Tuesday, June 30, 2015

Uma Mulher Chamada Guitarra

Vinicius de Moraes

UM DIA, casualmente, eu disse a um amigo que a guitarra, ou violão, era "a música em forma de mulher". A frase o encantou e ele a andou espalhando como se ela constituísse o que os franceses chamam um mot d'esprit. Pesa-me ponderar que ela não quer ser nada disso; é, melhor, a pura verdade dos fatos.

0 violão é não só a música (com todas as suas possibilidades orquestrais latentes) em forma de mulher, como, de todos os instrumentos musicais que se inspiram na forma feminina — viola, violino, bandolim, violoncelo, contrabaixo — o único que representa a mulher ideal: nem grande, nem pequena; de pescoço alongado, ombros redondos e suaves, cintura fina e ancas plenas; cultivada, mas sem jactância; relutante em exibir-se, a não ser pela mão daquele a quem ama; atenta e obediente ao seu amado, mas sem perda de caráter e dignidade; e, na intimidade, terna, sábia e apaixonada. Há mulheres-violino, mulheres-violoncelo e até mulheres-contrabaixo.

Mas como recusam-se a estabelecer aquela íntima relação que o violão oferece; como negam-se a se deixar cantar, preferindo tornar-se objeto de solos ou partes orquestrais; como respondem mal ao contato dos dedos para se deixar vibrar, em benefício de agentes excitantes como arcos e palhetas, serão sempre preteridas, no final, pelas mulheres-violão, que um homem pode, sempre que quer, ter carinhosamente em seus braços e com ela passar horas de maravilhoso isolamento, sem necessidade, seja de tê-la em posições pouco cristãs, como acontece com os violoncelos, seja de estar obrigatoriamente de pé diante delas, como se dá com os contrabaixos.

Mesmo uma mulher-bandolim (vale dizer: um bandolim), se não encontrar um Jacob pela frente, está roubada. Sua voz é por demais estrídula para que se a suporte além de meia hora. E é nisso que a guitarra, ou violão (vale dizer: a mulher-violão), leva todas as vantagens. Nas mãos de um Segovia, de um Barrios, de um Sanz de la Mazza, de um Bonfá, de um Baden Powell, pode brilhar tão bem em sociedade quanto um violino nas mãos de um Oistrakh ou um violoncelo nas mãos de um Casals. Enquanto que aqueles instrumentos dificilmente poderão atingir a pungência ou a bossa peculiares que um violão pode ter, quer tocado canhestramente por um Jayme Ovalle ou um Manuel Bandeira, quer "passado na cara" por um João Gilberto ou mesmo o crioulo Zé-com-Fome, da Favela do Esqueleto.

Divino, delicioso instrumento que se casa tão bem com o amor e tudo o que, nos instantes mais belos da natureza, induz ao maravilhoso abandono! E não é à toa que um dos seus mais antigos ascendentes se chama viola d'amore, como a prenunciar o doce fenômeno de tantos corações diariamente feridos pelo melodioso acento de suas cordas... Até na maneira de ser tocado — contra o peito — lembra a mulher que se aninha nos braços do seu amado e, sem dizer-lhe nada, parece suplicar com beijos e carinhos que ele a tome toda, faça-a vibrar no mais fundo de si mesma, e a ame acima de tudo, pois do contrário ela não poderá ser nunca totalmente sua.

Ponha-se num céu alto uma Lua tranqüila. Pede ela um contrabaixo? Nunca! Um violoncelo? Talvez, mas só se por trás dele houvesse um Casals. Um bandolim? Nem por sombra! Um bandolim, com seus tremolos, lhe perturbaria o luminoso êxtase. E o que pede então (direis) uma Lua tranqüila num céu alto? E eu vos responderei; um violão. Pois dentre os instrumentos musicais criados pela mão do homem, só o violão é capaz de ouvir e de entender a Lua.

Texto extraído do livro "Para Viver um Grande Amor", José Olympio Editora - Rio de Janeiro, 1984, pág. 14.

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De RELEITURAS-TEXTOS

Imagen: Le Violon d'Ingres/Man Ray (la modelo era Kiki de Montparnasse)

Monday, June 29, 2015

Balcarce


Miguel Sánchez-Ostiz


Sé para donde cae. Pero nunca estuve, nunca llegué a Balcarce, pero en un armario abierto de mala manera, en la casa abandonada que se había quedado «como cuando», quieta, encontré un tarro de vidrio con tierra y a él atado con liza un sobre doblado, hecho una tira, y dentro una hoja escrita con la letra rotunda de mi abuela expresando el deseo de que cuando muriera pusieran aquella tierra en su féretro. No fue el caso. Para cuando murió hacía algunos años que  la tierra la botaron junto con papeles familiares, argentinos y navarros, nacimientos, defunciones, bodas, testamentos, facturas extrañas y algunas fotografías... recuerdo una de una casa baja, más destartalada que otra cosa, con un pozo, unos caballos, perros y gente, niñas, y recuerdo un cementerio... Y a ratos me da por pensar que si escribo es contra ellos, contra los que quemaron esa y otras historias familiares, hasta que de ellas no quedó nada, al grito abusivo de «La memoria es sagrada», que es una forma de imponer la tuya, de adoctrinar, de arrebatar, de dominar en propio nombre y en el de quienes te inspiran con la religión de la mano, encima. Borrar la historia, borrar la memoria. Estaba en el aire. Había que olvidar, todo; esa era la consigna, o qué sé yo.

No estaba en la ciudad cuando desmantelaron aquella casa y atascaron el fuego de la cocina y de la chimeneta con los documentos de una historia familiar, pequeña, común, irrelevante, de mala, de pésima suerte si se quiere, pero que en cierta manera me pertenece porque de ella vengo. Había salido de viaje y no sabía que al menos allí, no iba a regresar, salvo en sueños y de manera recurrente. Y de Balcarce solo me han quedado jirones de historias, pocas, tan pocas en el fondo... y es que había tanto tiempo para escucharlas, mañana, mañana, además, seguro que no las voy a olvidar, mañana, seguro además que van a estar ahí para contármelas, en las primeras tardes del otoño, con el fuego de San Miguel. No estaban, no estoy, son brumas de «Allá lejos y hace tiempo», el libro que habla del campo, aunque de otra parte, pero el niño que lo leía, el que está tumbado en el pasto mirando pasar las nubes, no es uruguayo ni argentino, ni siquiera sabe con certeza de dónde es.

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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 28/06/2015

Saturday, June 27, 2015

El botín, literatura y algo más

MIGUEL SANCHEZ-OSTIZ

Escojo esa imagen al azar de la pantalla –ignoro su origen o si se trata de un montaje–, es  del fondo documental sobre el que vengo trabajando en los últimos meses, después de un paréntesis, para mí necesario, desde que en la primavera de hace dos años publiqué El Escarmiento: la retaguardia navarra entre 1936 y junio de 1937. Escribir sobre ese dechado es asomarse a los documentos de las trastiendas, a la certeza documental de crímenes horrendos, a las noticias de periódicos canallas, en manos todavía de los mismos… la guerra lejos, la represión en las cunetas. Hablo de la retaguardia, donde nunca hubo frente de guerra. Me decía un conocido, en cuya familia hubo fusilados, multados, exiliados y expoliados, que cuando lees a Dostoievski los nombres que ahí aparecen son rusos, pero cuando escribes desde el lugar concreto en el que fue planeado el golpe militar de 1936 y una inmediata y feroz represión que tenía como objetivo eliminar cualquier conato de resistencia, los nombres que aparecen en los papeles públicos y privados, en tu escritura, son los de tu familia, tus parientes o «contraparientes», tus amigos y sus familias, tus compañeros de colegio y de juegos, o de trabajo, tus vecinos de la casa en la que vives o del pueblo de la infancia… Eso complica por fuerza las cosas y a veces lo cambia todo, y no siempre estás con el temple necesario para caminar por esa trocha de horrores sin sentido o sin otro sentido que el odio de clase, el fanatismo religioso, la venganza, el autoritarismo, las fascinación por el fascismo y el nazismo… Hay que leer los periódicos de entonces, los sermones de los curas, las proclamas,  las actuaciones judiciales de desvergonzados juicios farsa que no han sido anulados, los documentos de los burócratas sin los que todo aquello no hubiese sido posible. De la retaguardia hablo, lejos de los frentes de combate, en un lugar en el que no los hubo. Cuando, aquí, digo bien aquí, me dicen «barbaridades cometieron todos», me doy cuenta de que quien me lo dice no quiere saber nada; lo mismo cuando me hablan de pasar página: no quieren leerla. Me asomo a aquel entonces, escribo, y siento aquello que dejó dicho el historiador  Jimeno Jurío:
«Es absolutamente imposible reflejar con un mínimo de objetividad el dolor que para las víctimas supervivientes de la tragedia supuso la pérdida de familiares, amigos y bienes; la situación de viudas y huérfanos sumidos en la más absoluta pobreza, desamparo y marginación; la rabia impotente ante los crímenes y los abusos impunes; la frustración ante el triunfo del régimen totalitario que aplastaba las esperanzas de libertad, progreso y democracia; la marginación social que desde la escuela traumatizó a huérfanos y mantuvo a otros en cárceles, vigilados como sospechosos, apartados de cargos públicos o alejados de esta tierra de horrores; el terror metido y mantenido en el alma de estas gentes hasta la muerte».

Nunca creí que la escritura fuera una liberación, como no sea momentánea, lo que sí puedo afirmar es que algunas pueden enfermarte: si debes correr o no ese riesgo es cosa tuya.

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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 26/06/2015

Wednesday, June 24, 2015

Roberto Bolaño. La muerte del beatnik enciclopédico


Claudio Rodríguez Morales


La partida del escritor Roberto Bolaño tiende a evitar entrar únicamente en derroteros trágicos (aunque morir en espera de un hígado ajeno es una tragedia del quinto infierno). Por estas tierras no se le tenía dentro de los próceres intocables y él tampoco contribuyó demasiado a revertir esta situación. Tanto a los agasajos como a los denuestos respondió con granadas verbales, porque las granadas explosivas, las de su juventud revolucionaria, le fueron canjeadas por la dictadura a cambio de un puntapié directo a México. Después, él solito levantó el trasero para caer en Europa y empezar a vomitar su escritura.

La muerte de Bolaño fue confundida en la televisión chilena con la del creador del Chavo del Ocho –aún vivito y coleando-, otros como un hecho más del calendario y la mayoría con unas palabras de buena crianza en un país donde todos los muertos son buenos. Sin embargo, poco o casi nada del humor de caja china que le gustaba cultivar al aludido en su literatura.

Acá lo importante es cómo el propio Bolaño encaró su muerte. Tal como el personaje de su cuento “El retorno”, contenido en el libro “Putas Asesinas”, que podía ser él mismo, aunque aborreciera con toda el alma la solemnidad y las justificaciones arbitrarias de la autobiografía. En todos caso, nadie mejor que él, con su prosa beatnik enciclopédica, para describir el más allá con el desenfado de aquel narrador fiambre cuyo cuerpo inerte y helado es saboreado por un necrófilo millonario.

“(…) Cuando uno se muere el mundo real se mueve un poquito y eso contribuye al mareo. Es como si de repente cogieras una gafas con otra graduación, no muy diferente de la tuya, pero distintas. Y lo peor es que tú sabes que son tus gafas las que has cogido, no unas gafas equivocadas (…) dan ganas de llorar o rezar. Los primeros minutos del fantasma son minutos de nocaut inminente (…) Pero luego te tranquilizas y generalmente lo que sueles hacer es seguir a la gente que va contigo, a tu novia, a tus amigos, o, por el contrario, a tu cadáver”.

Nada más alejado que la descripción de la mortaja surrealista que María Luisa Bombal creará hace varias décadas, en la prosa de un autor que minimizó –con la misma modestia soberbia con que Miguel de Cervantes minimizó “El Quijote”- la gloria literaria suya y de los demás. Dijo algo así como “para qué todo esto, si total, todos nos vamos a morir algún día”.

Y a él le llegó ese día. Se han escuchado y se van a seguir escuchando decenas de comparaciones entre Roberto Bolaño y otros autores. Su novela “Los detectives salvajes” ha sido comparada con “Rayuela” de Julio Cortazar y es que ambas se esfuerzan en conjugar el ladrillo con la alta literatura. También se oirá que sus cuentos van por la senda de Jorge Luis Borges y quizás cuántas cosas más.

Sin embargo, me quedo con las palabras del escritor -también chileno pero no por ello amigo ni siquiera simpatizante- Luis Sepúlveda. Él dijo que Bolaño es familiar del autor de “Viaje al fondo de la noche”, el filo nazi Louis Ferdinand Celine. ¿La razón? La falta de humanidad en la obra de ambos. Me quedo con esa comparación y no por ser la más acertada, sino porque está bañada de una fina ironía, un sutil ajuste de cuentas, un homenaje escondido, un reflejo de que la literatura y la vida se alimentan de carroña.

El resto dejémoslo a las condolencias.

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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 23/06/2015

Monday, June 22, 2015

Francis Bacon, o la fiebre/El tiempo de los asesinos

PABLO CEREZAL

Escribo para publicaciones que no sé si existen. Escribo gratis, como tantos. Escribo porque me arden las yemas de los dedos... y no encuentro mejor manera de apagarlas que sumergirlas en el lodazal cibernético de esta tinta que no lo es. Este artículo era para Red Marruecos. Como digo: no sé si existe ya tal publicación... pero se escribió, como tantos, gratis y para ser leído... aquí está para quien lo desee:


La primavera ha llegado disfrazada de verano. Enseguida, imagino que por aburrimiento, ha decidido desnudarse. Así está mejor, más bella y palpable. Pero claro, obvio, ha cogido frío. Y con ella, más de uno, yo entre ellos. Pasamos buena parte del año asomados a la azotea de los calendarios, por ver si brotan flores del asfalto, o cae alguna maceta que suicide a un transeúnte y, de paso, al devenir cruel y exacto de lo cotidiano. Y casi sin darnos cuenta, cuando ya estábamos a punto de desistir, los cielos destierran nubes y enardecen los termómetros. Ha llegado la primavera, y casi siempre nos coge desprevenidos, atareados en botones de chaqueta vieja y manecillas de reloj atrasado. El cuerpo no se acostumbra. 

Mi cuerpo, hoy, se encuentra acribillado de escalofríos. Mis vísceras florecen floras que uno no desea. Mi carne se descompone, descuartizada por mantas y termómetros, sobre el sofá del domingo. O sea, que la primavera llegó pisando fuerte, pero la suplantó, de inmediato, el brusco pisotón de vientos que se dirían británicos, de tan fríos. 

Será el temblor feroz de la enfermedad, o el deseo de partir de nuevo, lo que me invita a cerrar los ojos y soñarme en Tánger, esquivando esos charcos de la medina en que se autolesiona la luna. Nada tan poco británico, así evado la sensación glacial de mis dolencias, y recuerdo que también Francis Bacon, aquel artista dublinés que amedrentaba al lienzo con pinceles como bisturíes, decidió evadir las ventiscas de su isleño origen para recluir pinceles, sexo y angustias en el laberinto tangerino.

El pintor acudía al Dean’s para acompañar, como un caniche asfixiado en rubíes lo hace con su atildada dueña, a su amante Peter Lacy,sádico y perverso personaje que sometía a Bacon a los suplicios de la carne, sólo o en compañía de otros. Sordidez en las estancias de viviendas como dentadura cariada por el dulce del tiempo, en Tánger. Puedo imaginar a Bacon desvencijado sobre un camastro de muelle y lana gruesa, despedazado su cuerpo en un grotesco quejido de orgasmo culpable. Luego despertaría, pasearía Tánger, compraría pinturas, y regresaría al hotel para investigar nuevos crímenes de la carne, cual infortunios de virtud en plan Sade, en las rendijas ocultas de sábanas y paredes. Hoy, yo, con la fiebre equivocándome las entrañas, parezco un cuadro de Bacon.

Revuelvo mi cuerpo y mi memoria, y aunque la carne me duele, añoro ese otro dolor que la fustiga cuando tú, amor, tiendes ante mí el suspiro de leche y miel de tu vientre, como lienzo sobre el cual debo yo extender los pinceles de mis labios. Me duele el cuerpo, ya digo, la enfermedad. Y me duele la carne al sentirla tan tensa bajo estas ropas que, lejos de enmendarla, exacerban mi fiebre. Pesadilla de la temperatura. Sueño ebrio del deseo. Todo junto, mezclado, en un vaivén masoquista de irrealidad dolorida.

Nadie como Francis Bacon supo conjugar con sus pinceles los verbos intransitivos que nos equivocan el apetito. El deseo como daño. La carne como altar de misa negra. El dolor como exacerbación de los signos vitales. Es seguro que el atormentado artista halló inspiración en las calles de Tánger, en las más sucias y oscuras, en los tenderetes que ofrecen una cuchillada de sombra a los cuerpos desollados de corderos listos para el consumo, en el afilar estiletes de los matarifes huraños. Después pintaría sus “figuras con carne”, que dicen inspiradas en “El buey desollado” de Rembrandt. Yo prefiero pensar que no hubo más inspiración que las carnicerías de la medina tangerina, tan estéticas en su bodegón de sacrificio y hambre atrasada. 

Porque en Tánger canta el muecín y un cordero es degollado, con sus ojos pánicos intentando contemplar la Meca. Después, el matarife desmiembra su cuerpo, y cuelga de ganchos oxidados las dos mitades en que queda seccionado, exponiendo su costillar de alimento enfermo a la vista de los transeúntes. Francis Bacon, por ejemplo. O yo mismo, que tantas veces intenté raptar con mi cámara fotográfica a la dulce virgen del sacrificio.

Qué bien sabría retratar, Bacon, esta pesadilla que la fiebre me alimenta para imaginarte desnuda, tendida ante mí, con tus piernas extendidas cual cordero asesinado, tu mirada vuelta del revés por querer buscar la Meca irreverente de mi sexo, mientras te secciono la garganta con un mordisco que sabe a licor y azaleas. Bacon retrató la enfermedad de la carne mejor que nadie. Yo, hoy, retrataré sobre mi vientre algún pedazo de carne tuya, cuando me vierta febril y doliente, bajo las mantas, mientras te sueño. Te sueño y paseamos Tánger contemplando los expositores de mosca y carne dormida de las carnicerías. Luego hacemos nido en una pensión de palangana y camastro. Tú me besas, y yo interrumpo el murmullo de tu saliva para hablarte de Francis Bacon, de cuando habitaba Tánger martirizado por la enfermedad de la carne. La fiebre, o sea.

Peter Lacy se suicidó en Tánger. Bacon retrató el dolor de aquel nuevo sacrificio de vísceras y orgasmo. Yo, hoy, me suicidaría entre tus labios. Ya tendrías tiempo tú, después, de retratar mi fiebre y bailarla entre tus dedos cual último tango en París o primigenia pincelada del vértigo. 

Y es que la fiebre es vértigo en que se acomodan las pupilas del que observa la vida como si no hubiese otra.

FE DE ERRATAS:  me adelanté, Red Marruecos sigue existiendo

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De VISLUMBRES DE EL DORADO, 09/06/2015

Fotografía: Francis Bacon por John Deakin

Cara a cara con la revolución

Juan Forn

En julio de 1966, el viejo Mao estaba supuestamente jubilado en provincias pero, ante las inequívocas señales de que China se recuperaba luego del catastrófico Gran Salto Hacia Adelante que él mismo había puesto en marcha en 1958 (con un saldo de veinte millones de muertos por inanición), decidió lanzarse a las aguas del Yangtzé durante un acto público en su honor y nadar quince kilómetros. En realidad sólo se dejó flotar en la mansa corriente del río durante una hora, pero el rumor que corrió por toda China fue que el Gran Conductor se había revitalizado y, a los setenta y tres años, volvía a escena. Dos días después Mao entraba en Pekín, obligando a renunciar a Liu Xaoqi, el sucesor que él mismo había dejado, y dando vía libre a los jóvenes rabiosos de las Guardias Rojas para motorizar la hoy tristemente célebre Revolución Cultural. El viejo zorro que había dicho “La política es la guerra por otros medios” iniciaba ahora una guerra total contra su propio partido, con la consigna: “Muerte a todo lo viejo”.
En cada comuna de China, todos sus habitantes debían asistir, diariamente y en horario de trabajo, a las sesiones de acusación pública en que una persona, parada o arrodillada arriba de una silla, con la cabeza baja y un humillante bonete de papel donde él mismo había escrito de puño y letra su crimen político, era denunciada por sus amigos, vecinos o familiares y recibía los insultos de toda la comuna. Las sesiones duraban horas y podían repetirse cientos de veces y, entre sesión y sesión, se les daba a los acusados las dos peores tareas que existían: romper a puño limpio la capa de hielo sobre la tierra que había que arar o vaciar a mano las letrinas.
Cada una de las sesiones de aquellos tribunales populares se cerraba con un vibrante ballet de milicianas en trajes Mao celebrando la sabiduría del Gran Conductor. Gran parte del trabajo de un fotógrafo de prensa en esos años era registrar estos actos. Había, en la jerga del oficio, dos tipos de fotos: las “positivas” (es decir, las que podían publicarse) y las “negativas”. Por cada toma “positiva” que salía publicada, los fotógrafos recibían un rollo de negativo virgen. Pero aquel que, al volver al diario, entregaba para revelar más imágenes “negativas” que “positivas” en sus rollos se cavaba su propia fosa. Al joven Li Zhensheng, por ser el novato de su sección en el Diario de Heilongjiang, le tocaba revelar los rollos de todos sus compañeros, además de salir a la calle a fotografiar. Cuando estaba en la calle, el joven Li creía de verdad en la Revolución Cultural, pero en el cuarto de revelado se fue dando cuenta de que en realidad estaba registrando la locura colectiva del país en estado puro.
Li había querido estudiar cine, originalmente. De chico, cuando traían una película a su pueblo y él no tenía para pagar la entrada, se sentaba en la calle, lo más cerca posible del lugar donde instalaban los altavoces, y “escuchaba” las películas. La primera cámara que tuvo la consiguió a cambio de una colección de estampillas que le robó a su padre, que había sido cocinero en un barco de carga. Le alcanzó para pagarla pero no para comprar película. Cada rollo de fotos costaba un yuan, así que sus compañeros de escuela hacían una vaquita para que él les sacara fotos y en recompensa le cedían la última toma. Li hacía en quince minutos las primeras once fotos y se pasaba el resto del día con la restante. Al entrar en el diario años después, se encontró con una mecánica de trabajo inesperadamente similar: lo primero que le enseñaron sus colegas fue que no terminara el rollo en el lugar al que lo mandaban, sino que se dejara una o dos exposiciones por si se topaba con algo a su retorno de cada asignación. Li lo entendió a su manera: la última foto era para él.
Noche a noche, en la soledad del cuarto de revelado, tenía el cuidado de recortar de sus rollos las fotos más “negativas” que le salían y dejar sólo las positivas a secar. Para no tirar las otras, se las llevaba a escondidas a su casa y las enterraba, en una lata envuelta en hule, debajo de las maderas del piso de su habitación. Nunca lo descubrieron, pero igual terminó en los campos de reeducación, acusado de falta de espíritu revolucionario (la condena fue por querer “crear su propio reino en el cuarto de revelado”). En 1969, Li y su esposa fueron enviados a un campo cerca de la frontera con la URSS donde nacieron sus dos hijos: al varón lo llamaron Xiaohan (“riendo frente al frío”) y a la menor Xiaobing (“riendo frente al hielo”). Sólo les permitieron regresar en 1976, con la caída en desgracia de la viuda de Mao y la Banda de los Cuatro, y el fin de la Revolución Cultural.
Con los años, Li logró un puesto como maestro en una academia de fotografía de provincia pero nunca volvió a trabajar como fotoperiodista. En 1988, cuando creía que el mundo se había olvidado de él, recibió un inesperado encargo desde Pekín: le pedían, como a todos los fotoperiodistas de los viejos tiempos, imágenes para una gran muestra revisionista sobre la Revolución Cultural. Soplaban vientos de cambio y Li se atrevió a mandar diez fotos “positivas” y diez “negativas”. El inglés Robert Pledge las vio, logró contactarlo y le mandó decir que quería hacerle un libro para la exquisita Editorial Phaidon. Tardó siete años en recibir casi treinta mil negativos en entregas azarosas y clandestinas, y esperó otros siete años hasta que Li logró salir de China y por fin pudo publicarse el libro sin que él sufriera las consecuencias. Se llamó Soldado rojo de las noticias, porque eso decía en el brazalete escarlata que se había inventado Li, en lugar del brazalete blanco y negro de prensa, así podía acercarse a sus objetivos más que los demás fotógrafos sin que las Guardias Rojas lo apartaran.
Nadie le vio la cara tan de cerca a la Revolución Cultural como él. Nadie la vio tan panorámicamente tampoco: Li nunca logró hacerse de un gran angular, así que cuando necesitaba captar las escenas de masas a las que asistía iba disparando su cámara y girando milimétricamente el foco, y luego, en el cuarto de revelado, iba uniendo las tomas como si fueran una sola. Sus colegas de entonces decían que nadie lograba tanta efectividad malgastando tan poco rollo. El confesó que, cuando enfrentaba los rostros de los condenados en la soledad del cuarto de revelado, les decía en voz baja: “Por favor, si sus almas están embrujadas, no me embrujen a mí. Yo sólo quiero que la gente sepa algún día lo ocurrido”.
Cuando Li nació en 1940, se le pidió a su abuelo que le pusiera nombre. El abuelo era campesino, pero era conocido y respetado en diez pueblos a la redonda como hombre instruido. A la partícula Zhen que correspondía a la familia, la completó con el nombre por el que hoy conocemos al nieto. A los vecinos del pueblo les pareció un nombre absurdamente presuntuoso. Li Zhensheng, en chino, significa: “Como una canción que se eleva por el aire, lo que veas será visto en las cuatro esquinas del mundo”.
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De PAGINA 12, 19/06/2015

Friday, June 19, 2015

Todos anfibios

A partir de la salida en Chile del libro “Escrituras a ras de suelo, crónica latinoamericana del siglo XX" (Universidad de Finis Terrae), la escritora y crítica cultural María Moreno traza una cartografía aguda y certera del género. Moreno inicia con este texto una saga en la que, a través de publicaciones periódicas en Anfibia, irá redescubriendo autores desconocidos u olvidados de la crónica Latinoamericana.


María Moreno

Ahora que la imagen del Chicho Allende se recorta en un almohadón pequeño de la tienda vip en el centro Cultural de la Moneda , que le falta una yegua al Apocalípsis –el Pedro ha sido enterrado con los fastos de un Tutankamon bolchevique– y la prosperidad pinochetista  lastima la ciudad en una crecida de rascacielos coronados por el logo de alguna transnacional –la voz española en los auriculares del Turist-bus los enumera con morbosa satisfacción luego de aludir,  como al pasar, a la violencia mapuche en su histórica resistencia  y a la democracia de los 90 que ha osado atentar contra la estatua de un senador  facho, horrible y a la vera de una ruta, volviendo ingenua esa euforia cantada de “yo pisaré las calle nuevamente de la que fuera Santiago ensangrentada…”–, busco una fisura progre y la encuentro justo adonde me invitaron, la presentación de Escrituras a ras de suelo, crónica latinoamericana del siglo XX en la universidad de Finis terrae de Santiago de Chile, progre  porque donde hay crónica suena la voz del Monsi recitando su bando para cronistas: “Se trata de darles voz a marginados y desposeídos, oponiéndose y destruyendo la idea de la noticia como mercancía, negándose a la asimilación y recuperación ideológica de la clase dominante…”.

Bueno, sí presenté yo, pero juro que no hablé mucho de mí sino de “hartos otros” y todos son anfibios. Aunque el libro no se consigue en la Argentina, es un manual de yeites combativos de la crónica de todos los tiempos, amén de un quien es quien de cronistas desconocidos que nos convida a la pesquisa para agregarlos a la gran runfla de Juanitos Croniquer latinoamericanos.  

El título Escrituras a ras de suelo editado en la Universidad Finis terrae es una deliberada perogrullada política.  Un espacio de saber bajo la forma de una prestigiosa institución nos lanza filosas serpentinas retóricas – “ras del suelo”, “finis terrae”– para ponernos bien firmes como lectores sobre un territorio que podría decirse al sur del sur a vindicar sin besamanos, a leer de manera no canónica los textos ordenados bajo un género que el fashion crítico bautiza como marca en el orillo latinoamericano, desde  su cultivo por unos adelantados conquistadores con bastante de piratas más una mujer, Isabel de Guevara, que lloraran la carta ante los reyes con la exageración de hazañas y de penurias a fin de justificar gastos o lograr nuevos auspicios en carabelas, hasta los jóvenes como Aboud Saeed autodefinido como “el hombre más inteligente de facebook” y que postea desde el único cuarto compartido con su madre y hermanos en medio de la revuelta siria  acercándonos a un tercer mundo hermano, pasando por los poetas nuestros que a principios del siglo XX dibujaban la nación moderna copiando mal de Nueva York o París pero no inocentemente en diarios y revistas. Todo con tal de proponer una conspiración que vuelva a hacer circular unos nombres chupados por la urgencia de la prensa periódica, traficarlos en los cánones más adustos y hacer saltar la separación ficticia entre académicos y cronistas, laicos y expertos en alegre contaminación simbólica  de algo primordial desde Eva a la choza: el barro . Porque ¿qué que puede haber en el suelo y en Finis terrae sino barro?    

Editado por Marcela Aguilar, Claudia Darrigrandi, Mariela Méndez y Antonia Viu, Escrituras a ras de suelo  no sólo elige otro repertorio de crónicas menos estudiado que las modernistas y las actuales sino que liquida  el divorcio entre el claustro y la calle, ahora uno en defensa de la otra, una en defensa del otro o, más bien, en yunta polémica y justa.   

Un poco de historia: pertenece a las buenas maneras del cronista presentarse en sus textos como “este periodista”, “este  humilde cronista” u ocultar su nombre en el del medio periodístico que representa. De ese modo elude la primera persona como si  dijera “yo no importo, soy un simple servidor de la realidad”. El crítico Julio Ramos estudia muy bien en José Martí el gesto de reivindicarse “cronista” o “periodista” y dejarlo plantado en sus notas, contra el “experto”, producto de la fragmentación capitalista  y sospechoso de adolecer de un déficit tilingo de experiencia.   

El lugar común separa convencionalmente el saber periodístico todoterreno como superficial  y de popurrí y el universitario como sólido y legítimo. El escritor César Aira proponía no tan en broma que los exámenes finales de una carrera se tomaran diez años después y por sorpresa, a ver que quedaba de esos saberes adquiridos en pos de la calificación.   

Pero un caníbal de todo hecho cultural como los cronistas comentados en este libro era capaz de convertir la calle en un prolífero mapa de saberes sólo cultivables en ciudades que funcionaban  como una gigantesca universidad laica, ya fuera en el vértigo traductor e importador de ciertas décadas como en las que alcanzaron cierta  irradiación de saberes universales autónomos. Pienso en la Buenos Aires en donde encontré mis maestros, paseándome por una calle-escuela en la que era posible adherir a la antiestética de Luis Felipe Noé desde algún auditorio del instituto Di Tella , ver películas antes que en el cine o que no llegaría al cine  si se era bicho de cineclub, hacer un curso de marxismo con Raúl Siarreta que no había ido a la facultad, leer de acuerdo a la vastísima oferta de las librerías de la calle Corrientes –incluidas las hinchadas bandejas de segunda mano–y consumir Bretch en el teatro Payró (“¿usted dejaría que su hermana se casara con un bretchiano?” preguntaba el director Alberto Ure) con un fondo de hitos históricos como  los que tan  decisivamente enumera la escritora Ana Basualdo en Crónicas ejemplares, un libro dedicado al cronista Enrique Raab y que hacen a mi contexto (no me comparo, me identifico): “la caída de Arturo Ilia, hasta la caída de Isabel Perón, pasando por la dictadura de Onganía, la muerte del Che, la división ideológica del sindicalismo, el Cordobazo y el Rosariazo, el apogeo de la guerrilla, Lanusse, el cristianismo revolucionario, la peronización  de la izquierda, la vuelta de Perón, el gobierno de Cámpora, la victoria electoral y la muerte de Perón, el gobierno de Isabel y López Rega y el surgimiento de la Triple A.”   

La universidad democrática rescató de sus casas-estudio a  maestros de una izquierda heterodoxa como Ricardo Piglia o Josefina Ludmer, que habían resistido en los años posteriores al golpe militar impartiendo, a la manera de un secreto templario,  clases de literatura argentina en esos sobrios departamentos de  pocos cuartos  –pura biblioteca– donde de vez en cuando se infiltraba un policía de civil en busca del militante que viviera allí una segunda clandestinidad, leyendo en grupo un Facundo o una Gauchesca reinventados, lujos de una segunda vida respecto de aquella que lo arrastraba a una lógica sacrificial.   

En las cátedras de un Daniel Link o de un Jorge Panesi se comenzó a estudiar  La guerra de las mariquitas de Copi y El beso de la mujer araña de Manuel Puig pero también las temporadas de Lost, el glam y la tele. El pasillo entre el claustro y la calle se volvió pop y el ida y vuelta le dejó el piso como el de una disco cuando sale el sol: hoy, con peinado esculpido, el licenciado Alan Pauls hace crónica de películas con voz algo paródica, la licenciada Matilde Sánchez sale a callejear por Cuba y luego no se priva de confesiones eróticas, el licenciado Daniel Link escribe columnas glttbi para el suplemento Soy. Y ahora el cronista puede definirse como un intelectual versátil –exacta expresión de las autoras del prólogo –y con los ingredientes muy bien definidos por la profesara Mónica Bernabé: “la literatura y la etnografía, el relato testimonial  y la vida cotidiana, la intervención política y la investigación periodística, la reflexión estética y la exploración autobiográfica” 

Como versos en un álbum   

No voy a comentar todos los ensayos  a riesgo de ofender a alguno de los 14 autores , después de todo los cronistas modernistas que además eran poetas no escribían versos en el álbum de todas las damas de una tertulia y se salteaban algunas , no necesariamente las más feas. Comentaré aquellos en donde pueda encontrar, como en un doble fondo, las zonas combativas del género.   

Macarena Urzúa Opazo en Ciudades son imágenes: postales de Nueva York, paisaje de la nostalgia en las crónicas de la tierra prometida de Rosamel del Valle sigue los pasos de un poeta menos fascinado por el Empire State que por la casa en donde vivió Edgard Alan Poe, y por un millonario de la chatarra menos que por las noches tóxicas de los poetas beat y el Thoreau  contestatario de los bosques a donde nunca llegaría la luz eléctrica. Isabel Castro en París sin el velo de la idealización: un análisis de la crónica desmitificadora de Raúl Andrade  muestra y explica a un cronista  ignoto para Internet que hacía el desguace de las penurias de la ciudad luz denunciado   en las postales de Joie de Vivre para turistas– a la manera de la broma Si es martes deber ser Bélgica –, la contracara del no llegar a fin de mes de los franceses ajenos a los beneficios de los bares para revolucionarios . Entonces la  hipótesis : ¿la crónica, en su tradición, convertiría el viaje importador en un viaje hacia los pares en una suerte de transnación literaria?   

Carlos Monsiváis: una mirada multifocal y la encarnación de un nuevo género de Elizabeth Hutnik y María Terán nos propone  al cronista erudito y sitúa una práctica que explica el además político del autor al autoadscribirse como “cronista” detrás de un Salvador Novo y no de un Octavio Paz  canónico.  Un género padre como el ensayo podría ser un elemento más de la crónica barroca  y el autodidacta ser un sabio. Todo objeto antes excluido por minorizado arrastra en su recuperación síntomas de su pasado en el margen. La crónica reivindicada ahora por la academia, como gran container para la noticia narrada, la teoría y el ensayo literario, la investigación peligrosa y hasta la autobiografía en clave ciudad,  sino se la vigila mediante la letanía de declaraciones reparadoras, vuelve a ser considerada el generito de callejeros semi ilustrados y adictos al color local.  Entonces, a pesar de que la insistente autoadscripción de Monsivais como cronista, lejos de ser un acto de modestia afectada, significa que la crónica incluye tanto la experiencia de antropólogo, como la de paseante, la de teórico como la de reporter, el español de Cervantes como el de los vendedores de calaveritas de Tepito, se lo suele definir como “intelectual”, “ensayista”, “crítico cultural”.   

Pero al presentarse como cronista Monsivais hacía toda un declaración contra la división de trabajo entre el que piensa y el que informa, el que cuenta y el que hace teoría, el que declara y el que actúa.  
¿Es la crónica el espacio de una erudición plebeya en donde la investigación nunca deviene capital acumulado y retenido y en cambio permanece como biblioteca, colección y archivo incompletos que es preciso mantener abiertos a nuevos objetos, libros, testimonios, documentos, conocimientos?   

“De nuestro enviado especial”: la crónica periodística de viaje en los diarios Crítica y El Mundo (1920-1930) de Martín Servelli devela otra cualidad disruptiva del género. El comunista Raúl González Tuñón durante su envío a la Patagonia para probar la pertinencia de una compañía aérea nacional, interroga a los explotados para concluir: “la organización proletaria es un mito”. De la huelga de cañeros de Tucumán hace un informe que bien podría ser el de una revista partidaria. Leopoldo Alonso, enviado a investigar las condiciones laborales de los mensús misioneros, cuando había sido secretario de la unión Sindical Argentina y director del periódico bandera Proletaria.   

¿Para el diario, dentro del viaje al interior con su cuota de exotismo cazalectores, el cronista puede infiltrar una investigación paralela  y más radical, convirtiendo un interés empresarial en el pueblo como consumidor en el mensaje cifrado de una pedagogía militante?      

La implementación del in situ como norma para periodistas y cronistas genera una pregunta. Desde que Fray Mocho escribiera Desde el mar austral sin ir y Martí reescribiera las notas leídas en The sun ¿cómo fue que la regulación de la crónica fue imponiendo el cronista como testigo ocular, y los testimonios y documentos varios como garantes de la verdad?  ¿Y en qué medida la estrategia dirigida para y por el pueblo de un diario señero como Crítica y, a muchos años de distancia, los semanarios dirigidos por Jacobo Tímerman con su fórmula de ser conservadores en política y hasta con un toque marxista en cultura, espectáculos y vida cotidiana, no fueron diseñando un modelo de cronista que excluye al de sociales? ¿Aunque sea genial como el exhumado en Crónica de autor en Chile: “High Life” y “¿A dónde va Vicente? ¡A donde va la gente!” de Mario Rivas, trabajo de  Patricia Poblete Alday? ¿Qué hay de nuestros cronistas del privilegio cuyas críticas e ironías iluminarían toda una zona que hoy permanece oscurecida por una izquierda prejuiciosa y víctima del tabú de contacto? ¿Por qué no se estudia a Landrú como gran cronista de lo in y lo out ?   

Otra singularidad de la crónica es la que pesca María Josefina Barajas en Una dialogante y reflexiva relación de hechos: las crónicas periodístico-literarias venezolanas, de Elisa Lerner. Estudiando la función de las barras en una cronista contemporánea sugiere  que la puntuación, las itálicas (ese grito escrito de la gráfica de prensa) , la fonética , las barras  pueden ir deslizando en una crónica asociaciones de ideas que, a la manera de un cuaderno de notas, logran abrir un texto urgente a una variedad de posibilidades especulativas capaces de hacer desobedecer al lector y detenerle a pensar fuera de la consigna de la velocidad de consumo y el meteórico deshecho, amén de constituir un laboratorio vanguardista de escritura.   

Gastón Carrasco y Juan José Adriasola señalan en La historia y el relato: problemas en torno a la construcción de la historia literaria en “Algunos” de José Santos González Vera (una selección de retratos y tributos heterogéneos), el orden de una serie de nombres propios que rompe la consigna limitada a hacerlo de acuerdo a períodos, mezclando famas y pertenencias. En lugar de linajes o genealogías, los autores descubren en Algunos una preposición proteica: con. Entonces podríamos leer la crónica de Jorge Grove sobre la efímera república socialista chilena trabajada por Álvaro Kaempfer en Crónica, testimonio y protagonismo en Descorriendo el velo (1933) de Jorge Grove con Operación Masacre de Rodolfo Walsh : los dos cronistas no habrían sido en el comienzo afines políticos a los protagonistas de sus crónicas-denuncia: habrían sido, en cambio,  “convertidos”  por la investigación. Y aunque Grove no sea exactamente un investigador, comparte con Walsh, a través de  distintas formas narrativas, la voluntad de proponerse como cronista en peligro a la búsqueda del interés del lector . Una digresión: las grandes crónicas son aquellas en donde, a pesar de que el lector sabe que el cronista narrador ha sobrevivido puesto que ha escrito su experiencia, lee temiendo por su vida. Jorge Grove podría también leerse con Truman Capote ya que es un rasgo de la crónica cambiar el objeto inicial, bajo la energía de la pesquisa. Jorge Grove, prisionero en la isla de Pascua, luego de la asonada socialista, se pone a estudiar la situación de los indios prisioneros, reporters médicos y militares sobre la lepra. Al igual que Truman Capote en A sangre fría, desvía su atención de los dos jóvenes criminales que asesinaron a una familia en el pueblo de Holcomb al registro de testimonios en el corredor de la muerte en donde éstos esperan su ejecución.  La heterogeneidad de los objetos de la crónica y los saberes que utiliza se repicarían en redes de afinidad y relación sin las jerarquías de la genealogía de acuerdo períodos,  países de origen, etnias, género.   

En El trabajo periodístico de Tomás Eloy Martínez: síntesis de la crónica modernista latinoamericana y el Nuevo Periodismo Norteamericano, Paula Escobar Chavarría latinoamericaniza a ese cronista tan de color local argentino, autor de La novela de Perón y Santa Evita, y señala el encuentro con Gabriel García Márquez como definitivo para su autoadscripción como cronista latinoamericano. También muestra con su crónica Los sobrevivientes de la bomba atómica la voluntad de generar una tradición al relevar en el territorio a un cronista anterior, el John Hersey de Hiroshima. De este ademán se puede desprender una práctica crítica contra el olvido de los grandes cronistas y el compromiso de no abandonar los temas fundamentales a la instantaneidad y el relevo de la prensa. También en Santa Evita, Tomás Eloy Martínez  continua el cuento Esa mujer, de Rodolfo Walsh: aquel  diálogo entre dos hombres que se disputan el cadáver de Evita, a quien no se nombra , uno de ellos narrador y supuesto alter ego de Rodolfo Walsh , el otro  el coronel Carlos Eugenio Morí Koening, suerte de fetichista político enamorado de esa muerta robada. Relevar al maestro en el territorio sería una práctica ritual de la crónica.  


El tiempo no es oro: es caracteres   

“No hay tormento comparable al del periodista en México. El artesano se basta a sí mismo, conoce su oficio, pero el periodista tiene que ser no sólo Homo Duplex sino el hombre que como dice Valhalla, puede dividirse en pedazos y permanecer entero. Debe saber cómo se hace pan y cuáles son las leyes de la evolución; ayer fue teólogo, hoy economista y mañana hebraista o molinero: no hay ciencia que no tenga que conocer ni arte en cuyos secretos no tenga que estar familiarizado. La misma pluma con que bosquejó una fiesta o un baile, le servirá mañana para escribir un artículo sobre ferrocarriles y barcos (…) Y todo sin tiempo para abrir un libro o consultar un diccionario”. Quisiera que escucharan esta frase de Manuel Gutiérrez Nájera como una expresión de modestia afectada en donde la falta de tiempo con el fruto de una producción copiosa y popular es algo mucho más complicado que hacer de carencia, virtud. Veremos, dijo una cronista.   Escrituras a ras del suelo es una larga zapada sobre el tiempo. Pero ¿acaso toda escritura atravesada por la angustia de modernidad que en la prensa se traduce con la partícula mínima pero imprescindible de la primicia, no lo es? Es más ¿no se podría leer con esa consigna cualquier otra escritura más allá de las evidentes, desde La vuelta al mundo en ochenta días de Verne hasta el Ulices de Joyce (o sea  un día en la vida de Mister Bloom) pasando por 24 horas en la vida de una mujer del Stephen Zweig? Créanme, sé de que hablo: lo sabe mi osamenta jorobada sobre las máquinas de las redacciones antiguas , pesadas como hipopótamos y ruidosas como el taca taca de martillo de herrero con que seguramente Roberto Arlt debía conseguir sus ochocientas palabras por día, y lo sabe mi gastritis traumática de la época en que una métrica mental puntualísima me hacía llegar cada viernes a las sesenta líneas de la hoja pautada de mi columna semanal cuando el coordinador general comenzaba a putear a mi costado la frase “nos estás enterrando a todos” . Es decir “no estás mandando al muere”, y el muere es no llegar a los quioscos, perder la tirada , un fangote de plata y al público que se desayunará con el diario del enemigo.   

Porque en periodismo, se sea cronista o reportero, es decir periodista del pisotón como decía Tom Wolfe, la diferencia está entre el cierre de sexta o de séptima. La hoja en blanco no es esa metáfora de horroris vacui del escritor químicamente puro que hoy, se me ocurre, sólo debe coincidir con el heredero o el rentista, sino algo vertiginosamente material y sin bien:  de no entregar la nota, la página no saldrá jamás en blanco sino que el texto será reemplazado y hasta para mejor. Se trata de un gaje del oficio pero bastante más que un mero fantasma. Nada parecido a cultivar día a día las heces literarias como decía Fogwill y luego salir a buscar editor. Ni si quiera el asunto se parece si se tiene un contrato con una editorial: un plazo pensado en meses o en años para un periodista es ya una eternidad y, aunque pautada, eternidad al fín.   

Detrás de cada párrafo citado en este libro, encomiado e interpretado, revivido varias veces luego de su origen en el diario o la revista, a través de  la recopilación en libro y otras críticas , cuando había sido fraguado para morir luego de un día, está la sombra de esa zozobra metódica. Pienso en José Martí leyendo apurado The Sun ante un café negro, subrayando con un lápiz mocho los párrafos que va a hiperescribir, zarpando al raje desde el gastado estribillo del comienzo “Señor director” hasta cumplir la pauta y, de pronto, el telégrafo que no funciona, Bartolomé Mitre que se cabrea porque está intoxicado de metáforas y los avisadores de La Nación piden la friolera de 20 noticias por página entre la inauguración de un astillero y la llegada de La Patti al teatro Colón y no la descripción del puente de Brooklyn como si fuera una alucinación.  


Elogio de la urgencia   

Hay una frase de largo alcance en el libro de Julio Ramos (Desencuentros de la modernidad en América latina, literatura y política en el siglo XlX ), cuando sitúa a los cronistas modernistas: “Habría que pensar el límite que representa el periodismo para la literatura –en el lugar conflictivo de la crónica- en términos de una doble función en varios sentidos paradójica: si bien el período relativiza y subordina  la autoridad del sujeto literario, el límite a sí mismo es una condición de posibilidad de ‘interior’, marcando la distancia entre el campo propio del sujeto literario y las funciones discursivas otras, ligadas al periodismo y a la emergente industria cultural urbana. Es decir, en oposición al periódico, en el periódico, el sujeto literario se autoconsolida precisamente al confrontar las zonas antiestéticas del periodismo y la cultura de masas”. (…)   

“El límite, de este modo, no es estrictamente negativo. El límite permite reconocer  la especificidad del interior: el énfasis del “estilo” (dispositivo de especificación del sujeto) sólo adquiere densidad en proporción inversa a los lugares “antiestéticos” en que opera. En ese sentido, la crónica no fue un mero suplemento de la modernización poética, idea que domina en casi toda la historiografía del modernismo. La crónica –el encuentro con los campos “otros” del sujeto literario– fue una condición de posibilidad del alto grado de conciencia y autorreflexibilidad  de ese sujeto ya en vías de autonomización”.   

Para el cronista modernista, la literatura es esa otra zona que había que preservar y que, como decía  Ramos, se preservaba por amenaza de las otras zonas impuras, las de la información, la consigna, el patrón. Es interesante ver la posición de un cronista posterior, el más conocido en la Argentina– se diría que durante muchos años la palabra “crónica” se asociaba únicamente con él aunque se tratara de aguafuertes– que reivindica la zona contaminada –esas redacciones estrepitosas con la soga al cuello de la columna diaria –como la condición ya no sólo de la crónica sino de la novela.   

Si Martí escribía en la noche fuera de los servicios al diario, que serían diurnos, Roberto Arlt le pegaba a la Underwood en medio de la redacción de El Mundo para hacer tanto sus crónicas como sus novelas y con la siguiente divisa: “Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras”. Por eso es brillante la metáfora de Mónica Bernabé (Crónica, vanguardias y tecnologías: Roberto Arlt y sus ochocientas palabras por día ), quien utilizando la técnica de La carta robada de Poe y eludiendo las genealogías arltianas de las malas traducciones o como contracara borgeana , atiende a la plancha de hierro de la técnica del aguafuerte para proponer al escritor de vanguardia en la zona plebeya del ganapán:   

“Desde las tecnologías del aguafortista, la presión de la “plancha de metal” responde a un ordenamiento menos metafísico, es decir, estrictamente materialista: se trata del trabajo de garabatear sobre materiales duros. Como el grabador artístico, Arlt trabaja sobre la lengua rígida del periodismo informativo y del realismo social. Su ademán irónico la corroe y deforma alejándola de los estereotipos del realismo sociológico con que los progresistas de su tiempo pretendían documentar las severas condiciones de vida de los desposeídos en una ciudad que cambiaba día a día y vertiginosamente. Si hay un saber técnico que afecta la escritura de las crónicas en Arlt, en primer lugar hay que considerar los modos de reproducción del aguafuerte: el trazado de líneas en una plancha de metal (zinc, hierro, cobre) para ser sometidas a la acción del ácido que corroe las zonas dibujadas con virulencia y que pone en riesgo a su ejecutor por la peligrosa toxicidad de los gases que se desprenden. Hay algo más: el ácido nítrico utilizado en el grabado para la producción de las aguafuertes es el mismo agente nitrante usado para la fabricación de explosivos. De ahí que el realismo de Arlt no resida en la estética pasiva de los espejos ni en la activa de los prismas sino en la estética reactiva de los ácidos. Podríamos decir: un realismo nítrico de cinismo corrosivo”.   

Porque el  tiempo embargado por el capital de la prensa, no es real. Y es Roberto Arlt quien sospecha mejor que la falta de tiempo y la contaminación –corrosión corrige más provocativamente Mónica Bernabé–  es un tiempo de deseo que no se mide en uso horario . Y ese deseo es un deseo de atentar contra la sociedad burguesa y con lectores tan numerosos y necesarios para la revolución como para la cultura de masas. “¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela, que como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos…!–escribe en el prólogo de Los lanzallamas– Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas”. No lo sabía o fingía modestia: la bomba de tiempo de su estilo ha nacido precisamente de no tener tiempo para escribir.  


Todavía tengo en mis oídos la voz asordinada de interferencias que me llegaba a través del teléfono cuando Cristian Alarcón escribía el último capítulo de Si me querés, quereme transa y, desde ese lugar que nunca supe donde quedaba llamado Pueblo Esther, juraba que no se había emborrachado la noche anterior, que le faltaban sólo treinta líneas,  que la intermitencia de Internet, que los amores perros y un último llamado al testigo en peligro demorado a través de una cadena de teléfono roto en pabellón de máxima peligrosidad mientras yo, editora excitada, oscilaba entre la madre subrogada y la Gorgona de lengua de cloaca ora mimando ora aullando. Es que la misma procrastinación es en los periodistas cronistas un retener el placer de estudiar, de investigar o de demorar una forma, en medio de la demanda in extremis : boicot al patrón.   

Mi escena favorita de La vuelta de Don Camilo de Giovanni Guareschi está en el prólogo del autor, no en el cuerpo del libro; su moraleja es “jamás haré hoy lo que bien puedo hacer mañana o dentro de dos meses”. La anécdota para mí tiene el valor de un acto de insurgencia. Era navidad del cuarenta y tantos. Guareschi cuenta que debía una nota a la revista Oggi y otra a la satírica monárquica Cándido. Había que entregar antes porque el día siguiente era noche buena. Guareschi tenía, por así decirlo, que retrasar su habitual retraso o armaría un desastre mayúsculo en el que podrían intervenir los gremios o la página en blanco de Mallarmé dejaría de ser una metáfora. Guareschi entregó su nota a Oggi y volvió a su casa para seguir con la otra. Ahí fue que el teléfono empezó a sonar y a sonar. Los funcionarios de Cándido comenzaban a insultarlo: “¿Por qué todas las veces te circunscribes al ultimísimo minuto? ¿Por qué no haces tu trabajo poco a poco, cuando tienes tiempo?”  Él, que paradoja, siendo católico, por enterrar a unos trabajadores en día feriado, estaba poniendo en peligro la unión familiar en torno a la mesa de navidad. Guareschi volvió a la calle, fue a Oggi, retiró la nota y la llevó a Cándido en tipos más gruesos para llenar el agujero. Luego volvió a su casa para terminar la de Oggi: todavía disponía de una media hora. La fábula era también un mito de origen: el traspase de la nota sustituyó al medio masivo por el de otro de escasa tirada: fueron 24 los lectores fieles (según Guareschi) que pidieron una continuación. Así nació la primera entrega de Don Camilo, luego eterno best seller de las aventuras entre el cura gordo y el alcalde rojo de una zona llamada La Baja, que podrá haber muerto ahí, de no haber existido el cambio; Dios no es un funcionario –decía Guareschi para hacer el elogio de la procrastinación como virtud del escritor metido a periodista en contra de la burocracia de la hora de cierre.   

Cuando  Osvaldo Carvajal Muñoz va pescando las autocitas en Joaquín Edwards Bello (El pájaro verde de Joaquín Edwards Bello: de crónica a capítulo de novela), los pases apropiadores que hace de su propia prosa de prensa a sus ficciones, las variantes sucesivas llenas de cambios y desplazamiento, no hay que creerle a las quejas del autor. Los diarios han sido sus borradores y por tanto su manera de burlar el trabajo asalariado. Sus faltas de ortografía, sus originales llenos de erratas y acusados de una gramática imaginaria son pequeños atentados destinados a ocultar  que le ha arrancado al Capital en lugar de la obra de un día, la obra que no cesa.   

Un salvoconducto   

“¿Es la crónica de estos años un antecedente de la crítica cultural contemporánea? ¿De qué manera la práctica de la crónica redefine la función del intelectual y la textura de su discurso? ¿Qué tensiones o alianzas existen entre la crónica como una práctica documental que se impone una función crítica de realidades marginales, y aquella que se justifica como impulsora de formas de consumo que se van haciendo cada vez más masivas como el turismo?”. Más que responder a estas preguntas lanzadas en el prólogo Escrituras a ras de suelo, las deja abiertas para que alguien recoja el guante y evitar que suturen o liquiden cuestiones de resonancias específicas y locales con nuevos catálogos de lectura y disciplinas siempre estériles.  En Modernidad, memoria y nostalgia: el registro de “lo rural” en las crónicas de Rubem Braga de Ignacio Corona, la nostalgia parecería  la reserva  crítica ante la velocidad de la ciudad Central pero también una crispada metáfora . El cronista primordial , aún inmóvil siempre sería un viajero entre un tiempo pasado asociado a la lentitud arcádica  y un futuro imaginado tan vertiginoso como ineluctable, cualesquiera sean sus contenidos desde la ciudad aldeana cuyos bienes hay que preservar a riesgo de arrancarse del suelo y la metrópoli científico-técnica hasta la que sitúa su tensión entre la biblioteca de papel y la red infinita . Quizás el de hoy sea el testigo del cuerpo como coyuntura y las mutaciones de género sexual con la frontera utópica de su abolición: pasajer@s de identidades nómades, artistas políticos de la vida en invención y diseño provisorio y feliz, cyborgs militantes hacia un futuro sin fronteras.     

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De ANFIBIA, 06/2015

Thursday, June 18, 2015

La argentinidad al palo (y al pedo)


EDUARDO MOLARO


Sin afanes demasiados sociológicos ni antropológicos, he sido siempre un personaje con la virtud ( acaso la única ) de saber escuchar e incluso leer con atención lo que otros me cuentan o comparten. Siendo un hombre de puntuales asados y cafés, gustoso de largas charlas de variado tenor, he podido debatir con amigos sólidos y amigos eventuales, pero no sin antes escuchar sus argumentos ( en el caso optimista de que los tuvieran ).
Todo ese inventario, sumado a las lecturas que uno ha frecuentado, me permite decir, desde mi subjetividad más abyecta, que los argentinos somos unos pelotudos. Apasionados, si;  muchas veces solidarios, también; pero siempre en estado de beligerancia.
Pero no con la creencia de que el disenso enriquece o nos hará mejores, sino con la premisa de tratar de imponer nuestro concepto, de defenderlo no por convicción sino por terquedad. Lo sostenemos al sólo efecto de amenizar la velada con un perpetuo estado de discusión.
Y así somos tanto en la política como en las cosas más triviales.
Hemos nacido como patria en divergencia:  Morenistas o saavedristas; Unitarios y federales, Conservadores y radicales; luego peronistas y radicales; azules y colorados, Boca o River; Gardel o Julio Sosa; Piazzolla o Troilo; Borges o Roberto Arlt o Sábato; Charly o Spinetta; Cerati o El Indio Solari y hasta el ¨Menotti o Bilardo¨. Ni mencionemos las divisiones pseudo-políticas que hoy existen y que algunos iluminados mercaderes mediáticos bautizaron como ¨La grieta ¨ ( sin aclarar que a ellos les encanta y les rinde profundizarla cada día ).
Ahora, por arte de magia de algún pelotudo mayor, se les ocurre ( y más pelotudos siguen tras la estela de ese mar proceloso ) que la dicotomía nacional debe poner en un ring a Maradona y a Messi.
¡ Siempre necesitamos que haya enemigos entre nosotros! ( aunque tal enemistad no exista )
Diego Maradona ha sido material de estudio y muestra gratis de nuestra dualidad. Lo hemos convertido de héroe a villano miles de veces. Incluso antes de su consagración en el ´86, la prensa lo criticaba duramente. Diego ha sido un personaje amado y odiado en partes iguales y lo sigue siendo.
No sólo pretendíamos que fuera el excelente futbolista que siempre será, sino que pretendíamos también que fuera un personaje políticamente correcto, un embajador deportivo  y un ejemplo para toda la juventud.
Está claro que no podemos obviar el hecho de que Diego se buscó siempre enemigos poderosos, lo cual – en esta medianía de lame-ortos en que vivimos ( Teléfono, Pelé! ) - es casi una virtud.
Desde hace años, es decir, no sólo con talento sino con vigencia y continuidad, Messi ostenta ( no por carácter vanidoso, claro está, sino por resultados y desempeños reales) el cetro de Mejor Jugador del mundo.
No lo refriega, no discute con nadie, no mediatiza su existencia para ser calificado como el mejor de la actualidad. Simplemente juega mejor que todos.
Pero no está en nuestra argentinidad el sabernos afortunados y disfrutar el hecho de que los dos mejores futbolistas de los últimos cuarenta años sean argentinos. Nuestro tango necesita tragedias e inquinas. Incluso tengo la sospecha de que deseamos que las cosas salgan decididamente mal.
No podemos gozar de nuestra suerte. Nos olvidamos de que el fútbol es un juego ¡ El más importante y pasional ¡ Pero un juego al fin.
Y vuelve el tango donde extrañamos a la mina que se fue y le damos ¨la biaba¨ a la que está a nuestro lado. Incluso convocamos a que todos los piolas del barrio la fajen sin piedad alguna.
De hecho, ( pensemos juntos ) no disfrutamos tanto de Diego en su momento como gozamos tanto hoy con el recuerdo que nos generan sus heroicas patriadas futboleras. Y más allá de su magia y su picardía ante los ingleses ( que nosotros mezclamos con Malvinas, porque así somos ), aún perdura en nuestras almas el grito sagrado del 10 puteando a los tanos porque nos silbaban el himno en Italia ´90.
Y ahí le caemos a Messi: Con un ¨Que no canta el himno! ¨ o el descabellado ¨¡Que juegue para España! ¨( Los españoles estarían felices, lógicamente. No son argentinos! ) y semejantes imbecilidades que no le endilgamos a otros jugadores que tampoco cantan el himno, por ejemplo, o que han renunciado a jugar en la Selección. De todos modos me pregunto cuál himno es el que no canta Messi, porque – sabido es – hace más de una década que en los partidos FIFA sólo emiten la introducción ( obviamente instrumental ) de nuestra canción patria.
Soy bien argentino, pero debo confesar que – salvo en lo político e histórico - casi no podría incluirme en la lista de dicotomistas.
Amo a Gardel y disfruto a Julio Sosa;  Envidio y admiro la genialidad de Borges, pero también encuentro placer en las lecturas de Don Roberto Arlt o Don Ernesto Sábato. Gozo de manera casi orgásmica la música de Charly García y de la genialidad ¨mahátmica ¨ del flaco Spinetta; me maravillo con la rica y compleja cosmogonía artística de Piazzolla y también con el poético y rústico roncar del fuelle del gordo Troilo.
Deploro a los ingleses por su arrogante piratería y por no devolvernos lo que nos corresponde, pero no abandono por ello mi adoración por Shakespeare y Los Beatles.
Amo y siempre amaré a Diego Maradona. Admiro su ¨Arte ¨ extraterrestre, respeto sus errores terrenales  y valoro muchas de las batallas que supo librar en soledad.
Pero agradezco a los dioses de la pelota, a aquellos funcionarios de vaya a saber qué Olimpo caprichoso,  el hecho fundamental de que Lionel Messi exista, que sea genial y que haya nacido en nuestra tierra.
Y por poco que parezca, también agradezco ser argentino.
Aunque no sepamos gozar.  Aunque seamos tan pelotudos.

Junio de 2015