DANIEL MOCHER
Un rosario
ortodoxo de Kutaisi, Georgia. Mi compañera de trabajo ha querido tener el
detalle y me lo trajo de su viaje por tierras de la antigua Cólquida. Habla del
senderismo hasta los glaciares de Ushguli, las torres defensivas medievales de
Mestia, Svaneti, el valle del Juta. Vuelve alucinada, cansada y feliz de mucho
andar con la mente en blanco como si fuera por el fin del
mundo, disfrutando de un paisaje que parece de otra galaxia, de las flores
silvestres que crecen en medio de esa nada que muchas veces resulta ser un todo
desconocido. Los monasterios apuntalados, las casas medio derruidas, niños
alegres cruzando a caballo la corriente revuelta de los ríos. Jachapuri tres
veces al día, ensalada de tomate y pepino, también khinkali. Sopas, guisos de
ternera y cerdo, brochetas, cilantro en casi todos los platos. La gente muy
amable, humilde, sinceramente acogedora. Hay un par de zonas del país que son
controladas por los rusos y dicen que se está construyendo una gran autopista
para evitar que las comunicaciones y las rutas comerciales terrestres pasen
inevitablemente por Rusia. Para variar, la empresa es de capital chino y la
mano de obra filipina. Hay quien comenta que cuando llegue el progreso a
Georgia quizás reluzca como nunca pero habrá perdido algo de su más auténtico
sabor, irremediablemente. Los zopilotes no tardarán en revolotear sobre Tiflis
cuando haya posibilidad clara de negocio y pillaje.
Escuchando
los relatos de los amigos que regresan, las historias amenas sobre sus
aventuras lejanas, alguna anécdota interesante en los viajes de los demás, nos
damos a la ensoñación fácil y a la proyección de travesías más o menos
posibles. Nos entregamos. Ese brillo entusiasmado en sus ojos cuando hablan, el
nimbo de haber vuelto diferentes, transformados, beatos de la belleza, ese trémulo
fulgor es el que nos arrebata y siempre queremos más.
Soñamos con
viajes iniciáticos, odiseas, el vellocino de oro, descubrir el Arca de la
Alianza, haber encontrado La Ciudad Perdida de La Sierra Nevada de Santa Marta
en Colombia, pirámides desconocidas, o los templos de Angkor en la selva
camboyana. Pero eso sucede una o ninguna vez en toda la existencia de un ser
humano normal. Debemos cambiar el chip, la hoja de ruta y las coordenadas,
terminar con la mentira del tiempo lineal y del espacio limitado. El único
viaje de la vida es la propia vida en viaje, remotos, recónditos, fuera de
nuestras zonas de confort, incluso en casa, del otro lado de nuestra piel,
extramuros en lo cotidiano, también en nuestros barrios o en el pueblo, en el
trabajo, cada día, buscando nuevas aristas a las viejas palabras de siempre
para mejor explicarlo todo o explicarnos un poco más en el intento.
Opio de la
lejanía y de lo exótico, adormidera de la imaginación, llévanos en vuelo libre
hacia lo otro por ver si hallamos en el filo de lo diferente, tal vez allí, a
tientas sobre brasas, lo más nuestro de lo nuestro, esa ceguera que se rasga, y
empezar a ver de nuevo, como por primera vez, más amplio y más profundo, ya
casi no hay límites, abiertos de par en par, sabiendo que en la sombra hay
algún pespunte de luces indomeñables y en la luz danza sin descanso una sombra
esclarecida, desnudos, sin máscaras, inermes, en la cara oculta de la luna, en
el lado más vivo de lo vivo, crin de estrellas fugaces cruzando la noche, y seremos
más nosotros, redivivos, en la dulce llaga de lo extraño.
Imagen: Ushguli, Georgia.
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De LOS
PROPIOS PASOS, blog del autor, 25/08/2023
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