MAURICIO RODRÍGUEZ MEDRANO
[1]
Todo sucedió, más
o menos, el mismo día: mi padre nos abandonó. Y más tarde logré conseguir un
trabajo freelance. Estuve desempleado durante dieciocho meses luego de
renunciar a un trabajo de transcriptor en un Internet llamado «La cueva de Chun
Li». Era recién egresado de Comunicación Social, de la Universidad Mayor de San
Andrés (UMSA).
Soy huérfano.
El trabajo
consistía en hacer un reportaje sobre el rey afroboliviano, Don Julio I.
[2]
Lo que leí en
Internet: El periódico El Mundo publicó el 7 de abril de 2013 un reportaje
fotográfico sobre Don Julio y en el subtítulo decía «Una insólita monarquía en
el corazón de Bolivia lo tiene como protagonista. Viaje al mundo de Julio
Pinedo, con pasado esclavo y presente de líder». El diario El País tituló a su
reportaje «El último Rey de América». El diario Prensa Libre tituló a su
reportaje «El último rey de Sudamérica sobrevive en Bolivia».
[3]
La comunidad
afroboliviana y su monarquía están reconocidas legalmente por el Estado
Plurinacional de Bolivia y la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
[4]
Fui a Tocaña en
un Taxi-Surubí. Tenía un mensaje pegado en el parabrisas posterior: «No me
sigas que estoy perdido». Y también: «Pero sigo siendo el rey». El conductor,
Hilario Apaza, era mi padrino de bautizo. Y primera comunión. Y confirmación.
Moreno, estrábico, corpulento pero bajito: era fanático de Luis Miguel y
siempre usaba gafas de aviador, como las del cantante mexicano en el videoclip
«La incondicional».
Tenía 37
años.
[5]
En Internet
también vi un documental que titulaba «El rey negro». En él se entrevistaban a
varias personas de las comunidades rurales afrodescendientes en la zona de Los
Yungas: Tocaña, Mururata, Yariza, Chicaloma, Irupana, Coripata, Dorado chico,
Chijchipa, Negrillani, Chulumani, Coroico.
Don Julio en
algunos momentos era parco en sus palabras o se negaba a hablar.
Decía: «Los reyes
viven en palacios. Yo solo soy un agricultor. No tengo nada de lo que se supone
debe tener un rey. Mi vida es siempre la misma: cosechar cada día. Eso es lo
único real».
[6]
En La Cumbre mi
padrino me contó que su esposa lo engañó con un exluchador del Multifuncional
de El Alto. Le dije: «Mis sentidos pésames». «No está muerta, pendejo», me
dijo. «Pero gracias». La niebla era espesa y lloviznaba. La tierra era estéril,
casi negra, llena de cascajo hasta la entrada del túnel Cotapata.
Dije, algo
nervioso: «Deberías bajar la velocidad».
«Las curvas son
cerradas».
Dijo: «Soy
Toretto».
Íbamos a más de
120 kilómetros por hora.
«¡Qué rebaje su
abuela, carajo!».
[7]
La mayoría de los
Taxi-Surubí son vagonetas, de cuatro puertas, Ipsum o Noah de la marca Toyota.
Los conductores admiten hasta ocho pasajeros en días de poca demanda y cobran
30 bolivianos por el trayecto La Paz-Coroico. Los buses llegan a destino en
cuatro horas y los minibuses en tres. Los Taxi-Surubí lo hacen en dos horas e
incluso en hora y media, según Eduardo Calle, del sindicato de buses Trans
Totaí.
Dice: «Son unos
gramputas suicidas».
Mi padrino dijo:
«¡Soy un gramputa suicida!».
[8]
En algunas
fotografías Don Julio estaba vestido con una capa roja de cuello negro. Llevaba
una corona de hojalata pintada de dorado. Y agarraba un cetro con la mano
izquierda. Tenía la mirada algo afligida, un aura de tristeza o resignación, la
mandíbula recia y el cuerpo tenso.
En el reportaje
decía: «Yo soy el mayor de dos hermanos. Mi bisabuelo se llamaba José Pinedo.
Mi abuelo se llamaba Bonifacio Pinedo. Ambos trabajaron en una hacienda que hoy
pertenece a la familia Cariaga, y los dos, en su momento fueron reyes, como
yo».
[9]
Paramos en
Unduavi.
Dijo: «Dos sajtas
y tres cervezas, maestro».
Mi padrino me
contó que a mi padre lo buscaba la policía. El «Que no quede huella II» era un
puesto chico de paredes de madera mohosa y con techo de calamina, y tenía a un
lado unos carteles descoloridos de Coca-Cola y Pepsi. Había una mesa de madera
en la intemperie y unas sillas viejas y algo carcomidas por la humedad.
Los cerros
estaban forrados de maleza y helechos y el aire era tibio y llovía suave. De
fondo, el ruido de una radio en AM que trasmitía un noticiero en aymara, y el
río.
«Se lo merece»,
dije y sentía la humedad, en la cara y en los brazos. «Remataron la casa de mi
madre».
Dijo: «Nadie se
merece la indiferencia».
En el control
policial de Unduavi había una hilera de diez casas celestes y blancas cerca de
un barranco. En la pared delantera de una de ellas estaba escrito con pintura
negra: «Padre, perdónalos». Y en la pared trasera estaba escrito con pintura
roja: «Terreno en litigio».
[10]
El hijo de Don
Julio se llama Rolando. Es el príncipe heredero y trabaja en La Paz. Es parte
del Consejo Nacional Afroboliviano (CONAFRO) que reúne a 50 comunidades
afrobolivianas y es reconocido por el gobierno actual.
Don Julio dice:
«El rey Bonifacio era mi abuelo. A nuestros antepasados los han traído para
trabajar en las minas de Potosí. Después, los trajeron a la zona de Los Yungas,
donde fueron vendidos a los dueños de las haciendas. Éramos hombres libres y
luego esclavos».
[11]
A mediodía
adelantamos una columna de camiones destartalados que transportaban a varios
grupos de campesinos que migraban del altiplano. Estaban hacinados como reses
en los semirremolques de madera.
La mayoría
buscaría trabajo en sembradíos de coca o café.
«Otros trabajan
en minas de oro o de estaño en Choro Grande».
O La Chojlla. O
Mapiri. O Tipuani. O más al norte: Mayaya.
Dijo: «En la mina
de San Luis me casé por primera vez».
«¿Cuántas veces
te casaste?».
Dijo: «En San
Luis sólo una vez».
«¿En otros
lugares?».
Dijo: «Sólo
cuenta la primera vez».
Cruzamos el
puente Santa Elena y nos desviamos, a la derecha, hacia la carretera de
Mururata. Era un camino angosto de tierra rojiza y
compacta, donde apenas cabía un coche mediano y en la radio oíamos una canción
de Luis Miguel.
«Te voy a olvidar, palabra de honor. Paloma
perdida, ya no puedo más. Te tengo que olvidar y te tengo que olvidar».
[12]
«¿Qué te dijo?», disminuyó la velocidad cuando
ingresamos a un terreno escabroso.
«Volveré».
«¿Como Terminator?».
No tenía ganas de hablar.
Dije: «Más o menos».
«¿Cómo que más o menos, cabrón?».
Estábamos sudados. Y empolvados. Y teníamos
sed.
Dije: «Parecía triste».
«Tu padre volverá».
[13]
Don Julio I es el
cuarto rey afroboliviano de un linaje de esclavos africanos. Es tal vez el reye
más pobre del mundo. Trabaja ocho horas diarias, como todo hombre que no tiene
poder, en sus sembradíos de coca y café desde hace más de 50 años.
En 1992 fue
entronizado por su pueblo y es una autoridad que no puede tomar decisiones
políticas. En 2007, el Gobierno Municipal de La Paz volvió a coronarlo. Es el
único rey de Sudamérica y tal vez un símbolo.
Pienso: «¿De
nuestra historia de Bolivia?».
[14]
Llegamos a la
iglesia de Tocaña cerca de la segunda meseta del cerro. El cielo aún estaba
nublado, y desde la iglesia se veían las casas de Coroico y La Asunta en los
cerros de enfrente.
Mi padrino saludó
a su amigo llamado Ruddy Mamani y me presentó como su sobrino reportero.
Mamani llevaba
unas botas de cuero y un sombrero vaquero. Era un mulato gordo y recio, de
mirada bovina. Le conté que recopilaba datos para un reportaje sobre el rey de
los afrobolivianos. Me dijo: «Don Julio vive en Mururata, pero es difícil
hacerlo hablar».
[15]
En web oficial de
la Casa Real Afroboliviana está escrito: «El origen de la Casa Real
Afroboliviana se encuentra en el continente africano». «Uchicho, de origen
kikongo, era hijo de un rey de una tribu del Senegal». «Fue traído a Bolivia
hacia 1820 en uno de los últimos contingentes de esclavos». «Terminaría
trabajando en la Hacienda del Marqués de Pinedo, en la zona de Los Yungas, al
norte del Departamento de La Paz».
1.
El
kikongo o kongo es una lengua bantú (no es una tribu) que hablan los pobladores
de la República Democrática del Congo, República del Congo y Angola. 2. Es
probable que Uchicho no fuera del Senegal sino del Congo. 3. Los europeos
alentaban guerras internas para cazar a las tribus diezmadas. 4. Quizá el padre
de Uchicho murió en una batalla y su tribu fue capturada por un grupo de
tratantes holandeses. 5. Los holandeses, que asolaban el África, vendían la
mayor parte de los esclavos capturados a los españoles.
2.
Estoy
seguro de algo: Uchicho era un sobreviviente.
Lo subieron a un
barco negrero, un cirujano examinó sus dientes y sus ojos. Lo marcaron con un
hierro al rojo vivo, lo encadenaron del cuello, de los pies y las manos. Lo
hacinaron en una litera, junto a otros esclavos.
Lo obligaron a
mantenerse recostado hasta llegar a la isla de Goreé, que pertenecía al
Senegal.
«Durante más de
tres siglos fue un mercado de esclavos para aprovisionar de ellos a Estados
Unidos, al Caribe, Brasil y Potosí», escribe el historiador Juan Antonio
Balcells.
De un grupo de 7
mil esclavos llegaban vivos 5 mil. El viaje desde Senegal a Cartagena de Indias
duraba alrededor de 50 días. Los esclavos continuaban su viaje con destino a
minas y plantaciones.
Desde Cartagena
los embarcaban para Buenos Aires, Tucumán y Potosí.
«Van de seis en
seis encadenados por argollas en los cuellos, unidos de dos en dos con argollas
en los pies. Comen de 24 en 24 horas una escudilla de maíz o mijo crudo y un
pequeño jarro de agua.», escribe el cronista de la Colonia, Alonso de Sandoval.
El mijo crudo
sirve de comida para canarios.
El tráfico de
esclavos duró tres siglos y medio. Hubo 35 mil viajes de barcos negreros
oficializados en los registros, además de los que llegaron como contrabando.
Entre 13 y 20 millones de esclavos ingresaron a todos los países de América.
Pocos
sobrevivieron.
[16]
La iglesia de
Tocaña era pequeña. En el techo había una cruz oxidada y debajo había unos
nidos secos y abandonados. Detrás de la cruz había una torre con una campana
pequeña en el centro, rodeada de un barandal de fierro. En la fachada colgaba
una hilera de banderolas rojas y empolvadas.
También había un
pasacalle donde estaba escrito: «TOCAÑA: CAPITAL DE LA SAYA».
Tocaña está a 100
kilómetros de la ciudad de La Paz y en la segunda meseta de una montaña verde y
húmeda.
Alrededor olía a
aceite quemado y chicharrón.
«¿Y si bebemos?».
«Tú no cambias»,
dijo Mamani.
«Estoy más
gordo».
«Ahora soy
cristiano», dijo Mamani.
«Entonces primero
bendecimos».
[18]
Ignacio Pinedo de
Mustafá, Marqués del Haro, compró a los esclavos negros que resistieron al frío
y al mal de altura de Potosí. Los transportó a su hacienda de Mururata, en los
Yungas. Los obligó a trabajar en plantaciones de coca y de café.
Los hizo bautizar
con nombres cristianos, apostólicos y romanos.
Les dio su
apellido.
«Existen
distintos registros de transacciones de esclavos en la zona de Nor y Sud
Yungas: en 1761 en la localidad de Irupana, en 1773, 1780, 1797 y 1798 en
Chulumani, en Coroico en 1789 y en 1795 en la Hacienda Sienegani», escribe el
historiador Juan Angola Maconde.
Entre los
esclavos estaba Uchicho.
[19]
1. Mi padrino se
emborrachó después de la segunda caja de cerveza. 2. Mamani cantó unas
alabanzas cristianas. 3. Mi padrino cantó «Ahora te puedes marchar», de Luis
Miguel. 4. La esposa de Mamani llegó y nos echó de su casa. 5. Mi padrino
gritó, a quien quisiera escucharlo, que su esposa también era cristiana y la
engañó.
Dijo: «Dame las
llaves».
«Tú las tienes».
Dijo: «No tengo
nada, cabrón».
6. Buscamos las
llaves durante una hora, más o menos. 7. Mi padrino pateó el coche en el
guardabarros y se encendió la alarma. 8. La esposa de Mamani nos ayudó a buscar
las llaves con tal de que nos fuéramos. 9. Mamani quiso abrir la puerta del
coche con un alambre que usaba como tendedero de ropa. 10. El alambre se quedó
atascado en la puerta. 11. Mamani también pateó el coche y se volvió a encender
la alarma. 12. Nos abrazamos y lloramos juntos, de rabia y de impotencia. 13. La
esposa de Mamani dijo que podíamos quedarnos a dormir. 14. Mi padrino dijo que
primero tenía un deber conmigo y caminamos hacia la carretera.
[20]
Es imposible
comprobarlo: en la leyenda otros esclavos de la hacienda reconocieron al
príncipe Uchicho cuando se bañaba en el río. El torso con tatuajes de ceniza.
Los ojos con un fuego perpetuo.
Lo coronaron en
secreto en 1832.
A Uchicho lo
sucedió su hijo Bonifaz Pinedo.
A Bonifaz Pinedo
lo sucedió José Pinedo.
A José Pinedo lo
sucedió Bonifacio I.
Murió dos años
después de que le otorgaran la libertad. Era 1954.
La primera
Asamblea Constituyente de 1825 determinó la abolición de la esclavitud, pero
nada cambió en la práctica. Otra aparente abolición de la esclavitud llegó con
la reforma constitucional del 26 de octubre de 1851 durante el gobierno de
Manuel Isidoro Belzu.
«Artículo 1.-
Todo hombre nace libre en Bolivia: todo hombre recupera su libertad al pisar su
territorio. La esclavitud no existe ni puede existir en él».
Desde ese día los
afrobolivianos cantan al inicio de sus coplas o sayas:
«Isidoro Belzu,
bandera ganó,
Ganó la bandera
del altar mayor».
Los liberados
seguían trabajando para sus patrones durante tres días a la semana, bajo la
forma del servicio de «pongo» para los hombres y «mitani» para las mujeres.
«Esta forma de neo-esclavismo duró un siglo más y sólo terminó durante el
gobierno de Víctor Paz Estenssoro, a partir de la sanción del Decreto Ley N°
3464 del 2 de agosto de 1953, de Reforma Agraria», escribe Juan Angola Maconde.
«Bajo el
principio de que la tierra es de quien la trabaja personalmente, les fue
otorgada la propiedad de una parcela de 2 a 3 hectáreas en promedio, en su
carácter de ciudadanos libres».
Pero la
revolución del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) fracasó.
«Pasadas las
primeras generaciones de la Reforma Agraria surgieron profundos desajustes
económicos y sociales. La tierra distribuida en forma de minifundio, que en una
primera instancia pudo sostener una familia, al momento de distribuirla a los
hijos se volvió un recurso insuficiente».
Los hombres
libres eran otra vez esclavos en una especie de capitalismo decadente.
Don Julio I nació
en 1941.
[21]
Lloviznaba cuando
llegamos a Mururata. Lo hicimos a pie. Estábamos algo borrachos. Estábamos algo
perdidos.
«¿Te dijo algo
más?».
«¿Quién?».
Dijo: «Tu padre».
Mururata es una
población mestiza de casas pobres y sembradíos de coca y café.
«Nada más».
Dijo: «¿Te puedo
decir algo?».
«No».
Dijo: «Me pidió
que te lo dijera».
«No jodas».
«Está enfermo».
[22]
Último Censo del
2012:
En Bolivia hay
16.329 afros (8.785 hombres y 7.544 mujeres).
El 60 por ciento
(9.797 personas) habita en el norte de La Paz. El 15 por ciento en Santa Cruz.
El 10 por ciento en la ciudad de La Paz y el 7 por ciento en Cochabamba.
Don Julio
representa a 16.329 afrobolivianos.
En la nueva
Constitución Política del Estado (2009), en el artículo 32 se reconoce al
pueblo afroboliviano.
«El pueblo
afroboliviano goza, en todo lo que corresponda, de los derechos económicos,
sociales, políticos y culturales reconocidos en la Constitución para las
naciones y pueblos indígena originario campesinos».
Pero aún hay
mucho por hacer.
Don Julio dijo,
en una entrevista con BBC Mundo: «Ser rey es una inmensa responsabilidad porque
tengo que trabajar muy duro para mi gente, mi pobre gente, y no tenemos
recursos».
Los
afrobolivianos ven limitado su acceso a la educación pública y los servicios
básicos.
«Cerca de las
comunidades solo encuentran centros de primaria y deben abandonar a sus
familias para continuar sus estudios».
[23]
Don Julio I sale
todas las madrugadas a trabajar en los sembradíos de coca y a veces gana dinero
como albañil. Tiene 74 años y el cabello encanecido. Y los ojos tristes. Y la
voz gruesa y áspera.
Guarda su corona
y su capa en una caja de galletas. Doña Angélica Larrea, la esposa y reina,
atiende un pequeño negocio al menudeo. En la puerta hay un cartel de cartón en
el que está escrito a mano alzada: «Se venden helados».
Don Julio dice:
«Voy a repetirte lo mismo que digo a otros periodistas».
Lleva una polera
celeste y raída de franjas blancas y horizontales y una gorra azul de
camionero. No lleva zapatos y tiene las manos gruesas y callosas y con algunas
cicatrices.
«No quisiera
eso».
Dice: «Entonces
viniste en vano».
Se lleva una mano
al rostro y se lo frota con desgano y luego se limpia el sudor de la frente con
un pañuelo que sacó del bolsillo trasero de su pantalón.
«¿Puedo sentarme
un rato?».
Dice: «Puedes
protegerte de la lluvia, es lo poco que puedo ofrecer».
En una de las
paredes de la tienda hay un cartel del V Encuentro Nacional Afroboliviano,
donde figura una imagen del rey Don Julio, coronado y con un pequeño cetro de
madera. Al frente hay un televisor de diez pulgadas que recibe una señal pobre
del canal estatal.
Dice: «¿Quién es
el hombre que está en la plaza?».
«Es mi padrino».
Dice: «Deberías
llamarlo».
«Discutimos».
En la otra pared
hay un escudo: un sol rojo y grande, un barco negro, la sombra de un rey negro
y una llama en relieve.
«¿Puedo hacerle
una pregunta?».
Dice: «No estoy
obligado a responder».
«¿Amó a su padre
sobre todas las cosas?».
Enciende un
cigarrillo Astoria y aspira el humo, lento y mustio. Luego lo bota poco a poco.
Dice, después de
un rato: «Soy huérfano, mi abuelo me crió».
«¿Pero lo amó?».
Dice: «Lo único
que te queda es amar u odiar en la necesidad. O la indiferencia».
El padre de Don
Julio I reinó apenas unos meses. Murió en un accidente de coche mientras
viajaba a la ciudad de La Paz. A Don Julio lo crió su abuelo, Bonifacio Pinedo.
«Yo también soy
huérfano».
Dice: «En Bolivia
todos somos huérfanos».
Los objetivos de
Don Julio como monarca son conseguir un centro de salud para el pueblo y más
ayuda para la comunidad afroboliviana.
Dice: «Es mejor
que regreses a tu tierra».
«Me quitaron lo
único que me pertenecía».
Me da la espalda
y se apoya en el marco de la puerta y mira hacia el horizonte lleno de cerros y
de sombras: la noche empieza a tragarse las montañas y tal vez es la única
bendición para la tierra y los hombres.
Dice: «La tierra
que te pertenece es la tierra de tus muertos».
[24]
Escampó.
El ruido de las
cigarras y del bosque aumentaba al anochecer y unos niños descalzos correteaban
en círculos en la plaza central que se caía a pedazos mientras unos hombres
arreglaban un camión y discutían a gritos. O hablaban a gritos.
Pensé: «Es el
verdadero símbolo de nuestra historia».
«¿Pudiste
entrevistarlo?».
«No importa».
«¿Pero pudiste
hacerlo?».
«¿Mi padre te
dijo algo más?».
Mi padrino se
quedó en silencio y miró al suelo. Luego de un rato me abrazó con fuerza y me
dijo que era mejor regresar. Yo dije que sí. Y ninguno sabía lo que iba a
pasar, excepto que todos seguiríamos desamparados y haciéndonos cada día más
viejos.
_____
De RASCACIELOS,
2020