EMIL CIORAN
La lucidez es en
algunas personas un don primordial, un privilegio e incluso una gracia. No
tienen necesidad alguna de adquirirla: están predestinados a ella. Todas sus
experiencias concurren para hacerles transparentes a sí mismos. Aquejados de
clarividencia, ésta les define tanto que la padecen sin sufrir. Si viven en una
crisis perpetua, la aceptan naturalmente pues es inmanente a su existencia. En
otras personas, por el contrario, la lucidez es un resultado tardío, el fruto
de un accidente, de una fractura interior sobrevenida en un momento dado. Hasta
entonces, encerrados en una agradable opacidad, se adherían a sus evidencias
sin sopesarlas ni descubrir su vacío. Y de repente un día se encuentran
desengañados y como lanzados, a pesar de ellos mismos, en la carrera del
conocimiento, tropezando entre verdades irrespirables, para las cuales nada les
había preparado. De ahí que sientan su nueva condición no como un favor, sino
como un “golpe”. A Scott Fitzgerald nada le había preparado a afrontar o soportar
estas verdades irrespirables. El esfuerzo que hizo para acomodarse a ellas no
carece de patetismo.
“A todas luces, vivir es hundirse progresivamente. Los golpes que más
espectacularmente nos destruyen, los grandes golpes repentinos proceden –o
parecen proceder– del exterior, aquellos que se recuerdan, aquellos a los que
se hace responsables de todo y de los que se habla a los amigos en los momentos
de debilidad, esos golpes no dejan huellas. Pero existe otra clase de golpes,
que proceden del interior, de los que nos damos cuenta demasiado tarde para
poder evitarlos. Irrevocablemente se apodera entonces de nosotros la revelación
de que nunca más seremos quienes hemos sido”.
No son estas
consideraciones de un novelista brillante, de un novelista de moda… A este
lado del paraíso, El gran Gatsby, Suave es la noche, The Last
Tycoon: si Fitzgerald sólo hubiese escrito esas novelas, no sería interesante
más que desde un punto de vista literario. Por fortuna, es asimismo el autor
del Crack-Up, obra de la que acabamos de dar una muestra y en la que
describe su fracaso, su único gran éxito.
En su juventud,
una única obsesión le domina: convertirse en unsuccessful literary man. Y lo
consigue. Conoce la celebridad e incluso una gloria de calidad. (Cosa
incomprensible para nosotros: ¡T. S. Elliot le escribe que ha leído tres
veces El Gran Gatsby!). El dinero le obsesiona: desea ganar el máximo
posible y habla de él sin pudor. En sus cartas y en sus notas alude
constantemente a él, hasta el punto de que a veces nos preguntamos si nos
hallamos en presencia de un escritor o de un hombre de negocios. Y no es que yo
deteste las correspondencias en la que se confiesan los problemas materiales;
por el contrario, las prefiero mil veces a esas otras falsamente etéreas- que
los escamotean o disfrazan de poesía. Pero hay maneras y maneras de hacerlo.
Las cartas de Rilke, que tanto aprecié hace tiempo, me parecen hoy exangües e
insulsas, no se hace en ellas la menor alusión al lado mezquino de la pobreza.
Escritas para la posteridad, su “nobleza” me exaspera. Ángeles y pobres son en
ellas vecinos. ¿No hay acaso cierto descaro o una ingenuidad calculada en
hablar largamente de ello en misivas dirigidas a duquesas? Jugar al espíritu
puro raya en la indecencia. Yo, que no creo en los ángeles de Rilke, creo menos
aún en sus pobres. Son demasiado “distinguidos” y carecen de cinismo, la sal de
la miseria. Por el contrario, las cartas de un Baudelaire o un Dostoievsky
–cartas de pedigüeños– me conmueven por su tono suplicante, desesperado,
anhelante. Uno siente que si hablan de dinero es porque no pueden ganarlo,
porque han nacido pobres y lo serán siempre, suceda lo que suceda. La pobreza
les es consustancial. Apenas aspiran al éxito, pues saben que no podrían
obtenerlo. Lo que nos molesta en Fitzgerald, en el Fitzgerald de los comienzos,
es que aspire a él y lo alcance. Pero afortunadamente, su éxito no será más que
un rodeo, un eclipse de su conciencia antes del despertar a sí mismo, a la
revelación de que nunca más será quien fue.
Fitzgerald muere
en 1941, a los cuarenta y cuatro años; su crisis se sitúa hacia 1935-1936,
época en la que escribe los textos que compondrán el Crack-up. Antes de esa
fecha, el acontecimiento capital de su vida es su matrimonio con Zelda. Juntos
llevarán la existencia artificial de los norteamericanos en la Costa Azul. Más
tarde calificará su estancia en Europa como de “siete años de despilfarro y
tragedia”, siete años en los que hicieron todas las extravagancias posibles,
como obsesionados por un deseo secreto de agotarse, de vaciarse interiormente.
Y lo inevitable sucede: Zelda se hunde en la esquizofrenia y no sobrevive a su
marido más que para acabar muriendo en el incendio de un manicomio. Él había
escrito a propósito de ella: “Zelda es un caso y no una persona”. Sin duda
quería dar a entender con ello que no era interesante más que para la
psiquiatría. Él, por el contrario, sería una persona: un caso que compete a la
psicología o a la historia.
“Con frecuencia,
en otra época, la felicidad que sentía se aproximaba a un éxtasis tal que no
hubiera podido compartirla ni siquiera con el ser más querido. Debía llevármela
conmigo a lo largo de las calles tranquilas y destilar ínfimos fragmentos en
pequeñas frases que escribí. Mi facultad de ser feliz era, creo, excepcional.
No había en ella nada natural, era tan anormal como el período de prosperidad
de Norteamérica. De la misma manera, lo que acaba de sucederme corresponde a
este ascenso de desesperación que ha sepultado a la Nación al final de los años
de opulencia”.
Dejemos a un lado
la complacencia con que Fitzgerald considera la expresión de una “generación perdida”
o interpreta su propia crisis a partir de elementos exteriores. Pues, si ella
procediese únicamente de una coyuntura, perdería todo su alcance. En lo que
tienen de específicamente norteamericano, las revelaciones del Crack-up no
conciernen más que a la historia literaria, a la historia sin más. Sin embargo,
como experiencias íntimas participan de una esencia, de una intensidad que
trascienden las contingencias y los continentes.
“Lo que acaba de
sucederme…”. ¿Qué le sucedió a Fitzgerald? Había vivido en la embriaguez del
éxito, había deseado la felicidad a cualquier precio, había aspirado a
convertirse en un escritor de primer orden. En sentido propio y en sentido
figurado, había vivido en el sueño. Pero el sueño de repente le abandona,
comienza a velar y lo que descubre en sus vigilias le horroriza. Una
esterilidad clarividente le sumerge y paraliza.
El insomnio nos
dispensa una luz que no deseamos, pero a la cual, inconscientemente, tendemos,
una luz que reclamamos a pesar nuestro, contra nosotros mismos. A través de
ella –y a expensas de nuestra salud- hallamos otra cosa, verdades peligrosas,
nocivas, todo aquello que el sueño nos impedía entrever. Pero nuestros
insomnios nos liberan de nuestras facilidades y de nuestras ficciones
únicamente para colocarnos ante un horizonte cerrado: ellos iluminan nuestros
impases. Nos condenan a la vez que nos liberan: equívoco inseparable de la
experiencia de la noche. Fitzgerald intenta en vano escapar a esa experiencia.
Le asalta, le aplasta, es demasiado profunda para su espíritu. ¿Recurrirá a
Dios? Detesta la mentira, es decir, no tiene acceso alguno a la religión. El
universo nocturno se eleva ante él como un absoluto. No tiene tampoco acceso a
la reflexión metafísica, a la que no obstante será forzado. Visiblemente no se
hallaba maduro para las noches.
“De repente surge
el horror como una tormenta. Y si esta noche prefigurara la que sigue a la
muerte; si el más allá no fuese más que un estremecimiento sin fin al borde de
un abismo al que nos empuja todo lo que en nosotros es cobarde y corrupto, y en
el que nos preceden la cobardía y la corrupción del mundo. Ninguna escapatoria,
ninguna salida, ninguna esperanza, sino únicamente la meditación perpetua sobre
lo sórdido y lo semitrágico… O quizás esperar indefinidamente en los confines
de la vida sin poder jamás superar el umbral que nos separa de ella. Cuando el
reloj da las cuatro de la madrugada no soy más que un espectro.”
A decir verdad,
excepto el místico o el hombre que es víctima de una gran pasión, ¿quién se
halla verdaderamente maduro para sus noches? Uno puede desear perder el sueño
si es creyente; pero ¿cómo permanecer, sin ninguna certeza, horas y horas a
solas consigo mismo? Se le puede reprochar a Fitzgerald que no haya comprendido
la importancia de la noche como ocasión o método de conocimiento, como desastre
enriquecedor; pero no podemos permanecer insensibles al patetismo de sus
vigilias, en las que la “meditación sobre lo sórdido y lo semitrágico” era en
él la consecuencia de su rechazo hacia Dios, de su incapacidad de ser cómplice
del mayor fraude metafísico, de la falacia suprema de nuestras noches.
“La manera
ordinaria de permanecer a flote cuando uno se hunde es pensar en quienes luchan
contra la miseria verdadera o contra la enfermedad: es ése un género cómodo de
euforia al alcance de cualquiera en los momentos de depresión y un remedio
saludable durante el día. Pero a las tres de la madrugada, cuando el olvido de
un objeto toma proporciones tan trágicas como una condenación a muerte, el
remedio se vuelve inoperante. Pues bien, en la verdadera noche del alma, son
eternamente las tres de la madrugada, día tras día”.
Las verdades
diurnas dejan de existir en la “verdadera noche del alma”. Y a esa noche, en
lugar de bendecirla como una fuente de revelaciones, Fitzgerald la maldice, la
asimila a su decadencia y le retira todo valor de conocimiento. Realiza una
experiencia pascaliana sin espíritu pascaliano. Como todos los frívolos,
tiembla ante la idea de ir más lejos dentro de sí mismo. Una fatalidad sin
embargo lo obliga a ello. A pesar de que se resiste a extender su ser hasta sus
límites, debe hacerlo. El extremo al que accede, lejos de ser el resultado de
una plenitud, es la expresión de un espíritu roto: es lo ilimitado de la
fisura, la experiencia negativa de lo infinito. Sobre ello se explicará en un
texto que nos da la clave de sus trastornos:
“Lo único que yo
buscaba era la tranquilidad más perfecta para descubrir por qué había llegado a
comportarme tristemente ante la tristeza, melancólicamente ante la melancolía,
trágicamente ante la tragedia, porque me identificaba con los objetos de mi
horror y de mi compasión”. Texto capital, texto de enfermo. Para comprender su
importancia, intentemos definir, por contraste, el comportamiento del hombre
sano, del hombre que actúa. Concedámonos para ello un suplemento de salud…
Por muy
contradictorios e intensos que sean nuestros estados, normalmente los
dominamos, logramos neutralizarlos: la “salud” es la facultad que poseemos de
mantenernos a cierta distancia de ellos. Un ser equilibrado logra siempre
escamotear sus profundidades o escapar a sus propios abismos. La salud
(condición de la acción) supone una huida hacia delante en uno mismo, una
deserción de sí mismo. Ningún acto verdadero es posible sin la fascinación por
el objeto.
Cuando actuamos,
nuestros estados interiores no cuentan más que por su relación con el mundo
exterior, no tienen ningún valor intrínseco; de ahí que podamos dominarlos
fácilmente. Si por casualidad estamos tristes, lo estamos a causa de una
situación determinada, de un incidente o de una realidad precisa.
El enfermo, por
el contrario, procede de una manera totalmente distinta. Vive sus estados en sí
mismos, su tristeza tristemente, su melancolía melancólicamente y experimenta
cada tragedia, si la acepta, la experimenta trágicamente. Solo es sujeto. Si se
identifica con los objetos que le inspiran horror o compasión, esos objetos no
constituyen para él más que modalidades diversas de él mismo. Estar enfermo es
coincidir totalmente con uno mismo.
“El menor gesto
(lavarme los dientes, cenar con un amigo) me costaba un esfuerzo… El amor que
tenía por mi familia y mis amigos no lo sentía, me esforzaba en sentirlo, y en
mis relaciones con el exterior… no hacía más que emplear el recuerdo de gestos
antiguos.”
Si Zelda hubo de
conocer el divorcio con lo real en su aspecto irreparable, Fitzgerald tuvo la
suerte de experimentarlo de manera atenuada: una esquizofrenia para literatos…
Añadamos que –nueva suerte para él– fue un experto en self pity. El abuso
que de ella hizo le preservó de una ruina total. En efecto, el exceso de
conmiseración con nosotros mismos conserva nuestra razón, pues ese despliegue
sobre nuestras miserias procede de una alarma de nuestra vitalidad, de una
reacción de energía, al tiempo que expresa un disfraz elegíaco de nuestro
instinto de conservación. No debe tenerse ninguna compasión por quienes se la
tienen a sí mismos. Nunca se hundirán completamente…
Fitzgerald
sobrevive a su crisis sin superarla totalmente. Espera sin embargo encontrar un
equilibrio entre el “sentido de la inutilidad de todo esfuerzo y el de la
necesidad, entre la convicción del fracaso inevitable y el imperativo del
éxito”. Su ser, piensa, podría continuar así su carrera como “una flecha entre
dos puntos de la nada que únicamente la gravedad podría hacer volver a la
tierra”.
Esos accesos de
orgullo son accidentales. En el fondo de sí mismo quisiera volver, en sus
relaciones con los demás, a los subterfugios de la existencia convencional;
quisiera retroceder. Para lograrlo se impondrá una máscara.
“Una sonrisa –sí,
había decidido fabricarme una sonrisa. Continúo trabajando en ello. Quisiera
emplear para conseguirlo todo el arte del hotelero, de la vieja canalla
mundana, del director de escuela el día de los premios, del ascensorista
negro…, de la enfermera que llega a la nueva casa, de la modelo que posa
desnuda por primera vez, del figurante de cine optimista a quien se ha empujado
delante de la cámara...”
Su crisis no iba
a conducirle ni a la mística ni a la desesperación final o al suicidio, sino al
desengaño. “Un cartel, Cave canes, se halla colgado permanentemente en mi
puerta. Pero intentaré al menos comportarme como un animal bien amaestrado; si
me echáis un hueso con un poco de carne alrededor llegaría incluso a lameros la
mano”. Fitzgerald es lo bastante esteta para templar su misantropía mediante la
ironía, para introducir una nota de elegancia en la economía de sus desastres.
Su estilo ligero e impertinente nos deja entrever lo que podríamos llamar el
encanto –spleen– de la vida arruinada. Añadiría incluso que se es “moderno” en
la medida en que se es sensible a ese encanto. Reacción de desengañados, sin
duda, de individuos que, incapaces de recurrir a un segundo plano metafísico o
a una forma trascendente de salvación, se apegan a sus males con complacencia,
como a derrotas aceptadas. El desengaño es el equilibrio del vencido. Y, como
el vencido, Fitzgerald, tras haber concebido las verdades despiadadas del Crack-up,
se va a Hollywood a buscar el éxito –siempre el éxito, en el cual por otra
parte, ya no podía creer–.
¡Tras una
experiencia pascaliana, escribir guiones de cine! En los últimos años de su vida
parece como si no aspirara más que a comprometer sus abismos, a desvirtuar sus
neurosis, como si en lo más profundo de sí mismo se sintiese indigno del
hundimiento que acaba de padecer. “Hablo con la autoridad del fracaso”, había
dicho un día. Pero él mismo con el tiempo, rebaja su fracaso, le hace perder
todo su valor espiritual. No debemos extrañarnos de ello: en la “verdadera
noche del alma” Fitzgerald lucha más como una víctima que como un héroe. Lo
mismo les sucede a todos aquellos que viven un drama únicamente en términos de
psicología; incapaces de percibir un absoluto exterior contra el cual combatir
o al cual plegarse, recaen eternamente en ellos mismos para vegetar, a fin de
cuentas, por debajo de las verdades que han entrevisto. Son, repitámoslo,
desengañados, pues el desengaño –retroceso tras un desastre– es propio del
individuo que no puede destruirse a causa de una desgracia, ni soportaría hasta
el final para triunfar sobre ella. El desengaño es lo puro “semitrágico”. Y
dado que Fitzgerald no logró mantenerse a la altura del drama, no podríamos
considerarlo como un angustiado de calidad. El interés que tiene para nosotros
consiste precisamente en esa desproporción entre la insuficiencia de sus medios
y la amplitud de la inquietud que vivió.
Un Kierkegaard,
un Dostoyevski, un Nietzsche dominan sus propias experiencias y sus vértigos,
pues son superiores a lo que les “sucede”. Su destino precede a su vida. En el
caso de Fitzgerald, por el contrario, la existencia es inferior a lo que ella
descubre. Ve el momento culminante de su vida como un desastre del que no se consuela,
a pesar de las revelaciones que extrae de él. The Crack-up es la
temporada en el infierno de un novelista. No queremos con ello minimizar en
absoluto el alcance de su testimonio en sí mismo conmovedor. Un novelista que
desea ser únicamente novelista sufre una crisis que durante cierto tiempo le
proyecta fuera de las mentiras de la literatura. Despierta a algunas verdades
que hacen vacilar sus evidencias, el reposo de su espíritu. Acontecimiento poco
frecuente en el mundo de las letras, en el que el sueño es de rigor, y que en
el caso de Fitzgerald no ha sido siempre comprendido en su verdadero
significado. Así, sus admiradores lamentan que haya insistido sobre su fracaso
y que haya arruinado, a fuerza de examinarlo y de rumiarlo, su carrera
literaria. Nosotros lamentamos, por el contrario, que no se haya dedicado
suficientemente a él, que no lo haya profundizado y explotado más. Es propio de
los espíritus de segundo orden no poder escoger entre la literatura y la “verdadera
noche del alma".
Emil Cioran, Ejercicios de admiración. Editorial Tusquets,
Barcelona, 2007
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De DE OTROS
MUNDOS (blog de Triunfo Arciniegas), 29/08/2016