A parte de espiarnos a diestra y siniestra, convertirnos en borregos del sistema y joder solapadamente la vida de sus usuarios, Facebook tiene algo que debo agradecer: permitirme retomar el contacto con Javier, mi compañero de curso.
Salvo por una fotografía en Internet donde aparece al lado de un avión con pinta de superhéroe de DC Cómic, no sabía de mi amigo desde que emigrara a España a principios de los noventa, una de sus dos naciones de origen (la segunda es Ecuador). Estos últimos seis meses me han llevado a recordar cómo las estupideces de la pubertad hicieron más llevaderos esos días grises que coincidieron con el ocaso del pinochetismo.
Yo era un estudiante de una comuna de la periferia de Santiago, por lo que no podía viajar a mi casa entre la jornada de la mañana y de la tarde. Esto me hacía pasar mucho tiempo tirado en los patios, pasillos, graderías y hasta la capilla del colegio, acompañado sólo de mi arrogancia y desconocimiento. El entorno se volvía más asfixiante cuando los porteros, siguiendo las directrices del cura rector, controlaban la salida para impedirme cualquier vagancia por las calles del centro de Santiago y después, con el cambio de domicilio del colegio, de Providencia.
Ocupaba todo ese tiempo en leer revistas de la insurgencia, cómics y novelas latinoamericanas; divagar entre una revolución socialista o anarquista para derrocar a la dictadura; escribir en mis cuadernos historias de sexo y política imitando a Camilo José Cela –antes que le dieran el Nobel, sus libros se hallaban en canastas de liquidación-, además de redactar largas cartas con trozos de poemas de Neruda para una destinataria con residencia en Valparaíso.
Javier no tardó en percatarse de mi condición de niño “huacho” y me invitó a pasar los ratos libres en su casa con una generosidad que aún valoro. Gracias a este gesto pude disfrutar la paella, el estofado de liebre, las tablas de queso, los licores con sabor; vi películas en Betamax cuando apenas conocía el cine y un par de canales de televisión (con gran embobamiento, tuve acceso a mi primera producción triple X y soñé siendo amamantado por la musa de la revista Playboy, Petra Verkaik); leí decenas de libros de la biblioteca de sus padres; y causé uno que otro estrago que me otorga -con justicia, creo-, el título de hijo honorífico de la familia de Javier.
EL ARTE
Dentro de las categorías que nos etiquetaba la Unidad Técnico Pedagógica, Javier se encontraba entre los matemáticos mientras que yo caía en esa denominación ambigua llamada humanista (“una manera elegante de decir que somos unos huevones buenos para nada”, comentaba el Chico Álvarez con su humor ácido pero certero). Sin embargo, cuando dejábamos a un lado los cálculos y los libros, nos unía un pasatiempo en común: el dibujo.
Dedicamos buena parte de nuestra enseñanza, sobre todo en horas de clases, a caricaturizar compañeros (algunos en abierta venganza por alguna broma pesada, acto de matonaje o apodo hiriente), auxiliares, inspectores, curas, profesores, personajes de la televisión, siempre mordiéndonos la lengua para no explotar en risotadas que nos habrían puesto en evidencia. Nuestras obras eran burlescas, crueles y, cómo dijo el cura rector cuando llegaron a sus manos, herejes.
Pero también hubo espacio para la sensibilidad. Esto ocurrió cuando Javier me mostró su tesoro más preciado, después de su colección de figuritas de Star War: un cuaderno de croquis con decenas de dibujos en blanco y negro de su autoría con chicas desnudas. El catálogo había surgido de sus propias preferencias de las revistas eróticas que guardábamos en el entretecho de su casa. Tal fue mi entusiasmo que no dudé ni por un segundo en copiarle el pasatiempo y decidí armar mi propio catálogo seleccionando, según mi criterio, a las divas en cueros que serían inmortalizadas con el lápiz grafito. Cuando ya llevaba un número considerables de retratos, decidí someterlas al juicio experto de Javier. Él tomó mi cuaderno, lo ojeó y sentenció:
-Sabes, Sapito: tus dibujos son muy barrocos, de contrastes. Mucha luz y mucha sombra. Pornografía pura y dura. Les falta sutileza y erotismo.
Javier era mi amigo por lo que su lapidario comentario me generó un nudo en la garganta. Pero nada que una buena risotada no pudiera desanudar y así seguir adelante con nuestras vidas de estudiantes con acné y voces aflautadas.
En nuestros contactos a través del chateo, Javier recordó este pasatiempo artístico que yo tenía algo olvidado:
-Tú eras mucho mejor dibujante, con trazos más seguros –escribió en su teclado, mientras las protestas callejeras en Madrid subían en decibeles-. Los míos eran muy leves, indecisos y miedosos. Tú pintabas para ser un gran dibujante, Sapote.
En la parte más austral de Latinoamérica, con el bullicio de los manifestantes contrarios a la construcción de una central hidroeléctrica en la Patagonia, recibí este halago con satisfacción, aunque con veinte años de retraso.
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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 05/06/2011
Foto: Petra Verkaik
Textazo de nuestro amigo Rodríguez, uno de los narradores más solventes del sur americano.
ReplyDeleteSaludos cordiales
Concuerdo contigo, Jorge. He leído una novela de Claudio tan buena que me avergüenza como escritor. Abrazos.
DeleteGracias amigos por comentarios tan llenos de generosidad hacia este servidor...
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