Wednesday, January 22, 2020

En los caminos del rey


MAURICIO RODRÍGUEZ MEDRANO

[1]
Todo sucedió, más o menos, el mismo día: mi padre nos abandonó. Y más tarde logré conseguir un trabajo freelance. Estuve desempleado durante dieciocho meses luego de renunciar a un trabajo de transcriptor en un Internet llamado «La cueva de Chun Li». Era recién egresado de Comunicación Social, de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA). 

Soy huérfano.

El trabajo consistía en hacer un reportaje sobre el rey afroboliviano, Don Julio I.

[2]
Lo que leí en Internet: El periódico El Mundo publicó el 7 de abril de 2013 un reportaje fotográfico sobre Don Julio y en el subtítulo decía «Una insólita monarquía en el corazón de Bolivia lo tiene como protagonista. Viaje al mundo de Julio Pinedo, con pasado esclavo y presente de líder». El diario El País tituló a su reportaje «El último Rey de América». El diario Prensa Libre tituló a su reportaje «El último rey de Sudamérica sobrevive en Bolivia».

[3]
La comunidad afroboliviana y su monarquía están reconocidas legalmente por el Estado Plurinacional de Bolivia y la Organización de las Naciones Unidas (ONU). 

[4]
Fui a Tocaña en un Taxi-Surubí. Tenía un mensaje pegado en el parabrisas posterior: «No me sigas que estoy perdido». Y también: «Pero sigo siendo el rey». El conductor, Hilario Apaza, era mi padrino de bautizo. Y primera comunión. Y confirmación. Moreno, estrábico, corpulento pero bajito: era fanático de Luis Miguel y siempre usaba gafas de aviador, como las del cantante mexicano en el videoclip «La incondicional».
Tenía 37 años. 

[5]
En Internet también vi un documental que titulaba «El rey negro». En él se entrevistaban a varias personas de las comunidades rurales afrodescendientes en la zona de Los Yungas: Tocaña, Mururata, Yariza, Chicaloma, Irupana, Coripata, Dorado chico, Chijchipa, Negrillani, Chulumani, Coroico.

Don Julio en algunos momentos era parco en sus palabras o se negaba a hablar.

Decía: «Los reyes viven en palacios. Yo solo soy un agricultor. No tengo nada de lo que se supone debe tener un rey. Mi vida es siempre la misma: cosechar cada día. Eso es lo único real».

[6]
En La Cumbre mi padrino me contó que su esposa lo engañó con un exluchador del Multifuncional de El Alto. Le dije: «Mis sentidos pésames». «No está muerta, pendejo», me dijo. «Pero gracias». La niebla era espesa y lloviznaba. La tierra era estéril, casi negra, llena de cascajo hasta la entrada del túnel Cotapata.

Dije, algo nervioso: «Deberías bajar la velocidad».

«Las curvas son cerradas».

Dijo: «Soy Toretto».

Íbamos a más de 120 kilómetros por hora.

«¡Qué rebaje su abuela, carajo!».

[7]
La mayoría de los Taxi-Surubí son vagonetas, de cuatro puertas, Ipsum o Noah de la marca Toyota. Los conductores admiten hasta ocho pasajeros en días de poca demanda y cobran 30 bolivianos por el trayecto La Paz-Coroico. Los buses llegan a destino en cuatro horas y los minibuses en tres. Los Taxi-Surubí lo hacen en dos horas e incluso en hora y media, según Eduardo Calle, del sindicato de buses Trans Totaí.

Dice: «Son unos gramputas suicidas».

Mi padrino dijo: «¡Soy un gramputa suicida!».

[8]
En algunas fotografías Don Julio estaba vestido con una capa roja de cuello negro. Llevaba una corona de hojalata pintada de dorado. Y agarraba un cetro con la mano izquierda. Tenía la mirada algo afligida, un aura de tristeza o resignación, la mandíbula recia y el cuerpo tenso.

En el reportaje decía: «Yo soy el mayor de dos hermanos. Mi bisabuelo se llamaba José Pinedo. Mi abuelo se llamaba Bonifacio Pinedo. Ambos trabajaron en una hacienda que hoy pertenece a la familia Cariaga, y los dos, en su momento fueron reyes, como yo».
    
[9]
Paramos en Unduavi.

Dijo: «Dos sajtas y tres cervezas, maestro».

Mi padrino me contó que a mi padre lo buscaba la policía. El «Que no quede huella II» era un puesto chico de paredes de madera mohosa y con techo de calamina, y tenía a un lado unos carteles descoloridos de Coca-Cola y Pepsi. Había una mesa de madera en la intemperie y unas sillas viejas y algo carcomidas por la humedad.

Los cerros estaban forrados de maleza y helechos y el aire era tibio y llovía suave. De fondo, el ruido de una radio en AM que trasmitía un noticiero en aymara, y el río. 

«Se lo merece», dije y sentía la humedad, en la cara y en los brazos. «Remataron la casa de mi madre».

Dijo: «Nadie se merece la indiferencia».

En el control policial de Unduavi había una hilera de diez casas celestes y blancas cerca de un barranco. En la pared delantera de una de ellas estaba escrito con pintura negra: «Padre, perdónalos». Y en la pared trasera estaba escrito con pintura roja: «Terreno en litigio».

[10]
El hijo de Don Julio se llama Rolando. Es el príncipe heredero y trabaja en La Paz. Es parte del Consejo Nacional Afroboliviano (CONAFRO) que reúne a 50 comunidades afrobolivianas y es reconocido por el gobierno actual. 

Don Julio dice: «El rey Bonifacio era mi abuelo. A nuestros antepasados los han traído para trabajar en las minas de Potosí. Después, los trajeron a la zona de Los Yungas, donde fueron vendidos a los dueños de las haciendas. Éramos hombres libres y luego esclavos».

[11]
A mediodía adelantamos una columna de camiones destartalados que transportaban a varios grupos de campesinos que migraban del altiplano. Estaban hacinados como reses en los semirremolques de madera.

La mayoría buscaría trabajo en sembradíos de coca o café.

«Otros trabajan en minas de oro o de estaño en Choro Grande».

O La Chojlla. O Mapiri. O Tipuani. O más al norte: Mayaya.

Dijo: «En la mina de San Luis me casé por primera vez».

«¿Cuántas veces te casaste?».

Dijo: «En San Luis sólo una vez».

«¿En otros lugares?».

Dijo: «Sólo cuenta la primera vez».


«Te voy a olvidar, palabra de honor. Paloma perdida, ya no puedo más. Te tengo que olvidar y te tengo que olvidar».

[12]
«¿Qué te dijo?», disminuyó la velocidad cuando ingresamos a un terreno escabroso.

«Volveré».
«¿Como Terminator?».

No tenía ganas de hablar.

Dije: «Más o menos».

«¿Cómo que más o menos, cabrón?».

Estábamos sudados. Y empolvados. Y teníamos sed.   

Dije: «Parecía triste».

«Tu padre volverá».

[13]
Don Julio I es el cuarto rey afroboliviano de un linaje de esclavos africanos. Es tal vez el reye más pobre del mundo. Trabaja ocho horas diarias, como todo hombre que no tiene poder, en sus sembradíos de coca y café desde hace más de 50 años.

En 1992 fue entronizado por su pueblo y es una autoridad que no puede tomar decisiones políticas. En 2007, el Gobierno Municipal de La Paz volvió a coronarlo. Es el único rey de Sudamérica y tal vez un símbolo.

Pienso: «¿De nuestra historia de Bolivia?».

[14]
Llegamos a la iglesia de Tocaña cerca de la segunda meseta del cerro. El cielo aún estaba nublado, y desde la iglesia se veían las casas de Coroico y La Asunta en los cerros de enfrente.

Mi padrino saludó a su amigo llamado Ruddy Mamani y me presentó como su sobrino reportero.
Mamani llevaba unas botas de cuero y un sombrero vaquero. Era un mulato gordo y recio, de mirada bovina. Le conté que recopilaba datos para un reportaje sobre el rey de los afrobolivianos. Me dijo: «Don Julio vive en Mururata, pero es difícil hacerlo hablar».

[15]
En web oficial de la Casa Real Afroboliviana está escrito: «El origen de la Casa Real Afroboliviana se encuentra en el continente africano». «Uchicho, de origen kikongo, era hijo de un rey de una tribu del Senegal». «Fue traído a Bolivia hacia 1820 en uno de los últimos contingentes de esclavos». «Terminaría trabajando en la Hacienda del Marqués de Pinedo, en la zona de Los Yungas, al norte del Departamento de La Paz».

1.       El kikongo o kongo es una lengua bantú (no es una tribu) que hablan los pobladores de la República Democrática del Congo, República del Congo y Angola. 2. Es probable que Uchicho no fuera del Senegal sino del Congo. 3. Los europeos alentaban guerras internas para cazar a las tribus diezmadas. 4. Quizá el padre de Uchicho murió en una batalla y su tribu fue capturada por un grupo de tratantes holandeses. 5. Los holandeses, que asolaban el África, vendían la mayor parte de los esclavos capturados a los españoles.   
2.       Estoy seguro de algo: Uchicho era un sobreviviente.     

Lo subieron a un barco negrero, un cirujano examinó sus dientes y sus ojos. Lo marcaron con un hierro al rojo vivo, lo encadenaron del cuello, de los pies y las manos. Lo hacinaron en una litera, junto a otros esclavos.

Lo obligaron a mantenerse recostado hasta llegar a la isla de Goreé, que pertenecía al Senegal.

«Durante más de tres siglos fue un mercado de esclavos para aprovisionar de ellos a Estados Unidos, al Caribe, Brasil y Potosí», escribe el historiador Juan Antonio Balcells.

De un grupo de 7 mil esclavos llegaban vivos 5 mil. El viaje desde Senegal a Cartagena de Indias duraba alrededor de 50 días. Los esclavos continuaban su viaje con destino a minas y plantaciones.

Desde Cartagena los embarcaban para Buenos Aires, Tucumán y Potosí.

«Van de seis en seis encadenados por argollas en los cuellos, unidos de dos en dos con argollas en los pies. Comen de 24 en 24 horas una escudilla de maíz o mijo crudo y un pequeño jarro de agua.», escribe el cronista de la Colonia, Alonso de Sandoval.

El mijo crudo sirve de comida para canarios.

El tráfico de esclavos duró tres siglos y medio. Hubo 35 mil viajes de barcos negreros oficializados en los registros, además de los que llegaron como contrabando. Entre 13 y 20 millones de esclavos ingresaron a todos los países de América.

Pocos sobrevivieron.

[16]
La iglesia de Tocaña era pequeña. En el techo había una cruz oxidada y debajo había unos nidos secos y abandonados. Detrás de la cruz había una torre con una campana pequeña en el centro, rodeada de un barandal de fierro. En la fachada colgaba una hilera de banderolas rojas y empolvadas.

También había un pasacalle donde estaba escrito: «TOCAÑA: CAPITAL DE LA SAYA».

Tocaña está a 100 kilómetros de la ciudad de La Paz y en la segunda meseta de una montaña verde y húmeda.

Alrededor olía a aceite quemado y chicharrón. 

«¿Y si bebemos?».

«Tú no cambias», dijo Mamani.

«Estoy más gordo».

«Ahora soy cristiano», dijo Mamani.

«Entonces primero bendecimos».

[18]
Ignacio Pinedo de Mustafá, Marqués del Haro, compró a los esclavos negros que resistieron al frío y al mal de altura de Potosí. Los transportó a su hacienda de Mururata, en los Yungas. Los obligó a trabajar en plantaciones de coca y de café.

Los hizo bautizar con nombres cristianos, apostólicos y romanos.

Les dio su apellido.

«Existen distintos registros de transacciones de esclavos en la zona de Nor y Sud Yungas: en 1761 en la localidad de Irupana, en 1773, 1780, 1797 y 1798 en Chulumani, en Coroico en 1789 y en 1795 en la Hacienda Sienegani», escribe el historiador Juan Angola Maconde. 

Entre los esclavos estaba Uchicho.

[19]
1. Mi padrino se emborrachó después de la segunda caja de cerveza. 2. Mamani cantó unas alabanzas cristianas. 3. Mi padrino cantó «Ahora te puedes marchar», de Luis Miguel. 4. La esposa de Mamani llegó y nos echó de su casa. 5. Mi padrino gritó, a quien quisiera escucharlo, que su esposa también era cristiana y la engañó.

Dijo: «Dame las llaves».

«Tú las tienes».

Dijo: «No tengo nada, cabrón».

6. Buscamos las llaves durante una hora, más o menos. 7. Mi padrino pateó el coche en el guardabarros y se encendió la alarma. 8. La esposa de Mamani nos ayudó a buscar las llaves con tal de que nos fuéramos. 9. Mamani quiso abrir la puerta del coche con un alambre que usaba como tendedero de ropa. 10. El alambre se quedó atascado en la puerta. 11. Mamani también pateó el coche y se volvió a encender la alarma. 12. Nos abrazamos y lloramos juntos, de rabia y de impotencia. 13. La esposa de Mamani dijo que podíamos quedarnos a dormir. 14. Mi padrino dijo que primero tenía un deber conmigo y caminamos hacia la carretera.

[20]
Es imposible comprobarlo: en la leyenda otros esclavos de la hacienda reconocieron al príncipe Uchicho cuando se bañaba en el río. El torso con tatuajes de ceniza. Los ojos con un fuego perpetuo.

Lo coronaron en secreto en 1832.

A Uchicho lo sucedió su hijo Bonifaz Pinedo.

A Bonifaz Pinedo lo sucedió José Pinedo.

A José Pinedo lo sucedió Bonifacio I.

Murió dos años después de que le otorgaran la libertad. Era 1954.

La primera Asamblea Constituyente de 1825 determinó la abolición de la esclavitud, pero nada cambió en la práctica. Otra aparente abolición de la esclavitud llegó con la reforma constitucional del 26 de octubre de 1851 durante el gobierno de Manuel Isidoro Belzu.

«Artículo 1.- Todo hombre nace libre en Bolivia: todo hombre recupera su libertad al pisar su territorio. La esclavitud no existe ni puede existir en él».

Desde ese día los afrobolivianos cantan al inicio de sus coplas o sayas:

«Isidoro Belzu, bandera ganó,

Ganó la bandera del altar mayor».

Los liberados seguían trabajando para sus patrones durante tres días a la semana, bajo la forma del servicio de «pongo» para los hombres y «mitani» para las mujeres. «Esta forma de neo-esclavismo duró un siglo más y sólo terminó durante el gobierno de Víctor Paz Estenssoro, a partir de la sanción del Decreto Ley N° 3464 del 2 de agosto de 1953, de Reforma Agraria», escribe Juan Angola Maconde.

«Bajo el principio de que la tierra es de quien la trabaja personalmente, les fue otorgada la propiedad de una parcela de 2 a 3 hectáreas en promedio, en su carácter de ciudadanos libres».

Pero la revolución del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) fracasó.

«Pasadas las primeras generaciones de la Reforma Agraria surgieron profundos desajustes económicos y sociales. La tierra distribuida en forma de minifundio, que en una primera instancia pudo sostener una familia, al momento de distribuirla a los hijos se volvió un recurso insuficiente».

Los hombres libres eran otra vez esclavos en una especie de capitalismo decadente.

Don Julio I nació en 1941.

[21]
Lloviznaba cuando llegamos a Mururata. Lo hicimos a pie. Estábamos algo borrachos. Estábamos algo perdidos. 

«¿Te dijo algo más?».

«¿Quién?».

Dijo: «Tu padre».

Mururata es una población mestiza de casas pobres y sembradíos de coca y café.

«Nada más».

Dijo: «¿Te puedo decir algo?».

«No».

Dijo: «Me pidió que te lo dijera».

«No jodas».

«Está enfermo».

[22]
Último Censo del 2012:

En Bolivia hay 16.329 afros (8.785 hombres y 7.544 mujeres).

El 60 por ciento (9.797 personas) habita en el norte de La Paz. El 15 por ciento en Santa Cruz. El 10 por ciento en la ciudad de La Paz y el 7 por ciento en Cochabamba.

Don Julio representa a 16.329 afrobolivianos.

En la nueva Constitución Política del Estado (2009), en el artículo 32 se reconoce al pueblo afroboliviano.

«El pueblo afroboliviano goza, en todo lo que corresponda, de los derechos económicos, sociales, políticos y culturales reconocidos en la Constitución para las naciones y pueblos indígena originario campesinos».

Pero aún hay mucho por hacer.

Don Julio dijo, en una entrevista con BBC Mundo: «Ser rey es una inmensa responsabilidad porque tengo que trabajar muy duro para mi gente, mi pobre gente, y no tenemos recursos».

Los afrobolivianos ven limitado su acceso a la educación pública y los servicios básicos.

«Cerca de las comunidades solo encuentran centros de primaria y deben abandonar a sus familias para continuar sus estudios».

[23]
Don Julio I sale todas las madrugadas a trabajar en los sembradíos de coca y a veces gana dinero como albañil. Tiene 74 años y el cabello encanecido. Y los ojos tristes. Y la voz gruesa y áspera.

Guarda su corona y su capa en una caja de galletas. Doña Angélica Larrea, la esposa y reina, atiende un pequeño negocio al menudeo. En la puerta hay un cartel de cartón en el que está escrito a mano alzada: «Se venden helados».

Don Julio dice: «Voy a repetirte lo mismo que digo a otros periodistas».

Lleva una polera celeste y raída de franjas blancas y horizontales y una gorra azul de camionero. No lleva zapatos y tiene las manos gruesas y callosas y con algunas cicatrices.      

«No quisiera eso».

Dice: «Entonces viniste en vano».

Se lleva una mano al rostro y se lo frota con desgano y luego se limpia el sudor de la frente con un pañuelo que sacó del bolsillo trasero de su pantalón.

«¿Puedo sentarme un rato?».

Dice: «Puedes protegerte de la lluvia, es lo poco que puedo ofrecer».

En una de las paredes de la tienda hay un cartel del V Encuentro Nacional Afroboliviano, donde figura una imagen del rey Don Julio, coronado y con un pequeño cetro de madera. Al frente hay un televisor de diez pulgadas que recibe una señal pobre del canal estatal.

Dice: «¿Quién es el hombre que está en la plaza?».

«Es mi padrino».

Dice: «Deberías llamarlo».

«Discutimos».

En la otra pared hay un escudo: un sol rojo y grande, un barco negro, la sombra de un rey negro y una llama en relieve.

«¿Puedo hacerle una pregunta?».

Dice: «No estoy obligado a responder».

«¿Amó a su padre sobre todas las cosas?».

Enciende un cigarrillo Astoria y aspira el humo, lento y mustio. Luego lo bota poco a poco.

Dice, después de un rato: «Soy huérfano, mi abuelo me crió».

«¿Pero lo amó?».

Dice: «Lo único que te queda es amar u odiar en la necesidad. O la indiferencia».

El padre de Don Julio I reinó apenas unos meses. Murió en un accidente de coche mientras viajaba a la ciudad de La Paz. A Don Julio lo crió su abuelo, Bonifacio Pinedo.

«Yo también soy huérfano».

Dice: «En Bolivia todos somos huérfanos».

Los objetivos de Don Julio como monarca son conseguir un centro de salud para el pueblo y más ayuda para la comunidad afroboliviana.

Dice: «Es mejor que regreses a tu tierra».

«Me quitaron lo único que me pertenecía».

Me da la espalda y se apoya en el marco de la puerta y mira hacia el horizonte lleno de cerros y de sombras: la noche empieza a tragarse las montañas y tal vez es la única bendición para la tierra y los hombres.

Dice: «La tierra que te pertenece es la tierra de tus muertos».

[24]
Escampó.

El ruido de las cigarras y del bosque aumentaba al anochecer y unos niños descalzos correteaban en círculos en la plaza central que se caía a pedazos mientras unos hombres arreglaban un camión y discutían a gritos. O hablaban a gritos.

Pensé: «Es el verdadero símbolo de nuestra historia».

«¿Pudiste entrevistarlo?».

«No importa».

«¿Pero pudiste hacerlo?».

«¿Mi padre te dijo algo más?».

Mi padrino se quedó en silencio y miró al suelo. Luego de un rato me abrazó con fuerza y me dijo que era mejor regresar. Yo dije que sí. Y ninguno sabía lo que iba a pasar, excepto que todos seguiríamos desamparados y haciéndonos cada día más viejos.


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De RASCACIELOS, 2020

La cura del zángano

EMILIO LOSADA

¡Bromearon los sudarios del misterio! Jacobo Fijman

Ni aquella migaja de gloria americana te mereces. Toneladas de trauma, desmadre y, sobre todo, mucha memorable nada por testimoniar; relegada tienes la encomienda, insípido figurón, irredento haragán, gandul de mierda. Ya disfrazado de paciente te has jactado de que haya donde elegir a la hora de revisitar batallas álgidas. De ello hiciste alarde a la escasísima complicidad sabedora de la circunstancia: si la próxima estación es la pira.., ¡bah, que se me afane la danza! Muy original lo tuyo, estás que te sales. Comprensible es la preocupación. Poco recorrido hay de este camisón a la mortaja. Abierto por detrás, el culo al aire. La diferencia está en lo ridículo. Buena táctica es darle a la caranalgada, di que sí, ole tu encogido ojal. El susto en buena medida ha pasado y el luctuoso futurible ya no acapara tus días y noches, aunque todo se puede torcer, con estas cosas nunca se sabe. Por una vez el plan es seguir las instrucciones y chitón. Introduces tu acostumbrada indumentaria en la bolsa facilitada al efecto y a título de impío ceremonial –a alguna rama en el abismo hay que agarrarse– le echas un ojo a la página marcada del póstumo de Valente (un gran absurdo, ese puñado de letras se te grabó a fuego tiempo ha en la sesera: «A las niñas les crecen largas piernas…»). Qué maldita maravilla, la santa madre que lo apeó a éste también. Ungido el espíritu con los concupiscentes óleos de la Verdad laica sales del cuartucho y corres directo al catre adjudicado. Cómicas son tus zancadas. Con ellas vuelves a provocar la sonrisa de Verónica y de la que no recuerdas el nombre. Treintañera cobriza la primera, rubia de más de cincuenta la otra; ambas, vaya si es de agradecer, la mar de agradables. Soltaste un par de gordas para quitarle hierro al asunto nada más entrar. Perillán de ti, siempre has sabido hacerte querer cuando te conviene. Hubo tiempo para urdir la chorrada: cinco horas largas de solitaria espera dan para mucho. Verónica supone –en breve comprobarás que supone mal– que lo tuyo puede demorarse porque es la hora del almuerzo y aún hay cosas que no hacen solas las máquinas.

La otra se vuelve a meter en su papel de veterana responsable para recriminarte que te hayas presentado sin acompañante, que a quién se le ocurre, que esto es más serio de lo que tú te crees, que si no leíste lo que firmaste y que si tal y cual. Sabes que esto no es un juego, claro que lo sabes; pero ya le has dado muchas vueltas, demasiadas. Vuelves a alegar en tu descargo que evitaste venir acompañado porque si llegas a presentarte con alguien durante la espera le hubieras dado una buena paliza y se te hubiera desatado el ansia, y eso no beneficia a nadie, y menos a ti, que eres el único elemento a mimar en esta historia. Te dejan solo unos minutos hasta que Verónica vuelve portando algo que pronto evitas seguir mirando. Esos útiles, menos mal, siempre te han dado grima. Espero no hacerte daño, dice. Le miras a la cara. Una chica muy dulce esta Verónica. Ahora que vuelves a andar suelto bien podrías hacer un esfuerzo por enamorarte de ella. Así, si la cosa sale mal, recalarías en el infierno con esos porcentajes tuyos realistas/románticos un poco más equilibrados. Pero es inútil. Pese a lo que mucha gente de tu entorno supone, eres muy lento para esto de enamorarte. Mera autodefensa. Algo así vino a decir el tío Lou Reed en un poema con el que de pleno te identificaste hace ya una vida. La chica te sigue pareciendo un encanto incluso cuando te endosa sin más preliminar ese chisme de plástico en la vena. Lo has hecho muy bien, vas y le sueltas, como consolándola tú a ella. Llevas meses comiéndote la moral con este momento y al final compruebas que no era para tanto. Suele suceder. Empieza a entrar la sustancia. Simple alimento, se te informa. Estoy demasiado nervioso, quizá con un poco de morfina…, dejas caer enarcando la ceja izquierda, la única que se te enarca sola. Verónica te ríe la gracia. La otra te dice que de eso nanay, y te lo dice con la mirada, sin articular palabra. Haces pucheritos y piensas en alto: tenía que intentarlo. Justo un celador viene a traerles a las compañeras unos bocadillos y unos refrescos. Se retiran a la pieza contigua en consideración al ayuno generalizado. Ya no las volverás a ver. Y se acabaron las sonrisas.

Se cierra una puerta y se abre otra de dos hojas, abruptamente. Una chica enfundada en una bata verde viene a por ti. Debe de andar por la edad de Verónica, pero poco tiene que ver con ella. Parece cansada, tiene mala cara, debe llevar tropecientas horas en la crisma. Se arremanga y te transporta a trompicones, se van abriendo y cerrando puertas al paso, te sientes como en una siniestra atracción de feria. Desnúdate, sales de ahí y te tumbas en ésta, te ordena la siesa con causa. Obedeces, es a lo que vienes. La luz te ciega en el nuevo catre, mejor cerrar los ojos. Se agudizan así las entendederas. Tienes que evadirte, repescas el acuciante comecome, el año de seca, tu reiterada promesa ante espejos, escaparates, ojos y todo lo que refleje tu contraída jeta de que si te najas de la calva has de retomar la ingrata lid, pero con ganas. En este trascendental albur te reafirmas en la convicción. Tras el aviso deberían cambiar mucho las cosas. Se advienen cambios en la estrategia. Enumeras mentalmente los propósitos, o suerte de mandamientos autoimpuestos, llámalo como te salga. Total beligerancia contra el fuego amigo, si no el fuego que más quema, sí el que más paraliza. A este respecto, como en muchos otros, se te ha agotado la paciencia. Te dejarás de miramientos y sacarás a pasear la mano si hiciera falta. No les pasarás a éstos ni una ni media, le darás su justo merecido al yoísmo grandilocuente, máxime cuando provenga, tú te entiendes, del pseudomainstream trepa. Para los que han perdido la compostura mostrarás la espalda, pues tienen suficiente con lo suyo, pobres. Te has mantenido el último año alejado de los modernos mentideros, pero de extranjis de vez en cuando has desplegado la antena. La cosa va a peor, si es que esto es posible. Debería no afectarte, pero no soportas a los aduladores de pacotilla, te enerva la indecente forma que tienen de trabajarse la falsa camaradería, la desesperada caza del burdo arrumaco del igual, lo patéticos que se muestran en público cuando intentan llevarse al huerto a una de esas almas cándidas que andan por ahí encabalgando mojigaterías. Sus estomagantes ardides te horrorizan. Puro hastío. ¿Y qué decir de lo de los llorones? Absolutamente insoportables, de verdad de la buena. Que si es el poder, el sistema, hermanos, que no tenéis ni idea; o que si el amiguismo plumilla, o que si la cicatería de las editoriales…, o el gobierno, o la sociedad, o la prensa…, o incluso el mercado. Acabáramos. Tienes que echarte a reír. El mercado, dicen. Tu desaparición te ha hecho recapacitar, te ha distanciado más si cabe de toda esa autocomplaciente caterva de corporativistas de alpargata. En tu hasta ahora asumida derrota, eso que ganas. Sabes de sobra, lo has vivido, que, al igual que te ha venido sucediendo con el amor, los momentos de reconocimiento son efímeros, y si aparecen lo hacen cuando menos se los aguarda. El amor es otra cosa, pero la actividad que te obsesiona es justo eso, una actividad. Más o menos profunda, pero una actividad sin más. Si aún crees que algo puedes aportar no queda otra que darle duro. No es un oficio pero tampoco una afición, es algo más arriesgado y requiere de trabajo, de mucho más del que se supone. A vueltas con los meses y meses de seca, apenas atendiendo algún encargo, y no de muy buena gana. Aunque si lo piensas no fue para tanto, quizá el respiro era necesario. Ahora hay que retomarlo. Y con método. Ya lo soltaste en tu última monserga larga. A saber: escribirlo todo con más emoción que sentimiento, con la urgente desidia de un taquígrafo, dejarte los dedos precisamente en dejar constancia, con las palabras justas, siempre menos es más, narrarlo todo aunque no suceda nada, la primera idea es la mejor idea, nada de bifurcarte, del uno al dos, del dos al tres y así, acaba y a lo siguiente, pero acaba, cabrón, acaba, y si hace falta un empujón, adelante, aunque sólo para la carrerilla. Luego mantén prudentemente la golosina alejada del alcance de los niños.

Y precisamente…

Se acercan unas voces, alguien te vuelve a trajinar la vena.

Zumba sobre el zángano la vulva de la reina.

Uno, dos…

Hala, al carajo la reconcomida consciencia.

Despiertas bajo la luz. Desvarías. Algo de un déjà-vu, balbuceas. Las voces te tranquilizan. Te extraña que no haya choteo: acostumbrados están a las sandeces, seguro que todo quisque les sale por peteneras. Rápido te despachan, aunque tienes los ojos bien abiertos no te da tiempo a quedarte con ninguna cara. Sumido en una sobrecogedora beatitud te sientes durante el traslado, estás como en estado de gracia. Anclan el catre móvil en la sala de despertares. La poética de la ciencia. Ahora la Verónica de turno se llama Miguel y tiene barba. Al principio se muestra distante, después resulta ser un gran tipo. La sala es amplia, todo es parsimonia, lasitud, recatadas peticiones de asistencia para popó o meada, patéticos trastabilles, alguna incontenida lágrima… Yacen los cuerpos remendados, arrebatados de lo que les sobraba por unas almas hermanas que heroicamente sortean los cicateros envites de la putrefacta canalla facha.

Saliste de ésta. No hubo vuelo nupcial que valga. Otra reina te ha indultado. Y van.

Unas semanas más tarde, mientras te recuperas en tu escondrijo, las palabras más atinadas sobre la vivencia vienen de nuevo de América: «Ya ves, sólo confirmamos que eres un dramático».

Pues será eso, mi pequeña bruja de la guarda. Será eso.

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De INMEDIACIONES, 21/01/2020

Imagen: Willem De Kooning


Sunday, January 19, 2020

La hipocresía de la izquierda caviar


H. C. F. MANSILLA/ERIKA J. RIVERA

El 7 de enero de 2020 El  País de Madrid publicó en lugar destacado una columna de Juan Jesús Aznárez, que empieza con una descripción del ambiente cotidiano en las ciudades bolivianas: “Las hordas a la caza del indio con garrotes y Biblias en Bolivia”. Las hordas son, por supuesto, los grupos afines al nuevo gobierno, que mediante un terrible despliegue de fuerza bruta se dedican a perseguir sañudamente a la dilatada mayoría poblacional, compuesta por indígenas sometidos ahora a un nuevo y feroz colonialismo interno. El autor es un distinguido y premiado corresponsal de prensa, que cubrió numerosos conflictos armados. Pero para su último texto no se molestó en venir al “campo de batalla” ni tampoco en acercarse a la dimensión empírica del fenómeno. Es un “cazador cazado”, como alguna prensa española lo denominó, pero sus opiniones son importantes porque representa fielmente a la izquierda champagne europea, la que desde cátedras y posiciones bien pagadas y situadas a una cómoda distancia de los hechos, se consagra a reiterar prejuicios colectivos muy enraizados entre periodistas, diplomáticos y catedráticos progresistas. Todos ellos, con poco conocimiento de la realidad específica, hacen gala de su proverbial arrogancia y propugnan el populismo autoritario para las naciones del Tercer Mundo, cosa que jamás aceptarían en sus propios países. 

Se podría afirmar que periodistas con prestigio internacional, académicos y diplomáticos despliegan prejuicios, arrogancia e ignorancia sin hacer el menor esfuerzo por conocer y comprender los diversos contextos y las especificidades de la realidad. Casi todos ellos interpretan el mundo desde categorías simplificadoras, como la pequeña verdad circunstancial que han aprendido en cursos rápidos de ciencias sociales. 

Puesto que estos intelectuales tienen, en el fondo, poco que criticar al nuevo gobierno boliviano, fingen una profunda irritación con motivo de la aparición de una Biblia en el acto de instauración de la Presidente Añez. Ya que hablan tanto de la Biblia, a estos intelectuales les aconsejamos leer el Evangelio según San Mateo (7: 3): “Por qué mirar la paja en el ojo del prójimo, si no se percibe la viga en el ojo propio”. Y en seguida el evangelista señala explícitamente que esta actitud es la base de la hipocresía social que impide una convivencia razonable entre los humanos. 

Estos intelectuales no vierten una sola palabra en torno a los problemas realmente serios que constituyen el trasfondo del descontento popular que estalló el 20 de octubre de 2019: el fraude electoral, la corrupción del régimen del Presidente Evo Morales, las manifestaciones de autoritarismo, las innegables conexiones entre el gobierno y el narcotráfico, el incendio del bosque tropical, el mal funcionamiento de las instituciones estatales y hasta las ejecuciones extrajudiciales (como los casos Porvenir y Hotel Las Américas). Los intelectuales progresistas han dejado de lado las funciones de discernir y sopesar racionalmente entre diferentes factores sociales, funciones que son indispensables para un buen periodismo moderno. 

En lugar de preocuparse  de los grandes temas de crítica social, simulan una curiosa indignación con respecto a futilidades. Atacan alguna palabra desafortunada de los funcionarios del nuevo gobierno, pero no los hechos del anterior régimen. Esto es lo que produce Fernando Molina, quien en su artículo “¿Y la democracia?” (La Razón del 9 de enero de 2020) nos dice que ahora se persigue sistemáticamente las opiniones disidentes y se ha derrotado “la lucha de muchos años por conservar la democracia boliviana”, lucha que habría llevado a cabo el régimen masista. Nada menos… 

Molina justifica su sofisma de ambigüedad ética al argumentar que la invocación a la violencia extrema no es lo mismo que cometerla. Irresponsablemente este autor expresa que criticar una evidente incitación a la violencia no es algo democrático. Se contradice a sí mismo, ya que las veintinueve personas que murieron, y que él mismo visibiliza, fueron producto del llamado a la violencia. Cualquier Estado de derecho debe garantizar la seguridad y la defensa a cada uno de los ciudadanos por encima de cualquier aspecto étnico, religioso u opción sexual. Molina, retornando a posiciones premodernas y predemocráticas, se olvida deliberadamente de los aspectos que fortalecen y garantizan la democracia de un país. Lamentablemente las personalidades mencionadas aquí no han aportado nada a la profundización de la misma. 

Por otra parte estos periodistas se adhieren a una concepción que es tributaria de la teoría leninista del partido: para ella una revuelta popular espontánea, inspirada por razones políticas y éticas, es una aberración, una imposibilidad lógica. Sus partidarios exhiben así una postura elitaria clásica: solo bajo la sabia guía del partido o de la organización revolucionaria son concebibles una rebelión masiva o un cambio de gobierno.     

Los intelectuales mencionados no comprendieron las transformaciones que se dan en toda sociedad, sobre todo en el campo educativo y en el acceso a los medios de comunicación. Los escritores progresistas se encuentran atascados en marcos categoriales marxistas en simbiosis con temas étnico-raciales. Por ejemplo: Fernando Molina, apoyándose en René Zavaleta Mercado, interpreta los últimos acontecimientos desde ese horizonte teórico, olvidándose de que la historia no se repite por la complejidad del desarrollo. La Bolivia de hoy ya no es la Bolivia de 1952 que Zavaleta interpretó. En la mentalidad de Molina no existieron los procesos de ciudadanización, ni la mayor capacidad de acceso a la elaboración y a la crítica de políticas públicas, ni las aspiraciones de una mejor administración estatal, ni la conciencia democrática de la alternancia de poder, factores que no pueden reducirse al estrato socioeconómico, ni a la región, ni al grupo étnico del ciudadano en cuestión. Asimismo estos aspectos no pertenecen a un solo sector de la ciudadanía como si existiera la superioridad étnica de algún sector por haber interiorizado los fundamentos del Estado de derecho. Consideramos que Molina y los otros se quedaron atascados no solamente en la mentalidad étnico-racial de carácter premoderno, sino también en el espacio geográfico de la ciudad de La Paz, obviando las aspiraciones de la ciudadanía del resto del país para el mejoramiento del mismo. Molina y los otros han retrocedido un siglo para explicar la Bolivia de hoy. Son personas retrógradas en el sentido en que enfatizan aspectos que ya no responden a la problemática actual, como si todo se pudiera explicar a través de la confrontación étnica entre la Bolivia tradicional (blanca y urbana) y la Bolivia indígena y campesina.

Algunos de los periodistas más conocidos de esta tendencia “progresista” son antiguos trotskistas, que se han reciclado como demócratas aparentemente preocupados por el Estado de derecho. Son los campeones de la hipocresía intelectual. Desde que L. D. Trotsky fue alejado del poder (1924) en la Santa Rusia, el verdaderamente único logro de los trotskistas a nivel mundial ha sido el haberse introducido en periódicos, revistas e instituciones de carácter liberal-democrático y haberlas debilitado desde adentro. En los últimos tiempos el caso más notorio es lo sucedido con la revista Nueva Sociedad (Buenos Aires), el órgano de la socialdemocracia internacional, que ahora está al servicio del populismo autoritario. En su edición electrónica del 10 de enero de 2020, Nueva Sociedad publica un “análisis” de Agostina Dasso sobre la situación boliviana, que concluye con una frase llena de fingido dramatismo de corte apocalíptico: “Bolivia y su interrumpida democracia agonizan”.

El ya mencionado Evangelio de San Mateo (7: 15) nos previene contra esos personajes: “Guardaos de los falsos profetas, que vienen vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces”.


H. C. F Mansilla es escritor

Erika J. Rivera es Magister DAEN

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De POLIS, 17/01/2020


Perdida en la noche


AIRAM GOIZEDER

Esta noche de sábado, he sentido necesidad de escapar de la "disco" donde el ruido se me hacía ensordecedor e insoportable. Doy media vuelta, salgo deprisa sin que l@s compis lo adviertan. No soporto ni la compañía.

Perdida entre la noche llego al lugar donde todo es silencio, desde donde apenas se escuchan las notas suaves de un viejo piano. Proviene de un café de los de siempre (antiguo), donde un pianista se concentra solo en las teclas.

Es un lugar para solitarios nostálgicos, y esta noche me gusta, me apetece, está cerquita de casa y entro en él. Respiro hondamente, pido una copa, me sumo en la melodía y me derrito sobre la mesa.

El pianista me lastima con su copa de propinas vacías, siento ansias de fumar un cigarro, solo uno, pero... Animada con mi copa, me levanto para sentarme a su lado… Vamos a agonizar esta noche juntos.

Le pido al oído que toque "I Waited For You" aunque Chet Baker se revuelque en su tumba…

Los seis diablos o (pocos más de la barra) hacen silencio mientras nos miran, él comienza a tocar, y mi boca se mueve al compás de su angustia. Me mira a los ojos sin sonreír. Termina, toma mi mano con fuerza… la besa por un segundo y me voy.

Siempre me voy.

Siento el salobre olor de la madrugada y no sé cómo encarar este amanecer, ¿no podría alguien ofrecerme un escape, elevarme del concreto sin azotarme?
Desde esta madrugada helada, se me quiebran los ojos

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Imagen: Nighthawks/Edward Hopper, 1942

Friday, January 17, 2020

Entre el marxismo y la omnisciencia


JORGE MUZAM

Noche de viernes en la cordillera andina. Los perros parlanchines no quieren dormirse y los televisores que aún funcionan están encendidos a todo volumen en programas de farándula. Nuestra casa campestre es grande, pero el chismoseo sobre los famosos traspasa incluso las paredes más gruesas. Mis audífonos están parcialmente estropeados tras enviarlos accidentalmente a la lavadora dentro de un buzo. Los he puesto a secar durante dos días, pero los resultados no son óptimos y hasta suenan divertido, como un trajinado bafle de gitano pobre. Por esto no puedo desligarme por completo del mundanal ruido.

Pasan apresurados agricultores en sus todoterrenos hacia los prostíbulos de San Carlos. Van muy serios y perfumados, como si se tratara de la Conferencia de Yalta. En San Carlos aún subsisten algunos antros a la antigua, con viejas comadronas, jóvenes asiladas chilenas y mozos mariconcitos. De Santiago hacia el norte la situación es distinta, los contactos se hacen por celular, los encuentros son en departamentos, y predominan las cubanas, colombianas, dominicanas y una que otra peruana. Los chilenos, pacatos y fomes, parecen necesitar la sangre caribeña para espabilarse. Y de verdad yo mismo saldría a tomarme una copa y bailar una rumba si en cien millas a la redonda no hubiera puros hijos de puta.

Fue un día de sudor, de fuerza bruta, de tareas campesinas realizadas a cabalidad. Tras ducharme y cenar me fui a mi “gabinete” (palabra que usó mi abuelo al husmear en mi biblioteca buscando posibles libros perdidos de la suya), encendí luces bajas, preparé un café y abrí mi biblioteca virtual. Avancé algunas páginas en la Historia Social Comparada de los Pueblos de América Latina, de Luis Vitale. Buscaba datos antiguos sobre Venezuela que me sirvieran para un nuevo artículo, pero Vitale, como buen marxista, solo teoriza en torno a generalidades. Luego me pasé a la novela Diccionario de nombres propios, de Amelie Nothomb. Le gustó a Lo y eso despertó mi curiosidad. Lo es una crítica literaria avezada y desecha rápidamente todo lo que no valga la pena. Quedo en la página 15 y me salto a La piel de Zapa, de Balzac. Avanzo poco, la extrema omnisciencia de este superdiós narrador me genera más risa que concentración. Mi último intento es con Mashenka, de Nabokov, novela que prometí comentar con Ricardo una vez que la finalice.

Salgo un rato al patio, que está aromatizado con las manzanas maduras que caen por todos lados. La noche está estrellada, sin luna, y circula un viento frío que mece las ramas caídas de las parras.

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De PALABRA ABIERTA



El fútbol hasta el fin del mundo


MAURIZIO BAGATIN

"El fútbol es música, baile y armonía. Y no hay nada más alegre que la esfera que rebota" - Pelé -

Adentro de la esfera hay millones de metáforas y hay un poema que, desde niños nos persigue, día y noche, en nuestras piernas y en nuestros sueños. Pateamos ya adentro del vientre materno, pateamos al salir, pateamos después, pateamos siempre. A veces metemos gol. Hay mucha poesía en este juego. Todos algún día hemos recibido una pelota de regalo, a todos un día, un vecino frustrado o una vieja solterona, nos las pincharon, casi todos hemos roto un vidrio con nuestros pies chuecos al intentar meter gol en aquella cancha que –un poco irregular– encerraba nuestros sueños, explotaba nuestro sudor incrementando nuestros músculos. Y luego escapando en bicicleta hemos caído en una acequia llena de ortigas, nos hemos levantado, mirando atrás quien nos perseguía y, recogida la pelota, hemos seguido nuestra fuga. El día después seguíamos pateando la misma pelota, en la misma irregular cancha, con un ojo hacia la casa del vecino y el otro que contaba los toques de dominio que lográbamos alcanzar. Alguna vez, en verano, incursionábamos a las horas menos indicadas, bajo el “solleone” organizábamos unos partidos alucinantes –mientras el vecino hacia su siesta– que siempre terminaban con un gol de diferencia o a los penales y allí era que el vecino, ya despierto, empezaba a blasfemar a derecha y a izquierda, así que rápidos ejecutábamos los penales y escapábamos hacia otras canchas, hacia otra libertad.

Si naces defensor, hombre de defensa, lo que hoy llaman lateral o con otros términos para mí ya postmodernos, si no tienes lo pies buenos, bendecidos o caídos en gracia, tienes que jugar siempre en anticipo, y luego pasarle la pelota a tu compañero, aquel suertudo, bendecido, caído en gracia, que tiene los pies buenos y juega contigo. Esto en el fútbol como en la vida. Pasas la pelota o pides una ayuda. El gol y los logros los festejaran juntos. Se juega como se vive, dijo Vázquez Montalbán.

La pelota es metáfora, circulo de una copernicana revolución… Galileo mirando los veintisiete “carcianti” del fútbol florentino demuestra lo que la iglesia católica quiso esperar quinientos años para reconocer: todo da vuelta, el viento, la suerte, la historia, y todo tarde o temprano vuelve a su sitio; pelota entra cuando Dios quiere, palabra de Vujadin Boskov.

La pelota tiene un propietario, él decide hasta que hora se juega, quienes serán los afortunados en tocarla y jugar con ella –sí, porque si no entras en la simpatía del propietario de la esfera, puedes ser excluido del espectáculo– y quienes participaran en la formación de los equipos, quienes decidirán la cancha, si por ejemplo a las dos de la tarde de un día de verano jugarás contra el sol o a su favor, si tu arco será el que detrás tenga la ventana de aquel gruñón vecino o si, siendo impares, uno tendrá que jugar un tiempo en cada equipo o esperar la llegada de otro glorioso legionario de la tarde veraniega.

La pelota tiene un nombre, es Super Santos en los años sesenta, cuando Pelé deleita al mundo con sus malabarismos de capoeira; se llama Super Derby cuando Inter y Milán dominan en Italia y en Europa; Super Tele la que nadie quiere porque vuela demasiado y es “para mujercitas”; Eurosport con la entrada de los equipos italianos en las competiciones europeas; Tango, la pelota del Mundial de Argentina del ’78 (ganancias a los militares y un Johan Cruyff sin patearla…); Telstar la pelota del Mundial de México ‘70, la esfera que rinde homenaje a esta hambre de panem et circenses y ofrece a la masa el juego, el deporte, la profesión, la diversión, el opio del Siglo XXI; Etrusco Único es la esfera del Mundial del ‘90 en Italia; ayer fue la pelota de trapo, la rellenada de plumas o de cabellos de mujeres, hecha de periódicos viejos, redonda, esférica, circular, orbicular, que da vuelta, propio como la vida.

Para nosotros fue todo, con una bicicleta y con las estampillas Panini: la esfera pinchada, la desinflada, la rota, es tristeza, amargura, frustración y el recuerdo de un libro de francés de los años setenta: Pelé, le roi du balón rond, que nosotros, atrevidos y enamorados, atrevidos con el balón y enamorados de la profesora de francés, desmenuzamos hasta volverlo pelota, o mejor pelota de trapo, luego jugábamos recorriéndola y mirando atrás a la profe… todos íbamos hacia la pelota, mientras la pelota iba solo hacia los mejores. Para algunos quedó el fútbol, para otros el soñar a la profe. Yo seguí soñando ambos. El balón es redondo, la vida da vueltas, la suerte a veces también.  

El fútbol será el juego, el sueño, el deporte, el arte y sobre todo la poesía que nos acompañará hasta el fin del mundo… seguiremos pateando una pelota, una botella de plástico vacía, una cualquier cosa que encontremos en una calle y así haremos sonreír hasta a Borges, él que nunca amó al futbol pero adoraba ver a un niño patear en cualquier calle desierta de su amada y odiada Buenos Aires. Así es el fútbol, cruz y delicia hasta el fin del mundo.
Abril 2018



Saturday, January 11, 2020

Buscando a Pavese


ALEJANDRO ZAMBRA

Puedo ir al pueblo natal de Cesare Pavese, le dije a la editora, un poco al azar, pensando vagamente en el Piamonte y sin calcular siquiera alguna efeméride que hiciera el viaje razonable. Luego comprobé que la efeméride no podía ser más redonda: Pavese nació hace cien años, ni más ni menos, en Santo Stefano Belbo, un pueblo de cuatro mil habitantes de la provincia de Cuneo, al que se llega desde Génova, Turín o Milán. Yo elegí viajar desde Milán, pensando en que tendría tiempo para ir a Turín, la verdadera ciudad de Pavese, la ciudad donde vivió la mayor parte de su vida y donde, en 1950, decidió morir. Finalmente no fui a Turín y casi no llego a Santo Stefano, pues estuve a punto de perder cada una de las numerosas conexiones, que seguía nervioso en un mapa demasiado grande que compré de la región. El temor a perder los trenes lidiaba con el pavor a darles codazos a los otros viajeros al abrir el famoso mapa.


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Nada más llegar conozco a Anka y Alina, dos hermanas rumanas que atienden el restorán cerca de la estación. Alina vive acá desde hace tres años, con su novio lugareño. No habla inglés, por lo que me entiendo con Anka, que viene a Santo Stefano cada verano a ver a su hermana y a trabajar. Anka no conoce otras ciudades de Italia. Le pregunto si se aburre y me dice que sí, porque acá casi nadie habla inglés y menos rumano (y muchos cultivan, todavía, el piamontés). En el pueblo hay un chileno, me dice, deberías conocerlo. Le respondo que no ando buscando chilenos, que vine a ver la casa natal de Cesare Pavese. Pero al chileno puede gustarle conocerte, me dice. Le respondo, por cortesía, que yo también quiero conocerlo.

Anka me recomienda Il Borgo Vecchio, un razonable bed & breakfast en la calle Marconi, muy cerca del centro. Me llevan en auto, voy en el asiento de atrás, acompañando a tres osos de peluche. Pregunto a Anka si Alina y su novio tienen hijos. Anka me responde que no, pero que el novio de Alina es como un niño. Traduce luego el diálogo para su hermana y no paran de reír durante todo el camino.

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Alguien nacido en el país de Neruda no debería hacer este viaje. Crecimos en el culto al poeta feliz, crecimos con la idea de que un poeta es alguien que suelta sus metáforas a la menor provocación, que acumula casas y mujeres y dedica la vida a decorarlas (a las casas y a las mujeres). Crecimos pensando que los poetas coleccionan –además de casas y mujeres– mascarones de proa y botellas de Chivas de cinco litros. Para nosotros el turismo literario es cosa de gringos, de japoneses que pagan para maravillarse con historias asombrosas.

Por fortuna, nada de eso hay en Santo Stefano Belbo, un pueblo que vive de las viñas y goza de una estabilidad muy parecida al aburrimiento. En Santo Stefano los niños aprenden, desde pequeños, que en este pueblo nació un gran escritor que nunca fue feliz. Los niños de este pueblo aprenden desde temprano la palabra suicidio. Los niños saben de antemano que, en este pueblo, como decía Pavese, trabajar cansa.

El bed & breakfast es cómodo. La habitación vale cuarenta euros, ni comparado con Milán. Abajo vive la familia: Monica, Gabriel y los hijos de ambos, una niña de nueve años y un niño de cuatro que no saludan pero sonríen como aguantando el saludo. Gabriel tiene una vinoteca que funciona frente al hostal. Sabe inglés, no así Monica, que sin embargo habla y habla con la absoluta confianza de que acabaremos entendiéndonos. La palabra clave es Pavese. La única palabra que ella dice y yo entiendo es Pavese.

Recién ahora contemplo, en plenitud, el paisaje. Un verde apacible queda en los ojos y todo parece caber en una sola mirada larga: el valle, la colina, la iglesia, las ruinas de una torre medieval. Busco el escenario de La luna y las fogatas. Encuadro la imagen para situar el río Belbo y el camino a Canelli, que en la novela es el punto de fuga, la esquina donde empieza el mundo.

Luego me dejo llevar por Monica al Centro de Estudios Cesare Pavese, donde veo la exposición conmemorativa del centenario, que consiste fundamentalmente en una exhibición de primeras ediciones. Una serie de discretos círculos en el piso marcan el trayecto que va desde el Centro de Estudios a la casa natal de Pavese. Es miércoles, la casa abre sólo los fines de semana, pero es posible visitarla mañana si contactamos al encargado. Alcanzo mientras tanto a ver la tumba de Pavese, situada en un lugar de honor, a la entrada del cementerio.

Así como repasar el diario de Pavese ha sido decepcionante –releí en el avión El oficio de vivir y nunca llegué a entender por qué antes me gustaba tanto–, visitar la aldea que sirve de escenario a La luna y las fogatas constituye una emoción compleja. Pavese interrogó ese paisaje con preguntas verdaderas, movido por el vértigo de quien busca recuerdos en los recuerdos. Reconozco de a poco el terreno que piso mientras pienso en versos de Los mares del sur y en el poema “Agonía”, que no es el mejor de Pavese pero sí el que más me gusta: “Están lejos las mañanas cuando tenía veinte años. / Ahora, veintiuno: ahora saldré a la calle, / recuerdo cada piedra y las estrías del cielo”. Recupero, mientras camino, al Pavese que prefiero, precisamente el de La luna y las fogatas: “Nos hace falta un país, aunque sólo sea por el placer de abandonarlo”, digo, de memoria. “Un país quiere decir no estar solos, saber que en la gente, en las plantas, en la tierra hay algo tuyo, que aun cuando no estés te sigue esperando”.

Antes de dormir, comparo paisajes como quien busca diferencias entre láminas idénticas. Por un momento pienso que me desvelaré imaginando ese mundo, midiendo esos recuerdos ajenos, pero la verdad es que muy pronto me vence el sueño.

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Tomo fotos, muchas fotos: soy, por dos días, el japonés del pueblo donde nació Cesare Pavese. Hay una que me gusta especialmente, donde figura su retrato en la vitrina de una tienda de zapatos para niños. Hay alusiones, dibujos, grafitis de Pavese por todas partes: Santo Stefano Belbo le rinde culto al poeta y hay belleza en ese esfuerzo. Pero el centenario de Pavese no invita a estridencias. No era tan buen personaje como Neruda. Menos mal.

Para Pavese, Santo Stefano es el lugar de origen y de ensoñación, un escenario para la infancia. “El arte moderno es una vuelta a la infancia”, dice en su diario: “Su motivo perenne es el descubrimiento de las cosas, descubrimiento que después puede acontecer, en su forma más pura, sólo en el recuerdo de la infancia”. Su pensamiento es cercano al de Charles Baudelaire: el artista es un convaleciente, que vuelve de la muerte para observar todo como por primera vez. Pavese va más lejos: “En el arte sólo se expresa bien lo que fue asimilado ingenuamente. No les queda a los artistas más que volverse hacia la época en que no eran artistas e inspirarse en ella, y esta época es la infancia”. Pavese idealizó su pueblo natal, pero convirtiéndolo en un territorio ambiguo. El personaje que regresa, en La luna y las fogatas, después de vivir en Estados Unidos y hacer fortuna, vuelve a un lugar amado y aborrecido.

Seguro que los extranjeros vienen a Santo Stefano solamente para ver, como yo, la casa natal de Pavese, que resulta ser un sitio más bien desangelado: en esta cama nació el poeta, me dice el guía, y no queda mucho más que imaginarse al pequeño Cesare llorando como condenado. También hay una galería atiborrada de bocetos nada buenos, puestos unos junto a otros por orden de llegada. El guía me dice que se trata de las obras ganadoras de un concurso anual destinado a recordar al escritor. Pienso que esas murallas atestadas de primeros lugares y menciones honrosas lucieron, en su momento, una acogedora desnudez. Pero es mejor, quizás, el desorden del homenaje.

Según Italo Calvino, la zona de las Langhes del Piamonte era famosa no sólo por sus vinos y sus trufas, sino también por la desesperación de las familias que allí habitaban. Calvino pensaba, claro, en el brutal desenlace de La luna y las fogatas, que no voy a contar aquí. Busco, absurdamente, indicios de desesperación en ese mundo de gente que vuelve a paso lento del trabajo.

Más tarde recibo el recado de Anka: a las ocho, en el bar Fiorina, conocerás al chileno, ha escrito en un papel de estilo Hello Kitty. De pronto caigo en la cuenta de que es, justamente, 18 de septiembre. Imagino que él agradecerá celebrarlo con un compatriota. Compro un disco y grabo toda la música chilena que tengo en el computador. Pero Luis, el chileno, es en realidad un peruano de Arequipa. Le regalo el disco de todos modos. Luis tiene treinta y cinco años, desde hace seis vive en Italia y hace cuatro vino a dar a Santo Stefano. Trabaja en una fábrica de bombas de agua. No he leído a Pavese, me dice de repente, a pito de nada: para miserias basta con las propias, agrega, y tiene toda la razón.

Hablo con algunos amigos de Luis. Fabio, de veintiséis años, es el más cordial. Hablamos lento y logramos entendernos. No le gusta leer, dice, pero como todo santostefanino que se precie conoce bien la obra de Pavese. Me gusta porque habla de este pueblo, dice, pero en el fondo no me gusta, rectifica, como pensando en voz alta, como decidiéndolo: no, no me gusta Pavese. A mí tampoco me gusta el chileno Neruda, le respondo. Yo me sé varios poemas de Pavese de memoria, dice Fabio, riendo. Yo también me sé algunos de Neruda, le digo, y seguimos riendo y ya tengo un amigo con quien beber las siguientes botellas de nebbiolo.

5
En el poema “La habitación del suicida”, Wislawa Szymborska recrea la perplejidad de los amigos ante el suicidio de alguien que solamente deja, a manera de explicación, un sobre vacío apoyado en un vaso. Cesare Pavese, en cambio, escribió durante quince años una larguísima carta de despedida que hasta aquí hemos leído en calidad de obra maestra. En las cuatrocientas páginas de El oficio de vivir, Pavese cultiva la idea del suicidio como si se tratara de una meta o de un requisito o de un sacramento, al punto que, finalmente, se hace difícil moderar la caricatura: no es el enigmático amigo de Wisława Szymborska o el suicida que en un poema de Borges dice “lego la nada a nadie”. Por el contrario, Pavese es consciente de su legado: sabe que deja una obra importante, cumplida, sabe que ha escrito alta poesía, sabe que sus novelas soportarán con decoro el paso del tiempo. No tenía motivos para quitarse la vida, pero se encargó de inventarlos, de darles realidad. El oficio de vivir es un registro de teorías y de planes, de diatribas y de digresiones, pero sin duda en la lectura prevalece el recuento de pensamientos fúnebres, casi siempre extremos y a veces más bien peregrinos, propios de un joven envejecido que de a poco va convirtiéndose en un viejo adolescente. Tal vez hay que ser como ese joven o como ese viejo para valorar, en plenitud, el diario de Pavese. Tal vez hay que querer suicidarse para leer El oficio de vivir. Pero no es necesario querer suicidarse para disfrutar libros perfectos como La luna y las fogatasLa playaTrabajar cansa o Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

La mayor virtud de El oficio de vivir es que da pistas sobre la obra de Pavese: si quitamos las referencias a su vida amorosa quedaría un libro delgado y excelente. Ahora me parece que al diario le sobran muchas páginas: sus impresiones sobre las mujeres, por ejemplo, no se compadecen con la comprensión verdadera o al menos verosímil de lo femenino que uno cree leer en La luna y las fogatasEntre mujeres solas o en algunos de sus poemas. Por momentos Pavese es solamente ingenioso y más bien vulgar: “Ninguna mujer contrae matrimonio por conveniencia: todas tienen la sagacidad, antes de casarse con un millonario, de enamorarse de él”. Su misoginia es, con frecuencia, rudimentaria: “En la vida, les sucede a todos que se encuentran con una puerca. A poquísimos, que conozcan a una mujer amante y decente. De cada cien, noventa y nueve son puercas”.

Más divertido y negrísimo es el humor de un pasaje en que comenta eso de que un clavo saca a otro clavo: para las mujeres el asunto es muy simple, dice, pues les basta con cambiarse de clavo, pero los hombres están condenados a tener un solo clavo. No sé si hay humor, en cambio, en estas frases: “Las putas trabajan a sueldo. ¿Pero qué mujer se entrega sin haberlo calculado?”. El siguiente chiste, en todo caso, me parece muy bueno: “Las mujeres son un pueblo enemigo, como el pueblo alemán”.

Es cierto que cometo una injusticia al presentar a Pavese como un precursor de la stand up comedy, pero denigrarlo es seguir el juego que él mismo propuso. Otro libro breve o no tan breve que podría extraerse de El oficio de vivir es el de la ya mencionada autoflagelación literaria. Al comienzo duda, razonablemente, de su escritura: se queja de su idioma, de su mundo, de su lugar en la sociedad, se retracta de sus poemas, quiere escribirlos de nuevo o no haberlos escrito. Desea experimentar el placer de negarse, de partir, siempre, desde cero: “He simplificado el mundo en una trivial galería de gestos de fuerza y de placer. En esas páginas está el espectáculo de la vida, no la vida. Hay que empezarlo todo de nuevo”. La observación no es casual, porque contiene una ética: el artista es siempre un eterno amateur, sus triunfos amenazan el progreso de la obra. Pero se queja tanto que escucharlo a veces se vuelve insoportable. Poco después de los lamentos iniciales, Pavese ha construido una obra inmensa que le da satisfacciones reales, que le permite ser alguien muy parecido a quien siempre quiso ser. Pero ahora se queja lo mismo y un poco más: “Estás consagrado por los grandes maestros de ceremonias. Te dicen: tienes cuarenta años y ya lo has logrado, eres el mejor de tu generación, pasarás a la historia, eres extraño y auténtico… ¿Soñabas otra cosa a los veinte años?”. La respuesta es, en cierto modo, conmovedora: “No quería sólo esto. Quería continuar, ir más allá, comerme a otra generación, volverme perenne como una colina”.

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Pavese era un buen amigo, dice Natalia Ginzburg, pues la amistad se le daba sin complicaciones, naturalmente: “Tenía un modo avaro y cauto de estrechar la mano al saludar: daba pocos dedos y los retiraba enseguida; tenía un modo arisco y parsimonioso de sacar el tabaco de la bolsa y llenar la pipa; y tenía un modo brusco y repentino de regalarnos dinero, si sabía que nos hacía falta, un modo tan brusco y repentino que nos dejaba boquiabiertos”. En un fragmento de Léxico familiar y en un breve y bellísimo ensayo de ese libro breve y bellísimo que se llama Las pequeñas virtudes, Natalia Ginzburg evoca los años en que ella y su primer marido trabajaron con Pavese en Einaudi, tiempos difíciles a los que el poeta se integra trabajosamente: “Algunas veces estaba muy triste, pero durante mucho tiempo nosotros pensamos que se curaría de esa tristeza cuando se decidiera a hacerse adulto, porque la suya nos parecía una tristeza como de muchacho, la melancolía voluptuosa y despistada del muchacho que todavía no tiene los pies sobre la tierra y se mueve en el mundo árido y solitario de los sueños”.

Agrega Natalia Ginzburg: “Pavese cometía errores más graves que los nuestros, porque los nuestros se debían a la impulsividad, a la imprudencia, a la estupidez y al candor, en cambio los suyos nacían de la prudencia, de la sagacidad, del cálculo y de la inteligencia”. Y luego señala que la virtud principal de Pavese como amigo era la ironía, pero que a la hora de escribir y a la hora de amar enfermaba, súbitamente, de seriedad. La observación es decisiva y, a decir verdad, ha sobrevolado con persistencia mi relectura de Pavese: “A veces, cuando ahora pienso en él, su ironía es lo que más recuerdo y lloro, porque ya no existe: de ella no queda ningún rastro en sus libros, y sólo es posible hallarla en el relámpago de aquella maligna sonrisa suya”. Decir de un amigo que en sus libros no hay ironía es decir bastante. En las páginas de El oficio de vivir, en efecto, por largos pasajes el humor se limita a inyecciones de sarcasmo o a meros manotazos de inocencia.

“Mi creciente antipatía por Natalia Ginzburg”, anota Pavese en 1946, “se debe al hecho de que toma por granted, con una espontaneidad también granted, demasiadas cosas de la naturaleza y de la vida. Tiene siempre el corazón en la mano –el parto, el monstruo, las viejecitas. Desde que Benedetto Rognetta ha descubierto que es sincera y primitiva, ya no hay manera de vivir”. La amistad admite estos matices, y a su manera tajante y delicada la escritora responde: “Nos dábamos perfecta cuenta de las absurdas y tortuosas complicaciones de pensamiento en que aprisionaba su alma sencilla, y habríamos querido enseñarle algunas cosas, enseñarle a vivir de un modo más elemental y respirable; pero nunca hubo manera de enseñarle nada, porque cuando intentábamos exponerle nuestras razones, levantaba una mano y decía que él ya lo sabía todo”.

Debo decir que me quedo con la sincera y primitiva y no con el sabelotodo. Porque sin duda Pavese era un sabelotodo. Por eso mismo su soliloquio se vuelve enojoso. Lo que mejor sabía era, en todo caso, que sufría inmensamente: “Es quizás ésta mi verdadera cualidad (no el ingenio, no la bondad, no nada): estar encenagado por un sentimiento que no me deja célula del cuerpo sana”. Acaso estaba secretamente de acuerdo con su amiga Natalia. Pienso en este fragmento del diario, que tal vez da la clave del sufrimiento de Pavese: “Quien no sabe vivir con caridad y abrazar el dolor de los demás es castigado sintiendo con violencia intolerable el propio. El dolor sólo puede ser acogido elevándolo a suerte común y compadeciendo a los otros que sufren”.

7
Algo va mal en este artículo. Mi intención era recordar, en su propio pueblo natal, a un escritor que admiro, y ya se ve que la admiración ha amainado. Lo comento con una amiga, por teléfono, a quien no le gusta y nunca le ha gustado Pavese. Tal vez la primera vez que leíste El oficio de vivir, me dice, querías suicidarte. Todos los estudiantes de literatura quieren suicidarse, dice, y yo me río pero enseguida respondo, con pavesiana seriedad, que no, que nunca quise suicidarme. Tal vez entonces, a los veinte años, me impresionaba la forma de expresar el malestar, la descripción precisa de un dolor que parecía enorme y que sin embargo no rivalizaba con la posibilidad de plasmarlo. Es curioso, pienso ahora: Pavese lucha con el lenguaje, construye un italiano propio o nuevo, valida las palabras de la tribu y los problemas de su tiempo. No se adhiere a fórmulas, desconfía de las proclamas, de los falsos atavismos. Es, en un punto, el escritor perfecto. Pero en otro sentido es un pobre hombre que anhela exhibir su pequeña herida. Me pregunto si era necesario saber tanto sobre Pavese. Me pregunto si verdaderamente a alguien le importa saber sobre su impotencia, sus eyaculaciones precoces, sus masturbaciones. No lo creo.

Pavese solía releer su diario para echar tierra sobre alguna observación apresurada o, más frecuentemente, para enfatizar una intensidad que ya era alta. Las numerosas referencias internas y el uso de la segunda persona constituyen la retórica de El oficio de vivir. La segunda persona reprende, humilla, pero a veces también infunde ánimo: “Ten valor, Pavese, ten valor”. El efecto, en todo caso, nunca me parece esencial: cualquiera de esos fragmentos funcionaría mejor en primera persona. Más que una complejidad del yo, la segunda persona comunica la dificultad del desdoblamiento y suena siempre tremendista: “También has conseguido el don de la fecundidad. Eres dueño de ti mismo, de tu destino. Eres célebre como quien no trata de serlo. Pero todo esto se acabará”. Hay pedazos, sin embargo, notables: “Recuerdas mejor las voces que las caras de las personas. Porque la voz tiene algo de tangencial, de no recogido. Dada la cara, no piensas en la voz. Dada la voz –que no es nada– tiendes a hacer de ella una persona y buscas una cara”.

8
Releo algunas páginas y rápidamente vuelvo a quererlo: me gusta, de nuevo, Pavese.

9
“Se admiran solamente aquellos paisajes que ya hemos admirado”, dice Pavese en su diario. Me pregunto si Santo Stefano Belbo ha cambiado mucho en estas décadas. Seguramente. Pero me gusta pensar que Pavese observaría una sutil permanencia.

Mientras espero el tren que me llevará de vuelta a Milán, releo pasajes marcados de La luna y las fogatas. El pueblo ha dejado atrás la violencia que narra Pavese, el sinsentido de una vida atada a la tierra. Imagino las hogueras en la colina, recuerdo a Nuto y al niño rengo de la novela; intento calibrar la distancia de que se vale Pavese para construir ese libro leve y oscuro.

¿Me ha gustado Santo Stefano Belbo? Pienso que sí, que me ha gustado, o que me ha gustado saber que a Pavese le gustaba. Para él la atracción llevaba implícita, siempre, una zona de rechazo, y es eso lo que me sucede también a mí: que he odiado el diario de Pavese –que he odiado el diario que amaba– y he amado sus demás libros. No llego a una conclusión o sí llego, pero se parece demasiado al comienzo: en La luna y las fogatas, por lo pronto, está todo lo que Pavese tenía que decir. El resto, su vida, es una extensa nota al margen, nada más que la larga carta de un demorado suicida.

Sigo en la estación, llegué demasiado temprano. Decido ya no ver el paisaje, concentrarme en el libro. Leo, a propósito: “Fue Nuto quien me dijo que con el tren se va a todas partes, y que cuando terminan las vías comienzan los puertos, que los barcos tienen itinerarios, todo el mundo es una red de rutas y de puertos, un itinerario de gente que viaja, que hace y que deshace, y en todas partes hay gente capaz y gente necia”. El mundo está lleno de gente que viaja, que hace y que deshace, repito en voz alta, a manera de chiste extraño, poco antes de subir al tren.

Noviembre, 2008