Wednesday, August 31, 2016

Cristo de Buffet

JORGE MUZAM

Llueve como un murmullo budista. Ráfagas de viento norte traen noticias de caballos mojados. Flacuchentas vacas miran el horizonte nuboso añorando primaveras. La cordillera chilena es fría. Los corazones están criogenizados, igual que las miradas. No hay a quien recurrir. Nadie sabrá de Nabokov. Nadie llorará por Bruno Schulz. La ostentación es una religión neoliberal. La banalidad su registro filosófico. Camino hacia el cementerio. Busco un lugar junto al Cristo de Buffet. Un nicho contemplativo. Un túmulo de piedras sombreado por cipreces. Aunque preferiría sólo desaparecer.


Fotografía: Lorena Ledesma. Cristo sin autor sobre una tumba sin nombre. Cementerio de San Fabián de Alico, Chile. 

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De SANFABISTÁN, 31/08/2016 

En el camino, el padre de “Lolita”

LANDON Y. JONES

Vladimir Nabokov escribió su perturbador y cautivante clásico Lolita sin respiro, a lo largo de cinco años, desde 1948 hasta 1953. Lo hizo llenando tarjetas de 5x7 pulgadas con notas que tomó viajando en el asiento del acompañante mientras el conductor a cargo, su esposa Vera, manejaba el Oldsmobile negro que tenían. Viajaron desde Ítaca, en el estado de Nueva York, hasta Arizona, Utah, Colorado, Wyoming y Montana.

En otras palabras, en el pico de la guerra fría, un novelista ruso expatriado, con el resonante nombre de Vladimir Nabokov, deambulaba por los estados más conservadores, documentándose para un libro sobre la obsesión sexual de un desgastado aristócrata con las “nymphets” (denominación que terminó en el Oxford English Dictionary y se ha traducido al español como “nínfulas”). Lo sorprendente es que Nabokov haya sobrevivido.

Todavía veneramos Lolita por el argumento audaz de Nabokov y su prosa sugerente, deslumbrante. Pero su contribución más perdurable puede llegar a ser el retrato de los Estados Unidos de posguerra, kitsch y ostentoso, que el escritor observó en sus viajes a través del país. Nabokov nunca aprendió a manejar, de modo que estimaba que entre 1949 y 1959 Vera ha de haberlo llevado en el auto unos 240.000 klómetros, casi todos por las rutas de dos manos que precedieron a las autopistas interestatales.

Si comparamos el número de millas recorridas, Nabokov es el más norteamericano de los escritores. Vio más de Estados Unidos que Francis Scott Fitzgerald, Jack Kerouac o John Steinbeck, y lo que vislumbró fue el país de los caminos secundarios: personal, íntimo, de apariencia uniforme e innegablemente auténtico. Hizo falta un autor nacido en Rusia para despertarnos a lo que Mark Twain sabía bien: Estados Unidos no es un lugar, es un camino.

Iba hacia el oeste porque cazaba mariposas. Fue un lepidopterólogo apasionado, que escribió el definitivo estudio científico del género llamado Lycaeides y varias especies recibieron su nombre por él. Con los años sus viajes lo llevaron desde Bright Angel Trail en el Gran Cañón a Utah, Colorado y Oregon. Pero uno de los mejores lugares para encontrar al mismo tiempo muchas especies diferentes de mariposas estaba a lo largo de la divisoria continental en Wyoming, a alturas que hacen sangrar la nariz. A medida que continuó el recorrido, la forma de la novela se fue afianzando y Nabokov empezó a tomar notas durante su cacería de mariposas y a pasarlas en limpio en habitaciones de motel.

De modo que, ¿por qué no seguir la pista de Vladimir y Vera hoy? Los hitos geográficos físicos de Lolita siguen en su lugar: no sólo las “montañas distantes”, las “colinas de avena” y los “picos implacables” de Humbert, sino también la cadena en serie de Cabañas Kumfy, Moteles Sunset, hoteles de paso Pine View, las Casas de Campo U-Beam y las posadas Skyline, adonde Humbert llevó a la cautiva Dolores Haze (nombre y apellido reales de Lolita). Entre ellos quedan algunos de los mismos hoteles en los que se registraron Vladimir y Vera hace más de medio siglo. Ni una vez durante mi seguimiento de Nabokov di con un solo propietario de motel que hubiera oído del escritor o de la novela.

Humbert y Lolita recorrieron toda una “mezcolanza de cuarenta y ocho estados”: Bourbon Street, Carlsbad Caverns, Yellowstone, Crater Lake, criaderos de peces, viviendas en acantilados y “miles de localidades llamadas Bear Creek, Soda Spring y Painted Canyons”. Cuando Humbert y Lolita hicieron su viaje, los íconos religiosos al costado de las rutas estaban limitados principalmente al sur. La pareja vio sólo una “réplica de la Gruta de Lourdes en Luisiana”. Hoy hay cruces por todas partes: blancas y pequeñas para conmemorar accidentes fatales en las carreteras, gigantescas como “La cruz más grande del mundo”, que supera los 60 metros, en la intersección de las carreteras interestatales I-70 e I-57, en Effingham, estado de Illinois.

En Wyoming, Vladimir y Vera pararon en el hoy desaparecido Motel Lazy “U”, de Laramie, al pie de las montañas Medicine Bow, hacia el sudeste del estado. Viajaba con ellos su hijo Dmitri, estudiante de la Universidad de Harvard, al volante de su nuevo Ford A 1931. Desde Laramie la familia siguió en auto hasta la cordillera Snowy Range y pasaron por un “pantano de sauces de aspecto notablemente repulsivo, lleno de bosta de vaca y alambres de púa”, donde Vladimir se detuvo de inmediato a cazar mariposas. Más adelante llegaron a Riverside, también en el estado de Wyoming, villorrio polvoriento con “un garaje, dos bares, tres albergues para automovilistas y algunas estancias, a un kilómetro y medio del viejo y obsoleto pueblito de Encampment (calles de tierra, veredas de madera)”.

Vladimir pasó el 4 de julio de 1952 en Riverside, y debe haber tomado notas sobre las Festividades del Día de la Independencia aquella vez, datos que cobrarían vida nuevamente en Lolita cuando el muy europeo Humbert termina confundido por “alguna importante celebración nacional en el pueblo, a juzgar por los petardos, verdaderas bombas que explotaban todo el tiempo”. Desde Riverside, Vladimir y Vera se hicieron una escapada por el día hasta la cercana Sierra Madre para cazar mariposas, tomando por un “camino local abominable” hasta la divisoria continental. Yendo hacia aquel paso, como más tarde lo describió en un artículo para The Lepidopterists’ News , Nabokov encontró los “mejores terrenos de caza” en Wyoming y capturó una cantidad de “curiosos” especímenes de mariposas, entre ellas la Speyeria egleis , que después donó a colecciones de las universidades de Cornell y Harvard y al Museo de Historia Natural de EE.UU.

Luego los Nabokov se dirigieron al norte del estado, hacia el pequeño pueblo de Dubois, donde cazaron mariposas a lo largo del magnífico río Wind y pararon en una cabaña de troncos y después en el Red Rock Motel, cuya razón social es actualmente Longhorn Ranch Lodge and R.V. Resort. Ubicado al pie de colinas altas, de laderas que caen a pique sobre el río Wind, con sus dilatadas manchas rojas y marrones, el Longhorn rinde homenaje entusiasta a la estética del oeste en versión Hollywood. Hoy, junto a la oficina de administración hay un museo-santuario dedicado a las motocicletas Harley-Davidson.

Después de Dubois, Vladimir y Vera continuaron hacia el norte a través del espectacular paso de montaña Togwotee, desde donde se ve Jackson Hole, lugar que Humbert debe haber tenido en mente al describir el oeste de altas montañas como “grises colosos de piedra con vetas de nieve”. Fueron a parar a Jackson Hole, más adelante a Star Valley y a lo que Nabokov llamó el “pueblito completamente encantador” de Afton, Wyoming, un sitio con 2.500 habitantes y muchos más alces y truchas.

El motel en el que se hospedaron, Corral Lodges, sigue estando en el centro de la población. Construido en la década de 1940, es un semicírculo de 15 cabañas de troncos individuales agrupadas alrededor de una oficina de administración que fue estación de servicio. En Lolita , el Corral Lodges aparece como cualquiera de los refugios de troncos con leños de pino, “barnizados en marrón”, que a la Dolores Haze –Lolita– de 13 años le recuerdan “huesos de pollo frito”.

En su viaje al oeste, Humbert y Lolita habían visto el anuncio en una caverna sobre “la mayor estalagmita del mundo”. Apenas saliendo del Corral Lodges vimos “el mayor arco de cuernos de alce del mundo”, un pórtico triunfal plano que cruza por sobre todo el ancho de los cuatro carriles de la calle principal, totalmente construido con más de 3.000 astas desprendidas año tras año de alces machos. Nabokov cazaba sus amadas mariposas en los arroyos tributarios del río Salt, incluido el “mayor manantial intermitente del mundo” en Swift Creek. Los troncos usados para construir las cabañas de Corral Lodges llegaron flotando corriente abajo por el arroyo Swift para luego ser trabajados a mano al estilo “tradicional sueco”, cortando las esquinas para efectuar las inserciones. Algo de las Montañas Rocallosas del oeste le recordó a Nabokov su juventud en Rusia. “Alguna parte mía debe haber nacido en Colorado”, le escribió al crítico Edmund Wilson, “porque constantemente estoy descubriendo cosas con súbito deleite”.

Los Nabokov hicieron el viaje de vuelta por Jackson Hole, donde Dmitri se quedó de vacaciones con sus compañeros del Club de Montañismo de Harvard. En 1951 se habían alojado en el Teton Pass Ranch, pocos kilómetros al oeste de la minúscula población de Wilson, siempre en Wyoming.

La parada final en la pista de Nabokov en Wyoming fue el Battle Mountain Ranch, sobre el río Hoback, al sudeste de la localidad de Jackson. Estancia que también recibía huéspedes cuando Vera y Vladimir la visitaron durante su persecución de mariposas, se ha mudado río abajo y es hoy el Broken Arrow Ranch, sede del programa benéfico “City Kids Wilderness Project”. Un año después de su viaje por Wyoming en 1953, Nabokov terminó esa “cosa grande y espiralada” que lo había acechado durante media década. Temeroso de una reacción negativa, no menos de dos veces había intentado quemar las tarjetas en las que redactó el manuscrito. En cada oportunidad, Vera las salvó del fuego.

Rechazada en Estados Unidos, Lolita fue publicada por primera vez en 1955 en Francia, en inglés. Llegada a Gran Bretaña, el Sunday Express dijo que era “mera e irrestricta pornografía”. Pero el novelista Graham Greene la elogió, rescatándola así de las llamas de la crítica. En Estados Unidos se publicó en 1958, con ruidosa aceptación. De inmediato se convirtió en N° 1 entre los bestsellers del New York Times , y Stanley Kubrick se alzó con los derechos cinematográficos. Desde entonces se ha vuelto a reimprimir siempre y la reputación de Vladimir Nabokov nunca ha estado más alta, con nuevos libros que se publican sobre él todos los años. El más reciente es, precisamente, la reveladora biografía Nabokov in America , de Robert Roper.

©New York Times. 24/05/2016
Traducción de Román García Azcárate.


Tuesday, August 30, 2016

Así en la sintaxis como en la cama

MARTA FERNÁNDEZ

Ese acto íntimo. El de desnudarse. El de la entrega. El acto de mostrar lo hermoso y lo feo. De sacar al seductor o al monstruo. O a los dos. Ese momento de dejarse llevar. Y de tener miedo. De dar. De adentrarse en lo profundo. De abrirse. Ese acto de derramarse poco a poco. Midiéndolo. Buscando su ritmo. Su momento. Su consagración. El placer. O el dolor de no alcanzarlo. Ese campo de batalla en el que luchar hasta quedarse vacío. Para llenar los ojos del que te mira. Ese subir y ese bajar como de montaña rusa. Ese lanzarse hacia la meta. Y saber que la meta no es la meta. Que lo importante es lo otro. Y el otro. Hacerlo. Y seguir. Y parar. Y volver. Esa vibración de hechizo cuando todo cuadra. Cuando las piezas encajan. Cuando al avanzar sientes que estás en el camino. Y volver tras tus pasos hacia el principio del hilo. Y dejarse caer hacía el final. Sin red. Sin pensar en el impacto. Con el corazón abierto. Descarnando el alma.

Ese acto que tanto se parece al otro. El acto de escribir. De entregarse a las palabras como el que se abandona en un cuerpo ajeno. De cabalgar para poseer. De dejarse ir para volver a uno mismo. Ese acontecimiento entre la generosidad y el exhibicionismo. Sacarlo todo o esconderlo. Escribir y follar. Follar y escribir. Como si fueran lo mismo. Porque lo son. Porque somos en la vida como somos en el sexo. Porque nuestra identidad palpita en nuestras letras. Porque la página en blanco y las sábanas por revolver hablan siempre de nosotros: de cómo somos cuando de verdad surgimos, telúricos y esenciales, de nuestro epicentro.

«Escribir un poema se parece a un orgasmo». Lo dijo Ángel González, que comprendió que la tinta mancha tanto como el semen. Que hay que manosear las palabras como quien acaricia la carne. Que la iluminación de las supuestas musas es solo una versión de la epifanía de los cuerpos. González lo contaba sencillo y resignado, con unos versos que eran como una noche de sexo sin erecciones: secos y desabridos, entre la parodia y la vergüenza. «Les hago lo de siempre y, pese a todo, ved: no pasa nada». Pero sí pasaba. El poeta había comprendido que buscar el placer era como buscar la sílaba perfecta.

James Joyce intentaría demostrar que el camino se puede hacer en sentido inverso. Que las letras pueden acariciar hasta estallar sobre la piel. Allí estaba el escritor hermético desnudando sus frases para excitar a su «dulce putita Nora». Nunca Joyce fue tan explícito como cuando jugó a que su literatura se convirtiera en lubricante. «Te habrán impresionado las cosas sucias que te escribo». Aunque a Nora Barnacle no parecía asustarle nada.

¿Sabes lo que quiero decir, amada Nora? Deseo que me abofetees, incluso que me azotes. No como un juego, querida, lo deseo de verdad sobre mi carne desnuda. Deseo que seas férrea, férrea, amor, con tus orgullosos pechos rebosantes y tus muslos macizos. Desearía que me fustigaras, Nora, amor. Y amaría hacer algo que te disgustara, aunque fuera trivial, quizá uno de esas sucias costumbres mías que te hacen reír: y después escuchar que me llamas desde tu habitación y encontrarte sentada en un sillón con tus piernas bien abiertas, tu rostro ruborizado por la ira y una vara en la mano. Y me señalarías lo que he hecho y con un movimiento cargado de rabia me llevarías hacia ti para hundir mi cara en tu regazo. Entonces sentiría tus manos rasgándome los pantalones y colándose en mi ropa, sacándome la camisa, hasta forcejear entre tus brazos fuertes y ya sobre tus piernas ver que te inclinas sobre mí —como si fueras una nodriza furiosa ante el culo de un niño— y tus grandísimas tetas casi me tocan mientras siento tu azote, tu azote, tu azote vicioso en mi carne desnuda y trémula. Perdóname, mi amor, todo esto es estúpido. Empiezo a escribir la carta tranquilamente y la acabo terminando en mi estilo más loco.

Joyce era consciente de lo que le pasaba a su prosa cuando la pasión le arrastraba. Lo mismo que le sucedía cuando su cuerpo se rendía al de Nora. Nora amada. Noretta. Mi Nora. Nora mía. Mi niña querida. Sucia Nora. Nora inocente y descarada dejándose escribir. Y el hombre del parche, coprófilo y perverso glosando sus deleites clandestinos. Basta con leer sus escarceos amatorios para comprender que su sexo era como su prosa: un laberinto plagado de juegos, escandaloso y oscuro, entre el onanismo, la dominación y la fusta. Una corriente de fantasías donde no caben los puntos ni las comas, donde no hay prudencia que se traduzca en pausa. Un lugar, el del sexo, donde Joyce no busca que le entiendan. Solo quiere ser él pese a todo. Pese a todos. Junto a Nora.

El verbo se hace carne y la carne orgasmo en esos autores que no pueden evitar crear como aman. Así es Jack Kerouac, fornicador insaciable que teclea sin descanso su novela en un rollo. Lujurioso y adicto, escribe sin arrepentimientos, sin pausas, en una continua acometida, de frase en frase y de cuerpo en cuerpo.

«Acaso sea esto la libertad y el dominio —que durante largos y penosos años de trabajo enceguecido me fueron negados. Demasiado conmovido ahora para explicar a qué me refiero. Tiene que ver con todo lo que está en mi naturaleza y, en consecuencia, con mi trabajo». Es noviembre de 1947. Kerouac acaba de volver de California y sigue buscando frenético su identidad, esta vez en las páginas de sus diarios. Ha llegado a la conclusión de que vivir es explorar. Y explorar es un verbo que lo lleva todo, desde los diccionarios hasta las terminaciones nerviosas de decenas de amantes. Kerouac vive en la yema de sus dedos: sobre el teclado, sobre el tacto de los otros.

Esta noche voy a escribir a lo grande y amar a lo grande y a estrangular esta locura. Estoy atrapando estos malditos cambios de propósito en carne viva, con las manos y arrojándolos a los vientos, así de fácil. Desafío todo lo que se atreva a mirarme a los ojos de esa manera, lo desafío en defensa de mi ser: acaso por el gusto de la variedad.

Por el gusto de la variedad va Jack Kerouac de cama en cama. Girando como esa peonza enloquecida que recorrió todos los bares del Village, todos los pecados. Con la rotación perpetua del rodillo de su Underwood. Decía que a veces no podía trabajar porque le llenaba una corriente narrativa demasiado espesa para fluir. Esa misma corriente de vida lasciva y densa que le hacía precipitarse en otros cuerpos, en otras copas, en la cadena de un cigarro que se apaga encendiendo el siguiente, en las puertas abiertas de los paraísos artificiales. «Con todas las almas que quedan por explorar a lo largo de la vida y ojalá pudieras vivir cien vidas ¡o tener la energía de cien vidas en ti! Desde siempre esta ha sido una de mis ideas favoritas». Tener cien vidas y gastarlas. Derramando tinta o saliva o sudor o semen. Darlo todo y acabar pronto. Acabar también la vida antes de cumplir cincuenta años.

«Escribir, no puedes hacer nada mejor que entregarte, con una comprensión humilde y acaso a disgusto, y que el resultado sea una purga, un deleite, el alivio de comunicar hasta los secretos más personales de uno mismo». Jack Kerouac habla de crear. Pero podría hablar de sexo. De ese momento único en el que rompemos las fronteras que nos contienen para sucumbir ante el otro: ante la página o el amante, ante la posibilidad del placer o el placer de perpetuarse.

Aunque perpetuarse también puede ser contenerse y esparcirse en la tinta húmeda que deja el papel preñado de ideas. Así escribía Marcel Proust, en una cama que ya solo se conmovía con sus palabras. Dejaba en sus cuadernos lo que la realidad no le había concedido al deseo. Había amado a Jaques Bizet sin ser correspondido y había conocido la correspondencia de Reynaldo Hahn.

«Oh, Reynaldo, yo soy tu lamentable basset, que no puede seguirte como un perro verdadero y que habrá de llorar cuando te diga adieu». Marcel le escribe poemas. Y cartas cómplices para las que inventan un idioma propio.

Pero cuentan que lo que le gusta a Marcel es mirar. Asomarse por el ojo de la cerradura de los burdeles para perderse en la visión de otros hombres. Aquellos ojos grandes en los que cabía el mundo eran los mismos que tomaban nota de cada uno de los detalles que llenarían su obra. Marcel Proust cronista exquisito de lo que dejó el tiempo perdido, de los placeres y los días en los lupanares. Siempre se disculpó por su falta de imaginación: escribía sobre sus recuerdos, de memoria. Como si la vida fuera algo que vivían los otros. Como ese sexo que ocultaba bajo las sábanas.

«Solo un homosexual podría haber escrito En Busca del tiempo perdido». Lo decía Tennessee Williams cuando le preguntaban por la importancia de las preferencias sexuales en los artistas. «No tiene valor ninguno, excepto en el caso de Proust». Quizá era la contención lo que palpitaba en su obra, igual que la dramaturgia de Williams rebosaba de sensualidad bien alimentada. «No soy un obseso sexual, pero la promiscuidad es mejor que nada». Y a continuación el viejo autor recordaba que escribir febril e incansable bajo el efecto de las anfetaminas se había parecido mucho a buscar el romanticismo en incontables erecciones. «Siempre estoy caliente. Mi potencia sexual acumulada sería suficiente para hacer saltar la flota del Atlántico». Cuarenta obras, innumerables los orgasmos, el hedonista compulsivo moriría asfixiado con el corcho de una botella. Pero podía haberse ido de una sobredosis. O de ir y volver a la piel de su amante, Frank Merlo, con quien rompió y se rehízo entre infidelidades y polvos. O morir atragantado de la virilidad que tanto buscó después de que muriera Franky, a los treinta y cinco años. Los huesos de Tennessee aguantarían hasta los setenta y dos. En alguna ocasión había pedido que le enterraran junto al mar, frente al lugar donde se ahogó Hart Crane, poeta, alcohólico y bendito sodomita que también buscaba la consumación en sus versos. Pero su hermano dispuso que fuera de otra forma. Ni con Crane, ni con Merlo. Le darían católica sepultura en el cementerio de Calvary en St. Louis. Su epitafio: «Las violetas en las montañas han roto las rocas». Y como las violetas, seguiría floreciendo su concupiscencia. Nadie la sepultaría bajo la tierra. Quedaría latiendo para siempre en sus obras. Como quedaría en la de Walt Whitman o en la de Bataille, en los sonetos de Lorca o en los poemas de Gil de Biedma o en los diarios de Anaïs Nin. O en la furia creadora de Picasso: imparable en el taller y sobre las mujeres reducidas a boceto en sus manos.

La carne y la obra y la misma actitud ante las dos cosas. Ir con todo. Y para todo. Sin pausa. Sin temor. Sin más blanco que el de las páginas o el de las sábanas. Mancharlas de tinta o de semen. De sudor. De saliva. De voluptuosidad derramada. Poner las palabras contra el papel y la piel contra la boca. Y decir. Y confesar. Medir el tiempo en jadeos. Revolcarse en la forma para llegar hasta el fondo. O alcanzar el fondo para poseer la forma. Reventar de lascivia. De la carne o de las neuronas. Y hacerlo sin corazas: por el supremo gusto de crear, por la explosión que nos justifica, que nos explica, que nos arrasa. Hasta comprender que nunca somos tanto nosotros mismos como cuando nos entregamos. Que son lo mismo el orgasmo y el manuscrito.

Escribir, del verbo follar. Follar, del verbo vivir. Así en la sintaxis como en la cama.

[Fuente: www.jotdown.es]

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De SEPHATRAD (blog de Isac Nunes), 30/08/2016


Imagen: Cinesias Entreating Myrrhina to Coition, de Aubrey Beardsley

CANTA LOU REED EN LA ÚLTIMA NOCHE CON VISTAS A LA CALLE FERIA

EMILIO LOSADA

Oh Lou, where have you gone?
Peter Gabriel


julio de 2013, hora crepuscular azul, última noche con vistas a la calle Feria. cantaba Lou susurrante, místico pero nada enigmático. bebías vino blanco mientras la esperabas. era el ático de una casa de 1928 de tres pisos donde experimentaste decenas de veces estados muy próximos a eso que algunos pánfilos llaman felicidad. quizá aquella desdentada fachada de obra vista creía que lo había visto todo, y ciertamente mucho vio: una república y cinco jornadas de guerra emparedadas entre dos dictaduras, una transición sin crisálida y, ahora, esta cosa rara. asomado al balcón contemplabas, entre melancólico y ufano, el panorama por última vez, y desde aquella perspectiva privilegiada que aún no extrañas pronto se advino el desfile de almas en pena. (1) nuevas enemistades cruzaban la acera en dirección a la Alameda de Hércules. las mismas caras, más años, sombras algo más anchas. has encajado como buenamente has podido las sucesivas muestras de ignominia. ya no te afectan las figuraciones, los plúmbeos ecos de sus reproches, hasta te enternece esa necesidad endémica que tienen de aparentar, sabes cuál es la carencia que delata el pedir a gritos las consumiciones en las tabernas, los titánicos esfuerzos por merecer el beneplácito de la parroquia. tú te quedas con ser raro. definitivamente. un raro impopular, libre, nada manso. ya no te molestas en guardarles rencor. te conoces, en otra época habrías escrito algo así: […] no olvido cómo negaron al hermano/ fue prescindible mientras duró, / y quizá duró demasiado. ahora sólo quieres la paz: quien esté libre de estulticia que tire la primera cuita. por muy contradictorio que parezca, en esta ciudad mariana no abundan los santos. (2) pequeña cíngara rumana, mártir sin vocación del sindicato del metal y de la vida. tan cría y ya ajada. aplicadamente descuartizó una nevera en dos minutos, introdujo todos aquellos miembros tumefactos en su carro tuneado, tiró de él evitando mirarse en el reflejo del escaparate de la frutería, dejó atrás el cajero que por un tiempo más siguió escupiendo tu dinero y la perdiste de vista cuando dobló hacia Relator. adiós, muñeca, susurraste sobreactuado. no estás rota, simplemente eres de trapo. es el azar. sólo el azar. (y 3) viejo mendigo autóctono, emérito del sindicato de lo orgánico. lo conoces, no sale del barrio. a veces le sufragas el vicio. jura que habla con ángeles. por supuesto, le crees. hace unos años le dio por decir que era inventor y que estaba trabajando en un saco de dormir los malos sueños. con los beneficios obtenidos acabaría con el hambre en África. siempre había alguien que le decía que en otros muchos sitios se pasa hambre, pero él aseguraba que en ningún sitio como en África. se ve que el proyecto no acabó de cuajar y sigue sin tener nada de nada. aquella noche, sin embargo, hubo suerte: la frutera fue maja y dejó unas manzanas medio podridas sobre el contenedor. pero antes de que el viejo finalizase el escrutinio llegaron los basureros. el conductor hizo rugir el claxon para apremiarlo. el más joven y posiblemente el más imbécil, el meritorio, se mofó de su Parkinson a sus espaldas. los otros dos le rebuznaron la gracia. el viejo antes de largarse les sonrió cándidamente. no se perdería nada si el cerebro de aquellos mentecatos acabara también triturado por las fauces de la bestia. el viejo se fue haciendo pequeño en la distancia y tú te preguntaste si alguna vez se le pasó por la cabeza algo parecido a aquello que escribió el enorme Fonollosa: No me podréis parar cuando comience / a emprender el camino hacia el primer puesto. te aterra pensar que un día hiciste tuyos esos versos y que quizá ahora simplemente estés demorando el momento de la irremisible caída. en breve no te quedará otra que comprobarlo. la noche se consolidaba. Lou seguía cantando las delicias de Ámsterdam y de sus canales, del Van Gogh Museum. no podías imaginar que en apenas unos meses todo aquello que contemplabas desde tu torre formaría parte de una suerte de oda póstuma. (ayer fue domingo precisamente y hoy recibes condolencias de antiguas novias y de amigos que aún te quieren bien. quizá por una vez hoy tenías que haberte vestido de blanco para dar la nota). no eres especialmente nostálgico, ya no, quizá sólo un poco, pero ahora recuerdas con especial emoción aquellas notas de xilófono que lo iniciaron todo en casa de Ramón, los viajes a Madrid para ver al maestro en cuero y hueso, la mañana que escuchaste «Romeo had Juliette» sobrevolando Brooklyn, el tren que cogiste en soledad para comprobar que Coney Island existía aquella lluviosa mañana de otoño en la que casi fuerzas tu detención. porque no querías volver a casa. nunca quieres volver a casa. llenaste la copa y entraste en el dormitorio para estar más cerca del bardo. te tumbaste bajo las lentas aspas del ventilador que apuraba su último hálito en aquel techo a prueba de gigantes, pensaste en las mujeres que subieron aquellos gastados peldaños, en las novelas atravesadas, en los poemas inconclusos, en las canciones, en las risas de los compinches en los trasnoches, en las rupturas y en las adhesiones. te incorporaste y bebiste, miraste el reloj y te volviste a asomar al balcón. justo ella se aproximaba: la mujer atlántica. te excitó pensar que en breve releerías su libro. dejaste caer las llaves, esquivaste de nuevo las columnas de cajas, abriste la puerta y en el rellano te dijiste: todo va bien, chico, ¿acaso no se trataba de esto? lo hiciste, forzaste el despido antes de que te largaran de mala manera y ahora te adelantas al desahucio. estás en bancarrota, pero seguirás luchando, persistiendo en la escritura entre sueños conscientes, urdirás tu venganza mientras duerme el enemigo, no te detendrás, seguirás en el camino. siempre sigues en el camino. justo cuando ella entró sonó el pitido. la dorada, que estaba lista. el vino era bueno, ella un portento de mujer. una vez más te sentiste sobrevivido. E.L., 2013

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Del blog del autor, 29/08/2016

Monday, August 29, 2016

LA EXPERIENCIA PASCALIANA DE UN NOVELISTA NORTEAMERICANO: SCOTT FITZGERALD

EMIL CIORAN

La lucidez es en algunas personas un don primordial, un privilegio e incluso una gracia. No tienen necesidad alguna de adquirirla: están predestinados a ella. Todas sus experiencias concurren para hacerles transparentes a sí mismos. Aquejados de clarividencia, ésta les define tanto que la padecen sin sufrir. Si viven en una crisis perpetua, la aceptan naturalmente pues es inmanente a su existencia. En otras personas, por el contrario, la lucidez es un resultado tardío, el fruto de un accidente, de una fractura interior sobrevenida en un momento dado. Hasta entonces, encerrados en una agradable opacidad, se adherían a sus evidencias sin sopesarlas ni descubrir su vacío. Y de repente un día se encuentran desengañados y como lanzados, a pesar de ellos mismos, en la carrera del conocimiento, tropezando entre verdades irrespirables, para las cuales nada les había preparado. De ahí que sientan su nueva condición no como un favor, sino como un “golpe”. A Scott Fitzgerald nada le había preparado a afrontar o soportar estas verdades irrespirables. El esfuerzo que hizo para acomodarse a ellas no carece de patetismo.


“A todas luces, vivir es hundirse progresivamente. Los golpes que más espectacularmente nos destruyen, los grandes golpes repentinos proceden –o parecen proceder– del exterior, aquellos que se recuerdan, aquellos a los que se hace responsables de todo y de los que se habla a los amigos en los momentos de debilidad, esos golpes no dejan huellas. Pero existe otra clase de golpes, que proceden del interior, de los que nos damos cuenta demasiado tarde para poder evitarlos. Irrevocablemente se apodera entonces de nosotros la revelación de que nunca más seremos quienes hemos sido”.


No son estas consideraciones de un novelista brillante, de un novelista de moda… A este lado del paraíso, El gran Gatsby, Suave es la noche, The Last Tycoon: si Fitzgerald sólo hubiese escrito esas novelas, no sería interesante más que desde un punto de vista literario. Por fortuna, es asimismo el autor del Crack-Up, obra de la que acabamos de dar una muestra y en la que describe su fracaso, su único gran éxito.


En su juventud, una única obsesión le domina: convertirse en unsuccessful literary man. Y lo consigue. Conoce la celebridad e incluso una gloria de calidad. (Cosa incomprensible para nosotros: ¡T. S. Elliot le escribe que ha leído tres veces El Gran Gatsby!). El dinero le obsesiona: desea ganar el máximo posible y habla de él sin pudor. En sus cartas y en sus notas alude constantemente a él, hasta el punto de que a veces nos preguntamos si nos hallamos en presencia de un escritor o de un hombre de negocios. Y no es que yo deteste las correspondencias en la que se confiesan los problemas materiales; por el contrario, las prefiero mil veces a esas otras falsamente etéreas- que los escamotean o disfrazan de poesía. Pero hay maneras y maneras de hacerlo. Las cartas de Rilke, que tanto aprecié hace tiempo, me parecen hoy exangües e insulsas, no se hace en ellas la menor alusión al lado mezquino de la pobreza. Escritas para la posteridad, su “nobleza” me exaspera. Ángeles y pobres son en ellas vecinos. ¿No hay acaso cierto descaro o una ingenuidad calculada en hablar largamente de ello en misivas dirigidas a duquesas? Jugar al espíritu puro raya en la indecencia. Yo, que no creo en los ángeles de Rilke, creo menos aún en sus pobres. Son demasiado “distinguidos” y carecen de cinismo, la sal de la miseria. Por el contrario, las cartas de un Baudelaire o un Dostoievsky –cartas de pedigüeños– me conmueven por su tono suplicante, desesperado, anhelante. Uno siente que si hablan de dinero es porque no pueden ganarlo, porque han nacido pobres y lo serán siempre, suceda lo que suceda. La pobreza les es consustancial. Apenas aspiran al éxito, pues saben que no podrían obtenerlo. Lo que nos molesta en Fitzgerald, en el Fitzgerald de los comienzos, es que aspire a él y lo alcance. Pero afortunadamente, su éxito no será más que un rodeo, un eclipse de su conciencia antes del despertar a sí mismo, a la revelación de que nunca más será quien fue.


Fitzgerald muere en 1941, a los cuarenta y cuatro años; su crisis se sitúa hacia 1935-1936, época en la que escribe los textos que compondrán el Crack-up. Antes de esa fecha, el acontecimiento capital de su vida es su matrimonio con Zelda. Juntos llevarán la existencia artificial de los norteamericanos en la Costa Azul. Más tarde calificará su estancia en Europa como de “siete años de despilfarro y tragedia”, siete años en los que hicieron todas las extravagancias posibles, como obsesionados por un deseo secreto de agotarse, de vaciarse interiormente. Y lo inevitable sucede: Zelda se hunde en la esquizofrenia y no sobrevive a su marido más que para acabar muriendo en el incendio de un manicomio. Él había escrito a propósito de ella: “Zelda es un caso y no una persona”. Sin duda quería dar a entender con ello que no era interesante más que para la psiquiatría. Él, por el contrario, sería una persona: un caso que compete a la psicología o a la historia.


“Con frecuencia, en otra época, la felicidad que sentía se aproximaba a un éxtasis tal que no hubiera podido compartirla ni siquiera con el ser más querido. Debía llevármela conmigo a lo largo de las calles tranquilas y destilar ínfimos fragmentos en pequeñas frases que escribí. Mi facultad de ser feliz era, creo, excepcional. No había en ella nada natural, era tan anormal como el período de prosperidad de Norteamérica. De la misma manera, lo que acaba de sucederme corresponde a este ascenso de desesperación que ha sepultado a la Nación al final de los años de opulencia”.


Dejemos a un lado la complacencia con que Fitzgerald considera la expresión de una “generación perdida” o interpreta su propia crisis a partir de elementos exteriores. Pues, si ella procediese únicamente de una coyuntura, perdería todo su alcance. En lo que tienen de específicamente norteamericano, las revelaciones del Crack-up no conciernen más que a la historia literaria, a la historia sin más. Sin embargo, como experiencias íntimas participan de una esencia, de una intensidad que trascienden las contingencias y los continentes.


“Lo que acaba de sucederme…”. ¿Qué le sucedió a Fitzgerald? Había vivido en la embriaguez del éxito, había deseado la felicidad a cualquier precio, había aspirado a convertirse en un escritor de primer orden. En sentido propio y en sentido figurado, había vivido en el sueño. Pero el sueño de repente le abandona, comienza a velar y lo que descubre en sus vigilias le horroriza. Una esterilidad clarividente le sumerge y paraliza.


El insomnio nos dispensa una luz que no deseamos, pero a la cual, inconscientemente, tendemos, una luz que reclamamos a pesar nuestro, contra nosotros mismos. A través de ella –y a expensas de nuestra salud- hallamos otra cosa, verdades peligrosas, nocivas, todo aquello que el sueño nos impedía entrever. Pero nuestros insomnios nos liberan de nuestras facilidades y de nuestras ficciones únicamente para colocarnos ante un horizonte cerrado: ellos iluminan nuestros impases. Nos condenan a la vez que nos liberan: equívoco inseparable de la experiencia de la noche. Fitzgerald intenta en vano escapar a esa experiencia. Le asalta, le aplasta, es demasiado profunda para su espíritu. ¿Recurrirá a Dios? Detesta la mentira, es decir, no tiene acceso alguno a la religión. El universo nocturno se eleva ante él como un absoluto. No tiene tampoco acceso a la reflexión metafísica, a la que no obstante será forzado. Visiblemente no se hallaba maduro para las noches.


“De repente surge el horror como una tormenta. Y si esta noche prefigurara la que sigue a la muerte; si el más allá no fuese más que un estremecimiento sin fin al borde de un abismo al que nos empuja todo lo que en nosotros es cobarde y corrupto, y en el que nos preceden la cobardía y la corrupción del mundo. Ninguna escapatoria, ninguna salida, ninguna esperanza, sino únicamente la meditación perpetua sobre lo sórdido y lo semitrágico… O quizás esperar indefinidamente en los confines de la vida sin poder jamás superar el umbral que nos separa de ella. Cuando el reloj da las cuatro de la madrugada no soy más que un espectro.”


A decir verdad, excepto el místico o el hombre que es víctima de una gran pasión, ¿quién se halla verdaderamente maduro para sus noches? Uno puede desear perder el sueño si es creyente; pero ¿cómo permanecer, sin ninguna certeza, horas y horas a solas consigo mismo? Se le puede reprochar a Fitzgerald que no haya comprendido la importancia de la noche como ocasión o método de conocimiento, como desastre enriquecedor; pero no podemos permanecer insensibles al patetismo de sus vigilias, en las que la “meditación sobre lo sórdido y lo semitrágico” era en él la consecuencia de su rechazo hacia Dios, de su incapacidad de ser cómplice del mayor fraude metafísico, de la falacia suprema de nuestras noches.


“La manera ordinaria de permanecer a flote cuando uno se hunde es pensar en quienes luchan contra la miseria verdadera o contra la enfermedad: es ése un género cómodo de euforia al alcance de cualquiera en los momentos de depresión y un remedio saludable durante el día. Pero a las tres de la madrugada, cuando el olvido de un objeto toma proporciones tan trágicas como una condenación a muerte, el remedio se vuelve inoperante. Pues bien, en la verdadera noche del alma, son eternamente las tres de la madrugada, día tras día”.


Las verdades diurnas dejan de existir en la “verdadera noche del alma”. Y a esa noche, en lugar de bendecirla como una fuente de revelaciones, Fitzgerald la maldice, la asimila a su decadencia y le retira todo valor de conocimiento. Realiza una experiencia pascaliana sin espíritu pascaliano. Como todos los frívolos, tiembla ante la idea de ir más lejos dentro de sí mismo. Una fatalidad sin embargo lo obliga a ello. A pesar de que se resiste a extender su ser hasta sus límites, debe hacerlo. El extremo al que accede, lejos de ser el resultado de una plenitud, es la expresión de un espíritu roto: es lo ilimitado de la fisura, la experiencia negativa de lo infinito. Sobre ello se explicará en un texto que nos da la clave de sus trastornos:


“Lo único que yo buscaba era la tranquilidad más perfecta para descubrir por qué había llegado a comportarme tristemente ante la tristeza, melancólicamente ante la melancolía, trágicamente ante la tragedia, porque me identificaba con los objetos de mi horror y de mi compasión”. Texto capital, texto de enfermo. Para comprender su importancia, intentemos definir, por contraste, el comportamiento del hombre sano, del hombre que actúa. Concedámonos para ello un suplemento de salud…


Por muy contradictorios e intensos que sean nuestros estados, normalmente los dominamos, logramos neutralizarlos: la “salud” es la facultad que poseemos de mantenernos a cierta distancia de ellos. Un ser equilibrado logra siempre escamotear sus profundidades o escapar a sus propios abismos. La salud (condición de la acción) supone una huida hacia delante en uno mismo, una deserción de sí mismo. Ningún acto verdadero es posible sin la fascinación por el objeto.


Cuando actuamos, nuestros estados interiores no cuentan más que por su relación con el mundo exterior, no tienen ningún valor intrínseco; de ahí que podamos dominarlos fácilmente. Si por casualidad estamos tristes, lo estamos a causa de una situación determinada, de un incidente o de una realidad precisa.


El enfermo, por el contrario, procede de una manera totalmente distinta. Vive sus estados en sí mismos, su tristeza tristemente, su melancolía melancólicamente y experimenta cada tragedia, si la acepta, la experimenta trágicamente. Solo es sujeto. Si se identifica con los objetos que le inspiran horror o compasión, esos objetos no constituyen para él más que modalidades diversas de él mismo. Estar enfermo es coincidir totalmente con uno mismo.


“El menor gesto (lavarme los dientes, cenar con un amigo) me costaba un esfuerzo… El amor que tenía por mi familia y mis amigos no lo sentía, me esforzaba en sentirlo, y en mis relaciones con el exterior… no hacía más que emplear el recuerdo de gestos antiguos.”


Si Zelda hubo de conocer el divorcio con lo real en su aspecto irreparable, Fitzgerald tuvo la suerte de experimentarlo de manera atenuada: una esquizofrenia para literatos… Añadamos que –nueva suerte para él– fue un experto en self pity. El abuso que de ella hizo le preservó de una ruina total. En efecto, el exceso de conmiseración con nosotros mismos conserva nuestra razón, pues ese despliegue sobre nuestras miserias procede de una alarma de nuestra vitalidad, de una reacción de energía, al tiempo que expresa un disfraz elegíaco de nuestro instinto de conservación. No debe tenerse ninguna compasión por quienes se la tienen a sí mismos. Nunca se hundirán completamente…


Fitzgerald sobrevive a su crisis sin superarla totalmente. Espera sin embargo encontrar un equilibrio entre el “sentido de la inutilidad de todo esfuerzo y el de la necesidad, entre la convicción del fracaso inevitable y el imperativo del éxito”. Su ser, piensa, podría continuar así su carrera como “una flecha entre dos puntos de la nada que únicamente la gravedad podría hacer volver a la tierra”.


Esos accesos de orgullo son accidentales. En el fondo de sí mismo quisiera volver, en sus relaciones con los demás, a los subterfugios de la existencia convencional; quisiera retroceder. Para lograrlo se impondrá una máscara.


“Una sonrisa –sí, había decidido fabricarme una sonrisa. Continúo trabajando en ello. Quisiera emplear para conseguirlo todo el arte del hotelero, de la vieja canalla mundana, del director de escuela el día de los premios, del ascensorista negro…, de la enfermera que llega a la nueva casa, de la modelo que posa desnuda por primera vez, del figurante de cine optimista a quien se ha empujado delante de la cámara...”


Su crisis no iba a conducirle ni a la mística ni a la desesperación final o al suicidio, sino al desengaño. “Un cartel, Cave canes, se halla colgado permanentemente en mi puerta. Pero intentaré al menos comportarme como un animal bien amaestrado; si me echáis un hueso con un poco de carne alrededor llegaría incluso a lameros la mano”. Fitzgerald es lo bastante esteta para templar su misantropía mediante la ironía, para introducir una nota de elegancia en la economía de sus desastres. Su estilo ligero e impertinente nos deja entrever lo que podríamos llamar el encanto –spleen– de la vida arruinada. Añadiría incluso que se es “moderno” en la medida en que se es sensible a ese encanto. Reacción de desengañados, sin duda, de individuos que, incapaces de recurrir a un segundo plano metafísico o a una forma trascendente de salvación, se apegan a sus males con complacencia, como a derrotas aceptadas. El desengaño es el equilibrio del vencido. Y, como el vencido, Fitzgerald, tras haber concebido las verdades despiadadas del Crack-up, se va a Hollywood a buscar el éxito –siempre el éxito, en el cual por otra parte, ya no podía creer–.


¡Tras una experiencia pascaliana, escribir guiones de cine! En los últimos años de su vida parece como si no aspirara más que a comprometer sus abismos, a desvirtuar sus neurosis, como si en lo más profundo de sí mismo se sintiese indigno del hundimiento que acaba de padecer. “Hablo con la autoridad del fracaso”, había dicho un día. Pero él mismo con el tiempo, rebaja su fracaso, le hace perder todo su valor espiritual. No debemos extrañarnos de ello: en la “verdadera noche del alma” Fitzgerald lucha más como una víctima que como un héroe. Lo mismo les sucede a todos aquellos que viven un drama únicamente en términos de psicología; incapaces de percibir un absoluto exterior contra el cual combatir o al cual plegarse, recaen eternamente en ellos mismos para vegetar, a fin de cuentas, por debajo de las verdades que han entrevisto. Son, repitámoslo, desengañados, pues el desengaño –retroceso tras un desastre– es propio del individuo que no puede destruirse a causa de una desgracia, ni soportaría hasta el final para triunfar sobre ella. El desengaño es lo puro “semitrágico”. Y dado que Fitzgerald no logró mantenerse a la altura del drama, no podríamos considerarlo como un angustiado de calidad. El interés que tiene para nosotros consiste precisamente en esa desproporción entre la insuficiencia de sus medios y la amplitud de la inquietud que vivió.


Un Kierkegaard, un Dostoyevski, un Nietzsche dominan sus propias experiencias y sus vértigos, pues son superiores a lo que les “sucede”. Su destino precede a su vida. En el caso de Fitzgerald, por el contrario, la existencia es inferior a lo que ella descubre. Ve el momento culminante de su vida como un desastre del que no se consuela, a pesar de las revelaciones que extrae de él. The Crack-up es la temporada en el infierno de un novelista. No queremos con ello minimizar en absoluto el alcance de su testimonio en sí mismo conmovedor. Un novelista que desea ser únicamente novelista sufre una crisis que durante cierto tiempo le proyecta fuera de las mentiras de la literatura. Despierta a algunas verdades que hacen vacilar sus evidencias, el reposo de su espíritu. Acontecimiento poco frecuente en el mundo de las letras, en el que el sueño es de rigor, y que en el caso de Fitzgerald no ha sido siempre comprendido en su verdadero significado. Así, sus admiradores lamentan que haya insistido sobre su fracaso y que haya arruinado, a fuerza de examinarlo y de rumiarlo, su carrera literaria. Nosotros lamentamos, por el contrario, que no se haya dedicado suficientemente a él, que no lo haya profundizado y explotado más. Es propio de los espíritus de segundo orden no poder escoger entre la literatura y la “verdadera noche del alma".

Emil Cioran, Ejercicios de admiración. Editorial Tusquets, Barcelona, 2007

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De DE OTROS MUNDOS (blog de Triunfo Arciniegas), 29/08/2016


Balmes, mi amor y el pan

FESAL CHAÍN

De lo único que estoy seguro, es que corría el año 1986 y que yo “pololeaba” con una estudiante de arte, que con el tiempo pasaría a ser una importante escultora chilena. Habíamos quedado de encontrarnos en la primera exposición de Balmes en Chile de vuelta de su exilio. Al parecer se montaría en la Sala de Carmen Waugh, en algún lugar del centro de cuyo nombre no puedo acordarme. Era en la tarde-noche y para ser sincero, no conocía la obra de Balmes y mucho más me preocupaba demostrarle a mi amor que yo estaría ahí, en el lugar de su propio interés. Tampoco era que no me convocase la pintura o el pintor como personaje, pero mucho más me gustaba  esa mujer que cualquier evento cultural o grupo de personas. Llegué a la Sala buscándola y de sopetón me encontré con el retornado en gloria y majestad, llevaba una copa de vino tinto en la mano, una chaqueta arrugada sobre una camisa fuera del pantalón y conversaba con alguien. Era como un hombre de otro tiempo para mí. Me causó la misma sensación de unos años antes, cuando me había encontrado con Pepe Donoso en uno de los patios de mi colegio, ahí, tendido sobre el pasto en la típica actitud de quien descansa sobre la arena y mira el mar. O cuando en ese mismo año ’86 al recorrer el Forestal junto a Pedro Lemebel observábamos atónitos a los escritores de las generaciones del ’60 y ’70 que vendían sus propios libros en pequeñas mesas a orillas de un Mapocho tumultuoso e igualmente sucio que el de hoy. La cuestión es que mi amor no llegaba nunca y  al darle vuelta la espalda a Balmes me encontré de frente con un enorme cuadro de un desarrapado PAN que volaba sobre la tela, pintado a grandes brochazos (así me pareció en ese momento) como hecho con un descuido calculado. ¡Chuta!, pensé, se puede pintar así y más encima un PAN, de trazos gruesos, de múltiples capas pero casi sucias y que la vez eran capaces de proyectar una cierta transparencia, sí, un PAN y nada más. Al mirar de nuevo al pintor, y como en una secuencia de película italiana, le encontré un cierto desparpajo y desaliño similar a su PAN y también al peinado descuidado de Donoso, de Parra, y sobre todo de Lihn, por nombrar a los escritores que podía fácilmente reconocer en esos tiempos. Y sus lentes de marcos negros gruesos, como los de Allende o como los de un profesor de castellano abstraído y desmemoriado, qué se yo.  Y mi amor no llegaba nunca, y yo que deambulaba entre el PAN y BALMES, así con mayúsculas, el PAN y BALMES. Entonces vagando entre tanta gente desconocida, entendí como en una epifanía, de qué se trataba todo esto. Había vuelto un hombre de otro tiempo, pero no arrastrando la nostalgia de la derrota o de lo perdido, sino que a pintarnos el ayer inserto en el ahora, en el hoy que vivíamos como un permanente aullido, que no era sino aquel que clamábamos cotidianos y eufóricos por las calles de la Patria: ¡PAN, TRABAJO, JUSTICIA y LIBERTAD!, tres veces siempre ¡PAN, TRABAJO, JUSTICIA y LIBERTAD, PAN, TRABAJO, JUSTICIA y LIBERTAD, PAN, TRABAJO, JUSTICIA y LIBERTAD! Eso era, había vuelto BALMES para decirnos que no éramos una masa amorfa desesperada, sino que éramos ARTE Y PARTE, co-creación colectiva, un nosotros, y que él era también nosotros y nosotros él, de una vez por todas y para siempre sobre esta angosta y larga franja. Y de repente llegó mi amor, y entre el beso sicalíptico de Rodrigo Lira, los anteojos del pintor, su copa de vino, el PAN del grito, los labios  y las lenguas pegadas como en  Rayuela, supe  que por fin el Chile de ayer era parte integrante del Chile que sufríamos con pasión, que nos venía a pintar  nuestras retinas, para que con nuestro propios ojos fuéramos capaces de transformar ese puro PAN alimento y carencia, que habíamos mordisqueado de madrugada por tantos años, en un enorme barco de MIGAS, simple y diáfano, en una carabela y un falucho que nos permitiese navegar contra viento y marea sobre el nuevo mar de populares y descuidados colores, para arribar a la orilla inmensa de la libertad anhelada.

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De SITIOCERO, 29/08/2016


Imagen: José Balmes

Sunday, August 28, 2016

Juan Gabriel en Chile

JUAN CRISTÓBAL PEÑA

Uno de los eventos más fabulosos de mi época de reportero musical ocurrió cuando Juan Gabriel vino a hacer una gira por Chile hacia fines de los noventa. Como era un fenómeno de multitudes y llenó varios estadios de este país, mi editor en El Mercurio, Patricio Ovando, tuvo la ocurrencia de que escribiera una crónica en terreno de Juanga en Chile. Así fue como un día asistí al momento en que bajó de la suite presidencial del hotel Carrera, subió a una limusina escoltada por motoristas de Carabineros y enfiló hacia una casa quinta de San Miguel donde el rey de los gitanos lo esperaba con una recepción de rey: animales enteros sobre decenas de parrillas, montañas de jabas de cerveza y una mesa para unos cien invitados, todos gitanos, a excepción de Juanga, el fotógrafo del diario y yo, que logré entrar después de rogarle por un buen rato a los gitanos que custodiaban la entrada. El espectáculo era formidable: desde una de las cabeceras de la mesa, Juanga (de traje negro, pañuelo al cuello y camisa blanca con vuelos), agradecía la recepción con brindis, canciones a capela y abrazos para los niños que hacían fila para saludarlo. Ya más avanzada la tarde, cuando entré a uno de los baños de la casa, donde había dos urinarios, me encontré orinando con el rey de los gitanos. El rey -un tipo enorme, de voz grave y apellido California-, clavando la vista poco más abajo de mi cintura, me preguntó que hacía en su casa, y cuando se le dije, me dijo que si iba a escribir algo sobre lo que estaba ocurriendo esa tarde, debía tener en claro una cosa: Juanga había preferido ir a la recepción de los gitanos en vez de aceptar la invitación de Martita Larraechea, que le había organizado una recepción en La Moneda. Si Juanga estaba con ellos, dijo luego el rey, cerrando el cierre de su pantalón, era porque ellos, los gitanos, habían sido los primeros en valorar su música y quienes le habían dado una mano cuando Juanga había ido a parar a la cárcel y no era más que un cantante de mala muerte de Ciudad Juárez que robaba para sobrevivir. Entonces me quedó claro el tipo de persona y de cantante que era Juan Gabriel.

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08/16


Imagen: Mural de Juan Gabriel en Ciudad Juárez

El cohete gigante de madera y otros misterios del verdadero Baikonur

DANIEL MARÍN

Baikonur. El lugar desde donde la humanidad alcanzó el espacio por primera vez. El Sputnik, Laika, Gagarin o las tripulaciones de la estación espacial internacional, todos tienen en común el haber partido desde Baikonur. Sólo Cabo Cañaveral puede rivalizar con él en la historia de la conquista del espacio.

Y sin embargo…existe otro Baikonur. Mejor dicho, el verdadero Baikonur. Porque, como es de sobras conocido, el famoso centro espacial -también conocido como Polígono Estatal de Pruebas e Investigación Número Cinco (NIIP-5) o Cosmódromo de Pruebas Estatal Número Cinco (GIK-5)- no siempre se llamó así. A mediados de los años 50 la Unión Soviética buscaba un emplazamiento que sustituyese al viejo centro de Kapustin Yar para situar la rampa de lanzamiento del que sería el primer misil intercontinental de la historia, el R-7 Semiorka de la OKB-1 de Serguéi Koroliov. El lugar elegido debía estar situado en una zona despoblada, alejada de las fronteras de la URSS y desde el cual se pudiese lanzar un misil que recorriese miles de kilómetros antes de depositar una cabeza nuclear en la península de Kamchatka. El 12 de febrero de 1955 nacía el nuevo centro espacial por obra y gracia del decreto nº 292-181ss del Consejo de Ministros de la URSS y el Comité Central del PCUS. La zona finalmente seleccionada se hallaba en Kazajistán, cerca de la desértica estación de tren de Tyura-Tam, situada en la línea del ferrocarril que unía Moscú con Tashkent junto al río Sir Daria.

Hasta mediados de 1955, el polígono recibió el nombre en código de Taigá, mientras que la aldea donde se alojaban los constructores e ingenieros era conocida como “Zona número diez” o Zaryá (“aurora”). Para el personal militar era, como tantas otras instalaciones secretas de la época, un escueto y anónimo código postal (“Kzyl-Orda-50″ primero y “Tashkent-90″ después). Pero la mayoría de privilegiados que conocía su existencia se refería a este nuevo centro simplemente como “el cosmódromo”. La aldea Zaryá, entonces ya convertida en ciudad, fue bautizada como Leninski el 29 de enero de 1958. En 1969 volvió a cambiar su nombre por el de Leninsk. Hoy en día, y desde 1995, esta ciudad, al igual que el cosmódromo, aparece en los mapas como Baikonur. ¿Por qué este cambio? Retrocedamos en el tiempo. En 1957, tras llevar a cabo los primeros lanzamientos del R-7 y el Sputnik, la URSS tuvo que reconocer la existencia del nuevo centro espacial, pero decidió ponerle el mismo nombre que un pequeño pueblo kazajo localizado a 280 kilómetros al noreste de Tyura-Tam, esperando engañar así a los servicios de inteligencia occidentales.

La elección no fue al azar. El verdadero o primer Baikonur estaba situado en la trayectoria de lanzamiento que debía seguir el misil R-7 en su ruta hacia el polígono de pruebas de Kamchatka. Los encargados de balística se fijaron en Baikonur al estudiar los asentamientos que se encontraban cerca de la zona de caída de los cuatro bloques de la primera etapa del R-7. Las autoridades soviéticas esperaban que los expertos occidentales, al reconstruir la trayectoria del R-7, se tragasen el anzuelo y creyesen que la flamante base del primer misil intercontinental de la historia estaba cerca del verdadero Baikonur, a 280 kilómetros de distancia del cosmódromo Tyura-Tam. Si la Tercera Guerra Mundial estallaba, el verdadero Baikonur sufriría un aumento súbito de la temperatura de varios miles de grados, mientras que Tyura-Tam se salvaría de ser vaporizado en una explosión nuclear. O eso pensaba el gobierno soviético.

De hecho, se tomaron tan en serio la operación diversión que se llegó a construir una réplica a pequeña escala de la rampa de lanzamiento (actualmente conocida como Rampa Gagarin o PU-5) cerca del pueblo, incluyendo un modelo del R-7. Eso sí, la falsa rampa y el falso Semiorka eran de madera. No obstante, los militares tuvieron que proteger la curiosa construcción con alambradas para evitar que los habitantes del verdadero Baikonur se llevasen los troncos y los empleasen como lumbre casera. Y es que el invierno en la estepa kazaja es realmente frío.

Por supuesto, el engaño no duró mucho -si es que alguna vez llegó a funcionar- y los vuelos clandestinos de los aviones espía U-2 de la CIA pronto darían con el auténtico cosmódromo de Tyura-Tam. Sin embargo, todavía persiste el misterio sobre el destino de la falsa rampa de madera construida en el verdadero Baikonur. Pese a que todas las fuentes de la época coinciden en que fue real, no he encontrado ninguna evidencia gráfica de su existencia (si algún lector sabe de ella, le ruego que lo ponga en los comentarios).

Actualmente, el verdadero Baikonur es una pequeña localidad kazaja prácticamente desconocida que lleva el nombre oficial de Baykonyr (Байқоңыр). Baikonur -o Baykonyr- significa “tierra fértil” en kazajo. Sin duda, un buen nombre para un cosmódromo.

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De EUREKA, blog del autor, 18/01/2012 

Imagen: Misil R-7, el legendario Semiorka

VV. AA.: Nuestras guerras. Relatos sobre los conflictos vascos

SANTI

Idioma original: inglés (aunque los textos antologados fueron escritos originalmente en euskera)
Título original: Our Wars
Año de publicación: 2011
Valoración: interesante


En 2011, después de recoger un premio en la Feria del Libro de Guadalajara (de México), Fernando Aramburu hizo unas polémicas declaraciones en las que afirmaba que "los autores vascos no escriben sobre ETA". Ese mismo año, como para llevarle la contraria, Mikel Ayerbe publicaba en inglés, en Nevada, la antología Our WarsShort Fiction on Basque Conflict, adaptada al español en 2014 y publicada por Lengua de Trapo.


Como indica su título, esta es una antología de relatos sobre los conflictos vascos, en plural. Y estos conflictos son la Guerra Civil, y el más habitualmente llamado "conflicto vasco", o sea, el terrorismo de ETA. Esta elección de estos dos conflictos, que personalmente me parece bastante cuestionable, no es casual, sino que responde a una determinada narración de la historia vasca que establece una continuidad entre la Guerra Civil y la represión de la posguerra, y la aparición de ETA a finales de los 50. (Hay incluso quien va todavía más atrás y relaciona estos conflictos con las guerras carlistas, un despropósito histórico del que parece burlarse Iban Zaldua, siempre tan ácido, en su relato "Guerras civiles").


Personalmente, unir en un mismo volumen relatos sobre la Guerra Civil y sobre el "conflicto vasco" me parece un error, no solo porque no comparto esa narración que establece una relación casi-causal entre la Guerra Civil y ETA, sino sobre todo porque se trata de conflictos distintos, y con los que los autores tienen relaciones diferentes: ninguno de los escritores antologados estaban vivos en 1936-9, y en cambio todos han tenido una experiencia de primera mano de la violencia de ETA, lo que sin duda condiciona su forma de escribir sobre los dos "conflictos".


De ahí que haya leído con algo menos de interés los primeros cuentos del volumen, en particular aquellos que pertenecen a autores más reconocidos, como Bernardo Atxaga o Ramón Saizarbitoria. No es que sus cuentos sean malos, ni mucho menos, pero no aportan gran cosa novedosa, y su extensión mayor que el resto (ocupan casi la mitad del libro) les concede un lugar preminente que condiciona la lectura del volumen. "Dos piedras", de Inazio Mujika Iraola, es un relato interesante, pero que apunta en una dirección que siguen muchos otros autores: la despolitización del conflicto, su transformación en algo personal, individual (un triángulo amoroso, en este caso).


Tras el relato de Iban Zaldua ya mencionado, que funciona como bisagra de la antología, los siguientes relatos tratan ya, estos sí, del conflicto vasco, el terrorismo de ETA, el terrorismo de Estado, etc. Naturalmente, hay algunos relatos más conseguidos que otros (me han gustado "Actualidad política", de Eider Rodríguez, por su ambiente claustrofóbico, o los de Harkaitz Cano o Ur Apalategi, por su tono irónico y su visión metaliteraria del conflicto); también hay relatos que tratan más directamente el tema de la violencia, mientras que en otros es casi una nota tangencial, y cabe preguntarse si se justifica su inclusión en el volumen (caso de "Heredera" de Xabier Montoia, "Recuerdos" de Karmele Jaio o "El tipo", de Ainguer Epalza).


Siempre es muy fácil criticar a un antólogo, por supuesto: es mucho más fácil criticar una antología que organizarla. Mi conocimiento de la literatura vasca en euskera tampoco me permite enmendarle la plana a Mikel Ayerbe: no sé si hay relatos mejores sobre el conflicto vasco o no. La sensación que sí tengo, después de terminar el volumen, es que se trata de un libro sorprendentemente exento de sangre, y de política. La violencia, cuando ocurre, casi siempre ocurre fuera de plano; las motivaciones de los personajes, cuando se explicitan, son vagas o personales, y no ideológicas. Quizás sea esta la forma en la que se está escribiendo sobre el conflicto vasco (aunque no es así en obras como Martutene, por ejemplo), pero en ese caso creo que a la narración de estos años de plomo todavía le quedan muchos capítulos por llenar.

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De UN LIBRO AL DÍA, 27/08/2016

Saturday, August 27, 2016

Bolivia, cielos e infiernos

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

Da gusto ver la cantidad de bolivianólogos que han aparecido en España después del asesinato del viceministro Illanes; y especializados en cuestión minera, encima. Leen cooperativista y se corren, sin tener la más remota idea de lo que hay detrás, ni de quién o quiénes son los verdaderos propietarios de esas minas, y desde donde las dirigen. Asombroso. Parece mentira que en un país tan poblado de listos y de doctos estemos gobernados por incapaces y chorizos. Para variar, Bolivia ha recuperado existencia mediática gracias a la violencia sangrienta.
        
Para mí, Bolivia, después de nueve viajes entre 2004 y 2014, y de haber pasado allí alrededor de año y medio de mi vida, sigue siendo un enigma, por mucho que haya conocido y tratado a líderes mineros de Llallagua y Siglo XX, abogados mineros del gran capital, ministros del Evo, un ex presidente de la República, galeristas de arte, pintores, activistas del MAS y del proceso de Cambio, taxistas, policías antinarcóticos de la FELCN (a mi pesar estos), un fiscal, ladrones y maleantes ( a mí pesar también), escritores, periodistas, editores, pichicateros, diplomáticos, movimientistas de la revolución de 1952, golpistas, arquitectos, hombres de negocios, procesados y encarcelados por genocidio, paramilitares y militares de los que acabaron con el Che Guevara, torturados, poetas, profesores, gorrones de embajada casi profesionales, hispanistas fules que me colocaban Navarra en Castilla la Vieja, ensayistas de la derecha y de la izquierda, músicos de valía, historiadores, estafadores del negocio turístico y estafados, cocineros, coqueras y coqueros con y sin conversación, las caseras del mercado Rodríguez y aledaños, oenegistas tramposos y otros que no, gente que daba el callo en la cara oscura de la vida ruidosa –por ejemplo cuidando ancianas judías supervivientes de Auschwitz–, curas de la derecha y de la izquierda, monjas, yatiris y borrachos de profesión u oficio... He leído, visto, oído y escuchado de todo: marchas, bloqueos, recepciones de aparato, clubs exclusivos de corbata preceptiva, casas de lujo y casas proletarias, madereros durmiendo rifle al brazo, rescatadores de oro del Madre de Dios, contrabandistas de coches en la frontera brasilera, riqueza y miseria sangrante, dinamitazos, gente que corta el camino machete en mano y pocas bromas, muertos NN en la morgue «apilados como leña, pues», cementerios clandestinos, mítines vibrantes en la plaza Murillo y en lugares perdidos del norte de Potosí, allí donde el diablo perdió el poncho, he pijchado duro con campesinos y con visionarios de la cosmovisión andina, he asistido a conferencias culturales más pesadas que cuto en brazos; he visto a izquierdistas españoles y franceses caérseles la baba y tolerar y justificar cosas, como la justicia comunitaria y el uso del chicote, que en su tierra no tolerarían jamás; he oído culpar de los estatutos de autonomía a la ETA, a los nacionalistas vascos y catalanes en general como asesores del Gobierno; he visto el declive de los entusiasmos políticos de hace ocho años... y sigo sin hacerme una idea de lo que allí pasa, ha pasado y pasará a nada que hagas de adivinador del porvenir. Hace años escribí un artículo titulado algo así como «Patear el avispero». Esa es una imagen recurrente que me sigue pareciendo válida.
        
Durante estos años, y desde este lado, me he dado cuenta de que Bolivia solo salía a relucir como motivo de burlas o con el pretexto de algún hecho sangriento de violencia ciega, como ahora con el viceministro Illanes y eso me ha parecido injusto y me ha apenado. Me incomoda cuando veo que se trata a Bolivia como un parque de atracciones, un laboratorio de experimentos políticos o un muladar del que sacar tajada mediática propia del espectáculo de variedades en que vivimos. Me duele y tal vez consiga explicarlo algún día.
        
No sé nada de Bolivia y no me atrevo a decirle a nadie como es y cómo tiene que ser su vida, que me parece no ya arrogante sino una falta mayúscula de respeto. Si no tengo una idea muy clara del mundo y el lugar en el que vivo y no deja de sorprenderme, para rato voy a tenerla de aquel país complejo y laberintico.
       
Estoy seguro de que mañana, cuando el ruido del asesinato de Illanes se apague, Bolivia regresará a su limbo con su cooperativista y sus propietarios mineros en la sombra, sus ansias de reformas políticas y sociales, sus abusos de autoridad, su clasismo y su racismo, sus indígenas originarios más olvidados que otra cosa en cuanto miras detrás del escenario, sus riquezas y su pobreza sangrante... mañana, esa es otra.

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De VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 27/08/2016

Fotografía: (MS-O) La imagen de una de las coqueras de la calle Sebastián Segurola, de La Paz. La cuelgo al azar de un libro de crónicas paceñas que termino estos días.


Friday, August 26, 2016

Mango con pimienta. Un viaje a Kerala

PABLO STRUBELL

Intuyo que pararse, probar, observar, debatir, preguntar, sentir, sudar, conversar, oler… son algunas de las máximas de Ángel Martínez Bermejo en cada viaje. Y escribir, por supuesto. En este caso Mango con pimienta, un sensacional relato de viajes por una de las provincias más atípicas dentro de la India que fue, y sigue siendo, famosa por sus especias. Jengibre, pimienta o nuez moscada hicieron que los europeos mostraran atención por esta región bañada por el océano Índico, en la costa oeste de la India.

Hoy llaman la atención otros aspectos sociales, casi únicos en ese país: una esperanza de vida casi como la de países occidentales; la alfabetización prácticamente universal; que apenas se vean niños mendigando en las calles; la amplia tolerancia hacia otras religiones o el aprecio hacia la figura y papel de la mujer en la sociedad. Sí, un pedazo de tierra muy especial y diferente de la India.

Ángel Martínez Bermejo es todo menos un novato en esto de la escritura de viajes, pero paradójicamente, con 55 años, ha visto publicado su primer libro, titulado Mango con pimienta. Visto el resultado y leyendo su biografía en la solapa intuyo que habrá sido únicamente por falta de tiempo: desde que acabó sus estudios en Geografía y Antropología no ha parado de escribir en medios como Geo, Ronda, Lonely Planet, El País Semanal y Altaïr, donde yo más le leía. Toda una vida dedicada al periodismo de viajes (en la actualidad dirige la web de viajes kamaleon.travel) de un viajero que explora el mundo sin prejuicios; sin ánimo de impresionar a nadie; humilde; sosegado; observador; curioso.

Premiado con el IX Premio internacional de literatura de viajes Ciudad de Benicassim y publicado por la Editorial Onada (Colección Narrativas, número 4), el libro, de 157 páginas, se devora. Pero no hay que llamarse a engaño: es un relato con un ritmo pausado como el lugar que recorre, en el que combina de manera hábil la historia (se nota que le tira, y mucho, la de la exploración, la de los primeros pobladores, sin la cual en realidad no se entiende hoy Kerala), las personas que va conociendo y sus propios pensamientos.

Los viejos exploradores aparecen por sus páginas con frecuencia, como es comprensible: Kerala fue una zona deseada, querida, transitada. Marco Polo, Ibn Battuta y, tiempo después, los portugueses establecieron puertos en las costas para trajinar mercaderías que en los siglos XV, XVII y XVIII valían su peso en oro.

El autor parece que se ha enfrentado al libro, a cada pasaje, como si de un artículo de revista de viajes se tratara: dándolo todo, intentando mostrar todas sus virtudes: una prosa ágil, de descripciones ligeras pero certeras, con los adjetivos justos, sin caer en ningún momento en el barroquismo ni la pesadez; con buena documentación; en primera persona pero sin caer en el narcisismo. Y, lejos de resultar una recopilación de textos inconexos, el hilo conductor del viaje, su propia ruta, teje un relato ameno e interesante en busca de aquellos lugares que explican la historia, la cultura y las religiones que conviven en esta región.

El periplo arranca en Kochi, uno de los puertos más importantes del Índico, donde a través de sus almacenes de especias, bazares, canales, mezquitas, sinagogas e iglesias, poco a poco empieza a traslucir esa mezcolanza cultural y religiosa que caracteriza a esta región. Parur, Kodungallur, Allappuzha y los backwaters, los numerosos canales de agua que pueblan esta región y que desde hace siglos han sido las mejores vías de comunicación posibles, vienen después. Desplazándose a veces en autobús, algunas en tren, otras en taxis, en rickshaw o a pie, llega a Kottayam donde, haciendo honor a su formación de periodista, visita el periódico más importante de la región. Su periplo le lleva hasta la reserva de Periyar en busca del tigre, a las pequeñas aldeas del sur para intentar contemplar el kathakali (la especial y por ello más conocida forma de teatro de Kerala); o a Kozhikode, donde consigue ser invitado a un entrenamiento de kalarippayattu, una de las artes marciales más sorprendentes del mundo.

El libro resulta ameno. Nos cuenta historias de los judíos, de exploradores como Vasco da Gama, de Santo Tomás, del pasado comunista de la región o de personajes como Kamala Das, la más reconocida poetisa india. Disfruto leyendo los pequeños detalles en los que el autor hace que nos fijemos: los carteles que hay en las carreteras, las decoraciones de los autobuses, lo mucho que lee la gente, los mapas con escalas inexactas… O las historias de la gente con la que se encuentra: el taxista cuya segunda hija está a punto de nacer; el patrón de barco con el que surca los canales; los exguerrilleros metidos a guías de turismo…

Por no faltar no faltan ni pinceladas de fino humor autoparódico, más propio de autores anglosajones, o las reflexiones personales que van salpicando la historia:

“Pienso que la idea de que existan animales que puedan devorarnos, por improbable que sea, nos ayuda a encontrar nuestro lugar en el mundo. Estamos acostumbrados a sentirnos los amos de la creación, intocables, pero en realidad no siempre ha sido así.”

Mango con pimienta es, por tanto, un libro directo, amable, fácil de leer y que gustará a aquellos interesados en viajar a Kerala, a India o, simplemente, a los que guste la buena literatura de viajes, independientemente del lugar al que nos lleve el autor.

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De LEER Y VIAJAR, 26/12/2014 

Pesadillas de oriente

MARIANO GARCÍA

Jurgis Baltruisaitis (1981). Le Moyen-Âge fantastique. Paris: Flammarion, 1993.

Estupenda summa del interés por los detalles anómalos y más estrafalarios que imaginarse pueda del gran historiador del arte que es JB, este libro aborda sin demasiado aparato aspectos decorativos o arquitectónicos tan originales como las cabezas o caras de las que surgen piernas u otras extremidades, las grylles antiguas de la glíptica grecorromana, dioses acéfalos o multicéfalos en las gemas antiguas, ornamentos islámicos, el rumi gótico, la importancia de los arabescos fantásticos (tema que conecta directamente con el grotesco y que convierte a este texto en el complemento obligatorio del estudio de Kayser ya comentado), la influencia de motivos nocturnos y tenebrosos como las alas de murciélago, que llegaron de Oriente y que influenciaron el imaginario occidental de los infiernos; en resumen, una cantera casi inagotable de detalles en los que uno no suele reparar en las imágenes, y que son no obstante lo bastante extraños como para merecer un estudio. En síntesis, una muy buena aproximación a la influencia de diversos motivos orientales (chinos o árabes) y cómo fueron incorporados durante la Edad Media. Sirve a los efectos de un estudio de lo monstruoso y temas afines.

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De MICROLECTURAS (blog del autor), 31/10/2014


Imagen: Grylli. (Jurgis Baltrušaitis, Le moyen âge fantastique, 1955). Motifs are from a 1220 Metz ceiling. "Tête à jambes" is the French term for a gryllus).

El mudo

JUAN FORN

Para algunos será aquella batalla en el Zaire con Foreman (los negritos corriendo a la par de él por caminos de tierra gritando: “¡A-lí! ¡Bumba-yé!”). Para otros, más nacionalistas, será la extraordinaria pelea que le hizo Ringo Bonavena. Para los más memoriosos seguro que es su escalofriante doble paliza a Sonny Liston. Pero para mí toda su leyenda está contenida en las tres peleas con Joe Frazier.

A mi viejo, como a casi todos los progenitores de esa época, no le gustaba Cassius Clay esencialmente por su bocota. Se amparaban en argumentos boxísticos: “¿Qué tiene de atractivo un peso pesado que usa más las piernas que los puños?”, “¡Que pelee como un hombre!”, “¡Que deje de saltimbanquear!”. Pero era obviamente otra cosa lo que les molestaba: “Que cierre la boca, que alguien le cierre la boca a golpes”, era lo que todos ellos deseaban secretamente.

Para ponernos en contexto, Cassius ya se había cambiado para entonces su “nombre de esclavo” por el de Moamed Alí (perdonen la grafía, pero voy a llamarlo como lo llamamos siempre), ya se había hecho musulmán, ya le habían prohibido pelear y le habían arrebatado el título por negarse a ir a Vietnam. Su famosa declaración: “Ningún Vietcong me ha llamado nigger, ninguno violó ni linchó a los míos ni nos hizo perseguir por perros. ¿Por qué ir a matar gente hambrienta en el barro, en nombre de la todopoderosa América? Métanme en la cárcel, si quieren. Hace cuatrocientos años que los míos viven en una cárcel”.

Era 1971. Alí venía volteando muñecos en su raid por recuperar el título (el último había sido Ringo) y el indestructible Joe Frazier era el campeón. Nadie podía con él. Su única sombra era Alí, y quería disolverla de su vida: que quedara un único invicto, un único campeón (hoy sabemos que fue Frazier el que consiguió que Alí recibiera permiso para volver a boxear: intercedió ante el mismísimo Nixon, a quien votaba y apoyaba de corazón). En aquella primera pelea entre Alí y Frazier, mi viejo y yo todavía éramos padre e hijo. Para la tercera pelea, en 1975, ya éramos enemigos: ya estábamos en guerra, su manera de pensar y mi rabiosa adolescencia. Yo era la versión doméstica de Alí, para él; y él era una mezcla de Frazier y Nixon, para mí.

En el mundo del box es tradición considerar la primera Alí-Frazier como la pelea del siglo, pero al final todos reconocen que la tercera la supera en dimensión épica. Ambas tuvieron el mismo planteo: Alí bailoteando y lastimando (“Floto como una mariposa, pico como una abeja”) y la locomotora Frazier yendo ciegamente para adelante. Frazier empezaba frío todas sus peleas y se iba volviendo más bravo con el transcurso de los rounds, cada vez era más difícil de ver venir sus heterodoxos y mortíferos cross de izquierda. En la primera, después de que Alí diera una lección de boxeo y piernas en el penúltimo round, cuando todos lo creían fundido, Frazier lo volteó en el último de un roscazo que le dejó la cara completamente deformada, lo mandó a la lona y de ahí al hospital. Hoy sabemos que Frazier fue a parar al mismo hospital después de la pelea, y que Alí salió a la semana y él quedó como tres meses, que hizo la segunda pelea en evidente inferioridad de condiciones y que se preparó como un demente para dejar la vida en la tercera.

Hay que ver aquella famosa escena final de la tercera pelea con dos frases en mente: “Le di tantas trompadas como para derrumbar un edificio” (Frazier) y “Fuimos a Manila campeones y volvimos acabados los dos” (Alí). Recordemos la escena: Eddie Futch, el entrenador de Frazier, tirando la toalla antes del último round (porque ya se le habían muerto siete boxeadores en el ring, y veía que Joe iba rumbo a ser el octavo), mientras Alí, en su rincón, le rogaba a Angelo Dundee que le cortara los guantes y se los arrancara, que no soportaba más el dolor en los brazos y la hinchazón en sus puños. Frazier, derrotado deambulando como un alma en pena por el ring lleno de gente, murmurando: “Yo podía seguir, yo quería seguir”, mientras Alí no podía tenerse en pie cuando el árbitro le alzaba el brazo y lo declaraba vencedor. Mirando a la distancia la guerra entre mi viejo y yo, sólo veo estas escenas, y me siento un poco Alí y un poco Frazier al mismo tiempo, y siento el mismo cansancio que podría asegurar que sentía mi viejo y que se depositó como una pesada bata sobre los hombros de mi favorito y de su favorito al final de aquella pelea.

Frazier ya se murió, mi viejo también y ahora fue el turno de Alí. Además de su magia en el ring, Alí dejó frases para la historia porque se metió con la Historia tal como se subía al ring. Cuando le vino el Parkinson los imbéciles dijeron que se lo había provocado su bocaza, no los golpes recibidos: habló tanto que quedó así. Él había dicho, mucho antes: “Mi manera de payasear es decir la verdad”. Como escribió su biógrafo David Remnick, lo único que tuvo en común la carrera de Alí con la de los otros boxeadores fue que se retiró tarde y terminó dañado. Todo lo demás fue único.

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De RADAR/PÁGINA 12, 12/06/2016