Sunday, December 27, 2020

Tierra de nadie


MAURIZIO BAGATIN

“J’écrivais des silences, des nuits, je notais l’inexprimible. Je fixais des vertiges” -Arthur Rimbaud-

El dinero es el más grande personaje de la historia, créanme, lo escribió un Poeta. Y la pobreza, las enfermedades, la basura y ahora el agua son los medios con los cuales hacerse ricos. Lo vemos todos los días. Todo es primordial, nuestras inocencias y nuestras bellezas, nuestros errores, nuestros pecados y nuestro final. Nunca hemos estados mejor que ahora y nunca hemos vivido peor que ahora, distorsionando Dickens. Y que ningún hombre y ningún país le enseñe a otro hombre y a otros países como vivir. No somos buenos ejemplos. Nadie lo es. Terminamos el año así, ni peor ni mejor de cómo lo empezamos.

Tierra de nadie… hormigón y desechos, basura y cemento, ruidos y vulgaridades, brutalidades y escombros… el desierto. Así Heródoto vería nuestra Historia.

Empezarán a vacunarnos, y encerrados en catacumbas desapercibidas seguiremos nuestro irrefrenable progreso. Un milagro, el único milagro que nos salvará es la vida, si un día lo percibiremos así, y la estética y la ética nunca tendrán más agradecimiento… la lluvia sobre el Tunari, un vino verdadero entre amigos, nuestro buen dialecto, una caricia, resistir… si el dolor y el miedo que desde el alba del mundo no serán como el silencio de Sócrates, de Buda y de Cristo.

Lentius, profundis y suavis, más lento, más profundo y más suave, el mañana será o no seremos; la inocencia abrazando el conocimiento, el imaginar platónico y la indiferencia.

Y así uno avanza, enamorándose y amando, construyendo y sepultando, bailando en este Titanic que aun creemos eterno, en un eterno presente, así con humores como el cielo, un día abrazando un imaginario Prometeo, otro ya de vuelta a una Penélope paciente.

Vivir sin recordar sería, tal vez, el secreto de los dioses…

26 diciembre 2020

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Imagen: Jackson Pollock/Bird Effort

 

De «En Bayona bajo los porches» a «Moriremos nosotros también» (18 años)


MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

En la fotografía, Tristán de Barraute, el mentor de Pual-Jean Toulet en la vida golfa de Pau 1900, personaje de «En Bayona, bajo los porches» y de una novela que ya no escribiré, por falta de ganas, acerca de sus andanzas en la guerra ruso-otomana (batalla de Plevna), como teniente coronel de unos escuadrones de Caballería carlista, antes de esfumarse en las redes de una «sultana» entre Sofía y Estambul (donde fue envenenado), cuyos descendientes (a los de Barraute me refiero en el château de Mongaston) asimilan a la Aziyadé de Loti... ¿Vivió en París con la sultana? ¿Se ahogó su hijo en el puente Henry IV, de quien descendía "par la main gauche"? Quien se ahogó fue el propio Barraute, pero en el estanque de los patos del parc Beaumont, de Pau, tras haber rumiado su leyenda, entre la absenta y el Oporto, en la terraza del Café de Champagne. Me aburro y no solo porque ya hace tiempo que aborrezco de las novelas novelescas (como Chesterton)... ¡Con qué gente habré yo bebido...!

La historia me trae malos recuerdos porque está relacionada con «Moriremos nosotros también»,en la medida en que un pariente de Barraute ejerció de matón bajo los porches, no de Bayona, como en el poema de Toulet, sino de Torresmotzas del Baruglio, una ciudad que Goya pintó en el aire y llamó Asmodea: Ahí estaba Pepito Andada de la Maltosa, bajo los porches, con su matón de guardia, el bávaro Morritos, y con sus compinches, Gonzalón Goyzaldi, marqués del Cuarterón –"¡Puto rojo, puto separatista, te voy a matar a hostias!"–  Nachito Lerdo de Tajada... personajes todos de mi furioso desbarre, Moriremos nosotros también, que la semana entrante sale de imprenta.

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De VIVIRDEBUENAGANA, blog del autor, 20/12/2020

Sutilezas de la fraternidad


MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

«Algunas personas se dedican a gobernar el mundo, otros forman el mundo», escribió Pessoa, después de hablar de las sutilezas de la fraternidad a propósito de un camarero que, en la casa de comidas que frecuentaba a diario, cuando vio que el poeta no se había acabado su botella de vino, se dio cuenta de que no se encontraba bien y le dijo con simpatía que deseaba que se mejorara... 

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De VIVIRDEBUENAGANA, blog del autor, 21/12/2020

Sunday, December 20, 2020

Confieso que he bebido


JUAN FORN

El gigante de mostacho e impermeable que acompaña a Kurt Vonnegut en la foto de la página siguiente responde al nombre de Serguei Dovlatov y es el responsable del evidente estado de ebriedad en que se encuentran ambos, todo a causa de una carta enviada una semana antes por el autor de Matadero Cinco. La carta decía: “Querido Dovlatov: a pesar de que nací en este país y he vivido en él toda mi vida (incluso defendí su bandera en una guerra), nunca he logrado colocar un cuento en el New Yorker. Tú, en cambio, lo has hecho a solo dos años de llegar. ¿Pretendes romperme el corazón? Espero mucho de tu pluma. No dejes que este país de lunáticos desperdicie tu talento y ven cuando quieras a visitarme (si traes una botella de buen vodka)”.

El ignoto Dovlatov había llegado con lo puesto a Nueva York en 1980, después de ser expulsado por indeseable de la URSS. Como su compadre (y futuro premio Nobel) Josef Brodsky, pertenecía a la pandilla de jóvenes escritores surgidos durante el Deshielo de Kruschev bajo el ala protectora de la indómita poeta Anna Ajmátova. Como Brodsky, Dovlatov moriría prematuramente (a los cuarenta y nueve años). Pero, a diferencia de Brodsky, no tenía escrito ni un solo libro cuando llegó a Nueva York, a los treinta y siete. Como si supiera el tiempo que le quedaba de vida, Dovlatov escribió doce libros en los doce años siguientes y después murió tal como había vivido: en un coma alcohólico, a bordo de una ambulancia aullante que intentaba en vano abrirse paso en el tránsito entre Queens y Brooklyn para llegar al hospital. Lo asombroso del asunto es que esos doce libros escritos contra reloj están “tallados como poemas, línea por línea, con una sintaxis asombrosamente pura” (Brodsky), “mezcla perfecta de ácido sulfúrico y elegancia en el patíbulo” (Vonnegut). Como dice su traductor al castellano, el colombiano afincado en México Jorge Bustamante García, es asombroso que de las manazas de ese gigante que parece un tractorista borracho salga una prosa tan perfectamente cristalina. 

Además de vodka, por las venas de Dovlatov corría sangre armenia (de su madre, que era actriz) y judía (de su padre, guionista de varieté). Nacido durante la evacuación de Leningrado, en 1941, en una ciudad de la estepa llamada Ufa, cuando ya era un gigante de más de dos metros le gustaba decir que en su infancia había estado en brazos de La Pasionaria y del castigado Platonov. Intentó estudiar filología en la universidad pero, por culpa de su tamaño y de su carácter, fue enviado a cumplir el servicio militar a Siberia, como guardia en los campos. Dovlatov narra la experiencia en su novela La Zona. El libro está escrito en forma de cartas de un autor a su editor, explicándole que no es fácil haber sido “invitado” a abandonar la URSS y las vicisitudes que le insume la tarea de reunir los fragmentos en que dividió su libro para enviarlo al extranjero sano y salvo. En cierto momento dice: “Para Solzhenitsyn el infierno son los campos. Para mí el infierno somos nosotros mismos. Pero Solzhenitsyn era un preso político muy culto y yo soy solamente un pobre borracho que trabajaba del otro lado, de carcelero”. Lo que Dovlatov se abstiene de decir es que su período como vigilante duró poco: la mayor parte del tiempo que pasó en Siberia lo hizo del otro lado de las alambradas, como convicto.

Para Dovlatov, como para Brodsky, nada era más imperdonable que aceptar el lugar de víctima. “Hay demasiado de eso en la literatura rusa”. Cuando la Perestroika permitió que sus libros se publicaran en ruso, primero fueron devorados ávidamente y casi a la misma velocidad se volvieron difíciles de tragar. “Como mirarse en el espejo”, decía él. También decía que las mejores ideas se le ocurrían invariablemente en el retrete. Actividades difíciles, ambas, en los baños de la URSS.

Su sarcasmo, su ojo genial para retratar la estupidez (“En la televisión de Leningrado pasan una pelea de box, un pugilista negro se enfrenta con un polaco rubio, el locutor dice: ‘Al boxeador negro pueden reconocerlo por el pantalón azul’”.) se combinaba con una vitriólica sinceridad consigo mismo, tanto para hablar de su alcoholismo (“Cuando era niño pensaba que la patria era la libertad. Después pasé a pensar que la patria era el lugar donde el hombre se encuentra a sí mismo. Hasta que llegó el momento de irme al extranjero y un amigo me dijo sin saberlo una de las grandes verdades de la vida: Recuerda, viejo, donde hay vodka, ¡allá está la patria!”) como para explicar por qué escribía (“Me atormenta mi incertidumbre, odio mi disponibilidad a afligirme por pequeñeces, desfallezco de miedo ante la vida y, sin embargo, eso es lo único que me da esperanza, lo único por lo cual debo agradecer al destino. Porque el resultado de todo eso es la literatura”).

Nabokov decía que caminaba siempre al borde de la parodia, pero necesitaba del otro lado un abismo de seriedad. La frase podría aplicarse perfectamente a Dovlatov. Quienes lo conocieron afirman que leía con una intensidad asombrosa. Era célebre su confesión: “La mayor desgracia de mi vida ha sido la muerte de Ana Karenina”. Mejor aun es su definición del arte del buen leer (“Cualquier tema literario presenta tres aspectos: todo lo que el autor quiso expresar; todo lo que supo expresar, y todo lo que expresó sin querer –el tercer aspecto es el más interesante”). Pero mi favorita absoluta de todas las grandes frases de Dovlatov es ésta: “Se puede venerar la inteligencia de Tolstoi. Maravillarse con la elegancia de Pushkin. Admirar el coraje moral de Dostoievski. El humor de Gogol. Y así sucesivamente. Pero yo sólo quise ser como Chejov”.

Aunque sea altamente improbable, me gusta pensar que Dovlatov pronunció aquella frase cuando iba acostado en la camilla de la ambulancia, mirando a uno y después al otro enfermero portorriqueño que trataban de mantenerlo con vida hasta llegar al hospital.

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De PÁGINA 12, 03/07/2009

Imagen: Dovlatov y Kurt Vonnegut © Cortesía Juan Forn

Thursday, December 17, 2020

The Many Lives of Lafcadio Hearn


ANDREI CODRESCU

At the end of the nineteenth century, Lafcadio Hearn was one of America’s best-known writers, one of a stellar company that included Mark Twain, Edgar Allan Poe, and Robert Louis Stevenson. Twain, Poe, and Stevenson have entered the established literary canon and are still read for duty and pleasure. Lafcadio Hearn has been forgotten, with two remarkable exceptions: in Louisiana and in Japan. Yet Hearn’s place in the canon is significant for many reasons, not least of which is how the twentieth century came to view the nineteenth. This view, both academic and popular, reflects the triumph of a certain futuristic Modernism over the mysteries of religion, folklore, and what was once called “folk wisdom.” To witness this phenomenon in time-lapse, sped-up motion, one need only consider Lafcadio Hearn, the Greek-born, Irish-raised, New World immigrant who metamorphosed from a celebrated fin-de-siècle American writer into the beloved Japanese cultural icon Koizumi Yakumo in less than a decade, in roughly the same time that Japan changed from a millennia-old feudal society into a great industrial power.

History is a fairy tale true to its telling. Lafcadio Hearn’s lives are a fairy tale true in various tellings, primarily his own, then those of his correspondents, and with greater uncertainty, those of his biographers. Hearn changed, as if magically, from one person into another, from a Greek islander into a British student, from a penniless London street ragamuffin into a respected American newspaper writer, from a journalist into a novelist, and, most astonishingly, from a stateless Western man into a loyal Japanese citizen. His sheer number of guises make him a creature of legend. Yet this life, as recorded both by himself and by others, grows more mysterious the more one examines it, for it is like the Japanese story of the Buddhist monk Kwashin Koji, in “Impressions of Japan,” who owned a painting so detailed it flowed with life. A samurai chieftain saw it and wanted to buy it, but the monk wouldn’t sell it, so the chieftain had him followed and murdered. But when the painting was brought to the chieftain and unrolled, there was nothing on it; it was blank. Hearn reported this story told to him by a Japanese monk to illustrate some aspect of the Buddhist doctrine of karma, but he might as well have been speaking about himself as Koji: the more “literary” the renderings of the original story, the less fresh and vivid it becomes, until it might literally disappear, like that legendary painting.

The knowable tellings of Hearn are particular, interesting, and specific to the literary personae of Lafcadio-Koizumi, insofar as one is absorbed and lost in them. But this tremendously prolific producer of literature remains, somehow, elusive. Hearn tempts, or we could say “dares,” his critics to interpret his work and his life, but, in the end, he belongs to the reader who best surrenders to his stories and his own life-reporting.

Lafcadio Hearn was born in 1850 not far from Ithaca, on the island of Lefkada in Greece, from the union of Charles Bush Hearn, an Irish surgeon in the British army, and Rosa Kassimatis, a Greek woman born on Cythera. The island of Lefkada, said by Ovid in his “Ode to Love” to be the place where Sappho jumped to her death in the sea because of unrequited love, was Lafcadio’s paradise, the womb-island from which he was “expelled” when his father returned and took mother and child to Dublin. On that dismal northern isle, Lafcadio was expelled a second time, this time away from his mother. While his father was abroad on yet another military assignment in the West Indies, Rosa fled Dublin with a Greek man, back to her “island of feasting hearts and secret joys,” leaving Lafcadio in the custody of a pious Catholic aunt. Then a schoolyard accident in one of the British schools he resentfully attended left him blind in one eye. His father remarried, and his aunt’s family became bankrupt, two unrelated yet near-simultaneous disasters. A seventeen-year-old Lafcadio wandered penniless in London among vagabonds, thieves, and prostitutes. In the spring of 1869, a relation of his father’s, worried about the family’s reputation, handed him a one-way boat ticket to the United States, then overland to Cincinnati, Ohio, where another relation of the Hearns lived.

His departure for the New World was Lafacadio Hearn’s third exile. In Cincinnati, where he had imagined generous help, his relation handed him a few dollars and told him to fend for himself. A twenty-year-old Lafcadio found himself, once again, a penniless tramp. So far, with the exception of a few school exercises and some ghoulish poetry inspired by his fear of ghosts, Lafcadio Hearn had written nothing. In Cincinnati, he lived again in the underworld, until a kind angel intervened: the printer Henry Watkin allowed the young tramp to sleep on piles of old newspapers in his shop. Watkin, a utopian anarchist, encouraged the youth to read radical and fantastic literature. Hearn’s education took a vast leap: he underwent a kind of osmosis as if he had absorbed the spirit of nineteenth-century America from the very newspapers he slept on. He had lived variously and wanted to let the world know how cruel and wondrous life was. Clumsily, with Henry Watkin’s encouragement, he started to write.

He submitted a story to the Enquirer, a failing yellow-press daily. His story appeared in bold type on the front page. Other stories soon followed. Young Hearn’s first writings were blood-curdling reportage steeped in gothic horror. They scandalized the readers of the Enquirer and lifted the newspaper from near-bankruptcy to a prosperous business. Hearn’s ultra-realist exposés were drenched in the wounded sensibility of a writer with a merciless eye who had Greek myths and Celtic fairy tales in his blood.

At the height of his Cincinnati success as a journalist, gossip about his personal life undermined his standing. His stories about the misery and magic of the city’s underworld started upsetting the upstanding citizens, who had seen them, to a point, as mere fancies. A pur sang bohemian, Hearn lived in a world far from his bourgeois readers. He is said to have married a black woman and lived with her on the other side of the tracks: a scandal in the segregated city. The Enquirer fired him.

Spurning offers from rival newspapers, Hearn abandoned Cincinnati and departed for New Orleans. New Orleans was a city in exile from mainstream America, and New Orleans loved Lafcadio Hearn at first reading. From his early columns in the local newspapers to his novel Chita, his literary persona took on mythic proportions. Hearn’s colorful newspaper essays about local lore, his articles about high and low New Orleans life, and his translations from the French of Gautier, Maupassant, and Loti drew many admirers. His reputation grew. While writing for the New Orleans papers, he attracted the attention of New York literati and was courted by major publishers. He started writing for Harper’s Weekly and published his first book, Chita, with Harper and Brothers. The novella, set on Grand Isle, the favorite vacation refuge of New Orleanians fleeing the unhealthy summer of the city, remains one of the classics of Louisiana literature and has never gone out of print.

In his introduction to The Selected Writings of Lafcadio Hearn, the editor Malcolm Cowley was by turns critical and complimentary. He found Hearn’s writing for newspapers in Cincinnati and New Orleans guilty of “a purple style.” Of Hearn’s New Orleans novels, Cowley said, “The atmosphere is more important than the story.” In the end, Cowley thought that Hearn found his subject in Japan, as well as his identity in Koizumi Yakumo, the name he adopted later in life. In other words, Hearn had completed an epic journey in search of himself, a circular odyssey in both real-time and word-time, as adventure-filled as that of Odysseus and perhaps Homer, but which was not a return to the island where he was born, though it had taken him from one island to another.

Lafcadio’s Japanese life began in typically inauspicious fashion when his few contacts promised to find him a job and didn’t. The money vaguely promised by Harper’s Weekly for his reports from Japan never showed up. Death and its shadows preoccupied Hearn his entire life, but they took new meaning in Japan, where death was a starkly defined world. The ghostly world, the activities of the dead, the influence of the dead on the living, the complex Buddhist teachings about death, are in almost every one of Hearn’s essays, but are most present in his rendering of Japanese fairy tales, where he found the stories in the abstract Buddhist concepts. These stories were the folk translations of the Buddhist monks and scholars’ explanations. They contained the charm and thrill of a mysterious world. Otherworldly mysteries as told by the common folk always interested Hearn and fascinated his readers. In the rich lore of Japanese stories, many of which were told to him by his second wife, Setsu, Hearn found the revelation that death as introduced to Japan by Western ideas was corrupting the Buddhist teachings on death and the afterlife.

In February 1896, Lafcadio Hearn became the Japanese citizen Yakumo Koizumi. Adopted by his Japanese family as a condition for citizenship, he took the family name Koizumi, meaning “little spring,” and chose for his own name Yakumo, meaning “eight clouds,” which was the first word of the “most ancient poem extant in the Japanese language,” as well as one of the names for Izumo, “my beloved province, the place of the Issuing of the Clouds.”

Hearn set himself to the task of studying and translating haiku and tanka, forms of Japanese poetry that made brevity their virtue. Poetry for every occasion, composed spontaneously, solemn or raucous, was part of Japanese life, and a delight for all ages. Folk poetry, the recitation of epics, provided the threads that Hearn seized on when he wrote Kwaidan, his first truly Japanese book written in his best English. It was published in 1904, the year of his death.

Everything that might delight a reader in search of Japanese legends, rituals, and beliefs, whether of Shintō or Buddhist origin—the enchantment of the Japanese imaginary, wisdom about nature (which revolves most often around the cherry tree, Japan’s true axis mundi), the feminine forces that rule the universe (certainly Hearn’s magical world), and the many shapes of death and afterlife through animals and spirits—can be found in Kwaidan. Distilled here are Hearn’s efforts to find the forms best suited to his multifaceted personalities: his own masks are to be found here, discarded, haunting, or preserved. Kwaidan achieved what Hearn intended to find in Japanese culture: a flowing mix of folktales, personal observations, and a marvelous series of essays on insects—it is the work of Hearn-Koizumi, a writer with a double vision, an English-language writer deeply intimate with Japan, or a Japanese storyteller consciously writing in English.

Many of Hearn’s “Japanese” tales were said to be literary transcriptions of Setsu’s storytelling, but they show also the influence of Greek myths and that of Hans Christian Andersen. Some of the tales came from friends and acquaintances. His friends added their own stories to Hearn’s. The differing styles and subjects reflect the times when they were published, and the tastes of their editors, including Hearn himself.

Hearn, even at his most negligent, was consistent in his transcription; his Japanese tales are stark and do not resemble the fairy tales produced by nineteenth-century writers in Europe. Occasionally, for lack of a transition and for touching a chord in his American readers, he invented elements that were closer to the smoky djinnis of the Thousand and One Nights, or the monsters of Greek myths, but he rarely employed the repetitions familiar to European readers; instead, he translated brief jingles or occasional poems that were traditional in Japanese stories.

A cursory reading of Japanese fairy tales, scattered throughout Hearn’s books, would tempt one to call them “ghost stories.” Indeed, many collections do just that, and qualify them with an adjective, such as strange. They are indeed that, but the attention that the Japanese paid to the afterlife was detailed and absorbing. The afterlife was as populous and eventful as life, but its observation from this shore made it eerie, like the negative of an old film that was forbidden to view. This made it fascinating, of course, but it was of particular interest to Hearn because he had been tossed like a coin from one reality to another, and he made the ghost-world one of his lives. If an afterlife followed him, indeed he would have been hard put to recognize the difference. In dreams, which had always been of particular interest to him, the transition was flawless. Hearn’s recollections of his dreams, and his interpretations of them, make him a protosurrealist. It is odd that he was left out of the surrealist canon by André Breton, who included Hearn’s close kin, Lewis Carroll and Rimbaud. The surrealists did not, most likely, read his work, because it was popular. Obscurity shadows literature, a protective shield that Hearn, who was actually read in his own time, did not possess. Yet, he was obscure in the most fantastic and ghostly way. Like the famous vanishing details of the stolen painting, Hearn was absorbed by the ghost-world and put to work as its mouthpiece.

 

Andrei Codrescu is a poet, novelist, essayist, and NPR commentator. His many books include Whatever Gets You through the NightThe Postmodern Dada Guide, and The Poetry Lesson.

Excerpted from Japanese Tales of Lafcadio Hearn, edited and introduced by Andrei Codrescu. With a foreword by Jack Zipes. Copyright © 2019 by Princeton University Press.

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De THE PARIS REVIEW/2019

Imagen: LAFCADIO HEARN. PHOTO COURTESY OF THE MIRIAM AND IRA D. WALLACH DIVISION OF ART, PRINTS AND PHOTOGRAPHS: PRINT COLLECTION, THE NEW YORK PUBLIC LIBRARY. ACCESSED VIA NEW YORK PUBLIC LIBRARY DIGITAL COLLECTIONS.

Thursday, December 10, 2020

Hannah Arendt


OLGA AMARÍS DUARTE

Hace tres días murió Hannah Arendt, hace ya 45 años. Mañana fue enterrada en 1975. Murió como vivió, entreteniendo a sus amigos en su apartamento situado en la 370 Riverside Drive. Entrada ya la noche se detuvo, improvisando, el corazón de la “Sherezade” neoyorkina. Puede que enrollando sus famosos spaguettis con el tenedor, o puede que abriendo con el rigor del ritual su inseparable pitillera de plata. De seguro que riendo a carcajadas. Esa risa que tanto le criticaron los que no supieron entender que, habida cuenta del horror y de los monstruos presenciados, siguiese conservando, intacta, la facultad de reír a carcajadas. La risa de Arendt, sin embargo, es aquel rasgo de humanidad que según Aristóteles nos convierte en “homo ridens” y nos salva de un mundo de bestias sin humor. Bien es sabido, y esto lo supo ella mejor que nadie, que lo primero que desaparece de los regímenes totalitarios es el sonido de alguien que ríe porque sí.

Mañana de hace ya 45 años, Hans Jonas dirá en el funeral de su amiga que el mundo se ha convertido en un lugar más frío al perder la calidez de tal «genio de la amistad». Mañana yo me tomaré un café con mi amiga y reiremos como locas, sabiendo que no hay muerte alguna que pueda ya arrebatármela. Y, si tercia, hablaremos del “kadish” fúnebre hebreo: «No te quejes de que te arrebaten algo que te fue concedido, pero que no poseías. Has hecho mal si pensabas que lo poseías, si has olvidado que te fue concedido».

 

Sunday, December 6, 2020

"Textito enchulado"


CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES

Con sus ojos pegados en el techo, en la pantalla del televisor recién comprado, o en la erosión de la pared por una pintura mal esparcida de los arrendatarios anteriores, conmigo a un lado, apoyando el codo en el colchón y la cabeza, intentando mantenerme erguido ante semejante revelación, hablando más para sí misma que para su acompañante, colmada de paz y resignación, sin interés en iniciar discusión alguna, en medio de una tarde de ocio, compartida y agonizante, se definió a sí misma como una persona simple. Muy simple, recalcó. ¿Cómo así?, insistí. Armó su propio listado de razones, partiendo en la manera de encarar la vida, continuando en la crianza y estudios recibidos, en sus logros, en sus relaciones con otros, en sus proyectos y hasta en el modo de esperar algo de la muerte. Pensé en todos estos años alejados de esa dinámica de causa y efecto, en tantos chistes perversillos, en jugarretas destinadas a descolocarme, en anzuelos para desatar celopatía terminal, en sus fantasías nada culposas en cuartos oscuros, en su furia fina para descuartizar enemigos y arañar mi espalda en cada pequeña muerte (como si yo fuese la tecla del medio de su celular, raspada de tanto escarbarla), en su amenaza filosa a mis partes pudendas ante el entusiasmo carnal de medio lado, de refilón, pero siempre pasajero, en su silencio furioso vuelto jeroglífico a mi entendimiento y paciencia, y le respondo, sí, por supuesto, eres una persona muy simple, cómo decir lo contrario.

Thursday, November 26, 2020

Se fue el Baudelaire del fútbol


MAURIZIO BAGATIN

Annus horribilis, todas las distopias y las infamias del tiempo, la peste y luego la muerte…

Y se fue el Baudelaire del fútbol, según Gianni Brera, que en versos intentó toda la vida rimar gladiadores de la modernité y funambulistas del balompié, Diego Armando era Baudelaire, poeta sublime, era tótem e redentore, simbolo e sovrano, era Nápoles y era Argentina.

Quien lo vio jugar sabe de cual maravilla estamos hablando, sacar telarañas de las esquinas de los arcos, usar las manos como los pies, los pies como un Dios… apolíneo en su arte, dionisiaco en su vida…a partir de ahora se escribirá mucho.

Y algunos recuerdos… si la FIFA no fuera lo que es la FIFA, en el ’94 Argentina hubiera ganado otro Mundial y esto gracias al Pibe de oro; si algunos defensas y algunos arqueros siguen con insomnio es gracias al Pelusa, si los muertos enterrados en el cementerio de Soccavo se perdieron algo, este algo fueron las jugadas del Diego…

Y como Baudelaire, sembrando flores en el asfalto, porque la belleza es una paz feroz.

25 noviembre 2020

 

Saturday, November 21, 2020

La muerte azucarada: el día de muertos según Víctor Serge y Serguéi Eisentein


JUAN CASTELLANOS

¡Qué viva México!

Serguéi Eisenstein es uno de los de los directores de cine más importantes de la historia. En la URSS publicó y estrenó El Acorazado PotemkinLa huelga y otras obras de gran importancia. Animado con el financiamiento que le ofreció el escritor Upton Sinclair, Eisenstein arrancó a finales de 1930 la filmación de “Da zdravstvuyet Meksika!” (¡Qué viva México!), una de las películas inconclusas más famosas de la historia. Cuando declaró a los periódicos locales sobre su visita a México éste señaló:

“Durante un mes aproximadamente me dedicaré a estudiar el ambiente mexicano, y después procederé a la manufactura de la película basada en el asunto local. Tras este estudio decidiré si la obra la basamos en un argumento determinado o en una exposición fiel del país, de sus costumbres y de su pueblo, documentándome previamente en visitas que realizaré al Distrito Federal y regiones inmediatas, al Istmo de Tehuantepec y a Yucatán, pues no omitiré por ningún motivo las famosas ruinas de Chichén Itzá, y mi interés por el folklore local es enorme.” [1]

Su genialidad es indiscutible en la historia. Llegó a México en 1930, con la verdadera necesidad de viajar por el país y retratar lo que aquí pasaba. Evidentemente se fascinó por el Día de Muertos. Comenta. “No hay evento más maravilloso ni de mayor dignidad que pueda ser capturado por una cámara como lo es el Día de Muertos en México”. Su lente grabó el día de muertos.

Víctor Serge: con Benito Juárez y León Trotsky

Víctor Serge llegó a México en 5 de septiembre de 1941 junto a su hijo Vlady en medio de la “media noche” del siglo XX. Ese tiempo de avance del fascismo en toda Europa, la derrota de la república de España en la “Guerra Civil”, del triunfo contrarrevolucionario del estalinismo en la URSS, del asesinato de León Trotsky en México y del suicidio de Walter Benjamin en Port a Bou.

Serge es un errante del siglo XX que terminó. Claudio Albertani lo describe así en su prólogo a la última novela en México Los años sin perdón: “Víctor Napoleón Lvovich Kibalchich (Bruselas, 1890-Ciudad de México, 1947), mejor conocido como Víctor Serge, fue un apátrida sin papeles que pasó diez años en diversos cautiverios, generalmente duros. Nunca poseyó algo y perdió repetidas veces las pocas cosas a las que tenía apego: libros, manuscritos y objetos personales.” [2]

Resumir a Serge políticamente es difícil. Hijo de narodnikis, de joven fue juzgado por simpatizar con la Banda Bonnot que asediaba París, posteriormente en Barcelona se hace militante de la CNT y anarquista convencido. En 1919 adhiere al bolchevismo y juega un rol trascendental en la fundación de la III Internacional Comunista. Fue el traductor de un sin número de reuniones en la sede de la I.C. En 1929 se hizo miembro de la Oposición de Izquierda y militante de las ideas de Trotsky a quien nunca, más allá del distanciamiento político que luego ocurrió, dejó de admirar en medio de la más feroz represión del estalinismo.

En México, Serge pasó su primer día de muertos en 1941 y lo relata del siguiente modo, sorprende su mención a Benito Juárez y a León Trotsky:

“Día de Muertos. Hemos visto en las calles pequeños esqueletos blancos o dorados, bien hechos: cabezas de muertos de azúcar con ojos verdes o rojos. Sus nombres en color brillante en la frente de cada cráneo. Pequeños panes con forma de cráneos y huesos. Evocación de azúcar y más encantos.

Hemos visitado el pequeño cementerio y la iglesia de San Fernando, a dos pasos. Un corazón cerrado por todas partes, las piedras grises de la iglesia, las losas con viejos nombres de los años de 1860 en el muro, como si los ataúdes fueran un homenaje a ellos y sin duda los dejamos. Abandono.” [3]

Dice Serge que las tumbas difieren de las europeas: “Una pequeña oficina, una máquina de escribir y [...] bajo de bóvedas con viejos ataúdes en las esquinas, retirados de las tumbas, vacías, calcinadas por el polvo y el tiempo. Las tumbas del jardín aplastantes y sin estilo. Extraña necesidad en otros países de ahogar a los muertos bajos las piedras pesadas orgullosas. Aquí no es así.” [4]

Finalmente relata su visión sobre Benito Juárez:

“La tumba de Benito Juárez, sin ninguna inscripción, muy sencilla, un hemiciclo o columnata, sin una inscripción, nada, muy bello, pero sin ninguna explicación. Largas expresiones dolientes en su estatua. El brazo inmovilizado, el cuerpo fuerte. La cabeza es noble y verdadera, sorprendente por su sencillez, no vemos a un hombre abatido.

Juárez tiene una fuerte similitud con Lenin: el Lenin de la independencia mexicana, encuentro una fuerte relación de ambos personajes. Estoy solo. Sueño por momentos que resucita, mientras contemplo a Benito Juárez, pero recuerdo que los hombres no resucitan, sigo mirando a Juárez y recuerdo que no pueden resucitar y que sólo estoy soñando.” [5]

Algo relata Serge que es curioso. León Trotsky, asesinado en México, fue recordado por los que festejaron la tradición. Comenta: “Segunda ocasión de mi estancia en México el Día de Muertos. Luego de la fiesta de muertos que siguieron al asesinato de León Trotsky en México hemos visto en las calles calaveras en homenaje y recuerdo a Trotsky. Hay pequeños ataúdes y dibujos con Trotsky muerto en azúcar. Rechazo de Jeaninne que ve a los niños comer calaveras de azúcar. Siendo aún europea está horrorizada por lo que sucede este día. No dura mucho pues luego come una calavera de azúcar de ella misma.” [6]

Serge, Serguéi

El día de muertos se celebra en México el 2 de noviembre. Difícilmente hay una celebración así en el planeta. Un festejo a la muerte. Cráneos de dulce, ofrendas, gente caracterizada de Catrina, fiestas en los cementerios, poemas titulados “calaveritas” son algunos de los elementos de dicha festividad.

Los orígenes de este festejo se remontan a las tradiciones indígenas en particular a la tradición nahua. Los aztecas pensaban que el inframundo, en la tradición occidental el infierno, era un lugar de relajación, de reposo y tranquilidad.

El color azul del inframundo difiere de modo radical a la concepción tradicional de la muerte en occidente: mientras en la obra de Dante el infierno es rojo y lleno de fuego en la tradición indígena nahua el inframundo, lo que nos espera a todo después de la muerte es calmo y no existe tormento.

Mictlán, según los nahuas, ordenado por su dios Mictlantecuhtli es un espacio de confort, relajación y no de tormento como lo pensaron los occidentales. La muerte según los indígenas no era lamentable: las personas pasamos a un mundo menos doloroso que el real. Dicha celebración de la muerte se expande a las culturas de Mesoamérica.

La historia del día de muertos fascina a todos los extranjeros que vienen al país. Dos personalidades son analizadas en este breve texto. Dos rusos. Dos comunistas: uno escritor, el otro, cineasta. Ambos se fascinaron por el día de muertos en México. Culmino, ya comenzaré a armar mi ofrenda de este año que incluye una parte de mí, ya muerta en tiempos pasados.



NOTAS AL PIE


[
1] Entrevista a El Universal, 9 de diciembre de 1930.


[
2] Claudio Albertani, “Victor Serge y los años sin perdón” en Victor Serge, Los años sin perdón, Universidad Veracruzana, 2014.


[3] Victor Serge, Carnets, (1936-1947), Éditions Agone, Marseille, 2012.


[4Ídem.


[5Ídem.


[6Ídem.

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De IZQUIERDADIARIO.COM

Imagen: S. Eisenstein en México

 

 

Thursday, November 19, 2020

La vida en tiempos de la peste


MAURIZIO BAGATIN

                                          “La historia enseña pero no tiene alumnos” –Antonio Gramsci

El Mago dijo que se iba a venir una buena. A final de febrero volvimos de Italia, cuando ya se daban los primeros signos de que algo así, una buena, estaba por venir. El Mago nunca falla, le dije a mi hijo, sino, no le hubiéramos puesto este nombre. Sin embargo, llegaron las primeras buenas noticias desde el hospital Lazzaro Spallanzani de Roma, el virus había sido aislado por un equipo dirigido por jóvenes virólogos italianos; los científicos que la Italia actual dejaba irse al extranjero tan fácilmente, sin reconocer el capital humano, además de científico de este presente, y sin ofrecerles un futuro. Así hoy, la tierra del Renacimiento, así hoy, el deshumano desencuentro itálico. Y ellos fueron los primeros en Europa en aislar el Covid-19, a menos de 48 horas de haber diagnosticado positivos a los primeros dos pacientes en Italia. La primera peste planetaria estaba ya en Europa. O tal vez se generó en el Viejo Continente y de ahí al mundo entero.

Leíamos las noticias en el Corriere della sera, en la Repubblica, en il manifesto; veíamos el avanzar de la peste, las noticias, lo que se decía y, sobre todo, lo que no se decía, era alarmante. Las redes sociales suministraban pánico y terror y, como siempre, la primera en morirse fue la verdad. Era como si Orson Wells nos leyera cada día La guerra de los mundos y nosotros le creyéramos, y este era solo el inicio de una pesadilla que sigue en vida; la distopía de Orwell, la de Huxley y la de Bradbury se presentaron a nuestra puerta. Entraron y siguen aquí. La región Lombardía, la más industrializada, la más pujante y la más habitada de Italia, estaba dando señales de debilidad en enfrentar la inminente pandemia. Casi veinte años de recortes presupuestarios a la sanidad empezaban a transparentarse, se hicieron visibles las faltas de todo, no hubo una pronta respuesta y menos aún una voluntad política en enfrentar la cada día más alarmante situación, en los hospitales y en la prevención. Las fábricas, las discotecas, los apericena (los aperitivos antes de las cenas de la Milan), el fútbol y muchos otros escenarios, los que más ofrecían la posibilidad de contagio, seguían funcionando. Todo era normal. El nordeste seguía empujando el tren productivo italiano, quienes trabajaban nueve horas al día más el sábado -sábado inglés le decíamos, porque el sábado fascista era otra cosa, y muy triste- y se hablaba de crisis, en los bares, en casa y en los lugares de trabajo.

Por supuesto que se trataba de una extraña crisis, una entropía social, sostuve siempre. Milán, Brescia, Bérgamo, todas las fábricas del hinterland milanés, de la Val Seriana que nunca cerraron, industrias de productos de alta calidad para la exportación, en Alemania, Japón, Francia, Estados Unidos los principales adquirientes, y las que fabrican armas en la provincia de Brescia, siempre a pleno régimen de producción también durante la pandemia, y en Milán aquel partido de Champions League de la Diosa Atalanta versus el Valencia de España, miles de contagios a plein air llevados al retorno en la península ibérica. Todos frutos de una globalización imposible ya de frenar.

Llegamos a Bolivia y ya oímos hablar de cuarentena, estaba en el aire, estaba preparándose, fue ya anunciada; oímos hablar de un término que perteneció a Venecia la Serenísima, o que ahí se originó; se narra que, durante la Peste Negra en el siglo XIV, cuando se detectaba una posible amenaza entre los pasajeros que llegaban en una embarcación, la misma quedaba totalmente bloqueada y no se permitía el ingreso a tierra hasta que no transcurriera tal espacio de tiempo, cuarenta días de espera, de aislamiento, de angustia, la Quarantina. Luego, tal vez, la muerte. Atmósferas para que Thomas Mann pudiera ponerle orfebrería a La muerte en Venecia. Raras las imágenes desde Wuhan, solo suposiciones desde Corea del Sur y funéreo silencio desde la otra Corea, mientras en Italia era como ver a un cuadro de Bosch cada día, y cada día uno distinto, y otro día aparecía un cuadro de Brueghel, y así, muchos fuimos a sacar de los estantes literatura ya con dos dedos de polvo por encima, nos acordamos de Tucídides y de Boccaccio, los que frecuentaron liceos clásicos, sacamos a Camus y a Melville, los que aún no sacrificaron el Mito, en fin, leímos, aunque en formato eBook, ePub o hackeado en PDF y el que nos enviaron mal escaneado por WhatsApp, a David Quammen, su alarmante Spillover tal vez fue la buena que ya estaba aquí. El arte siempre es visionario.

A partir de la mitad del mes de marzo también aquí en Bolivia fue decretada la cuarentena, y desde entonces aparecieron figuras alucinadas en cada esquina, caminábamos entre fantasmales niqab y burqas, deslizándonos en mercados improvisados de un día por otro, como sobrevivientes a un apocalipsis, sobreviviendo al día a día, a esta pandemia y al capitalismo salvaje. Muchos se preguntaron si luego, si después de la pandemia, nos volveríamos mejores, era la inocente esperanza humana, la de siempre, y entonces interrogamos a Kant, retornó a nuestra mente Nietzsche, y nos miró desde la ventana Gadamer. En el país imposible, recién salíamos de una pandemia, de la pandemia de un poder que no quiso aceptar las derrotas que le infligieron las urnas: en un referéndum en febrero de 2016 y en las elecciones políticas del 20 de octubre del 2019. De la insurgencia de aquellos días de octubre y noviembre, fluimos a otra pandemia, ahora con un gobierno transitorio, un gabinete que debía conducir el país imposible a nuevas elecciones, a un principio programadas para el 3 de mayo de este año. En plena pandemia, el caos generado por los afines al viejo régimen y los partidarios del gobierno transitorio fue como un maná caído del cielo para el virus, el eterno empate catastrófico que vive el país imposible fue terreno fértil para que los contagios vieran un exponencial aumento.

El mapa que nos dio algunas pautas sobre lo poco que habíamos entendido, y que seguimos entendiendo de esta peste, el mapa que definió que la alta demografía, los altos niveles de contaminación, que los más débiles, los enfermos y los ancianos eran los lugares y los seres más apetecidos por este nuevo virus, este mapa no fue tomado en cuenta. Distanciamiento social y mascarillas salvaron vidas como, y tal vez más que, los fármacos. Era un simple mapa.  

No hubo Phronēsis, como tampoco hubo Metis, la Historia enseñó, como siempre, a unos alumnos eternamente ausentes. En las ciudades más industrializadas y contaminadas de Italia murieron los más ancianos, los Anquises huérfanos de un Eneas que no los pudo cargar, y así murieron el pasado y la memoria, murió la experiencia, murieron muchas historias en el país más viejo de Europa, casi seguramente también el más viejo del mundo entero.

Una noche me llama Claudio desde los Estados Unidos, su hermana María René se está muriendo, no de la peste, sino de tristeza, “año bisiesto” me dice, “distópico” le digo yo, “es la cabeza extra de la hidra”, insiste; “mala tempora currunt sed peiora parantur”, le contesto, he llegado a Cicerón y ahí me quedo. Me cuenta que lo llamó Miguel desde Madrid, querían encontrarse este año, él de ida hacia la tierra negra de Ucrania, le hubiera gustado visitarlo y quedarse unos días en Madrid, “estamos viviendo el pasado con la amenaza del futuro”, así terminó la llamada, era lo que Claudio al despedirse le dijo a Miguel...

Y Trump que niega y Bolsonaro que le sigue la locura, Johnson el inglés también, y, con ellos, todos los tierraplanistas y los que niegan la existencia del virus y luego mueren a causa de él; toda la estupidez que según Schiller hacía luchar en vano hasta a los dioses, y lo sigue haciendo. Así surge una gran oportunidad para todos los poderes de turno, de sacar fuerzas y exprimir violencias, aprovechar del lockdown para restringir libertades y así controlar a sus gentes. Pero hubo también mucha solidaridad, en pocos meses vimos brigadas de voluntarios para la emergencia, ollas comunes y acciones de vecinos en los barrios más populares de miles de ciudades de todo el mundo. En Cochabamba, la mítica bandera blanca colgada afuera de las chicherías (los bares de expendio de la tradicional chicha, bebida elaborada con maíz) sirvió como señal para los que necesitaban ayudas, la colgaron los que les faltaba alimentos, tal vez medicamentos o simplemente asistencia y compañía, fueron días de un apthapi (en quechua, apthapi es juntar para compartir) colectivo de emocionante belleza. La necesidad hizo el genio de mucha gente (hubo muchos vivos también, vivos en la acepción que los indica como astutos  o espabilados) y así surgieron iniciativas populares como también individuales. Quienes sacaron de sus memorias viejas recetas, el infalible eucalipto, el milagroso jengibre y el increíble chuño, medicina ancestral y pajpakus (pajpaku, del quechua, término que se utiliza para referirse a los vendedores callejeros, y que, en la actualidad, se utiliza para aludir aquellas personas que cautivan a los otros con su lenguaje sin decir, necesariamente, alguna cosa siquiera coherente) conocidos salieron a las calles. Vimos nuestras Macondo, nuestras Comala y nuestras Tocaia Grande reaparecer como eran en los libros que leímos muchos años atrás, siempre ahí, con sus mismos personajes, para algunos envejecidos, para otros aún más jóvenes. Ciudades visibles y ciudades invisibles, en sus diurnos silencios y en sus tétricas oscuridades nocturnas. La fuerza y la voluntad para sobrevivir nos regalaron, y nos regalan aún, mucha humanidad; la brutalidad del poder no doblegó la vitalidad de quienes siguieron y siguen soñando, de los que siguieron y siguen con voluntades invencibles.

Andando por calles y atajos, durante los tediosos días del encapsulamiento de algunos barrios -barrios que fueron encapsulados preventivamente, por chismes sensacionalistas y por exageración- y ver como un país que aún no solucionó problemas de la pre modernidad, ya sufre los graves problemas de la falta de planificaciones urbanísticas, en el crecimiento demográfico desmedido, en la mala alimentación, en la falta de hospitales y de una buena educación; cuando andas solo, caminando o en bicicleta, te vuelves un buen observador, sin ser el flâneur parisino logras ver todo lo que la estéril normalidad te niega, lo que te negaba ver el absurdo ritmo de las figuras cotidianas, y llegas a pensar lo que ves, le quitas sus nombres y logras analizar la realidad. La lentitud es sabia, el tiempo biológico es más fértil que el tiempo histórico. Bolivia es mágica en sus contradicciones, por sus paradojas, como sostuvo el historiador James Dunkerley, Bolivia es un país con reputación, que es la reputación de su Historia y de sus historias, de quienes previenen el contagio saliendo a la calle con extravagantes mascarillas, como recién salidos de una Star Wars criolla, con trajes de bioseguridad hechos por modistas torpes, adonde los llamados chuñoman (de chuño, la papa deshidratada, y de man, hombre, así fueron apodados los que a un principio negaron la existencia del virus, y luego, frente las evidencias, sostuvieron que ellos, los que se alimentaban con chuño, nunca se podían contagiar) se los vio sin mascarillas, reuniéndose y organizando marchas de protestas en contra del gobierno, de la Corte electoral que no se decidía a convocar a elecciones políticas, marchaban y siguen marchando en contra de todo y en contra de todos. Muchos de ellos, luego, murieron de Coronavirus. Hubo otros que sacaron sus remedios ancestrales, la cura para el Covid-19, anunciaba una pancarta colgada entre dos árboles de molles en una avenida periférica de la Ciudad Jardín. Y no faltó el ingeniero que, respetando la etimología de su oficio, creó hornos crematorios portátiles, y con servicio a domicilio. El realismo mágico sigue de casa, aquí tiene raíces profundas e inextirpables, por suerte.

Durante la pandemia también los filósofos polemizaron, no tanto sobre el virus sino sobre el pos virus, Žižek vio una luz al final del laberíntico túnel del capitalismo, mientras que Byung-Chul Han vio como el estado social de un contagiado ponía en relieve los problemas sociales de cada sociedad; Agamben se apoyó de Snowden, polemizando por el lockdown impuesto, y así toda la Biopolítica que ya con Foucault vislumbró este siglo, el siglo que estamos viviendo. La filosofía, tal vez, durante la pandemia, siguió el curso que Borges indicó por la metafísica, como una rama de la literatura fantástica. Mientras, toda la cultura tuvo que encerrarse entre cuatro paredes, quien se decidió leer los libros gruesos, los que siempre dejábamos para mañana, otros vieron las películas de las que habían perdido el recuerdo y algunos sacaron y escucharon los insustituibles LP. En los días de cuarentena flexible (sí, aquí en el país imposible no hubo una sola cuarentena, hubo varias cuarentenas, a las cuales se les añadieron todos los posibles adjetivos: estricta, rígida, flexible, total, dinámica…) hubo delivery de libros nuevos y usados, se sabe, no de solo de pan vive el hombre. En estos días Bob Dylan, el juglar de Minnesota, Nobel de Literatura en 2016, estrenó un nuevo disco, Rough and Rowdy Ways.

Se inventaron pleonasmos absurdos, oximorones grotescos, reaparecieron los términos lapalissianos, y los poderosos de la neohabla siguieron creando odiosas formulas literales: la nueva normalidad, quédate en casa (¿y los homeless, los clochards, los sin techos de todas las metrópolis del mundo, donde tenían que quedarse?), coronials (la generación que nacerá en los próximos meses), quarentena não é férias (la cuarentena no es una vacación), covidiota (para indicar los que ignoraban el distanciamiento social y también a los que saqueaban los supermercados), en Japón el término on-nomi (tomar on-line al aperitivo virtual.

Con el primer lockdown reaparecieron las bicicletas, en el valle donde vivimos siempre hubo una discreta circulación de bicicletas, la planicie del paisaje infunde dulzura al ciclista invitándolo a recorrer el valle, trasladándose y transportando, pero la descampesinización iniciada en el 1952 con la Revolución y con la Reforma Agraria del 1953, la que hoy llamaremos del minifundio al minibús, generó el increíble poder de los actuales transportistas, y este sector, equivocadamente llamado servicio público, hizo todo lo posible para que desapareciera en poco tiempo el transporte ecológico por antonomasia, la bicicleta. El Centro Histórico de la ciudad fue felizmente invadido por activistas, quienes empezaron a sensibilizar la ciudadanía de los beneficios del uso de las bicicletas durante (y también después) de la pandemia, quienes se pusieron manos a la obra, delineando ciclovías, dibujando y pintando las mismas con memes, así los Bansky ecociclistas presentaron sus credenciales. Pero después del primer lockdown, de repente, desaparecieron las bicicletas -fueron como el canto del cisne, o el pretexto del invierno, o la siempre presente apatía cochabambina, de hecho la bicicleta eclipsó- y no vimos más a esta estupenda voluntad de retomar la polis por parte de jóvenes y menos jóvenes con viejas Hércules, con Raleigh inglesas, con unas que otras bicicletas italianas, con las chinas de efímera duración o con las mountain bikes y las eléctricas, las que ahora funcionan con el litio. Desapareció esta abigarrada invasión sobre dos ruedas, que me hicieron recordar Ámsterdam, Copenhague, y, por el plácido ritmo, hasta a algunas ciudades de las provincias italianas. Fueron realmente dos fases, la primera adonde el miedo, el pánico o cierta sana ignorancia nos hizo ver una cara del ser humano humilde y concienzuda, un actuar prudente y sensato, pareció ver un ser humano humanista; en la segunda vimos reaparecer la viveza criolla, las astucias en evadir las reglas para el bien común y volvernos lobos del hombres de un día por otro. Era la nueva normalidad, o, nuevamente, la normalidad.

Qhapaj wawas, así los nativos quechuas y aimaras bautizaron al Coronavirus, Qhapaj wawas es una palabra quechua y también aimara que en manera, tal vez despectiva, busca enfrentar el virus con la palabra. Qhapaj entendido literalmente como el poderoso, el ilustre, el sagrado, el rico; y wawas, hijo o hija, por tanto hijo o hija con poder e/o ilustre, sagrado y rico. Con respecto y sin temor, al virus hay que enfrentarlo como todas las adversidades que surgen en la vida, de frente, con valentías y reverencia, pero sin sumisión. Esta es la visión de un mundo al que le debemos mucho respecto, un mundo que ha sido manipulado desde su alba, profundo y sabio, firme y consciente, que lamentablemente en esta tierra ha ido perdiendo el contacto con sus raíces y se hizo conducir por filibusteros al borde de la delincuencia. Se fue derramando sus conocimientos y desangrando su alma noble, la palabra Qhapaj wawas es una lanza frente al desmoronamiento de una cultura que ya ha cambiado su mentalidad. Casi una reacción física a la imposibilidad de una propia resiliencia.

Parecía ver un ejército de fantasmas que tomaban cuerpo en la desesperación de un inminente apocalipsis, en ciudades pavorosas y en ciudades negras, en Bérgamo cargando féretros en los camiones militares, en Milán buscando “gli untori” (Untore era un término utilizado en los siglos XVI e XVII para indicar quienes difundían voluntariamente la peste, esparciendo ungüentos venenosos en lugares públicos), los engrasadores que se propagaron particularmente durante la gran plaga de 1630, inmortalizada por Alessandro Manzoni en la novela I promessi sposi (Los novios) y luego rescatados en La storia della colonna infame (Historia de la columna infame) del mismo autor. Y la soledad del hombre, del hombre detrás de las cortinas de la ventana, escuchando himnos nacionales y misas, esperando el delivery con el pan, con un medicamento, tal vez con una botella de vino. Y también la soledad del hombre público, que parece seguir un simbolismo ante litteram que no lo es, la Pascua del Papa solo en la Plaza San Pedro de una Caput Mundi absolutamente desierta, y el Presidente Mattarella, solo frente al Altare della Patria en un aterrador 25 de abril, día que la liberación del nazifascismo cumplía su 75° aniversario. No fue solo García Márquez quien nos reveló el pacto secreto entre la soledad y la vejez.

No hubo colegios, universidades, para nosotros tampoco hubo trabajo, las ferias ecológicas semanales fueron cerradas y perdimos nuestras convivialidades, los contactos humanos necesarios, ir a las huertas de quienes nos proveen los tomates, visitar el campesino que cultiva las berenjenas y el locoto, tocar con nuestras manos las verduras y la tierra, estrechar manos y abrazar amigos, besarnos y reconocernos a través de un apretón en las espaldas, unas miradas cercanas, con la simple presencia. Todo oscureció y unas atmósferas kafkianas se adueñaron de los espacios, y también del tiempo, todo se alejó. En los animales domésticos vi la sensibilidad que nos falta a nosotros, los humanos, los perros más fieles eran aun más fieles, los gatos más indiferentes se acercaron más a sus cuidadores, los gallos catalanes cantaron menos, casi por no molestar a los vecinos; los colibríes, con sus imperceptibles aleteos, mientras succionaban el néctar de sus flores preferidas, parecían querer dialogar con nosotros.      

Murieron miles y miles, algunos amigos, algunos políticos, muchos médicos y muchas  enfermeras, murieron choferes y futbolistas, murió la poesía, el genio y también la locura. Los de un frente bloquearon a los del otro frente, unos bloquearon el botadero de K’ara K’ara, toneladas de basuras en las calles de la ciudad de la eterna primavera, no permitieron el paso del oxígenos para los hospitales, dejando morir muchos enfermos de Covid-19, los otros aprovecharon del poder adquirido, y así, en una lucha adonde el más pobre pisoteaba al que veía más pobre que él, mientras el rico miraba desde arriba las luchas de los más desesperados. Siempre anansaya y urinsaya, los de arriba y los de abajo. La pandemia amplió la brecha entre pobre y ricos, la pandemia dividió aún más la Zona sur de la Zona norte, estigmatizando, tachando, excluyendo, así todos los Norte versus todos los Sures del mundo entero.

Muchos aprendieron a hacer el pan, las mermeladas y tortas hasta que se acabaron el azúcar, el gas o el dinero, para algunos hasta que el traicionero pijama, que nunca se sacaron, reveló los kilos que la dieta les impuso; y así empezó su vida oficial también todo lo virtual, todo el mundo que desde aquel ángulo del sótano del comedor de Beatriz Viterbo, se hizo viral, zoom y otras aplicaciones, en una Woodstock distópica, todas la 24 horas del día. En Bolivia, durante la pandemia, el gobierno transitorio eliminó el ministerio de cultura -un gasto absurdo según la presidenta Añez-, introdujo un bono familiar que ha permitido seguir elaborando el pan, las mermeladas y las tortas -creo que el dicho: “Qu'ils mangent de la brioche” de una ilustre reina sigue siendo el lema populista ad hoc- y disimular, disfrazar, maquillar toda la mediocridad, la ineficiencia, las negligencias y la corrupción del poder de turno. Y la estupidez. Al implementarse un miserable bono familiar algunos se inventaron nuevos oficios, el hacer colas a pedido en los bancos y en las diferentes instituciones públicas y/o privadas, o el contaminador delivery, la desmesurada producción de barbijos hechos en todos los materiales posibles e imaginables, con aguayos importados de Corea del sur, con símbolos de los equipos de fútbol locales e internacionales, con imágenes eróticas, horror y new age, protectores de rostro psicodélicos, power flower y los cool para elites a las que le gusta ir al Mall bien protegidas. Una ominosa comedia humana, Balzac consintiendo.

Durante la pandemia cambiaron las fechas de las elecciones dos veces, ahora están programadas para el 18 de octubre, pandemia y convulsión social permitiendo. El orden hoy es el caos… toda palabra es una metáfora muerta, tal vez hablando de trofobiosis estamos hablando del mal que le hemos hecho y le seguimos haciendo a la tierra… una homeopatía que deberíamos inyectarnos e inyectar… hoy que todo es más fácil que una narración de los hechos, de la verdad y también de las mentiras, de la ficción. Necesitamos belleza y amor. Pérdida de la fisicidad del ser (sin estrecharse la mano, sin abrazos), pérdida del contacto con las cosas (la compactación de los elementos, de la materia y de los sentimientos), pérdida también del amor que ahora se ha transformado en violencia y odio, afuera y adentro de nuestros hogares. Durante estos días hubo tanta violencia, demasiada violencia, sobre todo en contra de las mujeres, y divorcios, agresiones, persecuciones y muertes…

Fueron días en que se transparentó nuestra huella ecológica, y nuestras acciones logramos verlas en la condición de la Pachamama, en el clima, en nuestras relaciones humanas. Venecia con sus aguas cristalinas, el Himalaya admirable desde la India, el cielo azul sobre Ciudad de México, el silencio adueñándose de las noches de la ciudad de nunca duerme, Nueva York. Cientos de venezolanos, en su desesperada fuga de un país dantesco, un día pidiendo ayuda en los semáforos, otro día vendiendo chicles, bombones y caramelos, mostraron el total fracaso del llamado Socialismo del siglo XXI, de la Revolución bolivariana, de todas estas mamadas que fueron los populismos en Latinoamérica durante todos estos años. Una señora, ya anciana, al alcanzarle unas monedas, me dijo: “¡Chávez se murió bien alimentado y su amante, el Maduro, no tiene pinta de uno al que le falte comida…!” y siguió: “Y ahora se vino esta pandemia, ocultaran todos los datos y repartirán aspirinas que ni siquiera estamos produciendo en nuestro pobre país”. La alegría caribeña había perdido todo su eufórico esmalte, parecía oír una letanía triste del más profundo de los infiernos de los hombres. Hubo días que podían salir solamente los que tenían su número de carnet de identidad con final par, otro era por los impares, y pedaleando uno oxigenaba la mente, no circulaban autos y el esmog había desaparecido, las fétidas aguas del Río Rocha retomaron transparencia, el cielo parecía sentado sobre nubes de una pureza jamás vista, la Cordillera andina presumía su verde original después de los incendios del año pasado, y, de pronto, uno se estremece al no ver los niños en las calles, ausentes sus alegrías, sus sonrisas, sus inocentes evasiones, su patear pelotas y botellas de gaseosas. ¿Sudamérica y todo el sur de nuestro planeta qué sería sin los tantos niños, sin sus malabarismos, sin sus saltos mortales? No verlos en las calles estos días fue espeluznante.

Suprimir la cultura y la educación y en su lugar introducir los transgénicos, permitir que las farmacias especulen sobre los fármacos más necesarios, que la policía sea más violenta y que el ejército siga no sirviendo para nada, que los incendios por todo lado continúen y que el aniversario del 6 de agosto pase en el olvido, es la tremenda Historia que esta pandemia también permite se vuelva en farsa de una tragedia que nació en 1825, en esta fecha “Bolivia comenzó su vida como una nación independiente: estaba en el umbral de una terrible y espantosa historia”, nos contó Charles Arnade en su La dramática insurgencia de Bolivia. ¿Crónica será, desde un país tan raro y -Vázquez dixit- “tan solo en su agonía”? Ahora, mientras el viento de agosto me reconduce a un año atrás, con la atmosfera de espera por unas ilusorias elecciones que vendrán, esta vez tal vez el 18 de octubre -mientras estoy escribiendo, luego mañana se verá- para algunos con las mismas emociones, para otros siempre más desilusionados de estas vulgares, arrogantes y podridas democracias… 

La buena se vino, el Mago no falló, como previne, tampoco esta vez, y llegó el fruto de nuestras siembras. Tal vez el virus salve el planeta. A nosotros, no lo sé.

Odradek, agosto 2020

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Imagen: Detalle de El Bosco

 

Sunday, November 8, 2020

RESEÑA | Desempolvando Y en el fondo tu ausencia, novela de la autora Rosario Barahona Michel


MARIO ALBERTO MEDRANO

Ciudad de México, 7 de noviembre (SinEmbargo).- Leer una obra publicada hace más de un lustro permite analizarla sin la efervescencia de las entrevistas y los comentarios a bote pronto, en medio del caldo gordo de la publicidad, y esto cobra relevancia si se trata de una novela galardonada con un Premio Nacional, como es el caso de Y en el fondo tu ausencia (Alfaguara, 2013), de Rosario Barahona Michel (Sucre, Bolivia).

Reconozco, de inmediato, en esta novela la mirada de la autora, aquella que evoca, pero con la capacidad de temperar el imaginario, donde reconoce la existencia de los otros, de los antepasados, sus condiciones y circunstancias.

Es justo en esa luz, la que comparte con la sombra, donde se halla esta novela, que si bien se posiciona en el género histórico, no se ciñe al ajustado corsé de la narración lineal, sino que alterna tiempos, recurre a las figuras retóricas como la analépsis, a una polifonía muy controlada y a un dominio de arcaísmo y localismo lingüísticos.

Grosso modo, Y en el fondo tu ausencia desarrolla en la Charcas del Siglo XVIII bajo un ambiente religioso, como era en aquella época en la región de La Plata, que podría considerarse el nombre colonial de la capital boliviana. A pesar de a lo largo de la historia diversos narradores se intercalan, los protagonistas, los guías del lector, son María del Carmen Gil y el Padre Suero.

Por su parte, María del Carmen, quien supone un desdoblamiento entre la primera y la segunda voz, pero sobre todo la segunda, narra las causas del porqué está al cuidado de Juana de Dios, su hermana mayor, quien supone una suerte de acertijo silencioso. Asimismo, da cuenta de la muerte de sus cuatro hermanas menores y las enfermedades febriles que las hicieron sucumbir. Junto a María del Carmen aparece un personaje misterioso, Santusa Nava, a quien Barahona le otorga su propia voz para narrar, en primera persona, sus infortunios, al ser una mujer “parda y libre”. Hasta aquí, es la historia de una familia y su relación con su tiempo. Por otra parte, el Padre Suero es, a la manera de las novelas de Faulkner, un flujo de conciencia. Se podría decir que el Padre Suero es estertor, una expiación de culpas.

Es, precisamente, esta expiación de culpas el hilo conductor, el cauce oscuro por debajo de las historias de familia, sociales, económicas, el verdadero quebranto de Y en el fondo la ausencia. Si es cierto que el telón de fondo, una bibliografía histórica, un acervo historiográfico de Bolivia, es una primera capa de la novela, por debajo la rendición de cuentas, el redimir de sus personajes es la fundamental.

Me interesa especialmente la disposición estructural. Lo que en cine funciona como flash back. Creo que Barahona maneja prolijamente este ir y venir, de intercambiar voces –otras formas de volver en el tiempo, en otros ojos-. En esta historia de la americanización, ese ir construyendo sociedades con raigambre, un haciendo la nueva América, entre hacendados segundones, colonias, paisajes, hábitos –Barahona procuró no caer en el costumbrismo ni del barroco-, hay momento que el narrador se convierte en omnipresente, una presencia superior, por encima de los hechos, y que es un efectivo recurso para dar paso a voces analépticas.

Es importante mencionar que las historias de esta novela se adentran, como en Anábasis, en lo personal, y como caja china, en lo estructural. Conocer la vida de algún personaje, supone ir hacia el fondo, hacia atrás, siempre con el eje rector de alguno de los protagonistas. Se infiere, entonces, que esta obra es un ir hacia adentro, una indagación exhaustiva, tanto en la investigación histórica como en el carácter de los personajes.

Rosario Barahona Michel es escritora e historiadora. Es autora de la novela Huésped (2010), obra finalista del Premio Nacional de Novela Alfaguara, en 2003. En 2012, obtuvo el Premio Nacional de Novela con su obra Y en el fondo tu ausencia (Alfaguara, 2013). En 2017 publicó el cuento “Cosas consabidas” con la editorial ecológica cochabambina Yerba Mala Cartonera. Su nombre se encuentra en las autoras que mejor entrelaza la historia con la literatura, es decir, la realidad con la ficción.

Con esta entrega, recupero La ruta de viaje por la obra de escritoras latinoamericanas. En este momento, continúo en la estación Bolivia.


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De SIN EMBARGO, México, 07/11/2020

Sunday, November 1, 2020

Tragedia y oxímoron boliviano


MAURIZIO BAGATIN

La literatura es una caja de herramientas, entre utensilios que nunca deben faltar, el martillo, el alicate, la llave inglesa, un desarmador, hay cachivaches, clavos, tornillos, empaquetaduras, que algún día tal vez servirán, hay un Victorinox, con la lima de Rousseau, la lupa oenegenista, el sacacorchos new age de los viajeros trasnochados…

Live dead de los Grateful Dead, para entrar en sintonía con el oxímoron boliviano, vida y muerte en sintonía con el léxico familiar de un fracaso único: la revolución democrática, en un proceso de cambio que nunca fue, que jamás será, empezamos con Ollantay, un drama a buen fin que ni Hollywood nos ofrece hoy día…

Aquí vive la tragedia en el acuchillador viento de la puna, en el bullicio de las ciudades al borde del colapso demográfico, en el bochorno de la selva. Hay una tragedia en los incendios, en la falta de agua, en el poder que nunca respeta al otro, hay una tragedia en lo parmenídeo ser boliviano; en las montañas míticas, el Thunupa, el Illimani, el Sajama, en la selva profunda y en el jaguar, en el caimán y en el valle fértil, las terrazas cultivadas a papas y coca.

El Mariscal Sucre que avisaba en su última carta a Bolívar, la del 25 de mayo del 1830… Dios bien sabe cuánto hemos luchado por la libertad de todas estas tierras y cuán mal nos han pagado. Sé que al alejarme no me guía ningún síntoma de cobardía y de traición, sólo el gran amor y cariño a mi esposa e hija… y luego ¡la traición!

Es El círculo de Oscar Cerruto, lo más kafkiano entre nuestros escritores, y Tirinea en su imaginario clandestino, es también el Chaupi p’unchaypi tutayarka del desarraigado Medinaceli, El dictador suicida y El presidente colgado, cabeza bifronte de Jano, nuestras tragedias y nuestro oxímoron… 

La tragedia griega son las culpas de los padres, pagadas por los hijos; siempre habrá una poesía dictada por la violencia, siempre perderemos si no aceptamos lo que somos; el Mito penetra nuestras cotidianeidades, un día es el Caballo de Troya - o las elecciones, dicen, democráticas - otro día el mito de la caverna de Platón - o el día después a todos los días - siempre habrá esta contradicción: “Separado se escribe todo junto y todo junto se escribe separado”.

31 octubre 2020    

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Imagen: Alfred Kubin