manifiesta que “todo duerme” menos él. El dolor de aquellos seres devorados por las fauces de la oscuridad solo puede ser percibido por un espectador ajeno que sufre en el alma del otro. La empatía abre una herida en el pensamiento, y la luz del ingenio humano se enciende al interior de la penumbra disgregadora. La condición simbólica de la posibilidad de encontrar el paraíso luego de la vida terrenal aúna esperanzas, pero el hombre deseoso de cruzar las fronteras del límite se arriesga a la putrefacción, aquello que no puede volver a componerse, a reagruparse. Atravesar las puertas del infierno es aceptar la desesperanza. Decía Heráclito en Sobre la Naturaleza: “el carácter [moral] propio del hombre es su daimon (destino)”[9], pero
[n]o, no es fácil
aceptar estas palabras

(No es fácil)
La poesía –pretendiendo girar concéntricamente sobre la muerte como objeto– está obligada a ir más allá de sí misma, imposibilitando la redención de las palabras empleadas para nombrar lo que, de suyo, no debería ser nombrado. El acto poético está huérfano de toda divinidad redentora, y no queda en él nada salvo el deseo propio de la sangre fluyendo en el abismo de la ausencia que provoca el natural arraigo a la vida.
La única posibilidad humana es decir la muerte. La vida, el canto del condenado, un testimonio inevitable de una experiencia de quien se reconoce ya más allá del límite,

[u]na lápida sin nombre
aún sin flores, sin rezos.

(Estertores)

[ocho]
la mujer yaciente
Existe además en la poesía de López Calderón un salto persistente del yo corpóreo, material, el yo sufriente, el yo del silencio, de la vivencia interior, a un plano aún más personalísimo (y no por ello menos intersubjetivo) que es clamor propio de un lenguaje empapado de feminidad:
[U]na voz sofocada grita desde el interior
y las manos aladas tapan la boca
-es la conciencia que emerge de su grieta-
y exasperada clama:
¿sabes lo que es ser mujer y no serlo?

(Detrás de la máscara)
Sus líneas buscan establecer correspondencias entre la personalidad interna de la vivencia del personaje que dice y la escritura misma, la metamorfosis de la poeta en su obra y viceversa. La mujer entrelaza sus experiencias de género en los caminos de afirmación del padecimiento propio, en una suerte de búsqueda natural de empatía donde los silencios ocultos de lo femenino fluyen detrás de cada palabra. Los fenómenos vividos, el mundo de la voz poética, existe inmerso en interrogantes y angustias. La vida se cierne entre la zozobra producida por la confrontación del cuerpo con el mal padecido y el arrebato místico, vinculados por la presencia persistente de la condición biológica de su sexo, de su “ser mujer”.
Y es en este camino contemplativo –el camino de descenso al umbral del averno en el cuál Caronte es un simple portero–, en este trance espiritual, que se hallan lo buscado y la búsqueda misma, única para el género humano: la muerte venidera. No se asumen propuestas, ni planes alternativos, ni escapes al escenario impuesto. Ante el peligro del ser de cerrarse sobre sí en una ruta sin salida se produce el maravilloso encuentro con el otro, el diálogo de una mujer consigo misma como metáfora del diálogo con el conjunto de las mujeres, con el conjunto de la humanidad expuesta en silencio de mujer. Un clamado dulce emana del silencio y convoca a los demás para compartir, desde lo más íntimo, sus hallazgos e incógnitas, lo que ha aprendido y lo que puede enseñar:
[N]adie recuerda
la mujer de pasado gris
que fui yo
que yo fui.

(Obituario)
Ese mundo es un lenguaje figurado que reinventa lo actual sin llegar a la locura, sin pérdida de materialidad, con la capacidad inherente de brincar de un plano a otro desde la experiencia primordial de la crisis, del ejercicio del autoanálisis apelando a la memoria. Allí
[t]ranscurre un instante sin tiempo
………………………………………
y la oscuridad busca desesperada,
la tibieza alada, esa que quedó presa,
en el fragmento del último latido, ¡Sí!
del último vestigio luminoso de amor
y recuerdo en el corazón.

(La saga de mis delirios)
Quienes narran las experiencias se cuestionan una y otra vez sobre aquello que les ocurre, y amarran uno a uno los nudos de cada hecho en un tejido único supraindividual, conformado por el conjunto de experiencias del ser humano frente a la muerte. En ello, el tacto de un cuerpo moribundo de mujer inmersa en la lucha diaria por mantener un orden y no dejar de ser madre, hija, hermana, abuela y todos los roles posibles. Lo femenino como la metáfora más perfecta de la iluminación en el seno mismo de lo cotidiano, de la muerte cotidiana.

[nueve]
decir la vida

 [A]bajo
la nada espera como siempre.

(La Nada)
Decir la muerte es necesariamente un ejercicio de vigilia. El transcurrir de la enfermedad, la condena, del desahucio, la desesperación, la tristeza o cualquier otro estado no son más que alternativas perfectamente posibles para reconocer una verdad única, el desolador paisaje del camino hacia el espacio de la frontera, donde Caronte espera atento con su barca. La muerte no puede ser, bajo ningún pretexto, una excusa para el estatismo. Nadie puede detenerse en las puertas de lo que está más allá, este paso no puede ser eludido por nadie. La expiración es el único por-venir del yo, del tú, de todos,
[M]omento congelado,
inesperado rayo,
frío derrite, frío trae
los pasos temerosos

y el olvido
…………………………
y la conciencia pregunta:

¿quién abrirá la puerta?

(El Umbral)
Despojado de todo bien, sin óbolos para Caronte, sin contar siquiera con una triste moneda para ser entregada al barquero que “despliega alas [con] un brazo sombrío” (El Umbral), únicamente queda la esperanza de permanecer en el sepulcro, en el silencio del cual venimos. Por los siguientes cien años –no sea la eternidad entera– hemos de esperar el llamado de aquel ser infernal, su voz dirigiéndose a nosotros mediante un profundo rugido alejado de toda misericordia. Es necesario ese gesto, y nada más, indicando el ansiado permiso para subir gratuitamente a la balsa que cruza las aguas turbias del Aqueronte. Sin acto órfico posible, sin liras o cantos que conmuevan al viejo engendro y posibilitar así el retorno cuando el trecho resguardado sea finalmente atravesado, la muerte no será más una promesa sino algo diáfano, tangible y evidente. Entonces (y sólo entonces) podremos, con total humildad, decir la vida.


[1] Apelo a una representación dual de cuerpo. Por un lado, en un sentido reducido, el cuerpo físico-orgánico, compuesto por el mundo de percepciones y sensaciones primordiales. Por otro, en un sentido extenso, aquello que tiene experiencia de sí y de las cosas que lo rodean, un operador de conocimiento insertado en el mundo de lo anímico, posibilitando estados diversos como la tristeza, el desamparo, la soledad o el amor mismo.
[2] Cfr. PASOS, Ricardo. Filosofía y Poesía: Metafísica y metáfora en la poesía de Alfonso Cortés. En: Voluntad de Arraigo. UCA. Managua, diciembre de 1994. Pág. 74.
[3] BORGES, Jorge Luis. Ficciones. Madrid. Alianza Editorial, 1975. Pág. 139
[4] En esta misma línea se ubican otros poemarios de Ruth López Calderón, principalmente Desde las profundidades en cuyo prólogo Sergio Borao Llop, con soberbia precisión, apunta que su escritura emerge “de las profundidades de su ser”, en la necesidad de expresar algo que ha sido celosamente guardado. La explosión de la palabra solo puede presentarse ante el llamado de un largo silencio. Cfr. LÓPEZ, Ruth. Desde las profundidades. Black Diamond Editions, 2013.
[5] Cfr. BLANCHOT, Maurice. El diálogo inconcluso. Monte Ávila. Caracas, 1970. Pág. 72.
[6] El nombre griego ha sido traducido como Carón para algunos historiadores clásicos y Caronte para otros.
[7] En La Eneidea, Virgilio habla del río Estigia, pero las fuente que hablan del río Aqueronte son mayores y, en general, han sido más aceptadas.
[8] Cfr. ELIADE, Mircea. Mito y realidad. Editorial Labor S. A. Barcelona, 1991.

[9] Cfr. STOBAEUS Floril IV, 40, 23. Sigo acá la traducción sugerida por Juan Araos Úzqueda, quien amablemente me facilitó sus versiones sobre los fragmentos de Heráclito.

_____
Prólogo a Sin óbolos para Caronte, libro de Ruth Ana López Calderón (Bolivia, 2014)

Monday, October 26, 2015

El hombre de los récords


JOSÉ CRESPO ARTEAGA


Este miércoles 21 de octubre a tiempo que abría los ojos encendí el televisor. Resulta que Su Excelencia había hecho madrugar a todos sus ministros, chambelanes de palacio, edecanes amarraguatos, y demás personal a su servicio. Hasta el cocinero de turno tuvo que estar a la orden para preparar algún mate o tecito que se le antojara a S. E. Había que estar preparados para trasladarse hasta Tiwanaku, el centro ceremonial más importante del planeta que, a su lado el emplazamiento de Stonehenge es un montón de piedras donde van turistas frikis. En Tiwanaku ha sido investido el nuevo Pachakuti (“el que mueve el mundo”, ya ven) no una sino varias veces con ceremonias como fotocopias para que el público se lo grabe bien en la memoria. 

Así estaba yo, todavía somnoliento queriendo adivinar desde mi cálido lecho qué diantres se estaba celebrando en el salón de eventos Tiwanaku: si una nueva boda, un solsticio o el cumpleaños de S.E. En verdad, sentía algo de pena por todos esos funcionarios que habían sido obligados a madrugarle al sol, un tremendo sacrificio a más de cuatro mil metros de altura donde soplan a menudo vientos de los mil demonios y el aire helado de la puna que se deja sentir todo el año, más aun a esas horas. Seguía todavía mi confusión ante otro acto de despilfarro público, y eso que S.E. había pedido hace poco que había que amarrarse el cinturón para los malos tiempos que se avecinaban, pero parece que su aura sigue blindada contra todas esas preocupaciones de poca monta. 

Entretanto, los sahumerios de los yatiris llegaban hasta mi televisor de tal manera que recuerdos pavlovianos me asaltaban como todos los viernes primeros de cada mes en los cuales me ando sofocando por las insufribles humaredas con olor a incienso que pululan en el vecindario. Pueblo de supersticiosos, amantes de modas pueriles que hasta oficinas de profesionales hacen humear sus despachos para atraer la buena suerte y, cómo no, el vil dinero. Que ya me perdí entre humos imaginarios y me desvié del asunto. El titular a pie de pantalla, en letras muy pequeñas anunciaba otro día histórico para la plurinación. Con la venia de los Apus y otros espíritus tutelares, S. E. tomaba aire y procedía a leer el discurso de las bienaventuranzas que le sucedieron al país desde que asumió el mando.  El monolito detrás de él agradecía tener los oídos sellados para la eternidad. No así los diez millones de súbditos que eran testigos de otro hito personal de S. E., quizá el más insólito en la era de la información: los micrófonos daban fe que en nueve años, ocho meses y 27 días el promocionado paladín de la dignidad todavía no había aprendido a leer con soltura un texto sencillo, motivo por el cual no podrá añadir a su frondoso currículo ningún certificado de lectura veloz y cosa parecida que conceden algunos concursos de la lengua española. Eso sí, por alguna mágica razón, ya atesora más doctorados honoris que Vargas Llosa y García Márquez juntos. 

Y hablando de certificados, S. E. concedió unos muy valiosos a cinco de sus ministros por el tiempo de permanencia junto a él, por sus noches y amanecidas en maratónicas reuniones de gabinete y por los interminables viajes acompañando al jefe. El ministro de Educación (en el mismo acto) nos pasaba el dato de que era el único presidente que había visitado todos los municipios del país, a diferencia de los anteriores mandatarios que por descuidados y perezosos habían cuidado la economía nacional. Como sabemos, a S.E. no le han faltado un avión exclusivo, helicópteros y caravanas de vagonetas todoterreno para recorrer sus dominios. Menos mal que en su imperio se pone el sol, que si no le faltaría el tiempo para alegrar las tardes de sus gobernados jugando al fulbito. 

Así pues, el presidente más longeavo de la historia (reportera dixit) batía la marca del mariscal Andrés de Santa Cruz que había gobernado el país de manera continua entre 1829 y 1839, que entre otras cosas, había reorganizado el ejército para temor de los vecinos y creado la Confederación Perú-Boliviana para hacer frente al armamentismo chileno durante la época que precedió a la Guerra del Pacífico. A diferencia del que se supone uno de los mejores gobernantes que ha tenido el país; Evo Morales Ayma, Gran Guerrero del Arcoíris y Capitán General de las Fuerzas Armadas Revolucionarias Antiimperialistas ha potenciado tanto con su liderazgo a las fuerzas castrenses que hoy son temidas por el imperio, según él mismo asegura.  Y en apenas diez años ha puesto al país en el escenario mundial, cantan sus rapsodas y escribanos de toda pluma. Y según sus deseos todavía planea quedarse otros diez años o “según el pueblo decida”. La mar de transformaciones que nos aguarda: centro energético del continente, potencia espacial, industrial y  nuclear, a la vuelta de la esquina. Los dioses nos contemplan azorados. Un hombre de recórds para un país de recórds.

_____
De EL PERRO ROJO, blog del autor, 22/10/2015