Hubo un tiempo en
el que algunas mujeres achacaban a los hombres la mala costumbre de pensar con
la polla. Pensar con la polla era estar prisionero, pero a mucha honra, de los
instintos más primarios. De un hombre que pensara con la polla una mujer no se
podía fiar. Un hombre que pensaba con la polla no valoraría a una mujer en su
conjunto, intelecto y físico, sino que sólo se detendría a valorar si una chica
era lo suficientemente atractiva para esa parte del cuerpo con la que pensaba,
la polla. Yo conocía a hombres así de transparentes, algunos incluso me hacían
gracia por su evidente primitivismo, pero no eran mi tipo. Los había que
sostenían que incluso aquellos varones que aparentaban más sofisticación
intelectual, a la hora de la verdad, pensaban con esa parte concreta del cuerpo
que señala, según la inclinación de su ángulo, lo que un hombre bien
constituido piensa.
Fueron muchos
años de escuchar aquello de “lo hago porque me sale de la punta de la polla”.
Casi de manera inconsciente, algunas, yo creo que las más listas, encontramos a
hombres que tenían un pensamiento más sofisticado y tanta capacidad como
nosotras de pensar con la cabeza en unos momentos y de dejarse llevar por sus
instintos cuando terciaba. De alguna manera, sabiendo elegir, demostramos que
hay muchos hombres con los que una relación igualitaria es posible. Los hay.
Los hemos tenido como pareja y los hemos criado. Hombres que no tienen ningún
interés de mostrarse como especímenes dominados por instintos animales, hombres
que no presumen de su potencial, que no piensan continuamente en términos de
cacería.
Pero hay un tipo
de feminismo ahora que no llego a entender, que tiende a
ver a los hombres como a una masa compacta de hormonas, donde unos individuos
no se diferencian de otros. Pareciera que estuvieran infectados por ese mal
definido como heteropatriarcado del que no pueden escapar. Los pobres. Es ese
tipo de feminismo que gusta hablar en plural siempre y afirma “nos matan”, “nos
violan”, como convirtiendo a todas las mujeres en víctimas: tanto a las vivas
como a las muertas, a las que han sufrido una violación como a las que se han
tenido que enfrentar a un simple patoso. Porque hay patosos, sí, pero lo que
hay que predicar es la defensa, no el victimismo. Desde los 19 años, como
trabajadora me he topado con más de uno, pero he aprendido a pararles los pies,
y es una victoria que tengo en el saco. No siempre me han sacado otros las
castañas del fuego.
Y hay mujeres que
han entendido que la igualdad está en pronunciar tantas veces la palabra “coño”
como ellos lo hicieron con sus palabra fetiche, “polla”. Igual que los hombres
reducían sus aspiraciones a lo que expresara una parte de su cuerpo, parece que
ahora el coño ha tomado el relevo. Consideramos heteropatriarcal que un señor
actúe como le sale de la polla, pero nos parece progresista y transgresor
hablar de nuestro coño como significante de nuestra libertad. Una actriz porno, Amarna Miller, nos habla de porno feminista y nos explica lo atrasadísima
que está España porque, al parecer, lo que cuenta en términos de liberación de
la mujer es lo que se realiza con cierta parte del cuerpo. Leo que una joven
feminista, Diana López Varela, publica No es país para coños,
para mostrarnos de qué manera aún no hemos conseguido la igualdad: interesante,
pero ¿por qué elegir un título reduccionista que vuelve a insistir en esa
separación arcaica de las pollas a un lado y los coño a otro? El otro día, una
artista plástica señaló que ella era nacionalista de su coño. Bravo.
No tengo nada en
contra de esa palabra, coño, la utilizo con bastante frecuencia, pero no como
reclamo o para llamar la atención. Debieran saber quienes la usan como si fuera
transgresora, que un término audaz que se repite con excesiva frecuencia acaba
siendo, simplemente, una vulgaridad, tanto como una película de destape de los
setenta, tipo El fontanero, su mujer y otras cosas de meter, o
aún peor, la demostración pueril de un papanatismo ideológico que en dos años
suena ineficaz y viejuno.
Tenemos claro que
la liberación está ligada al sexo, pero también a la interrupción del embarazo (véase
Polonia), a la
procreación (los niños no vienen de París, pero digo yo que habrá palabras más
delicadas para expresar de dónde salen nuestros hijos), a la igualdad laboral
tanto en puestos como en remuneraciones, al trato que se nos da, a la
consideración social como iguales. Si siempre sentí algo de vergüenza ante ese
lenguaje machorro, invasivo, ordinario, primario, entiendo que las cosas no se
cambian usando el mismo estilo. Por mucho que esa palabra, coño, en la intimidad
pueda sonar a deseo, a deseo con amor. O sin él.
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De EL PAÍS,
07/10/2016
Foto: Amarna
Miller en el video promocional del Festival Erótico de Barcelona/EL PAÍS
ReplyDeleteHace sesenta años, Ernesto Sábato exploró el tema desde la ficción (ese tipo de ficción que se vuelve sobre la realidad para mejor indagarla) En el Informe sobre Ciegos, el protagonista discute el asunto con dos mujeres. En un pasaje, dice
“-Para ustedes la diferencia entre el útero y el falo es un resabio de los Tiempos Oscuros. Va a desaparecer junto con el alumbrado a gas y el analfabetismo…”
Elvira Lindo se pregunta “¿por qué… insistir en esa separación arcaica de las pollas a un lado y los coños a otro?”. Creo que la respuesta es: “porque esa diferencia, no desapareció”. El error es creer que puede reducirse esa diferencia a una mera cuestión anatómica.
Gracias, Guillermo.
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